lunes, 23 de diciembre de 2024

El fin del homo excitatus

 


Que un escritor gane el Nobel de literatura garantiza solamente que es afín a las políticas progresistas de Estocolmo. Pero de vez en cuando se les escapa alguno, justamente por su extremado afán de ser progresistas. Y uno de estos casos creo que el de la escritora bielorusa Svetlana Aleksiévich, Nobel en 2015. Su libro más conocido es El fin del homo sovieticus; un libro terrible, doloroso, despiadado, pero un libro que hay que leer, y por muchos motivos. Y uno de ellos es porque muestra, a través del relato de quienes vivieron el fin de la Unión Soviética, el misterio de la conducta humana que es capaz cambiar radicalmente de un día para otro. Literalmente, de un día para otro.

Los ejemplos que aparecen son varios. Me detengo sólo en uno: “Soy rusa. Nací en Abjasia y viví en Sujumi mucho tiempo. Hasta los veintidós años. Hasta el año 1992... Hasta que es­talló la guerra. Todos compartíamos los mismos autobuses, íbamos a los mismos colegios, leíamos los mismos libros y aprendía­mos el mismo idioma, el ruso. ¡Y ahora se matan unos a otros! Los vecinos a los vecinos, los escolares a sus compa­ñeros de clase. ¡El hermano a su hermana! Y luchan en sus propios barrios, en torno a sus casas... Hace, ¿qué se yo?, dos años vivían como hermanos, juntos eran miembros del Komsomol o del Partido Comunista. […] El primer cadáver... Era de un ruso. Un joven muy hermo­so... ¡ Bellísimo! De hombres así, en Abjasia decimos que es­tán hechos para fundar un linaje. Estaba tumbado en el sue­lo, medio cubierto de tierra. Calzaba zapatillas deportivas … A la mañana siguiente, alguien le había ro­bado las zapatillas. Lo habían matado…”.

Durante décadas habían vivido en Sujumi abjasios, georgianos y rusos; todos ellos considerándose hermanos, miembros de una misma nación soviética. Y en un momento, cae la URSS, Georgia se independiza y se apodera de Abjasia. Ese fue el inicio. Quienes habían vivido uno junto al otro, quienes habían jugado y estudiando juntos; quienes habían formado familias entre las distintas etnias, comenzaron a odiarse y a matarse. ¿Cómo es posible ese cambio tan abrupto en tan poco tiempo? 

Obviamente, no me interesa discutir el caso de Abjasia. Lo que me interesa es que nos hagamos conscientes de que la naturaleza humana, en el estado actual en la que se encuentra, es capaz en ciertas circunstancias, de cambios radicales y abruptos. Y me interesa discutirlo a raíz de la posibilidad —e insisto, posibilidad— que estemos asistiendo al fin del homo excitatus, es decir, del hombre despierto o vigilante, o bien, del hombre woke. En otras palabras, el fin de un largo ciclo de progresismo que se coronó, y se suicidó, con el wokismo. 

En las últimas semanas hemos hecho referencia a algunos hechos. Y en los últimos días se ha conocido otro que, curiosamente, ha sido muy poco comentado por los medios. En la asunción del presidente de los Estados Unidos, nunca asistían mandatarios extranjeros porque se consideraba que era un acto interno del país. El presidente Trump, sin embargo, ha decidido invitar a un grupo muy pequeño de jefes de Estado y de gobierno: Javier Milei de Argentina, Nayib Bukele de El Salvador, Giorgia Meloni de Italia y Viktor Orban de Hungría. Estaba invitado también Xi Jinping de China, que declinó el convite. El único factor que une al pequeño y extrañísimo grupo de gobernantes invitados, es que son los que integran aquello que los medios de comunicación llaman “la ultraderecha”. Las intenciones de Trump no pueden ser más evidentes: ha elegido a quienes serán sus aliados para la lucha que está dispuesto a dar, y esta consiste —resulta patente no solamente ya por sus palabras, que podrían ser meras intenciones, sino por este gesto tan significativo— en lo que se llama “la batalla cultural”. Y esto significa desarmar o herir de muerte al wokismo, al progresismo que durante décadas —diría yo desde el final de la Segunda Guerra Mundial— se hizo de un modo u otro con los gobiernos del mundo occidental y comenzó sin pausa y sin freno a imponer una agenda que llegó este año a la monstruosidad de incluir al aborto como derecho constitucional en Francia. 

¿Podrán hacer algo? Veremos. Se trata de la potencia más importante del mundo, y de países de cierto peso en sus regiones, como Argentina en Sudamérica e Italia en Europa. Lo que podrán hacer de un modo casi inmediato, es boicotear la Agenda 2030 y todas las iniciativas progresistas de las Naciones Unidas. No lo es lo mismo que sea un país en solitario el que se opone, a que sea un conjunto de países de peso. Por otro lado, todo parecería indicar que otros países podrían unirse en el mediano plazo a esta suerte de nueva liga hanseática que, en lugar de vincular ciudades dispersas con fines comerciales, vincula a países dispersos con fines culturales.

En este blog, que pronto cumplirá dieciocho años, siempre dimos por supuesto que el mundo se encamina a una época oscura, que entenebrecerá progresivamente la civilización occidental y terminará por destruirla. Y creo que esa es la opinión mayoritaria de quienes lo leen. Sin embargo, creo que es sensato y humilde dejar abierta la posibilidad de que estuviéramos equivocados. ¿No podría ser una “sorpresa” de la Providencia que se diera un apaciguamiento en el avance de las tinieblas? Por cierto, yo no estoy planteando que esta nueva liga hanseática, implique el renacimiento de la cristiandad. No; simplemente un regreso al sentido común occidental, que afirma cuestiones tan sencillas como el hecho de que las madres no tienen el derecho a asesinar a sus hijos, o que el matrimonio, y la familia, se constituye a partir de la unión de un varón y una mujer. Es decir, lo que planteo es que el surgimiento de este nuevo frente puede significar la muerte del homo excitatus, al que creemos invencible. A fines de los ’80, nadie pensaba que el homo sovieticus podía ser aniquilado, y sin embargo, lo fue. Y su muerte se produjo repentinamente; de un día para el otro, como demuestra el libro de Alexievich. 

Y demos una vuelta más. ¿Qué pasaría si el año próximo esta liga se pusiera en acción y tuviera resultados efectivos? ¿Qué pasaría se a ella se sumara Francia —lo cual es muy probable— y Alemania —si el partido Alternativa por Alemania ganara las próximas elecciones? Esta última posibilidad, que parecía lejana, ha tenido un buen envión con el atentado del último viernes en Magdeburgo [aunque los medios afirman que el autor, un inmigrante saudí, era de ultraderecha...]. Sería un terremoto en todo el mundo occidental, un terremoto que ocurriría en el mismo momento en que se reuniría el cónclave para elegir al sucesor de Francisco, porque la naturaleza es cruel y a Bergoglio se le está terminando la vida. ¿Serían capaces los cardenales de elegir a un bergogliano de pura sangre? Imposible, y no solamente por razones geopolíticas, sino porque esa especie de purpurado es escasa y patética, a pesar de las apariencias [publicaré en los próximos días la traducción de un excelente artículo al respecto].

No estoy profetizando. Estoy planteando una posibilidad que ha dejado de ser ya una ensoñación: los hechos, que son irrefutables, están a la vista. Y estoy planteando que siempre conviene tener un poco de humildad y, si fuera el caso, reconocer que durante décadas estuvimos equivocados esperando una distopía que se podría haber alejado considerablemente en el tiempo.

jueves, 19 de diciembre de 2024

La pestilencia de los púlpitos políticos

 


Sir Roger Scruton, de cuya muerte se cumplirán cinco años el mes próximo, fue uno de los filósofos contemporáneos más clarividentes y silenciado y hostigado por su posturas conservadoras. Era miembro de la Iglesia de Inglaterra aunque su adhesión era más cultural que religiosa, y admiraba a la Iglesia Romana por la firmeza en el sostenimiento de las verdades de la fe y por su liturgia. Por eso mismo, veía con estupor el modo en el que los católicos socavaban su tesoro luego del Vaticano II. En 1983 escribió en el The Times la columna que aquí reproduzco. Han pasado más de cuarenta años y, sin embargo, parecería estar comentando la actual política sinodal del Papa Francisco o las homilías de Mons. Jorge García Cuerva o de cualquier obispo católico del montón.



La “Conferencia Nacional de Sacerdotes Católicos Romanos”, que se reunió recientemente en Birmingham, contó con la participación de 93 clérigos. Dado que hay más de 5000 sacerdotes católicos romanos en Inglaterra y Gales, no se puede afirmar con certeza que la asamblea fuera representativa. Sin embargo, fue vociferante, y las opiniones de quienes alzan la voz cuentan mucho en este mundo, aunque, como uno puede esperar, no cuenten para nada en el siguiente.

El creciente predominio de las conferencias en los asuntos pastorales es parte del proceso mediante el cual la Iglesia Católica Romana se ha transformado de una autoridad prescriptiva, cuya moneda es la fe, a una cámara de debate, que opera con la moneda inflacionaria de la opinión. Es inevitable que un organismo de este tipo comience a apartarse de lo que realmente importa en la religión, las verdades eternas, hacia lo que, sub specie aeternitatis (desde la perspectiva de la eternidad), importa menos que nada: los asuntos de este mundo, que solo pueden ser objeto de opinión porque están fuera del dominio de la fe.

La “Conferencia Nacional” siguió así los pasos del “Congreso Pastoral Nacional de 1980” y de la “Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales”, dedicando tiempo y energía a causas seculares. Incluso el cardenal Hume exhortó a los presentes a involucrarse “mucho más en las instituciones de nuestra tierra, en las organizaciones vecinales, los sindicatos, los gobiernos locales y el parlamento”.

Debemos recordar que cierto tipo de política es, para un sacerdote, un camino fácil. Es mucho más agradable exaltarse a sí mismo a través de la compasión por lo que es anónimo y abstracto –la clase trabajadora, las víctimas de la opresión capitalista, el Tercer Mundo– que trabajar humildemente en los caminos de la caridad, que nos obliga a ayudar a aquellos individuos concretos, conocidos y, a menudo, poco amables que la Providencia ha puesto en nuestro camino.

No solo es más agradable, sino también más gratificante para el ego. La atención del mundo se captura más fácilmente cuando uno tiene una causa que cuando uno simplemente cumple con su deber. Aquí reside el origen de la herejía moderna, que ve la verdadera religión en grandes empresas mundanas y nos exhorta a luchar contra la opresión en Chile, el racismo en Sudáfrica o las armas nucleares en casa –en resumen, a perfeccionar la obra inconclusa de la Providencia– en lugar de salvar nuestras propias almas. Es significativo, de hecho, que las causas elegidas por quienes están bajo el influjo de esta herejía sean precisamente aquellas que promueven los intereses de la más militante de las potencias ateas del mundo [Se refiere a la Unión Soviética].

Al dirigirse a la “Conferencia Nacional”, el capellán de la Universidad de East Anglia argumentó en contra de la abstinencia obligatoria de los viernes, alegando que, dado que los jóvenes no le encontraban sentido, esta práctica era un obstáculo para su labor apostólica. Se podría pensar que su deber sería hacerles comprender su sentido. Además, los jóvenes parecen sentirse atraídos por religiones que, aunque excéntricas en su doctrina o meticulosas en su ritual, intentan regular sus hábitos alimenticios. Sin embargo, la queja del capellán capta de manera elocuente la incompetencia apostólica de una Iglesia dedicada a los asuntos seculares.

El hombre sabe que no se ha creado a sí mismo y, por lo tanto, sabe que debe una deuda de gratitud que solo puede pagarse mediante la obediencia. Pero ¿obediencia a qué? Hasta que no responda a esta pregunta, vivirá en un estado de ansiedad. Según la doctrina central del cristianismo, la respuesta se encuentra en la fe. Con fe, el hombre puede finalmente ayunar y rezar con un corazón sereno, actividades que de otro modo realiza con vacilación. Quien no ve el sentido de estas prácticas es alguien que aún no está en posición de creer. Por el contrario, quien comprende su sentido sabe también que no se realizan únicamente por el bien de otros, sino, principalmente, por uno mismo, para reconciliarse con el poder al que debe su vida.

La fortaleza de la Iglesia Católica Romana tradicional radicaba en dos aspectos. Primero, ofrecía un sistema claro y autoritativo de respuestas a las preguntas de la vida, desarrollado a lo largo de siglos de discusión e investigación, y expresado en un lenguaje que hablaba directamente al corazón individual. Segundo, en sus sublimes rituales se ensayaba el misterio de la condición humana y la universalidad de la Iglesia que prometía su redención. Esta certeza y autarquía fueron la base de su éxito, ya que ninguna conversión puede ser ganada por una religión que compromete sus enseñanzas con las dudas y vacilaciones del creyente, o que coloca causas seculares en el lugar de la salvación individual.

Sin duda, la mayoría de los sacerdotes comprenden esto. Reconocen que su deber está dirigido al pecador individual, por cuyo bien deben renunciar a tantos placeres de la vida, incluido el placer de proclamar públicamente su virtud y su preocupación por la paz y la justicia social. El verdadero sacerdote trabaja en silencio, al margen de la publicidad que gravita hacia quienes tienen poca fe.

Las instrucciones orales ofrecidas a su comunidad por uno de estos sacerdotes han sido recientemente grabadas y transcritas por un grupo de sus amigos. We Believe* es un documento notable, escrito con una cálida emoción y una lúcida inteligencia. Demuele por completo las supersticiones seculares con las que recientemente se ha confundido la fe de Roma y presenta una doctrina lo suficientemente completa y rica en implicaciones para la vida individual como para hacer posible la conversión. En efecto, logra lo que toda escritura apostólica debe hacer, y lo que tanta literatura católica moderna se abstiene de hacer: presenta la fe al no creyente. Mi pensamiento al cerrar el libro fue: si esto fuera verdadero, como lo es bello, entonces sería suficiente.


27 de septiembre de 1983.


*: We believe, Creemos, es un libro escrito por Mons. Alfred Gilbey, un sacerdote inglés que  fue durante décadas capellán católico de la Universidad de Cambridge. Nunca quiso dejar de celebrar la misa tradicional y, cuando lo obligaron a admitir mujeres en la residencia estudiantil de la capellanía, prefirió dejar su puesto. Su libro, publicado en 1983, fue un éxito editorial tanto en el Reino Unido como otros países de lengua inglesa. Mons. Gilbey murió en 1998. 

lunes, 16 de diciembre de 2024

Nadie desea lo que ya tiene. El discurso fallido de la Iglesia

 



En las últimas semanas nos hemos dedicado a mostrar y discutir el rotundo fracaso de la Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II, para adaptarse a los veloces cambios de época que se sucedieron. Mientras que en el pasado, cuando se avizoraba un cambio, la Iglesia siempre había actuado de un modo “conservador” (utilicemos este término en el sentido más amplio para simplificar), en la década de 1960 prefirió cambiar de táctica y optar por una postura “progresista”. “Nosotros —decían al mundo— somos tanto o más progresistas que ustedes”. “Nosotros somos expertos en humanidad”, decía Pablo VI ante la Asamblea General de la ONU en 1967. Así nos fue.

El cambio de época que estamos transitando desde hace muy poco tiempo tiene que ver, como ya dijimos, con la desaparición de los medios de comunicación de masas —prensa escrita, televisión, etc.— como formadores de opinión. Y esto implica no solamente que los periodistas han perdido la enorme cuota de poder que ostentaron durante décadas, sino que también la perdieron aquellos a quienes ellos decidían hacer hablar, o bien, aquellos a los cuales vehiculizaban su palabra. El modo que tenía el Papa y los obispos de llegar con sus discursos no solamente a los católicos sino a todos los hombres, en los últimos cien años, era principalmente a través de los medios. En Argentina, cuando todavía la Iglesia tenía cierto predicamento y cuando los fieles aún leían, recuerdo que Paulinas editaba cada documento pontificio en una colección de tapas de cartulina azul y celeste. Mi padre compraba, leía y subrayaba concienzudamente esos aburridísimos textos, porque consideraba que ese era su deber. Aún están amontonados en su biblioteca. Pero todo eso desapareció. ¿Quién lee ahora los documentos vaticanos, o los folletines de la Conferencia Episcopal? No lo hacen los fieles, y ni siquiera los sacerdotes. ¿Qué lugar ocupan en la actualidad los discursos papales o episcopales en los medios de difusión? El más ínfimo. El viaje de Wanda Nara y L-Gante a París consume muchísimo más espacio que la creación de veinte nuevos cardenales. 

La comunicación, desde hace pocos años, es horizontal y se transmite a través de las redes sociales, gústenos más o menos. Y sería injusto decir que la Iglesia no utiliza las redes. Pero aquí, en mi opinión, hay un doble problema. Por un lado, los personajes que se involucran. Si el encargado de las redes del episcopado argentino es el incompetente P. Máximo Jurcinovic quien, con una mentalidad ochentosa, pretende que podrá tener algo de interesante o atractivo publicar fotos del nuevo presidente de la CEA, Mons. Marcelo Colombo, abrazado con los líderes musulmanes (en chomba) o con un rabino, la verdad es que no entendió nada. Esas fotos sólo pueden resultar significativas a tres monjas de más de setenta y a diez señoras de parroquia que, por lo demás, no tienen Instagram para verlas. Si la difusión de los documentos pontificios viene de la mano de personajes patibularios como Emilce Cuda (muy activa en X), no van a conseguir éxito alguno. Y lo que digo no es expresión de deseos. Hace algunos meses, los profesores -todos ellos progresistas- de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, invitaron a Cuda a dar una conferencia a los alumnos de la Facultad —que no se caracterizan por ser conservadores— sobre una lectura feminista de la Biblia. El evento fue bochornoso y dejó asombrados a los profesores. Todos los alumnos cuestionaron cada palabra que decía la teóloga pontificia porque las consideraban contrarias a la fe de la Iglesia, prácticamente no la dejaron hablar y poco faltó para que la lincharan. 

Pero el problema no es solamente la incompetencia de los personajes destinados a comunicar y, en última instancia, a “bajar” la enseñanza magisterial. El problema es el mensaje mismo. Todos estos personajes, sin excepción alguna, siguen convencidos de que el mundo, y sobre todo los jóvenes, se sentirán atraídos por el mensaje evangélico si este se presenta en la misma sintonía que suena en el mundo. Los abrazos ecuménicos sintonizan con los llamados a la paz de Amnistía Internacional y las pretensiones de un cristianismo feminista hace juego con las consignas de las ONG globalistas. Pero hay una cuestión elemental que esta gente es incapaz de entender: nadie va a comprar un producto de segunda o tercera selección si puede conseguir, más fácil y barato, uno de primera calidad. Quien quiere ser feminista en serio, no se va a acercar a la Iglesia que aparta a las mujeres del sacerdocio y de todos los cargos  jerárquicos, por más que la quieran convencer que la Biblia es feminista. Este tipo de actitudes ingenuas podían entenderse en los setenta, cuando se estaba explorando la táctica progresista, pero cincuenta años después, continuar con lo mismo, lo que clarísimamente no dio resultados, demuestra o bien incompetencia, o bien ideología. O ambas.

Robert Surcouf, famoso corsario francés del siglo XIX, en una ocasión respondió lo siguiente a unos oficiales ingleses a los que había prendido y que le reprochaban porque él, a diferencia de ellos, luchaba solamente por dinero. “Señores —les dijo—, cada uno se bate por aquello que le falta”. Nadie desea lo que ya tiene, y el objeto del deseo ligado a los sobrenatural, al mundo por venir, siempre falta. Es cuestión de psicología básica y los hombre de la Iglesia de hoy no terminan de darse cuenta. Los hombres del mundo del siglo XXI tendrán necesidad de la Iglesia siempre y cuando ésta le ofrezca lo que ellos no tienen. Si le ofrece feminismo, apertura LGTB y discursos socialistas de crítica al “neoliberalismo”, me temo que nadie comprará ese producto sencillamente porque no lo desean, y no lo desean porque ya lo tienen, y lo tienen de sobra y de mucha mejor calidad del que puede ofrecer la Iglesia.

A lo largo de la historia, muchas iglesias, y algunas de ellas muy importantes, desaparecieron. Por ejemplo, las de África del norte. No queda huella de Cartago ni de las otras grandes ciudades que fueron gloria del cristianismo primitivo. Y lo mismo puede pasar con la Iglesia en Occidente. No serán los bárbaros que bajan del Elba o del Vístula quienes la destruyan, sino los nuevos bárbaros que bajan del Rin, como los obispos alemanes, o que suben del Riachuelo, como Bergoglio y Emilce Cuda. Será tarea del próximo Papa y de los cardenales que lo elijan, evitar la catástrofe. No queda mucho tiempo. 

sábado, 14 de diciembre de 2024

Coloquio CIEL 2025

 



El coloquio se desarrollará en modo exclusivamente presencial. Para información e inscripciones, por favor escribir a etudes@ciel.ac


jueves, 12 de diciembre de 2024

Los mártires de la teóloga Emilce Cuda

 


Hemos hablado muchas veces de la irrelevancia en la que ha caído la Iglesia y, aunque nos duela, creo que es lo mejor que puede pasar porque, si fuera relevante, seríamos aún más el hazmerreír del mundo. 

Ayer nos enteramos que, desde el Vaticano, el Celam lanzó una campaña tras el asesinato de un sacerdote y un laico por su defensa del medio ambiente. Ellos son Juan Antonio López, delegado de la Palabra, coordinador de la pastoral social en la diócesis de Trujillo (Honduras) y miembro fundador de la Pastoral de Ecología integral, que murió asesinado por defender el río Guapinol y el Parque Nacional Botaderos. Y un mes más tarde, el padre Marcelo Pérez Pérez, párroco maya tsotsil de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas (México), asesinado por defender los derechos de los indígenas chiapanecos.

Toda muerte, y mucho más si es violenta, es lamentables pero eso no justifica la ridícula pretensión del Vaticano: presentar a los difuntos como mártires. Las declaraciones de una de las integrantes de la Comisión pasan ya la gravedad habitual de las declaraciones francisquistas y lo grotesco de las de Tucho, para inscribirse en las de una herejía pura y dura por la que merecería ser investigada, o bien, por la de una ignorancia mayúscula por la que merecería ser devuelta a su casa a lavar los platos.

Se trata de la teóloga feminista Emilce Cuda, formada en la Universidad Católica Argentina, y desde hace varios años, oficial de la curia vaticana en la Pontificia Comisión para América Latina.  Dijo sin sonrojarse: “Hagamos memoria del documento del Papa Francisco cuando nos habla del ‘santo de la puerta de al lado’, estos mártires que mueren por el Evangelio y que mueren por los documentos que promulga el Santo Padre y que salen de esta curia romana, como es la Laudato si’ y la Fratelli tutti”. 

Tratemos de hacernos conscientes de este disparate mayúsculo. Nadie duda que los mártires, todos los mártires lo son por el Evangelio de Jesucristo. Pero ¿desde cuándo existen mártires por los documentos papales? El nivel de insanía de Emilce Cuda es preocupante. Ni al ultramontano más extremo del siglo XIX se le habría ocurrido algo semejante. A lo más que se atrevió William Ward fue a pedir una bula papal diaria, a la cual leer en el The Times mientras desayunaba. Yo tengo muchos buenos amigos allegados a la FSSPX, y que son muy contrarios al modernismo y defensores de San Pío X, pero creo que a ninguno de ellos se le ocurriría morir por la Pascendi. Si de entregar la vida se trata, la entregarán por defender a Nuestro Señor en la eucaristía o la verdad del Evangelio, pero no un documento que, por más notable que sea, escrito por manos humanas.

Se me ocurren muchas preguntas para hacerle a la teóloga Emilce Cuda, y seguramente aparecerán muchas más en los comentarios:

1. Si es un acto martirial morir por los documentos promulgados por el Papa y emitidos por la Curia Romana, ¿podremos morir, o al menos, quedar magullados, por el motu proprio Summorum Pontificum, firmado hace menos de veinte años por el Papa Benedicto? 

2. Si quienes mueren por los documentos pontificios son mártires como quienes mueren por el Evangelio, ¿se sigue de ello que esos documentos tienen el mismo carácter de verdad revelada que tienen los evangelios?

3. Según nos enseña la teología, los documentos pontificios integran el magisterio de la Iglesia. Por lo tanto, los escritos del Papa Francisco tiene el mismo valor magisterial que el Syllabus de Pío IX, entre otros tantísimos escritos. ¿Daría la Dra. Emilce Cuda la vida por el Syllabus? No le pedimos tanto, ¿al menos lo defendería públicamente, aunque eso le costara la humillación que sufriría por parte de los medios de comunicación?

4. De acuerdo a la respuesta a la pregunta anterior, que intuyo cuál sería, los documentos del Papa y de la Curia vaticana, ¿tiene algún vencimiento? Es decir, ¿tienen fecha de expiración, de modo tal que hasta un cierto día sería loable y hasta preciso morir por ellos, pero pasado ese momento ya sería un acto inocuo o peligroso? 

5. Si un grupo de católicos apegados a la misa tradicional tomaran por asalto, por ejemplo, la Capilla Sixtina y un sacerdote celebrara allí, contra todas las normas, la misa tradicional, luego de la cual fueran todos apresados y arañados por el cardenal Tucho Fernández, Mons. Edgar Peña Parra y el P. Fabián Pedacchio, ¿los convertiría a estos católicos díscolos en mártires de Summorum Pontificum, y a los prelados en héroes de Traditiones Custodes?

Emilce Cuda, reaccione; usted está provocando vergüenza ajena. Vuelva a Argentina y dedíquese a tejer escarpines para sus nietos. 

lunes, 9 de diciembre de 2024

No la vimos, y la Iglesia tampoco

 


Hace un mes comentaba que estamos asistiendo a lo que, en mi opinión, es un cambio de época que se manifiesta en muchos aspectos sociales, culturales, políticos y religiosos. Y uno de los cambios más notables e influyentes es la desaparición de los medios de comunicación tradicionales (prensa escrita y televisión) como formadores de opinión, como cuarto poder y capaces de voltear un gobierno, como ocurría en Argentina. La frase acuñada, y verificada, en nuestro país era que cinco tapas de Clarín eran suficientes para acabar con un gobierno. Pregúntenle al pobre de la Rua.

Pero ese poder se acabó. Las personas menores de treinta y cinco años no ven televisión y mucho menos ven programas de noticias o de opinión política. La audiencia de éstos son las personas mayores que viven en residencias o en sus casas y no tienen otra cosa que hacer. A lo sumo, los más jóvenes, y los que no lo son tanto, ven los recortes de estos programas que son subidos a Youtube. Y si la TV no se ve, mucho menos se leen los diarios, y no falta mucho para que todos ellos abandonen el formato impreso y queden, en el mejor de casos, solamente en línea. Es interesante leer los comentarios que los lectores dejan en los artículos de La Nación o de Clarín. Por el lenguaje que utilizan, por las expresiones y hasta por los seudónimos que usan es fácilmente deducible que se trata de personas de más de cincuenta años, o de mucho más. El periodismo perdió el poder.

Hace una semana, el periodista Carlos Pagni le hizo una larga entrevista al politólogo español Daniel Innerarity quien, sin ningún pudor, afirmó que los la función de los medios de prensa tradicionales ahora debe ser el marcarle a la población el criterio e indicarle el modo de discriminar entre lo correcto e incorrecto de lo que se publica en las redes. Una nueva versión del patriarcado propuesta por el progresismo. Resulta claro que el establishment político, al que pertenece Innerarity y Pagni, está desesperado porque ven que las redes los han desplazado del papel de dueños de la verdad y que su palabra es menos valiosa que la del Gordo Dan. Y, hay que decirlo también, que esto implica que sus ingresos económicos se hayan reducido drásticamente. No sé si las empresas o los gobiernos seguirán ensobrando a periodistas cuyo poder de persuasión ha desaparecido. 

Este cambio de panorama que, insisto, tiene un profundo efecto social y político, permitió el acceso al poder de Milei y de Trump. Porque esa es otra característica que tienen las redes sociales y los programas de streaming: los que más audiencia cosechan, curiosamente, son los de derecha, a diferencia de los progresistas que ver disminuir día a día sus audiencias. Esto se ve muy claro en Argentina. Estamos, en definitiva, frente a un cambio de época, nos guste más o menos, y resulte más o menos decepcionante para aquellos que esperaban que el Anticristo se asomara de un momento a otro cabalgando sobre un bermejo caballo marxista.

Pero lo interesante de analizar es el modo en el que la Iglesia ha reaccionado. La Iglesia tuvo históricamente un cierto olfato para percibir con anticipación los cambios de época y reaccionar frente a ellos. Y en general, con su claroscuros, le salió bien. Lo olió también al finalizar la Segunda Guerra Mundial y no tuvo mejor idea que convocar al Concilio Vaticano II, a tontas y a locas, sin tener dirigentes capaces de enfrentase a lo que cualquiera sabía que ocurriría. Y pasó lo que pasó. Y Bergoglio, viejo zorro que fue capaz de ascender de jesuita descartado como confesor de adolescentes en un colegio de provincia al pontificado romano, tampoco la vio. Creyó que el progresismo sería el vencedor definitivo en Occidente y se subió a ese caballo porque le pareció el ganador. Podría haber continuado y profundizado la línea conservadora de Ratzinger —a él le da lo mismo ser conservador, progresista o mormón— y ahora se estaría elevando al lugar que siempre ansió: el liderazgo mundial. Francisco, como nosotros, no la vio venir.

Alguien podrá decir con razón que la Iglesia se adaptó a la nueva época y tiene presencia activa en las redes. Y es verdad, pero se trata de una presencia lamentable, que trata de emular a los influencers de moda y lo único que logra es causar vergüenza ajena. Veamos algunos ejemplos. El arzobispado de Buenos Aires tiene un canal de televisión propio que transmite por Youtube y algunas señales de cable. Se llama Orbe 21. Sus emisiones tienen un promedio de 200 visualizaciones en Youtube y serán un poco más si sumamos al escaso puñado de quienes lo ven por cable. Pero lo cierto es que son números ínfimos: no lo ve nadie y, sin embargo, Mons. García Cuerva sigue gastando millones en una empresa que no sirve, mientras ordena cerrar la Casa del Clero, donde vivían decenas de sacerdotes que quedaron en la calle, porque es deficitaria. 

El sitio de Instagram de la Conferencia Episcopal Argentina tiene 22.000 seguidores; parecería un número optimista; sin embargo, sus publicaciones cosechan en promedio 80 likes cada una. El Director de la Oficina de prensa de la CEA, P. Máximo Jurcinovic, a pesar de ser muy activo en las redes y subir varias publicaciones al día a Instagram, tiene apenas 1800 seguidores, y sus posteos cosechan un promedio de 25 likes. Hay, por cierto, otros canales que mantienen sacerdotes, monjas o laicos oficialistas, y seguramente tendrán un poco más de éxito que los medios a los que hago referencia. Por ejemplo, el sacerdote español Antonio Guzman, que ofrece gratuitamente sesiones de autoayuda cristiana. Su sitio de Instagram tiene 31000 seguidores.

Del otro lado, los sitios conservadores transitan una realidad completamente diferente. Este blog, que no tiene nada de profesional y, por supuesto, tampoco tiene publicidad ni financiamiento, tuvo la última semana 32.000 visitas; es decir, un promedio 4500 visitas diarias. Desconozco el número de visitas que tienen blogs españoles como la Cigüeña de la Torre o Specola, pero seguramente superan con creces al mío. El P. Javier Olivera tiene 425.000 seguidores en su canal de Youtube. Se entiende, entonces, la bronca y la bilis que traga diariamente la clerecía progre.

No se trata, por cierto, de refregarle en la cara a los obispos y sus paniaguados su rotundo fracaso; se trata de hacerles entender que no la vieron y que no la están viendo, e indefectiblemente terminarán estrellándose y, con ellos, miles de bautizados de buena fe. Se trata de pedirles que sean honestos y tengan la suficiente humildad para reconocer su fracaso. El arzobispo Salvatore Fisichella, pro prefecto del dicasterio para la Evangelización, acaba de declarar muy suelto de cuerpo que "el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos". Sería interesante pedirle que nos ilustrara acerca de la fe viva de los progresitas, a él, que con sus ya 73 años, ha sido protagonista de la decadencia brutal de la Iglesia católica. Infovaticana informó la semana pasada que el cardenal Roche prohibiría la celebración de la misa tradicional de finalización de la peregrinación tradicionalista en la catedral de Chartres, a la que concurren más de 20.000 personas, y lo mismo haría el arzobispo de París con la misa de inicio en Notre Dame. La misma medida tomó el este año el arzobispo de Oviedo y hace tres años el de Luján. Y en todos los casos se trata de peregrinaciones a la que asisten mayoritariamente jóvenes y que cada año crecen geométricamente (la peregrinación argentina pasó, en tres años, de 1000 a 2000 peregrinos). 

Nosotros no vimos el rotundo cambio que significó la aparición de las redes sociales, el agotamiento de la cultura progresista y el giro a la derecha de buena parte de la sociedad. Podemos alegar a nuestro favor, que fue un cambio repentino. Pero esta excusa no pueden esgrimirla los obispos; hace mucho años ya que las únicas comunidades católicas vitales son las conservadoras y las tradicionalistas, y que las únicas congregaciones con vocaciones genuinas y de calidad son las que tienen las mismas características. Y esto se ve en Argentina, en España y en todo el resto del mundo. Y sin embargo, aunque es una evidencia flagrante ante sus ojos, se niegan a verla. Así terminarán. 

jueves, 5 de diciembre de 2024

Pensamientos ilusorios y desesperanza

 


En el artículo anterior me preguntaba sobre la posibilidad del acceso al trono de Pedro de un Papa loco, o semiloco, al estilo Milei. Y postulaba para el puesto al cardenal Müller. Algunos lectores malinterpretaron el post, creyendo que yo profetizaba la elección de Müller y, por tanto, ellos mismos hacían sus propias profecías. Profetizar por profetizar es fácil; profetizar movidos por el Espíritu es mucho más difícil. Lo primero no tiene sentido, y lo segundo no depende de nosotros. Dejémoslo entonces de lado.

Una cosa distinta es lo que los ingleses llaman wishful thinking. Es una expresión que se refiere al acto de creer que algo es verdadero o posible simplemente porque se desea que lo sea, sin una base sólida en la realidad o en hechos comprobables. Se podría traducir al español como “pensamiento ilusorio” o “ilusión optimista”. Sabemos que no estamos profetizando; somos conscientes de que no es más que una ilusión y, sin embargo, nos convencemos de ella. No creo que sea algo malo siempre que se evite el peligro de creer que se trata del fruto de un fino análisis de la situación actual lo cual, el protagonista, se autoeleva al rango de intelectual clarividente. En el caso del post anterior, eliminé varios análisis de este tipo: el autor, o autores, elaboraban un fino análisis según el cual Mieli venía a destruir lo poco que quedaba de Argentina comisionado por el sionismo y la masonería, que tienen, como todo el mundo sabe, el objetivo principal de destruir a esta gran potencia in nuce, cuna de grandes hombres honrados por la humanidad como Diego Maradona o Jorge Bergoglio. Wishful thinkings distópicos, frutos de la pura imaginación. 

Estos casos ingenuos, sin embargo, no son de los que más hay que precaverse. Creo que hay situaciones en las que los “pensamientos ilusorios” pueden nublarnos la capacidad de juicio sobre la realidad. Y pongo un ejemplo que recordé hace unos días releyendo algunos de los libros de Tatiana Góricheva. Muchos lectores se acordarán de esta escritora rusa, exiliada en los ’80, convertida a la ortodoxia y que se hizo famosa en Occidente por sus libros sobre Rusia y el sufrimiento del pueblo ruso bajo el régimen soviético. Entusiasmó a mucha gente, entre ellos muchos buenos amigos y grandes maestros que todos conocemos, que estaban expectantes ante la previsible caída del comunismo. Y ellos, como Góricheva, estaban convencidos de que una vez caído el régimen, el pueblo ruso volvería en masa a la práctica religiosa, y sería esa Rusia cristiana la que salvaría al Occidente decadente. 

Después de más de treinta años, sabemos que no fue más que un wishful thinking. Es verdad que, caído el comunismo, hubo un tibio repuntar de la práctica de la fe. Sin embargo, en la actualidad sólo el 1% de la población rusa es practicante (fuente). Setenta años de militancia atea y los espejitos de colores que vende Occidente no pasaron en vano. No puede esperarse más de Rusia sino que siga conservando la liturgia y su literatura. No queda otra cosa. 

Sin embargo, la necesidad de ser precavidos con respecto a los wishful thinking no debe llevarnos a vivir descorazonados, creyendo que estamos condenados a un ineluctable futuro oscuro y desesperante. Porque la historia nos enseña que el curso que parecía completamente previsible e imposible de torcer, no solamente puede ser torcido y desviado, sino que puede serlo como consecuencia de un solo personaje o de un solo suceso, y en muy poco tiempo. 

Escribe Stefen Zweig en Mensajes de un mundo olvidado: “La historia pasa años fluyendo con normalidad a un ritmo casi monótono, pero en algunos instante extraordinarios, de pronto, las orillas se juntan, brotan los rápidos, surge una corriente frenética, una tensión excitante, y de golpe la escena histórica se llena y rebosa con una horda de figuras en ingenioso contraste”. 

Tomemos el caso de Lutero, un fraile agustino del montón, que se alzó solamente con sus escritos, lo siguió un ejército de fanáticos salvajes como el de Thomas Müntzer, y eso provocó la Reforma, a la que se adhirieron varios príncipes alemanes. Y todo terminó con el alejamiento del emperador Carlos V al monasterio de Yuste  en 1557 y, con esa decisión, la caída del gran imperio hispano-germánico. 

O pensamos en la Revolución Francesa que, en un plazo de cinco años disolvió y transformó Europa e inspiró la independencia de los reinos hispanoamericanos, cuyos “libertadores” y próceres abrazaron e impusieron los ideales de la revolución a las nuevas naciones “libres” (e inmaduras para gobernarse por sí mismas). En otras circunstancias, este proceso sólo podría haberse desarrollado en no menos de un siglo.

En fin, que sin caer en los pensamientos ilusorios, tampoco está bien caer en la desesperanza, la tristeza y el tedio. Nadie sabe el día ni la hora de la venida del Señor, y tampoco de sus juegos e intervenciones en la historia.