jueves, 30 de abril de 2020

#Enunsobre



La carta que publiqué en el artículo anterior es una muestra más de la clase de obispo que tenemos en Argentina. El p. Xavier Ryckeboer fue basureado por su obispo, es decir, humillado, descalificado y burlado, por el solo crimen de hacer circular un breve video en el que un grupo de familias pedían el retorno de la celebración de la misa.
La iglesia en nuestro país está gobernada por una chusma mitrada —la “Cámpora de Francisco”— de la que ni siquiera la crueldad del coronavirus podrá librarnos. Hay excepciones, y me consta que algunos obispos han hecho saber a varios de sus fieles su desacuerdo con las decisiones de sus hermanos en el episcopado. Pero poco y nada pueden, o quieren, hacer.
Bajo ellos, tenemos a los curas de campanario, como el padre Xavier, y muchísimos más en todo el país, que sin temores a virus ni a obispos —éstos más peligrosos y temibles que aquellos—, han continuado con la celebración de los sacramentos en sus iglesias cuando podían, visitando enfermos, confesando o cumpliendo las múltiples facetas de su ministerio. Otros, holgazanes y escuchimizados de ánimo, han preferido entregar en algún viejo copón o en una jícara (esperemos que no en un envase plástico), algunas decenas de Formas consagradas a los laicos comprometidos de sus parroquia para que las conserven en sus casas y den de comulgar a sus familiares y amigos. Ellos no pueden hacerlos —dicen—, pues sus padres son mayores y temen contagiarlos… Otros, ni siquiera esa excusa: desaparecieron literalmente (¿Alguien sabe qué es de la vida del cardenal primado Mario Poli?).
Nosotros, los laicos, poco podemos hacer. En una institución jerárquica como la iglesia, y más allá de las declamaciones conciliares, los seglares ni siquiera somos actores de reparto; somos extras, a los que llaman a figurar en algunas pocas escenas según sean las ocurrencias del director. Podemos hacer videos, podemos escribir cartas como ésta y pocas cosas más. Algunas le producen escozor a nuestros prelados, como los videos; y otras, risa. Sin embargo, hay una que puede tener un efecto mayor, y con la que podemos hacernos valer. Y toca a lo que más les importa a los obispos, y no me refiero a la fe, sino al dinero. Veamos.
El principio: Todos los seglares debemos contribuir al sostenimiento del culto. Es un precepto de la Iglesia y es un deber de estricta justicia, puesto que son los ministros del culto los que nos administran los sacramentos. Pero desde hace cuarenta días no tenemos culto y no se nos administran los sacramentos. Consecuentemente, y así como cuando no hay misa los domingos, estamos dispensados del precepto dominical, cuando no hay culto estamos dispensados de sostenerlo. Análogamente, si no se administran los sacramentos, el deber de justicia desaparece.
Las finanzas: En Argentina, los únicos miembros del clero que tienen un salario por parte del gobierno nacional son los obispos y los párrocos de frontera, que apenas reciben de tanto en tanto algunos mendrugos. El resto de los sacerdotes viven principalmente de la limosna de los fieles. 
Las iglesias hacen sus colectas, que son más sustanciosas en las misas de los sábados y domingos. Casi todos los meses una de esas colectas es imperada por el obispo (generalmente la del segundo domingo de cada mes, que es cuando más dinero ofrecen los fieles). Es decir, el prelado impera con algún fin determinado la colecta de todas las parroquias y capillas, que deben enviarle íntegramente lo recolectado en el cepillo, para el sostenimiento del seminario, o de la curia, o Cáritas, o Más por Menos, u otras del mismo tipo. 
En muchas diócesis, además, el obispo grava todos los ingresos de las parroquias con un porcentaje determinado (10% o 20%). 
En Argentina, el dinero que se recibe por intenciones de misa es ínfimo, y suele destinarse a pagar el sueldo de la secretaria parroquial, o los gastos de sacristía. 
Los párrocos deben arreglarse entonces con las tres colectas mensuales para pagar los gastos y mantenimiento del templo —o de la fábrica, como se decía antiguamente— y de la casa parroquial, la manutención de la comunidad sacerdotal, el salario mensual propio y el de cada uno de sus vicarios. 
Algunos afortunados tienen alguna capellanía de monjas, o de colegio, o de hospital que les permite un ingreso extra. Otros, se deben dedicar a hacer algunas changuitas como bendiciones de casa, visita de enfermos o cosas por el estilo, para incrementar aunque sea mínimamente sus ingresos.
Durante la cuarentena, es claro que buena parte de los sacerdotes han visto disminuidos drásticamente sus ingresos, como muchos de sus fieles. No es el caso de las parroquias más paquetas —como lo muestra la imagen de iglesias top de Recoleta y Palermo—, que reciben donaciones on line de parte de sus copetudos feligreses, acostumbrados a manejarse con transferencias bancarias y pagos QR. Pero no ocurre eso con la mayoría de las iglesias y sacerdotes.
No es necesario que diga, entonces, que hay que ser más que generosos con los buenos sacerdotes que continúan cumpliendo su ministerio abnegadamente. Pero a veces no es suficiente, y no a todos le llega esa ayuda. Una buena opción es la que ya propuso el p. Javier Olivera en su blog hace algunas semanas: encargar misas gregorianas. Narra San Gregorio Magno en sus Diálogos que en el monasterio de San Andrés del que había sido Abad, había un monje llamado Justo, que ejercía la medicina. En una oportunidad había aceptado tres monedas de oro y las había conservado, faltando al voto de pobreza. Pero luego se arrepintió y fue tal su dolor por el pecado que enfermó. Cuando los monjes buscaban un medicamento para Justo encontraron el oro. ‍San Gregorio Magno, ya siendo Papa, se enteró el caso y llamó al nuevo Abad ordenándole la pena de confinamiento solitario para Justo, a pesar que estaba gravemente enfermo. ‍Al poco tiempo Justo murió y el Papa lo hizo sepultar fuera del cementerio, en un basural, enterrando sus tres monedas con él, para inculcar en sus religiosos el horror al pecado. Sin embargo, a los pocos días Gregorio recapacitó que quizás había sido demasiado duro y encargó al Abad que celebrara treinta misas seguidas, sin faltar un solo día, por el alma de Justo, para librarlo del purgatorio. Más tarde, el santo fue confirmado en una visión que el monje codicioso había salido del purgatorio luego de la treintena.
La tradición aconseja, entonces, pedir por cada uno de nuestros difuntos misas gregorianas. La condición indispensable es que deben ser celebradas durante treinta días seguidos, sin interrumpir ninguno. Esto implica que el sacerdote que las recibe queda “embargado” durante un mes para recibir otros estipendios pues no puede añadir otra intención a su misa diaria. Este el motivo por el que son misas “caras” (entre U$ 300 y 500, según el país).  Se trata de una obra de caridad no solamente para el difunto que podrá salir del purgatorio según la visión de San Gregorio, sino también para el sacerdote.
Advierto que a pesar de sus orígenes medievales, se trata de una práctica vigente en la iglesia, confirmada por Pablo VI en 1967. 
Después de la cuarentena, no debemos olvidarnos de lo ocurrido. Nuestros obispos cobardes y nuestros sacerdotes cobardes, que pretendieron que nos conformáramos con el companaje de las misas en streaming privándonos de los sacramentos, no deberían recibir un solo peso de los seglares. Y por eso propongo lanzar una campaña denominada #Enunsobre. Consiste en concientizar a los fieles a que entreguen su limosna semanal o mensualmente al sacerdote que saben que es un buen pastor, porque en épocas de necesidad lo demostró, en un sobre y personalmente. Y en cambio, no poner nada, o apenas unos céntimos, en la canasta, puesto que todo lo que cae allí debe ser compartido con el obispo. De este modo, estaremos cumpliendo con el precepto, haciendo una obra de justicia y contribuyendo al sostenimiento de los buenos sacerdotes.
Los obispos argentinos no merecen nuestra ayuda. 




miércoles, 29 de abril de 2020

Carta a un obispo

No es cuestión de seguir insistiendo sobre la mediocridad, vileza e imbecilidad de la mayor parte de los obispos argentinos, la que se ha puesto particularmente de manifiesto en las últimas semanas. Sin embargo, paralelamente, se ha manifestado también otra realidad: la de la muchos "curas de campanario", sacerdotes dedicados a la pastoral inmediata y que por lo general son despreciados cuando no maltratados por sus obispos, y que han tenido actitudes ejemplares. Son estos sacerdotes la esperanza y el alivio de los fieles. Les dejo aquí la carta de uno de ellos:


Buenos Aires, 26 de abril de 2020.
Estimado Wanderer:
Cuando el martes 21/04 salió publicado el simpático videíto de las familias argentinas (https://youtu.be/uyQDvh3Vyr8), que pide respetuosamente a los obispos la vuelta de la santa Misa, me pareció buena idea reenviarlo a una decena de obispos para que lo vean, aprovechando el medio del WhatsApp ya que tenía sus teléfonos celulares.
A uno ellos, auxiliar de la arquidiócesis a la que pertenezco, el envío le cayó lo suficientemente mal como para que me enviara un correo-e tres días después, cuyo contenido me pareció tan inapropiado, que no sólo no debía quedar sin respuesta sino que era la ocasión propicia para decir algunas cosas que entiendo deberían ser materia de reflexión no sólo del mitrado interlocutor, sino de todos sus colegas argentinos.
Como tengo indicios de que su blog es leído con interés a ambos lados del Atlántico, por toda clase de mitrados y de fieles, le envío a Ud. el texto de mi carta de respuesta enviada por correo-e el día sábado 25/04. He eliminado aquellos elementos que podrían llevar a identificar a mi interlocutor, pues no es eso lo que importa. Es evidente que ignorar el contenido de la carta a la que respondo puede hacer que se pierda algún detalle de la respuesta, pero por una cuestión elemental de caballerosidad, la mantengo en reserva.
Muchas gracias.
Dios lo bendiga.
Pbro. Xavier Ryckeboer



Excelencia Reverendísima:
Muy agradecido por vtros. saludos pascuales. Mi Pascua –como la de tantos fieles– no fue tan feliz como la de otros años, en las actuales circunstancias; pero quizás V.E. ha tenido una experiencia distinta que la mía. Con todo, confío en los frutos que de ella fluyen y espero que entre ellos se cuenten los que V.E. espera para mí. No otra cosa deseo también para V.E.
Debo destacar el haber recibido una respuesta de vtra. parte como algo notable, ya que sólo otro obispo de entre todos aquellos a quienes envié copia del video en cuestión (incluyendo todos los auxiliares de Buenos Aires) ha tenido la deferencia de hacerlo. El otro obispo, decía, es S.E.R. Mons. José Slaby de Esquel, cuya preciosa respuesta copio aquí por lo edificante y por lo contrastante con la vtra. propia:
Ave María, les agradezco por la preocupación por la Iglesia y el pedido de poder participar en la Misa dominical, no somos nosotros los que nos negamos son las autoridades nacionales y provinciales que no nos permiten. Nosotros ya le hemos presentado esta petición, y también hemos dado entre otras cosas también vuestra argumentación, la respuesta fue "por ahora no", sentimos mucho y también nuestros sacerdotes también lo sienten no poder celebrar la Misa con Uds. En cada Eucaristía que celebro rezo por Uds. y por las autoridades para entiendan esta necesidad. Los bendigo y les acompaño con mis oraciones recen también por nosotros. +José Slaby C.Ss.R
También aprecio el agradecimiento por mi labor en el hospital, aunque no estoy seguro que V.E. esté muy interiorizado sobre ella. Se comprende la captatio benevolentiæ intentada por V.E. antes de proseguir con el discurso; pero no era necesario.
Yendo al punto del envío del video [https://youtu.be/uyQDvh3Vyr8] desde mi celular, vtra. reacción coincide bastante con la que tendría alguien aquejado de incomodidad de conciencia, lo que vulgarmente se dice en el refranero: "cola de paja", o algún otro malestar interior. Pero sólo señalo la posible coincidencia: no me atrevería yo a adelantar opinión sobre el estado de conciencia de V.E., ni tampoco me corresponde hacerlo.
Pero en aras de defender lo que es verdadero y justo, que ya no mi persona, cumplo en señalar a V.E. lo siguiente:
1- El video fue enviado desde mi propio celular, que es bastante público en la arquidiócesis, está registrado en el arzobispado, y me consta que está en la agenda de otros dos obispos auxiliares N. y N., a quienes también envié el video. De manera tal que es difícil sospechar una intención de actuar desde el anonimato y la impunidad. Claro que de ellos no recibí ninguna respuesta; ni siquiera una exasperada.
2- Vtro. número de teléfono celular tampoco es un secreto. Lo tengo en mi agenda, como tengo también el de los demás auxiliares de Buenos Aires; lo cual es de bastante sentido común tratándose, quien le escribe, de un miembro del clero de esta arquidiócesis y V.E. un obispo auxiliar de ella.
3 - El video enviado sin comentarios, no puede sino significar que quien lo envía está en un todo de acuerdo con él y que cree que es del interés de V.E. mirarlo con atención y reflexionar su contenido. En caso contrario, hubiera estado acompañado de alguna expresión aclaratoria.
Sin embargo, debo decir que el video no contiene todo lo que yo pienso al respecto; más adelante en estas letras lo volcaré para que quede de manifiesto.
4- El video de marras no contiene ninguna expresión "confusa, parcial y calumniosa (aunque pareciera con buena voluntad)", sino que es sumamente respetuoso, lleno de aprecio y sumisión filial a los obispos, propositivo y colaborador; y ejercita de un modo adecuado a las circunstancias el derecho que todos los fieles tienen a dirigirse respetuosamente a sus pastores (CIC 221 § 2 y 3) para pedir lo que entienden hace al bien de sus almas (CIC 223-224).
De hecho, V.E. ha sostenido en un simpatiquísimo mensaje sinodal publicado en las redes –que he seguido con gran interés junto con otras ciento veintiséis personas–, que “lo que a todos concierne, debe ser tratado por todos”. Así que no debería sorprender a V.E. que los fieles hayan captado el espíritu de este “caminar juntos” que anima a una Iglesia en salida, donde la opinión de los fieles es escuchada atentamente y sin prejuicios por pastores con olor a oveja.
5- Vtra. insinuación, o afirmación in recto, de que el video estaría comprendido entre las cosas que están circulando “en las redes de forma confusa, parcial y calumniosa (aunque pareciera con buena voluntad) sobre el rol de los obispos en cumplir una normativa del Estado que busca evitar contagios y cuidar la vida” es injusta y agraviante para con los fieles que hicieron el mensaje –algunos de los cuales conozco aunque no haya armado yo el video–.
En nombre de ellos pido que retire esas palabras y se retracte.
6- Ignoro el grado de confianza que V.E. me otorga, y no necesito de ningún grado en particular que V.E. se digne otorgarme para dirigirme a mi Obispo, o alguno de sus vicarios episcopales, y expresarle cualquier cosa que considere de interés para mi bien o el de las almas, o la de los sres. obispos, siempre y cuando guarde el debido respeto y obediencia que prometí a mi ordenante y a sus sucesores, que se extiende a sus vicarios. Salvadas, por supuesto, las exigencias de la caridad, la prudencia, la oportunidad, y un largo etcetera.
De modo que, salvadas las anteriores exigencias, seguiré dirigiéndome a V.E. las veces que juzgue necesario, y sin obtener antes vtro. previo permiso. Con todo, tomo nota de vtra. advertencia: “no vuelvas a dirigirte a mí de esta manera”.
7- El uso contrapuesto de referencias a lo que hacen “hombres maduros” (que aparentemente yo no lo sería), o peor aún, a lo que hacen los que tiene “hombría de bien” (que yo no la tendría), lo considero insultante y agraviante hacia mi persona. Otro tanto podría decir de la mención a “el conflicto, la calumnia, la confusión o la opinión indirecta y parcial” deslizada como al pasar, pero que es difícil no tomar como reproche en el contexto en que V.E. me lo dice.
En caso que V.E. estuviera insinuando estos insultos hacia mi persona, o afirmándolos sin más, pido que se retracte y disculpe conmigo; o bien que lo manifieste directamente y sin insinuaciones –como “hombre de bien”, o simplemente como hombre–, para que podamos resolver la injuria en los tribunales de la Iglesia.
8- Reconozco que V.E. es mi “superior” –como ha tenido la deferencia de recordármelo– y yo me declaro súbdito de V.E. Hace bien, para fomentar la confianza, que a uno se lo recuerden debidamente: le quedo agradecido.
9- Rechazo respetuosa y agradecidamente vtra. pretendida corrección fraterna, no porque ponga en duda la caridad fraternal y paterna que mueve a V.E., sino por inexistencia de materia. Pero quiera Dios que V.E. no deje de corregirme en un montón de cosas en las que sí debo corregirme, lo que redundaría en gran provecho de mi alma.
Hasta aquí llegan las aseveraciones que me merecen vtra. considerada misiva electrónica.
Pero como V.E. en su correo-e, no sin cierta contradicción con lo restante, hace repetidas apelaciones análogas como: "si tenés algo que aportarme hacelo siempre con confianza", voy ahora a expresarle con confianza y parresía mi pensamiento, que ojalá llegara al conocimiento de los restantes obispos auxiliares y, especialmente, del sr. Cardenal Poli, quien –por lo menos así me lo parece– resulta un poco inhallable por estos días.
Estas afirmaciones completan lo que se expresa en el video por mí enviado, a lo que adhiero plenamente. Es lo que yo pienso, y manifiesto a V.E. con la confianza a la que apela. No es necesariamente lo que yo expreso a los fieles que acuden a mí hartos y consternados.
Vea, Excelencia, que si Dios dispuso valerse de una burra para que Balaam profetizara (Nm 22, 27ss), bien puede valerse de mí para que V.E. pueda encontrar algo de valor en todo esto:
10- Considero que los sres. obispos argentinos (hablando en general, a sabiendas de lo odioso de las generalizaciones), y los porteños en particular, se han mostrado demasiado prontos y solícitos en plegarse sin más a los dictámenes de la autoridad civil desde un principio.
11- Considero también que en su trato con la autoridad civil se muestran demasiado tímidos, por no usar la expresión pusilánimes, que sería demasiado fuerte. Piden, no exigen con fortaleza evangélica; como si no fueran pastores detrás del cual hay todo un rebaño que debe ser protegido y alimentado. Con esto no insinúo que se comporten como el asalariado; no. Pero me parece que está faltando bastante más garra, por decirlo coloquialmente.
12- Considero innecesario y contraproducente que los Ordinarios mantengan los decretos canónicos restrictivos al culto con fieles y que nos atan en conciencia a los clérigos que queremos obedecer los legítimos mandatos, aún los que nos parecen desatinados en el fuero íntimo.
Han peticionado al gobierno (Comunicado de la CEA del 21/04) porque los sres. obispos creen que, con las debidas precauciones de bioseguridad, las Misas con fieles deben ya recomenzar. Supongo que deben haber sido movilizadoras las iluminadas palabras del Sumo Pontífice en su homilía en Santa Marta del 17/04, y esclarecedora la brillante carta (19/04) del arzobispo de La Plata, Mons. Víctor Fernández.
Si vtra. tímida solicitud al gobierno se ha estrellado con la negativa de éste (Comunicado de la Of. de prensa de la CEA del 22/04), ¿qué sentido tiene seguir manteniendo los decretos episcopales y no derogarlos? Que quede claro ya ante los fieles que, si el culto público no retorna, es por el abuso de autoridad del Estado, y no porque los Ordinarios atan las manos del clero.
13- Considero que seguir manteniendo aún las restricciones episcopales ante la negativa del gobierno, crea una situación de cesaropapismo donde los pastores se someten servilmente al César en lo que no deben; y para peor con un César masónico y manifiestamente anticristiano.
No creo que a ningún obispo sensato se le ocurra dejar el culto católico al arbitrio de Alberto Fernández, el sacrílego comulgante de la cripta de san Pedro en la colina vaticana. Eso superaría los sueños del más rancio obispo galicano.
14- No pienso –al menos no de momento– que haya que intentar revivir la heroica epopeya “cristera” que tantos santos mártires canonizados y heroicos confesores de la fe ha dado a México, entre laicos y clérigos.
Tampoco creo que haya actualmente obispos, y quizás clero, capaz de secundar una cosa así.
Pero no es fácil predecir cómo irán derivando las cosas en la Argentina; y posiblemente harían bien los sres. Obispos en evaluar la posibilidad que se acentúe la deriva autoritaria y controladora de las autoridades de la Nación o provinciales.
15- Considero que si los señores obispos levantaran sus incomprensibles –a esta altura de las cosas– restricciones canónicas, no solamente desatarían la conciencia de los curas, sino que darían lugar a un cúmulo de microentendimientos con las autoridades locales (comisario, delegado municipal, etc.) para retomar el culto con los fieles; hasta tanto se logren disposiciones nacionales de alcance general.
16- Aunque no ignoro la acción del Espíritu en las almas, y me constan los innúmeros beneficios sobrenaturales que han florecido en el seno de las familias en esta forzada reclusión, considero también que las secuelas en la vida cristiana de los fieles y en la salud del tejido eclesial que todo esto va a dejar, son enormes.
El detrimento a la vida sacramental posterior de los fieles, la confusión de las conciencias que pensarán que la “misa virtual” es lo mismo que la real participación en el santo sacrificio de la Misa, que la “comunión espiritual” –sea lo que cada uno entienda y practique bajo ese nombre– suple ampliamente la Comunión sacramental, que el perdón de los pecados se obtiene indistintamente por el sacramento de la Penitencia o por la “contrición perfecta” –una vez más, sea lo que cada uno entienda y practique por tal cosa–; no son cosas para tomarse a la ligera. Y haríamos bien en empezar a pensar seriamente en ello, si es que aún no hubieren vtras. Excelencias empezado a hacerlo.
17- Entiendo que muchos fieles están bastante escandalizados por la actitud general de los sres. obispos, y de cierta parte del clero. Escándalo que se acentúa cuando los ven muy prolíficos en iniciativas para pedir plata y no tanto en velar por el bien de sus almas, más allá de melífluas palabras.
Algunos, con bastante picardía, proponen reemplazar el quinto precepto de la Iglesia referido al deber del sostenimiento de la Iglesia (CIC 222 § 1), por la sentencia paulina de 2T 3, 10. Por supuesto que, más allá de la humorada, no comparto semejante desatino.
18- Intuyo que, cuando salgamos de nuestras catacumbas virtuales –a veces bastante confortables– muchos obispos y no pocos clérigos van a tener ciertas dificultades para mirar a los fieles a la cara. Incluso alguno llegará a experimentar el odium plebis del que habla el CIC –Dios no lo permita, por el bien de la Iglesia–, que pudiera volver inconveniente la permanencia en el oficio.
19- Sostengo que las grandes tormentas suelen despejar las nubes. Me pregunto si esta tormenta que atravesamos dejará en pie cosas como “Iglesia en salida”, “Iglesia hospital de campaña”, “Iglesia sinodal”, “olor a oveja”, y otros tópicos que han marcado e inspirado fuertemente nuestra acción pastoral; o más bien las barrerá como el viento... Lo sabremos pronto, me temo.
20– Creo firmemente y confieso que todos seremos juzgados por el justo Juez, Jesucristo. Los clérigos, como V.E. y quien le escribe, de modo particular por lo que hayamos hecho y dejado de hacer en favor de su amado rebaño.
Esta certeza de fe no me deja muy tranquilo, sino que azuza en mí el temor de Dios. Me encomiendo y encomiendo a V.E. –para tal trance– a la infinita misericordia de Dios; y espero que antes ambos recibamos y acojamos el don de una perfecta conversión, de la que aún estoy muy lejos.
Hasta aquí mis pensamientos, con los que espero haber honrado la confianza para expresarme con claridad, a la que V.E. me ha invitado a acogerme.
Tengo otros pensamientos también en la cabeza, pero que no me atrevería a volcarlos pues no estoy seguro que vengan de buen espíritu, y lucho por refrenarlos.
Quedo agradecido con V.E. por haberme dispensado la lectura de tan larga comunicación, y pido su bendición
su súbdito e hijo.

Pbro. Xavier Ryckeboer

lunes, 27 de abril de 2020

Dos pestes, dos iglesias, dos fragancias


Historia magistrae vitae est et testis temporum, decía Cicerón, y en estos extraños tiempos de pandemia y cuarenta conviene ver qué pueden enseñarnos la historia. Ya hicimos aquí referencia al caso de la plaga de fiebre amarilla en Buenos Aires. Propongo rever el caso de la peste que asoló el norte de Italia en la segunda mitad del siglo XVI. No es necesario que haga una exégesis de los hechos históricos. Me permito solamente señalar una coincidencia: las similitudes entre las medidas adoptadas por las autoridades milanesas y las adoptadas por las autoridades actuales, consistentes en un durísima cuarentena. Los resultados en aquel caso fueron los siguientes: Milán contabilizó 17000 muertos; Venecia, que no aplicó cuarentena, 70000 (no constan registros históricos que atestigüen que antepasados de Bill Gate o Herny Kissinger hubiesen tenido participación alguna el gobierno del ducado de Milán durante esos años).
Y una diferencia: la actitud de los pastores. Si bien San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, apoyó las medidas del gobierno que supusieron la suspensión del culto y la clausura de las iglesias durante meses, sin embargo, encontró los medios, a riesgo de su vida y de sus sacerdotes, para que sus fieles no quedaran sin auxilio espiritual. Bastante diferente a la indignante propuesta de Mons. Eduardo García, íntimo del Papa Francisco.
Conclusión: San Carlos Borromeo es la figura paradigmática en la aplicación de las reformas pastorales promovidas por el Concilio de Trento. Tenemos, entonces a la vista el resultado de la iglesia tridentina y el resultado de la iglesia del Vaticano II. Se trata, en todo caso, de una marcada diferencia en las fragancias ovinas que despiden los pastores de cada una de ellas.
A continuación, he traducido una síntesis de un extenso y equilibrado estudio histórico de Marco Repetti Arrigoni:


En los primeros días de 1576 Milán estaba impregnada de la gran alegría suscitada por la decisión de Gregorio XIII de aceptar la petición del cardenal Borromeo de extender el Jubileo, celebrado en Roma en 1575, a la diócesis ambrosiana. Con el solemne inicio del año jubilar extraordinario, el 12 de febrero, miles de peregrinos de toda la diócesis acudieron a la ciudad. Informado de la propagación de la peste bubónica en Trento, Venecia y Mantua, inicialmente atribuida a un brote de gripe común, en abril el Marqués de Ayamonte Antonio de Guzmán y Zúñiga, Gobernador de Milán, introdujo estrictas restricciones a las peregrinaciones, ordenando que sólo pudieran reunirse pequeños grupos de no más de una docena de personas que poseyeran el biglieto, un documento, expedido por las autoridades sanitarias del territorio de origen, en el que se certificaba la ausencia de síntomas atribuibles a la peste. San Carlo, para reducir la afluencia de peregrinos a Milán, estableció que el Jubileo podría ser celebrado incluso en toda la diócesis, estableciendo iglesias en cada parroquia, en las que los fieles pudieran ganar la indulgencia (Marcora, “Il processo diocesano informativo sulla vita di San Carlo per la sua canonizzazione”, in Memorie storiche della diocesi di Milano, vol. IX, Milano, 1962, p. 467).
A pesar de que el Tribunal de Sanidad, con el avance del contagio en los municipios del Ducado, había adoptado por precaución medidas cada vez más estrictas para evitar la propagación de la peste, como el aislamiento de los pueblos afectados, las restricciones de acceso a la ciudad, la suspensión de todas las manifestaciones y eventos en los que participaran grupos de personas, la limitación del comercio, la vigilancia diurna de las seis puertas que permanecían abiertas al tránsito sólo para los "portadores del biglieto" y la limpieza diaria de las calles, los primeros casos de peste se produjeron en Milán durante el mes de julio. La epidemia finalmente estalló los primeros días de agosto. Las autoridades civiles huyeron a pueblos vecinos; el arzobispo milanés, San Carlos Borromeo, que había ido a Lodi para asistir al obispo Antonio Scarampo, agonizante a causa de la peste, decidió volver inmediatamente a su sede.
A medida que la plaga se extendía, las autoridades aislaron los distritos que se habían convertido en semilleros de la plaga, introdujeron la obligación de informar sobre los casos de infección y decidieron crear un primer grupo de 250 chozas fuera de las murallas de la ciudad para alojar a las víctimas y los sospechosos, a fin de evitar el hacinamiento en el lazareto de Porta Orientale. A finales de agosto la propagación de la plaga se hizo imparable y, una vez frustradas las esperanzas de que los cordones sanitarios implementados pudieran contener su propagación, llegó al centro de la ciudad. Los enfermos comenzaron a ser trasladados al lazareto, donde los pacientes se mantenían divididos según estuvieran infectados, sospechosos o convalecientes.
Desde el comienzo de la epidemia, el cardenal Borromeo, después de haber publicado un “Aviso comune a tutto il clero secolare e regolare della diocesi di Milano per l'oratione da farsi per i sospetti e pericoli di peste”, en el que exhortaba a los sacerdotes a ayudar a los enfermos, eligió a ocho de sus colaboradores más cercanos y de confianza para que le acompañaran en el cuidado diario de las víctimas. Cuando se enteró de que los médicos se negaban a visitar a los enfermos encerrados en el lazareto, limitándose a dar breves instrucciones a través de mensajeros, San Carlos decidió visitar a los internados pero, debido a la oposición del Tribunal de Sanidad, tuvo que limitarse inicialmente a bendecir y consolar a los pacientes desde el exterior. El santo arzobispo, consciente de exponerse al contagio en el ejercicio de su ministerio, para no convertirse en él mismo en factor de enfermedad, comenzó a conversar con sus interlocutores manteniéndolos a distancia, a mudarse muy a menudo y a lavar su ropa en agua hirviendo, a purificar todo lo que tocaba con fuego y con una esponja empapada en vinagre que llevaba siempre consigo. Durante sus visitas a Milán guardaba las monedas para las limosnas dentro de frascos llenos de vinagre y, “tenía un bastón blanco en la mano, largo, para mantener a la gente alejada” (Marcora, Il processo diocesano…, vol. IX, Milano, 1962, p. 507).
Y para que la sospecha de su persona y de los que le servían inmediatamente, no trajera daño o miedo a los demás, cuando empezó a ocuparse de los infectados con la peste, y a administrarles los santos sacramentos, ordenó que se abstuvieran del servicio de su persona, manteniéndose bajo sospecha, y haciendo que le llevaran una vara incluso fuera de la casa, para que ninguno se acercara a él. (Giussano, Vita di San Carlo Borromeo, Libro IV, Cap. III, Brescia, 1613, p. 190).
Para asistir espiritualmente a los infectados, Borromeo convocó a sacerdotes y religiosos de toda la diócesis, dirigiéndose en particular a los clérigos suizos, que se sabía que no temían la peste, y obtuvo de Ayamonte que la dirección del lazareto se confiara al padre Paolo Bellintani y a los capuchinos: “Fue a todos los conventos buscando padres y sacerdotes para este servicio, y el Dios le dio la gracia de encontrar casi todos los que necesitaba, y le hizo venir a su casa y mantenerlos allí a su costa”. (Marcora, Il processo diocesano…, vol. IX, Milano, 1962, p. 699).
Observando que las mujeres y los niños eran más propensos al contagio, el Tribunal de Salud, decretó la cuarentena, estableciendo que a partir del 1 de octubre todas las mujeres y sus hijos menores de quince años no salieran de sus casas por ningún motivo.
Para implorar a Dios la gracia del fin de la epidemia, San Carlos ordenó la celebración de cuatro procesiones en las que sólo podían participar hombres adultos, divididas en dos filas de una sola persona y a unos tres metros de distancia una de otra, prohibiendo la participación de los infectados y los sospechosos de contagio. El Borromeo caminó descalzo y con una cuerda alrededor del cuello en la primera procesión desde el Duomo hasta la Basílica de San Ambrosio. En las tres próximas procesiones, San Carlos decidió llevar en procesión el Santo Clavo de la Cruz de Cristo, guardado en un relicario situado en el ábside de la Catedral.
A medida que la epidemia avanzaba, el lazareto de Porta Orientale y las 250 cabañas adicionales ya no eran suficientes para recibir a los enfermos. Por ello, San Carlo propuso al Gobernador la adopción de dos medidas: la utilización de los terrenos extra-urbanos circundantes para la construcción de más cabañas para albergar a los enfermos y la proclamación de una cuarentena general para toda la ciudad, extendida a los laicos y al clero.
El Arzobispo aconsejó dos medidas importantes. La primera fue alquilar grandes extensiones de terreno fuera de la ciudad, en cada una de sus puertas; rodearlas con terraplenes y fosos para que nadie pudiera salir, y hacer que los sospechosos de la peste fueran transportados allí, a casas de madera o paja, en medio de las cuales quiso que se construyera una pequeña capilla para celebrar la misa y administrar los sacramentos. La otra era publicar una cuarentena general para que los ciudadanos, sacerdotes o laicos, hombres, mujeres, niños, todos tuvieran que encerrarse en sus casas durante cuarenta días [...]. | Estas cosas se llevaron a cabo diligentemente y sin mucha dificultad. (Sala, Biografia di San Carlo Borromeo, Milano, 1858, p. 69-70).
Fuera de cada puerta se construyeron miles de cabañas de paja para alojar a las víctimas infectadas y sospechsos de la plaga; dispuestas en hileras, cada cabaña estaba separada de la otra por unos tres metros y medio de tierra. En el interior de los nuevos lazaretos se erigió una gran cruz y algunas capillas de madera, elevadas unos tres metros por encima de las habitaciones de las víctimas, para que los enfermos pudieran ver las celebraciones eucarísticas que se celebraban a diario desde sus cabañas.
El 15 de octubre, el Tribunal Provisional, aceptando la propuesta de Borromeo, decretó una cuarentena general para todos los habitantes de Milán, extendiendo la prohibición de salir también a los hombres, y concediendo a las familias dos semanas para comprar alimentos y artículos de primera necesidad antes del inicio de la medida. El 18 de octubre, San Carlos emitió un edicto similar dirigido al clero secular y regular, ordenando “a las personas eclesiásticas que se permanezcan recluidos en sus casas” y eximiendo únicamente a los sacerdotes y religiosos destinados a la asistencia espiritual y material de la población de la observancia de esta orden. El Cardenal, recordando a los milaneses la penitencia y la oración, exhortó a los fieles a confesarse y comulgar antes del día señalado, y luego obedecer rápidamente la prohibición de los magistrados.
El primer día de la cuarentena cada parroquia se encargó de censar a los habitantes del respectivo barrio encerrados en sus casas, organizando nuevos controles cada dos días para verificar el cumplimiento de las disposiciones y comprobar las posibles infracciones.
Con el comienzo de la cuarentena, el cese de todas las actividades comerciales y artesanales llevó a la indigencia a la mitad de los habitantes de Milán, privados de todo medio de subsistencia y a menudo reducidos a la mendicidad, aumentando aún más el peligro de propagación del contagio. Fueron las instituciones municipales y sobre todo los ciudadanos más ricos, en primer lugar el propio Borromeo, quienes tuvieron que hacer frente a los gastos extraordinarios, asumiendo generosamente la carga de mantener en casa a los pobres y hambrientos “por el espacio de más de seis meses”. San Carlos confió a un sacerdote en cada zona de la ciudad la tarea de visitar diariamente “cada casa infectada o sospechosa de plaga, ayudando a los necesitados con dinero, sal gruesa e incluso mantequilla”.
Además, ordenó que: “En casa casas se hiciese oración siete veces al día y, para recordarlo, que la iglesia metropolitana y en las iglesias parroquiales, sonaran las campanas” a fin de que los milaneses pudieran invocar la ayuda divina poniéndose de pie y mirando a las ventanas, rezaran todos juntos en voz alta, cantando a las letanías, y otras oraciones. (Vera narrazione del successo della peste. Raccolta da Giacomo Filippo Besta, procuratore milanese, Milano, 1578, p. 29).
Como quienes estaban en cuarentena “no podían ir a las iglesias y recibir el fruto de las cosas sagradas”, San Carlos ordenó que en cada cruce de calles, en lugares visibles desde la mayoría de las casas, se erigiera un altar, que haría de base de una columna coronada por una cruz (la llamada "crocette"), en el que se celebraban misas todos los días de la semana, para que los fieles pudieran participar en los ritos sagrados desde las ventanas de sus casas.
Todos los días habían sacerdotes encargados de ir a las casas de los estaban en cuarentena para que pudieron confesarse y comulgar. Llevando un asiento de cuero “y los que querían confesarse llamaban al sacerdote desde sus ventanas, éste se sentaba en su asiento en las puertas, y el penitente bajaba, teniendo la hoja de la puerta como tabique.(Marcora, Il processo diocesano..., vol. IX, Milán, 1962, p. 700)
Los fieles que después de celebrar el Sacramento de la Reconciliación, querían comulgar, debían colocar una pequeña mesa fuera de las puertas de sus casas para que los sacerdotes pudieran saber dónde detenerse. Para comulgar y al mismo tiempo evitar que el propio ministro se convierta en un vehículo de contagio, de acuerdo con las normas dictadas por el Arzobispo, la partícula tenía que ser colocada “en un bisel de plata y distribuida sin tocar la boca del comulgante, incluso cuando éste fuera sospechoso de estar contagiado. (Diario de Giambattista Casale (1534-1598), en Memorias históricas de la diócesis de Milán, vol. XII, Milán, 1965, p. 302.)
San Carlos también ordenó que los sacerdotes, una vez administrada la Eucaristía, pasaran sus dedos pulgar e índice sobre la llama de una vela para desinfectarlos. Por su parte, durante la cuarentena, Borromeo continuó visitando a los prisioneros milaneses, sanos y enfermos, para llevarles los sacramentos y el consuelo derivado de su presencia paterna.
El cardenal delegó en algunos religiosos la visita diaria a los enfermos, para darles asistencia espiritual y consuelo religioso. A fin de animar a su clero en primer lugar con su ejemplo, el Arzobispo administraba personalmente los sacramentos de la Eucaristía y de la Confirmación yendo diariamente a las personas afectadas por la peste que estaban encerradas en sus casas u hospitalizadas en el lazareto y o en las chozas. Y se mostró también cercano a los muchos sacerdotes que habían caído enfermos en el desempeño de su ministerio.
Durante toda la duración de la plaga, San Carlos se dedicó con celo incansable e incesante y con amorosa solicitud a ayudar y consolar a los necesitados, los enfermos y los moribundos, proveyéndoles de todas sus necesidades espirituales y materiales, caminando por toda la ciudad incluso después de la puesta del sol.
Cuando visitaba las cabañas distribuía comida y limosnas y conversaba y daba y consuelo a cada paciente: “les preguntaba de qué parroquia eran, si se confesaban [...], y sobre sus necesidades temporales: si le faltaba algo para comer o medicinas, y si le faltaba algo más como paja, mantas y cosas similares. (Marcora, El proceso diocesano..., vol. IX, Milán, 1962, p. 700).
El Cardenal nunca dejó de actuar con gran prudencia y sentido de la responsabilidad, no queriendo que los fieles se vieran expuestos a un posible contagio o a algún tipo de peligro por su culpa o la del clero diocesano. Por eso, nunca omitió las precauciones necesarias ni se puso en peligro sin necesidad. Cuando había hecho alguna acción peligrosa de contagio, durante siete días por lo menos se abstenía de conversar con los demás, y hacía él mismo todas las tareas domésticas, y lo mismo pedía que hicieran los otros sacerdotes. (Sala, Biografia di San Carlo Borromeo, Milán, 1858, p. 71).
El Arzobispo ordenó a los párrocos que la bendición navideña de las casas se llevara a cabo en la calle "con la mayor devoción y gravedad". El 19 de enero de 1577, la víspera de la fiesta de San Sebastián, tuvo lugar una nueva procesión para invocar la intercesión del santo. A la procesión, solemnemente encabezada por San Carlos, sólo asistieron el Gobernador, el Senado, los Decuriones, las autoridades civiles y el clero de Milán, ya que la ciudadanía estaba todavía en cuarentena. El 1 de febrero de 1577, después de más de tres meses de encarcelamiento forzoso de la población, el Marqués de Ayamonte suavizó los rigores de la cuarentena, disponiendo que sólo los padres de familia pudieran salir de sus casas en determinados momentos y permitiendo la reapertura de algunas tiendas. 
El 24 de marzo se amplió el derecho a salir durante el día a todos los varones mayores de doce años, mientras que a las mujeres y los niños se les permitió ir a las iglesias para confesarse y asistir a la misa de preparación para los ritos de la Pascua. El 7 de abril el pueblo de Milán, autorizado por el Gobernador, pudo celebrar libremente la Pascua, viniendo la Resurrección del Señor a coincidir con la liberación de Milán de la epidemia. 
Con los primeros días de diciembre de 1577 no hubo más casos de contagio y el 20 de enero de 1578 el Tribunal de Sanidad pudo declarar a la epidemia definitivamente erradicada, restableciendo todas las actividades comerciales dentro del Ducado. 
Un papel decisivo desempeñaron sin duda las prudentes medidas adoptadas por las autoridades civiles y religiosas que lograron limitar considerablemente la propagación de la plaga, que causó unas 17.000 muertes en Milán frente a las 70.000 pérdidas sufridas por Venecia.



sábado, 25 de abril de 2020

Devuélvanos la misa

Luego del ejemplo de los austríacos, argentinos y españoles han publicado un corto video pidiendo respetuosamente a los obispos que nos devuelvan la misa.
Esto decían los españoles:


El video tiene ya más de un millón doscientas mil vistas en las diferentes redes sociales. Incomprensiblemente, ha sido fuertemente atacado por los de fuera y los de dentro de la Iglesia.

Esto decían los argentinos:


En este caso, los ataques no vinieron solamente de los previsibles enemigos, sino de los mismos pastores a quienes se dirigían el pedido. Por ejemplo, el francisquista Mons. Carlos Domínguez, OSA, obispo auxiliar de San Juan:



Estos son los pastores con olor a oveja que nos deja el Papa Francisco.

miércoles, 22 de abril de 2020

Lo que viene (II)


Podemos analizar el pontificado de Francisco y lo que vendrá después desde dos perspectivas. Una, más inmediata, que nos presenta un papado catastrófico provocado por la irresponsable elección de los cardenales en el cónclave de 2013. Jorge Bergoglio, como Carlos Argentino Daneri, el personaje de El Aleph, es “autoritario e incompetente”. Como dije desde el mismísimo día de su elección, se trata de un orillero astuto que, aprovechándose de las circunstancias del momento, logró vender una imagen de manso pastor de ovejas. Basta ver el vergonzoso documento dirigido a los movimiento sociales que publicó el domingo de pascua para demostrar por enésima vez lo que sostengo: es un simple puntero peronista.

Pero también es posible ampliar el zoom y considerar al pontificado francisquista con una mayor lejanía, desde cierta altura. Y desde esta perspectiva —que es más importante que la anterior—, la elección de Jorge Bergoglio fue lo mejor que le pudo pasar a la Iglesia, y muestra la asistencia del Espíritu Santo que es capaz de sacar grandes bienes de grandes males. El Papa Francisco puso en evidencia planetaria lo que Juan Pablo II y Benedicto XVI habían logrado ocultar: el verdadero rostro de la iglesia. De sopetón, caímos en la cuenta cuál era la situación del episcopado, de la clerecía y de los laicos pollerudos. Bergoglio es el epígono de todos ellos. No es peor; diría incluso que es bastante mejor que la mayoría. Su torpeza, su rampante vulgaridad y su empeño permanente a colocar a paletos obsecuentes en los puestos de conducción de la grey de Cristo no ha hecho más que revelar qué es lo que se escondía bajo las simpáticas manifestaciones multitudinarias que arroparon el pontificado polaco, y bajo el boato y el empaque de intelectualidad que lo hicieron bajo el alemán: la inanidad de una enorme multitud de obispos y sacerdotes que habían perdido la fe y habían transformado su ministerio y la iglesia misma en una organización de ayuda humanitaria, con las suficientes pinceladas de religiosidad a fin de permitirles seguir medrando de los fieles y viviendo cómodamente de seculares prebendas y canonjías.
Como escribía hace dos años Peter Kwasniewski, “Francisco ha proyectado una claridad, imposible de poner razonable (o no razonablemente) en duda y, aún más, febrilmente amplificada, sobre la absoluta bancarrota del “catolicismo del Vaticano II”, con su liturgia peso ligero, su frívola oposición al mundo, el demonio y la carne, y su continuo compromiso con los poderes liberales dominantes”. Este pontificado puso en evidencia el resultado del experimento del Vaticano II, siendo Bergoglio mismo un hombre del Concilio y siendo la mayor parte de sus obispos y sacerdotes cocidos en ese mismo horno. El espectáculo que comenzamos a ver con dolor hace años de cardenales, obispos, sacerdotes y monjes entregados a las más grandes perversiones sexuales, protagonistas de escándalos financieros y compromisos con el mundo, se magnificó gracias a la epidemia. Los pastores que hacían gala de su amor por las ovejas no solamente se refugiaron en sus guaridas, sino que prohibieron a sus sacerdotes salir de las suyas a fin de no quedar ellos mismos expuestos como cobardes. En Argentina al menos, acuden al pretexto de “no romper la unidad eclesial”, es decir, de no romper el pacto de cobardía que firmaron al comienzo de la cuarentena y que servilmente rubricaron ante las autoridades civiles, esas mismas que se aprestaban a aprobar la ley del aborto por estos meses. Esta es la iglesia del Vaticano II. Este es la iglesia que nos deja Francisco.
Le convendría al Santo Padre, simpatizante de la medicina china, aplicarse el proverbio oriental que aconseja “Vive mucho, muere rápido”. Y él ya vivió mucho.

Podría recurrir aquí a otro refrán, esta vez occidental, y retrucar: “Mas vale malo conocido que bueno por conocer”, y razón habría de temer lo que deparará la próxima fumata bianca. La mayoría de los cardenales electores han sido nombrados por Francisco. La lógica indica que el próximo papa será de la misma catadura del porteño. Yo me permito albergar alguna esperanza y estos son mis argumentos:
1. En general, las sociedades tienden a alternar los signos políticos o ideológicos de sus líderes. Se trata, es verdad, de un argumento externo, pero no despreciable.
2. El francisquismo morirá el mismo día en que muera Francisco. “Muerto el perro, se acabó la rabia”. Esa es la ventaja de los regímenes monárquicos absolutos, como el de la iglesia. El líder se agota en sí mismo. Desaparecido éste, surge otro que centraliza las adhesiones. El francisquismo es como el coronavirus: vive apenas tres horas en el aire y puede ser fácilmente neutralizado con un poco de jabón o lejía.
3. Los obispos y cardenales de las últimas décadas (o de los últimos siglos) adhieren religiosamente al marxismo (de Groucho, no de Karl): “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Hemos visto las cabriolas que ejecutaron obispos de todo el mundo cuando Francisco sustituyó a Benedicto. En Argentina conocemos muchos casos; en este blog hablamos del de Mons. Eduardo Taussig. En España, todos conocen el caso del cardenal Carlos Osoro, que de conservador y fiel ratzingeriano mientras ocupaba la sede de Oviedo, lo que le valió la más prestigiosa de Valencia, se convirtió en el más ferviente bergogliano en cuestión de días, lo que le fue pagado con la deseada sede de Madrid, y no tendría problema alguno en hacer otra voltereta si la fuerza del próximo cónclave se lo aconsejara.
4. Finalmente, no puede obviarse el instinto de conservación personal y comunitario que tienen los cardenales como cualquier otro ser animado. Me resulta difícil de creer que se les ocurriera suicidarse eligiendo como papa, por ejemplo, al cardenal Tagle. El simpático chinito no pasa de ser una pintoresca anécdota bergogliana. Es probable, en cambio, que elijan a una persona con liderazgo en serio y demostrado. Es decir, quien haya demostrado poseer los principios que ellos no tienen pero que saben que se necesitan. No hay muchos. Se me ocurre el cardenal George Pell que, a pesar que muchos digan que está acabado por las acusaciones que tuvo que enfrentar y por el cruel desplante que le propinó Francisco luego de su absolución, yo no estoy tan seguro que así sea. Creo más bien que estos dos factores pueden ser lo que más lo fortalezcan a la hora de un cónclave: se enfrentó en serio a las mentiras del mundo, se enfrentó a los poderes oscuros que manejan las financias vaticanas y se enfrentó a Bergoglio, tres preseas que pueden ser muy valorados en los tiempos por venir.
Sé que estas reflexiones pueden no más que de un wishful thinking, pero también sé que pueden no serlo.



martes, 21 de abril de 2020

Nobleza obliga: bien por Tucho Fernández


No sé por qué lo habrá decidido y no me toca juzgarlo. Lo cierto es que Mons. Víctor "Tucho" Fernández, arzobispo de La Plata y epígono del francisquismo, ha tenido un gesto que esperábamos desde hace varias semanas todos los católicos argentinos. No es suficiente, pero es bastante.



lunes, 20 de abril de 2020

Lo que viene (I)


En varias ocasiones nos preguntamos en este blog acerca de lo que ocurriría en la Iglesia una vez que el pontificado de Francisco terminara. Pero ninguna de esas elucubraciones pudo imaginar que el fin de ese pontificado coincidiría con una situación de catástrofe mundial como la que estamos viviendo. Crisis de dos ámbitos diversos —la Iglesia y el mundo—, que se retroalimentan. 
Para analizar cómo será la iglesia que nos espera —si es que nos espera alguna y no escuchamos trompetas y vemos heraldos angélicos bajando del cielo, lo que en algún momento tendrá que suceder—, voy a dar por supuesto que estamos ante un pontificado completamente acabado. En un artículo de la semana pasada me referí al tema. Y entra a tallar muy fuerte también en esta situación el hecho más que probable de la desaparición de la Ciudad del Vaticano como estado independiente, sobre lo que hablaremos en otra entrada. Concentrémonos entonces en tratar de descifrar lo que vendrá en la iglesia en su universalidad.
Salir de la crisis requiere líderes y en nuestro caso, de líderes que posean fe católica. Es decir, de obispos y clérigos que sean católicos, y ese es justamente el primero y principal problema con el que nos enfrentamos. No tengo yo una visión suficientemente amplia del episcopado universal. Todos conocemos aquí y allí obispos confiables, pero lo cierto es que en su gran mayoría son funcionarios que accedieron a sus puestos merced a reverencias y genuflexiones, en el mejor de los casos y, en el peor, por su pertenencia a mafias gays o masónicas, o ambas. Y aunque esta última afirmación suene exagerada, los hechos están a la vista. Como en una serie policial, peguemos en un tablero algunas fotos purpuradas y veremos cuán fácilmente pueden ser todas ellas unidas por un mismo hilo.
En Argentina, la situación es más grave aún porque el papa Francisco colonizó el episcopado con una buena cantidad de nuevos obispos —la mayor parte de las diócesis tienen innecesariamente dos obispos al menos— y todos extraídos del lumpenaje clerical. El caso paradigmático y en el que se reflejan la casi totalidad de los nuevos nombramientos episcopales es el de Mons. Chino Mañarro, del quien hablé aquí y aquí. No es que pretenda que los obispos surjan de un clero con abolengo de apellidos o títulos académicos. Pretendo algo mucho más básico: que sepan comer con cubiertos y que, sobre todo, sean católicos, es decir, que tengan fe. Y lo que digo no es una boutade; es un hecho que se ve venir desde hace muchas décadas. Soloviev (1853-1900), decía: “Es esperable que el noventa y nueve por ciento de los sacerdotes y monjes se declaren en favor del Anticristo. Es su derecho y su negocio”. ¿Exageraciones? Conviene releer el poema en prosa que recitó Iván a su hermano Aliocha en Los hermanos Karamázov y que tan bien tituló Dostoievski como “El gran inquisidor”. No puede dejar de corrernos un escalofrío al comprobar que, si Nuestro Señor volviera a la tierra, la mayor parte de los clérigos católicos volvería a condenarlo a muerte.
La cuarentena a la que nos han forzado los gobiernos y que en muchos casos es absolutamente disparatada (por caso, Argentina sigue en rígido encierro aún cuando ayer domingo hubo un solo muerto por coronavirus), ha puesto de manifiesto la clase de clérigos con que cuenta la iglesia. La casi totalidad de los obispos ha aceptando con pasividad y aplausos la suspensión del culto público dispuesta unilateralmente por las autoridades civiles; y una buena mayoría de sacerdotes están agazapados en sus madrigueras dando muestra de una cobardía pavorosa. Un número minoritario de ellos, sin embargo, de modo clandestino a fin de no ser perseguidos por sus obispos (y no por las autoridades seculares), han continuado con la celebración de los sacramentos. Señalo un ejemplo paradigmático: mientras el párroco de San Vicente Ferrer, en la arquidiócesis de Mendoza, rechaza sistemáticamente a sus fieles que le piden confesarse o recibir la comunión y a la vez se congratula por tener su templo lleno de personas que acuden a vacunarse (como puede verse en este video), otros sacerdotes, que organizan confesiones al aire libre y siguiendo todos los recaudos sanitarios vigentes, son reconvenidos malamente por varios obispos.
No se trata de casos aislados o de clérigos microcefálicos, que los hay (vean este que lava los pies al hombre invisible y este otro a un oso de peluche para cumplir con el rito —optativo— de la liturgia del Jueves Santo) y que siempre los hubo en la iglesia. Es algo mucho más grave. Es la evidencia más paladina de lo que tantas veces y durante tantos años se insistió en muchos medios: el fracaso rotundo del Vaticano II que pretendió abrir ventanas en el vetusto edificio de la iglesia a fin de que entrara el fresco aire del mundo, y lo que consiguió fue intoxicar a sus curas y fieles.
Lo que estamos viendo es que la enorme mayoría de los religiosos y clérigos no tienen fe; que ya no creen en su ministerio, que ya no tienen ganas de desempeñar su papel y que tratan de persuadir a los demás, para persuadirse a sí mismos, que éste ya no tiene sentido. “Hay que decirle a los fieles que hagan un acto de contrición perfecta pero que no vayan a confesarse”, afirmaba con fuerza un importantísimo obispo argentino. ¿Qué significa esto? Sencillamente, que ya no creen en la misión para la cual fueron consagrados: ser dispensadores de la gracia de Dios a través de los sacramentos; no le encuentran sentido a ese ministerio puesto que desde hace décadas su única preocupación es la humanidad en su estado más básico y carnal. 
El catolicismo posconciliar (y no solo) de pontífices, sacerdotes y escribas ha estallado en un ateísmo que en estos días se ha mostrado abiertamente. Como el dios a quien seguían y proclamaban es un dios falso, les queda apenas un cristianismo insuficiente que la impostura de tantos años ha hecho evidente en las últimas semanas. Estos obispos y clérigos intentan justificarse a los ojos de los hombres de quienes se han aprovechado demasiado tiempo, escupiendo sus dioses idolátricos en un torrente de palabras incoherentes y aburridas. Ya no pueden volver al Dios de Jesucristo y mucho menos pueden conducir nuevamente a sus víctimas hacia Dios.
El Jesús que siguieron es un Jesús totalmente humano, reducido explícitamente a la medida humana habitual, en lugar de Dios. “Un hombre para los demás”, las cancioncistas estúpidas que nos hablaban de un “pescador de hombres”, terminaron de este modo trágico. Es la única imagen de Jesús que aceptaron —y de allí su rechazo visceral de la liturgia tradicional—, y rehusaron darle a sus fieles al Jesús que nos revela al Padre. Durante muchas décadas nos han estado dando un sustituto, un ersatz. Esto equivale a decir que el hombre clerical sólo acepta adorar a Jesús en sí mismo. El “culto a la humanidad de Jesús” tan propio de la iglesia latina en los últimos siglos, pero totalmente desconocido para la patrística, terminó en nuestros años con un Jesús totalmente humano, despojado de su divinidad y de su misterio. Estamos frente a la última idolatría, como la llamaba Boulgakoff, perpetrada por los clérigos, que abandonaron al cristianismo para seguir al “jesuismo”.
Hace pocos meses publicaba un artículo que daba cuenta de esta situación en el caso de las religiosas. Se trata de un ateísmo práctico extendido por toda la clerecía, que dejó de pensar por sí misma su fe para esperar una teología y una espiritualidad lista para consumir, elaborada por los religiosos de moda. ¿Quiénes creen que comprar los libros de autoayuda espiritual, de los “cien consejos para la oración” y de tanta basura más publicada por Paulinas, Verbo Divino o Salesianos? Los curas y las monjas, y los seglares que se han criados bajo sus faldas. Todos ellos incapaces de ver las cosas por sí mismos, se tragaron la sopita aguada que recibían de los documentos de las conferencias episcopales, de los capítulos de sus respectivas congregaciones y, últimamente, de la verborragia diaria de Santa Marta. ¿Cuántas décadas hace las que los obispos y religiosos no nos predican a Jesucristo, el Verbo, que nos revela al Padre, que es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob? ¿Cuántos décadas hace que nos están engañando, y engañándose a sí mismos, con la predicación de ese Jesús puramente hombre? 
Estamos viendo los resultados de la farsa mantenida durante tanto tiempo. Y lo que comenzó hace algunos años con la revelación de la enorme corrupción sexual que se extendía por las filas del clero, adquirió ahora evidencia universal ante la claudicación a la que estamos asistiendo. 

jueves, 16 de abril de 2020

Paciencia y cuarentena

Inesperadamente, mientras el mundo dormía su sueño plácido de bienestar y prosperidad, como un ladrón en medio de la noche (Mt. 24, 43), apareció un invisible virus que en cuestión de días cambió todo lo que parecía sólidamente establecido. Las seguridades del hombre contemporáneo, la soberbia con la que se complacía en sus avances científicos y tecnológicos y la imbecilidad con la que gastaba su tiempo en devaneos ideológicos, quedaron en silencio, aterradas frente a un espectáculo que jamás imaginaron.
Mientras tanto, los gobiernos han decidido que el remedio más eficaz para evitar o minimizar los contagios es la cuarentena social, es decir, que ciudades, países y el mundo entero permanezca en sus casas sin salir. Se trata, a todos los efectos, de una reclusión, del encierro comunitario en celdas más o menos cómodas, pero encarcelamiento al fin.
Pero, ¿cómo vivir encerrados? ¿Es eso posible? Sí, lo es para el hombre virtuoso, para quien es capaz de resistir porque posee la virtud de la fortaleza que se manifiesta, entre otras aspectos, en la paciencia, una virtud relegada y casi olvidada, que ahora pone de manifiesto la importancia que posee, o debiera poseer, en la vida de todo cristiano. Los griegos la llamaban hipomoné, que significa resistencia o aguante, o lo que los contemporáneos llaman “resiliencia”, creyendo haber hecho en ella un descubrimiento. Y es resiliente y tiene aguante quien es paciente. Por eso, hipomoné es también y sobre todo, paciencia
En este breve libro se han reunido lo que algunos de los grandes maestros del pensamiento cristiano enseñaron sobre la virtud de la paciencia. En primer lugar, se la enmarca con su definición y sus distinciones, siguiendo a Santo Tomás de Aquino. Y luego, se incluye los tratados sobre la paciencia escritos por tres autores que jalonan la historia de la espiritualidad cristiana: Tertuliano (s.II), San Cipriano de Cartago (s. III) y San Agustín de Hipona (s. V).

Disponible en formato Kindle en Amazon.



martes, 14 de abril de 2020

Extra omnes


Las imágenes de las ceremonias de Semana Santa en el Vaticano fueron la mejor representación gráfica del estado actual de la iglesia. Un Papa decrépito, con la expresión hosca en su rostro a la que estábamos acostumbrados en Argentina cuando era arzobispo de Buenos Aires y que revela un hombre cansado y, sobretodo, decepcionado, irritado y entristecido por el evidente fracaso de su pontificado, acelerado en las últimas semanas por la irrupción inesperada de un virus chino.
Francisco hizo todo mal. Tuvo la oportunidad de liderar las reformar profundas que la Iglesia necesita, y no lo hizo. Mas bien, agravó los problemas. Su vocación política frustrada de puntero de barriada porteña, lo llevó a pretender erigirse en líder del progresismo mundial. No fueron más que pininos, bastante grotescos y que solo consiguieron sonrisas despectivas, aunque costaron millones de dólares. ¿Qué efecto tuvieron sus bravatas cotidianas en favor de los consabidos pobres, migrantes, desplazados y periféricos? ¿Para qué sirvieron los frecuentes congresos organizados por el despreciable Marcelo Sánchez Sorondo, que llevó a sentar cátedra en el mismísimo Vaticano a un rufián como Gustavo Vera, a una comunista como Manuela Carmena y a un demonio como Jeffrey Sachs? Nada de nada. Un clamoroso vacío es el resultado de este pontificado en agonía.
Francisco está acabado. Esa es la verdad. Todos sus liderazgos yacen caídos hechos triza por su torpeza y ambición. Y la mejor prueba de ello son los manotazos de ahogado que está dando en los últimos días. Un indigestible documento dirigido a los “hermanos y hermanas de los movimientos y organizaciones populares”, en el que reclama un “salario universal” para los trabajadores precarizados, sin explicar de dónde saldrá el dinero para afrontarlo. No es necesario ser un gran analista para darse cuenta que no es más que cháchara, palabras vacías e insustanciales con las pretende recuperar la escasa porción del liderazgo que se les escurrió de las manos. 
La semana pasada designó al sacerdote argentino Augusto Zampini para liderar una "task-force" destinada a pensar respuestas urgentes frente a las situaciones que plantea el mundo que se asoma pasada la epidemia. Cuando leo estas noticias me pregunto si esta gente tiene realmente conciencia de quiénes son y de qué es lo que están haciendo. ¿Alguien con un mínimo de sensatez puede pensar que los líderes y organismos mundiales en serio, y no de utilería como los vaticanos, podrán estar interesados en lo que pueda aconsejarles el padre Zampini? Ni siquiera se reirán; no le atenderán el teléfono. La Iglesia ha dejado de tener relevancia en la escena internacional desde hace mucho. ¡San! Pablo VI la proclamó “experta en humanidad” en su fatídico discurso ante la asamblea de las Naciones Unidas. Ya vemos en qué terminó esa experticia.
Francisco eligió convertir a la iglesia en una gigantesca ONG experta en humanidad, y la privó de lo que le era propio: la dimensión religiosa. El artículo de Cacopardo que publiqué la semana pasada lo explica con claridad. 
La homilía del Santo Padre en la vigilia pascual es reveladora en ese sentido. Dijo: “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza”. La realidad es que en esa noche santa, nosotros no conquistamos nada. Quien venció a la muerte con su muerte fue Jesucristo, y es Él quien nos da la vida nueva. Nos la da. Por eso, esta “bella humanidad” de la que habla Bergoglio, no tiene derecho a nada, y mucho menos derecho a la esperanza. Todos sabemos que la esperanza es una de las tres virtudes teologales y, como tal, nos es infundida en el alma por el bautismo como un don de Dios. La esperanza es una gracia, no un derecho, a no ser que el Papa se refiera a otro tipo de esperanza, la esperanza inmanente que se aferra al “Tutto andrà bene” y a los vespertinos aplausos universales. Sí, esa es la esperanza de Francisco, la del “color de esperanza” que nos cantaban al comienzo del milenio, insulsa, humana, estúpida y destinada a estrellarse ante cualquier dificultad.
Bergoglio se enfrenta además, con un problema inmediato y acuciante que no podrá resolver con bergoglemas o fervorines: la Santa Sede está en bancarrota. Si ya antes del coronavirus la situación económica del Estado Vaticano era muy complicada, ahora es catastrófica, puesto que sus únicos ingresos genuinos, que son los que le permiten el funcionamiento como estado —pagar los sueldos de los más de cuatro mil empleados, por ejemplo—, desaparecieron, y nadie sabe cuándo y cómo volverán. Me refiero, por cierto, al turismo. Y el default del Vaticano no será como el default argentino que también está próximo: en estos lares ya tenemos mañas para zafar, el gobierno tiene la máquina de producir billetes y el país recursos naturales e industriales. El Vaticano no tiene nada de eso. En pocas palabras, no sería extraño que dentro de pocos meses el estado de la Ciudad del Vaticano dejara de existir y, a menos de un siglo de su firma, los Pactos Lateranenses fueran archivados. Y aunque los problemas económicos venían de lejos, fue Francisco el que dejó de hacer lo que se debía hacer e hizo lo que no se debía. Por ejemplo, se desentendió de la suerte del cardenal George Pell, al que había encargado el control de los Asuntos Económicos de la Santa Sede, y persiguió mala y arteramente a las personas que él mismo había nombrado en la Comisión Pontificia Referente de la Organización de la Estructura Económico-Administrativa de la Santa Sede (COSEA) cuando éstos quisieron poner orden en esa maraña de corrupción. Bergoglio, fiel a su estilo, prefirió rodearse no sólo de obsecuentes, sino también de ribaldos y canallas (¿alguien sabe dónde está el P. Fabián Pedacchio) y de inútiles y maricas (¿alguien escuchó hablar en los últimos meses del Sustituto amigo Edgar?), a quienes podía manejar fácilmente porque conocía sus secretos. Así le fue.
Pero en este punto corresponde hacer un acto de justicia. La situación terminal de este pontificado (¿y de la iglesia?) que he descrito hunde sus raíces en lo sucedido hace décadas. Bergoglio no nació de un repollo ni lo trajo la cigüeña. Bergoglio fue engendrado por el Concilio Vaticano II, ese magno acontecimiento que abrió al mundo las ventanas de la Iglesia. El cambio radical de la misión de la Iglesia en el mundo que vemos en el discurso y en los actos francinquistas son nada más que la conclusión lógica de lo que se impuso en el Concilio. Bergoglio no inventó nada; aplicó lo que los venerables padres decidieron con su voto hace casi sesenta años.
Como he dicho más de una vez en este blog, Bergoglio no sería quien es si no hubiera estado precedido por quienes lo estuvo: Pablo VI, el ideólogo de la inmanentización de la Iglesia y Juan Pablo II —sobre todo Juan Pablo II—, el responsable directo de la extensión del virus del concilio a todos los confines del mundo. Él podría haber detenido el desastre. Sin embargo, creyó que con el “neoconismo”, ese quedarse en el medio revestidos del color de esperanza, era suficiente. Y hemos terminado en un estrepitoso fracaso.
Nadie sabe cómo será el mundo que vendrá cuando termine esta situación surrealista que estamos viviendo. Lo que sí sabemos es que la iglesia, guiada por el Papa Francisco, entrará en un proceso agónico con un final expectante.