domingo, 13 de julio de 2008

Amistad


Sir Jack ha traducido un breve y magnífico texto de Evelyn Waugh sobre la amistad.

En mi caso, ha sido esclarecedor. De haber leído antes, no habría perdido algunos amigos.



El Padre Bede Jarrett, aquel sabio y santo Maestro de la Orden de Santo Domingo en Inglaterra, supo aconsejar a un monje cuya conciencia se veía perturbada por la incidencia de fuertes afectos humanos, no sea que le oscurecieran la vida espiritual:

En cuanto al punto que menciona, sólo le diría esto: que me alegro enormemente. Me alegro porque siempre he creído que la tentación de usted ha sido siempre hacia el puritanismo, la estrechez de miras, una cierta falta de humanidad... Usted le tenía miedo a la vida porque quería ser un santo y porque sabía que era un artista...
...Ahora bien, el mal se vence con el bien, con Dios, por el amor a Dios, encontrándolo en todas partes. No debe usted tener miedo de buscarlo en los ojos de un amigo. Él está ahí. De eso, por lo menos, puede usted estar seguro. Amar a los demás no equivale a perderLo, sino, si fuere posible, encontrarlo a Él mismo allí, entre los demás. Está dentro de ellos. Sólo se le pasará la ocasión de verlo si se busca a sí mismo en los demás. Allí está el carácter enceguecedor de la pasión; se trata de un amor de sí enmascarado tras un disfraz de alta nobleza.
...Coincido con usted en que la afirmación de que “el sólo deseo de llevarle Dios a “Y” es justificación suficiente para una amistad”, es un disparate y una estafa...
Usted quiere a “Y” porque usted lo quiere, porque es querible. No encontrará otra sincera razón por mucho que la busque... Disfrute pues de su amistad, pague el precio de los dolores que suelen seguirse de tales afectos, y recuerde su amistad en su Misa y déjelo a Él terciar en el asunto. Cómo comienza “La Amistad Espiritual”: “Aquí estamos, tú y yo; y la esperanza de que entre nosotros esté Cristo, el tercero de la partida” ¡Dios mío! ¡Qué don de Dios!
No se le ocurra hablar mal de él.

jueves, 10 de julio de 2008

Crónicas de Lord Tollers


Jack Tollers me mandé estra crónica de su atribulada traducción de la vida de R. Knox, que nos debe.

Hacia el final menciona un texto de Evelyn Waugh que es magnífico. No diría que es antikukú, que lo es, sino que es plenamente humano, y tranquiliza el ánimo. Sin embargo, lo reservo para publicarlo luego, para ahorrar material y crear expectativa.

Recomiendo vivamente, y una vez más, la "Catena argentea" de Tollers. Excelente!




Estimados amigos de Wanderer, de Evelyn Waugh o de Ronald Knox (y, ¿por qué no?, de ambos tres):

Y como lo prometido es deuda y en este mismo blog había prometido traducir el “Ronald Knox” de Evelyn Waugh, permítanme darles parte del asunto y cómo va la cosa.

Voy por el primer tercio, unas cuarenta mil palabras¾¾y eso que me precio de traducir con cierta velocidad. No en este caso, sin embargo, tal vez por las dificultades de la vida, de mi avanzada edad, de mi precario estado de salud, o de las complejidades intrínsecas del texto¾¾o tal vez por algunas penas adicionales que me he tomado. Por ejemplo, con la ayuda del Sr. Google he ido “anotando” todos los preciosismos, localismos y extraños modismos británicos de fines del s. XIX y principios del XX de la Haute Societé inglesa (Eton, Balliol College, Oxford, etc...). Las notas ya rebasan el centenar, pero van al pie de página y no es obligación leerlas. Y cuando se “publique” el texto el lector las podrá suprimir si quiere, sencillamente. Ahora, antes de eso, sepa que yo no sabía que sabía tan poco y me doy cuenta de que antes uno leía y se salteaba tanto detalle, desesperado de averiguar de qué se trata, uno por uno. Con el Sr. Google es tan fácil: qué sé yo, averiguar que Eaton Place no es el nombre de una mansión, sino de una paqueta calle londinense, que “Divvers” era un examen de Teología que si no lo aprobabas no egresabas de Oxford (abolido circa 1920), etc...

Me divierto, no lo puedo negar. Y aprendo. Y aprendo a escribir en castellano (que es tan, pero tan difícil). Y me involucro en la vida de Ronnie Knox, pero le sigo el alma a Evelyn Waugh también, cómo no (más de una vez, tengo la fortísima impresión de que escribió esta biografía antes que “Brideshead” y no, y no). Y veo el efecto que tuvo Newman, y me emociono, y todo ese mundo que se fue... Uno ve claro como las dos Guerras (civiles que dice Nolte) terminaron con Europa y todo lo que se perdió y me dan ganas de llorar... y a veces, no crean...

Y luego, me duele la espalda, y tengo ganas de escribir cosas propias, o meterle más pata a mi Catena (el Cap. III está a las puertas) y no pocas veces aparece una vieja vocecita que no falla, que no falla en repetirme al oído “Y todo esto ¿para qué? ¿para qué diablos?”. La conozco bien, pues me acompañó a lo largo de seis penosos años cuando me aboqué a otra obra que a los diablos no les gustó ni aca.

¿Qué más, estimado Wanderer? Que, mejorando lo presente, sin dudas es éste el mejor libro de Waugh (siempre que excluyamos su narrativa, que a esa no hay con qué darle). ¡Y cómo quería a Oxford, a Inglaterra y, me atrevo a decir, a la pobre Iglesia Anglicana! Tanto como otros grandes conversos como Gerald Manley Hopkins, como Benson, como Knox, como el propio Newman (hay otros que no le guardaban la menor simpatía, T.S. Eliot, por caso).

Y a fe mía, que los que le guardaban afecto, tenían razón. O, por lo menos, sus razones.

Ça suffit. He aquí que después de despacharme “at random” y mientras el paciente público espera que termine con la traducción, y a modo de anticipo, dejadme copiar aquí un texto que E. Waugh trae a colación acerca de la amistad y la vida espiritual. Es tan anti-kukú que quizá merezca el status de post (para comentarios, etc. etc. ).

Sursum corda,

Jack Tollers.

sábado, 5 de julio de 2008

Sobre macetas y praderas


El Pseudo - Athonita nos regala con una homilía dominical, mucho más sustancial que la que escucharemos en nuestras lánguidas parroquias.




Va un texto, afín al Evangelio de este domingo.-
Y sí, ya lo sé, ya me lo dijeron acá... yo, justo yo, ponerme a hablar de la simplicidad... ¡hay que ser caradura!
Y bueno: sí, soy caradura.- Dura como el pedernal.-

Vaya un reconocimiento: la arrancada ésta de hablar del campo, de otro campo, no es mía; sino de un buen amigo que tiene un excelente artículo -en un excelente blog- que les recomiendo:
http://caminante-wanderer.blogspot.com/2008/04/primero-el-campo-de-tollers.html
Y seré caradura, pero miren si no hay que ser "sencillo" para aceptar esta humillación interior: que a mí me guste tanto cómo escribe él y a él tan poco lo mío... Salvando las distancias (la mía al menos) algo de eso les pasaba a Lewis y Tolkien... cosas que hay que aguantar.-

Y ya que es viernes, una humillación más, de la que me hago cargo, qué tanto: que sí, que me gusta Graham Green y me la banco, por más zurdo que fuera.-

Ah, y a los muy teólogos -pienso en dos perros del Señor...- , no, no me vengan con distingos histéricos cuando se topen con lo del "conocimiento offshore", porque canté truco, pero esta vez con buenas cartas... que no mostré.-

In Domino,

pd: a los fanáticos de los bonsai (pienso en un Carmelo entero, por ejemplo...) perdonen la alusión: no lo tomen a mal. Aunque alguna maldad debe habérseme colado del inconciente, recordando que en mi lúgubre noviciado me hacían cuidar un ombú bonsai que "ellas" habían regalado y que me daban ganas de rebolearlo por la ventana... He aquí mi sobria venganza.... y confesión.-




Conozco un planeta donde hay un señor carmesí.
Jamás ha olido una flor. Jamás ha mirado una estrella.
No ha hecho más que sumas. Y repite todo el día:
¡soy un hombre serio, soy un hombre serio!

El Principito



Está de moda hablar del campo. De la crisis del campo. Hagámoslo entonces.
Eso sí: será de otra crisis y de otro campo. El que se despliega, espacioso como nuestras pampas, en las propias entrañas. La Escritura entera gusta llamar a nuestros hondones con esta simplísima expresión: campo; campo abierto.
Al punto que el Verbo se hizo Carne casi a los solos efectos de “acampar” entre nosotros. ¡Que exulte el campo y griten de gozo sus árboles!, arenga el salmista desde la sombra y figura.

Pero ajustemos algo previo.
Hay una distorsión teológica simple pero relevante. Y es creer que Dios administra sus premios y castigos si no con deliberada arbitrariedad, al menos con expresa y puntillosa resolución. Dios decide.
Y aunque es cierto que detrás de todo está la Voluntad de Dios, sus Promesas se van cumpliendo sobre la marcha del tiempo y la eternidad en la precisa medida en que se van dando las condiciones que habilitan dicho cumplimiento. Podríamos figurarlo casi como una “opción predeterminada” que se ejecuta “sola” cuando la situación lo permite.
En el fondo, lo que digo es que hay una relación causal entre mandatos y promesas. (Aunque no por eso un vínculo de estricta y debida justicia, claro está). Ni se agota este vínculo causal en el hecho raso de que Dios promete que el que hace tal cosa alcanzará tal otra. Lo cierto –y estupendo- es que entre la condición y la dádiva hay una relación real, hay una lógica. Dios no construye una suerte de grilla a dos columnas con mandatos y promesas y va cruzando arbitrariamente flechas vinculantes. Sino que cada promesa constituye la plenitud (indebida y desproporcionada) del mandato o de la condición propuesta.
Esto es hermoso.
Así, los mansos hidalgan la tierra, el llanto termina en consuelo, los puros ven a Dios, los pacíficos hacen vida de hijos… y todo esto, insistamos una vez más, porque más que premiar y castigar, Dios avisa hacia qué mares desemboca cada río.

Bien. Me dicen que suelo gastar demasiada labia o tinta en las introducciones en vez de encarar el meollo de entrada. Y es cierto… pero hay veces en que una entrada en escena del personaje principal cobra todo el relieve que merece, sólo cuando la obertura ha sabido crear el clímax expectante.
Mi prosaica obertura pretendía eso. Que dicho lo ya dicho, con redoble de tambores pueda instalarse en el centro de la escena uno de los versículos más bellos, más intensos, más hirientes del Evangelio: sólo los pequeños dan con la Revelación.

Y el Señor reedita el acontecimiento ante el corazón de cada uno de nosotros.
Ora. Es el Cristo Orante en conmovida alabanza.
Le ha asombrado una vez más –desde la “pequeñez” (tapeinos, dirá el texto) de su condición filial- su Padre, su Inmenso Padre, el “siempre-más” que Él.
Y en semejante contexto nos enteramos de la maravilla que nos atañe: los sabiondos y peritos no acceden al Misterio y los simples dan de lleno, sin trabas ni conflictos. Con la normalidad con que se recibe agua limpia o pan fresco. Con la misma normalidad con que –para el niño- las retorcidas hebras del lampazo configuran sin esfuerzo una gruta oceánica de algas y corales…
¿Y por qué esto habría de ser tan conmovedor?
Por lo que ya insistimos: porque Jesús sabe que el Padre no “paga” con revelación al precio de la pequeñez. Jesús percibe en un instante esta relación causal, directa, inmediata entre el Misterio revelado y la pequeñez del corazón.
Percibe la compatibilidad, la empatía, la “desproporcionada proporción” entre ambos.
Y esto es conmovedor como muy pocas otras realidades podrían conmocionar... claro está, a los simples.

Ajustemos otro mal entendido frecuente en la internalización de los relatos evangélicos: cuando hay bandos -buenos y malos- solemos hacer o bien el esfuerzo por identificarnos con los malos para llorar nuestras culpas o suspirar por los buenos para hambrear la santidad. Y vale. Pero es importante no olvidar que ambas realidades suelen co-existir en nuestro interior. Todos somos buenos y malos a la vez. Y las imágenes que emplea el Señor intentan apuntar a que descubramos estas dos polaridades ante todo en nuestro propio interior. Hay en nuestro terreno interior zonas porosas al Misterio y zonas impermeables. Nos atañe localizarlas para promover unas y sanear las otras.

Pero apuremos -ahora sí- la marcha al centro del asunto. ¿Qué tiene lo pequeño que lo torna tierra fértil, tan apta para sembrar el Misterio divino? ¿O qué tiene el erudito, el analista, el perito en las cosas divinas que aún nadando entre sus certezas el Misterio real ni lo salpica?

Veamos.
No hay compatibilidad entre Misterio y sabiondo, porque la especialidad de éste consiste en coleccionar certezas conceptuales prolijamente ubicadas en los casilleros de su “letterbox” (ese antiguo mueble de imprenta donde el imprentero guardaba sus letras de molde). Allí las conserva, con meticuloso orden. De allí las toma, ya sea para sacarles lustre o tan sólo para regodearse de su posesión. Y con pulgar y mayor las aprehende y sujeta y las recoloca con secreto orgullo y regocijo en su exacta casilla.
Y el Misterio, el Auténtico, el Divino, que es Fuego voraz, indomable Inmensidad, Torrente devastador… no, no cabe en casilleros.
Si cabe, no es Dios –remataría san Agustín-.

Dios, su Misterio y el niño son compatibles porque los tres concuerdan en la condición. Hay “compatibilidad” entre ellos.
Dios es simple. Su auto-revelación es simple y el simple es simple.
Dejemos las más bellas simplezas para otra vez (la de Dios mismo y la de su expresividad) y sólo digamos algo de “los simples” del Evangelio de este domingo.

Pero antes, un nuevo excurso: tiene que ver con el lenguaje y sus trampas. En castellano lo sencillo tiene que ver con lo poco (por ejemplo, al hablar de plata) o con lo pequeño (una casa, una fiesta). En cambio lo pedante, lo ampuloso se vincula sin esfuerzo a lo grandilocuente, a lo excedido de escala.
Y esto no siempre es así.
Lo simple es ante todo lo vasto, lo que no está fraccionado.
Lo complejo, por el contrario, en tanto sofisticado, tiende a la concentración, a lo diminuto. Perfumes, laptops y canapés serían buenos ejemplos.
Esto nos instala en el ojo de una potente paradoja: el hombre simple y rudo vive con la cara al viento, abierto a lo inmenso. Suya es la grandeza.
El hombre altivo y soberbio vive apretado, respirando su propio aliento, bajo su asfixiante cielorraso. Suya es la estrechura.
(Sería por eso –tal vez- que los antiguos percibían una curiosa “puerta secreta” que vinculaba en la trastienda a la humildad con la magnanimidad, virtudes que solemos atender muy distanciadas entre sí…).

Así las cosas, toda la ecuación evangélica entre manos se explica por razones de tamaño. El inmenso Dios no cabe en la astringida condición del sofisticado sabelotodo. Y está a sus anchas en la despojada amplitud del simple.
Lo dijimos: se trata del campo. De apostarle al campo y no a las restringidas macetas de balcón.

En la tierra de los simples brota Dios porque se le ofrecen campo abierto a su Semilla.
En la maceta del perito, cuesta mucho que germine y si lo hace, se pasma y si no se pasma, queda bonsái. Un Dios hecho bonsái… tal vez la mayor perversión religiosa. Hubo un tiempo de ateos. Y otro, de anti-teos. Parece ésta la hora de los mini-teos…

Al simple (“nepíois” dirá el texto, que dice mejor niño, ingenuo) le va el Misterio porque para él no sólo el Misterio –con mayúscula- sino toda realidad es misteriosa, es digna de ser desfondada para habilitar en sus entrañas el más inverosímil de los mundos.
El niño, o el simple, no atrapa las cosas: las observa y las deja ser. Accede a ellas saliendo de sí, como una abeja aborda la flor, y no forzando sus espacios interiores para comprimirlas y almacenarlas.
Por eso, básicamente, podemos decir que toda la ventaja del método-niño (esta es la fe) es una ventaja de lugar. El conocimiento no ocupa lugar si uno lo lee “on line”. Pero si ante todo lo que aparece en pantalla nuestro avaro movimiento posesivo nos mueve a “bajarlo al disco duro”, pues vaya que si ocupa lugar… Y si el “archivo” que pretendemos “guardar” es Dios-en-Sí… pues se nos colgará el sistema y hasta explotará la computadora. La fe como método de conocimiento es ante todo esto: un salir a campo abierto en vez de “zipear” y almacenar en lúgubres y helados subsuelos. Podríamos arriesgar: la fe es un conocimiento offshore… Si no el éxtasis, al menos requiere el éxitus.

El sabiondo es para adentro. Trata con ideas. Acumula conceptos. Los encasilla, los enmaceta, los riega y los cuida.
Y si es pío, de todas sus ideas, habrá una que reconocerá de máximo valor (aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado) y la exhibirá en la mejor de sus macetas como a valiosa orquídea. Ese es su Dios: la idea de Dios. La mayor idolatría no radica ni en la carne, ni el dinero: la mayor idolatría es adorar la idea de Dios (idea viene de ídolo y no al revés).
El famoso “noli me tangere” del Resucitado a la Magdalena no es un histérico “¡no me toques!” sino un amante y sabio “no quieras atraparme”…
Dirá Chesterton: el rebuscado es todo lo contrario al buscador.

Por eso, como desesperaba Hölderlin: ¡No planten cedros en macetas!
Pues maceta mata cedro. Como sabiondo mata Misterio.
Y el fogoso salmista aclama: ¡exulte el campo y cuanto crece en él!; ¡que griten de jubilo los árboles del bosque! (Sal 95,12).

E hombre simple sabe asombrarse. El hombre simple vive y vibra al pulso cotidiano de la sorpresa y la admiración. No hurguetea sus propias conjeturas: permite que el Misterio impacte sin más. No analiza: accede y presencia. El simple asume que ocurren cosas y que lo suyo es estar atento. Para el simple rezar no es pensar en Dios sino atenderlo. El simple no construye su fe sino que la descubre y cuida. El simple no captura certezas sino que, muy por el contrario, vive cautivo, cautivado por la alegría, diría Lewis. El simple no entiende a Dios y pocas cosas lo hacen más feliz que este no-entender. Le fascina el vértigo de no entenderlo y poder amarlo así. El simple no le tiene miedo al Misterio (aunque sabe que cuando un ángel dice “no temas” es porque está por ocurrir algo escalofriante). Vive maravillado por estrellas, flores, rostros y auroras. Y ¡cuánto más!: ante esa siempre sorprendente conmoción interior que le hace patente que Aquel Dios Más-Allá-de-Todo, sin estridencia alguna, acontece en su interior. Y que este acontecimiento lejos de necesitar ser “analizado” o “explicado”, reclama la adoración, el rostro en tierra, el rostro en campo…

Sí. Ante el indomable Misterio, ni hay que enjaularlo por miedo ni hay que domesticarlo por miedo también. Pues aunque su nombre es León (Ap 5,5) al despertarlo con la sencillez de un niño, nos tratará como Cordero, pues también lo es (Ap 5,6).
Cómo no pensar en Aslan, el León –temible y amoroso- de Narnia…

Y un remate final:
“La casilla de las macetas” (The Potting Shed), esa diminuta obra de teatro de Graham Green, donde constantemente luce esta obsesión por “contener y contraer” lo indómito divino, concluye de un modo muy bello:
Ana –una niña peculiar, mezcla curiosa de candor infantil y agudeza adulta- duerme plácida sobre el alfeizar de la ventana (abierta). Desperezándose y bostezando dice:
-¡Ah! ¡He tenido un sueño tan raro! Iba camino a la casilla de las macetas y me topé con un león enorme, profundamente dormido.
-¿Qué hiciste? –pregunta Jaime.
-Lo desperté –contesta la niña.
-¿Te comió? –pregunta con terror la señora de Callifer.
-No. Me lamió la mano –responde Ana, mientras baja el…




--TELÓN--