lunes, 11 de abril de 2011

Las entrevistas de Tollers: Lupus (1)

[Estimados amigos: muchas veces aparecen lectores del blog que formulan preguntas en sus comentarios, y muchas más me llegan al mail. Rara vez respondo. No soy maestro de nadie, y me niego obstinadamente a serlo: ya sabemos lo que pasa cuando un ciego guía a otro ciego. Además, no siempre hay tiempo. Sepan disculparme]

Jack Tollers comenzó al año pasado con una serie de entrevistas a conocidos personajes de nuestro blog. Generosamente, me las ha enviado. Publicaré una por semana, en dos entregas. Y comenzamos con la de Lupus.


Entrevista  con  Lupus
Después de la entrevista que me hizo el Wanderer, se me ocurrió que yo también podía hacer otro tanto: entrevistar a algunos amigos, no fuera a ser que aprendiera algo. Arranqué con Lupus, un tipo bastante cascado por la vida, y por tanto, sabio (“El que no sufre ¿qué sabe?” dice la Escritura). Pero, además, un tipo original, ducho en libros y sin embargo, nada libresco. Fuimos a verlo a su sucucho con una botella de coñac para combatir el frío (y otros demonios que nos habrían impedido conversar mano a mano). Aquí un extracto de lo que salió en una lluviosa tarde de invierno del año del Señor de 2010.

Tollers:      ¿Le gusta rezar?
Lupus:        ¿Si me gusta? Lo necesito, debo hacerlo y lo hago. Me “gustaba” especialmente cuando lo hacía con mis hijos, antes de que se durmieran, aunque esos tiempos de vigilia infantil ya se acabaron. De niño siempre trataba de escaparme cuando en el colegio nos llevaban a rezar, o iba con fastidio. Porque fastidiaban, y lo que yo quería era jugar a la pelota. En fin, nunca pude ser ordenado con la oración, y quizás debo lamentarlo; pero mi manera interior me lo hace difícil. Los textos, las oraciones, me abren puertas que no quiero ni puedo dejar de atravesar. Cada palabra me lleva a una imagen, cada imagen acarrea otras, muchas. Vivo de viaje.

Tollers:      ¿De viaje?
Lupus:        Sí, quedo como atrapado en paisajes de misterio, y formalmente dejo de rezar. Lo sobrenatural me arrastra con violencia. Permanezco callado, afuera y adentro. Ahora bien, lo constante, en medio de la vida cotidiana, como le digo, son pasajes de oración desordenada, o tal vez ordenada a mi forma de ser. Una situación o un pensamiento subrepticio, algo que capturan mis ojos, la noticia de alguien que sufre, necesidades de los seres queridos, mis propias dudas, en fin, ese tipo de cosas, me llevan a suspender los sentidos y embarcarme en una larga cadena de avemarías, por decirlo de algún modo. En ocasiones, hasta siento que escribo a modo de una oración. Para resumir, mi oración diaria es tensa y acuciante, una oración insomne y nada ejemplar. La Misa me salva en muchos sentidos.

Tollers:      ¿Cree en el amor a primera vista? ¿Existe tal cosa? ¿Le pasó?
Lupus:        Sin duda que pasa, a algunos les pasa. Claro que ya no es lo mismo que antes. El hombre y la mujer modernos son más fingidamente románticos y más eficazmente despiadados, o desenamorados. Incluso le diría que ahora ese golpe visual ocurre con demasiada frecuencia: periódicamente hay un hechizo, un nuevo encantamiento sentimental que rebate el anterior, y eso sin tener en cuenta el “romanticismo” simultáneo y las “nuevas formas”... Será lugar común, pero sostengo que toda mirada que conduce al matrimonio y a compartir el resto de la vida, sea la segunda o la décima, es en realidad la primera. Ahí está la primera mirada esencial, y eso es lo que parece deshecho, desde que los jóvenes vienen entrenados para quebrar rápidamente los vínculos. Casi todo a su alrededor les inculca desaprensión y les asegura la caducidad de los compromisos, al punto que se fortaleció lo contrario, una especie de desamor al primer disgusto. Esa mirada encandilada parece limitarse ahora al último sentimiento provisorio. Un circuito veloz que inevitablemente termina en tristeza y resentimiento.
La primera mirada, la verdadera primicia, se dirige al hogar que un hombre y una mujer deciden construir juntos. En ese instante, ya no tiene ninguna importancia el número de veces que hayan mirado a otros. Si es efectivamente la primera, tanto mejor. Pero ese sentimiento primordial adquiere sentido cuando prevalece aquella visión común. En primer lugar, la visión de los hijos, mas siempre y en todo lugar, y en todo momento, la certeza de un destino compartido. Después vienen las dificultades, las enfermedades, los desencuentros, las equivocaciones, el plato durax, la mesa ordinaria de la vida. Si no hay algo más profundo, más duradero y cierto sosteniéndolo todo, si no hay un fin último, de nada sirven los cohetes del principio.

Tollers:      Thibon hablaba del matrimonio como una “fidelidad al recuerdo”. Pero suena difícil eso… y tal vez, un poco triste.
Lupus:        Si es sólo eso, una “memoria del amor”, la vida recae en la melancolía, el alma se opaca. Una languidez, o una sequedad, que nos vuelve incapaces de mirar hacia adelante. Esa memoria de la vida pasada no desaparece nunca, de todos modos, pues forma parte de la historia personal, y en este sentido aprecio lo de Thibon, ya que esa “fidelidad al recuerdo” sostiene a la vez la fidelidad entre los protagonistas del recuerdo. Lo que hayamos logrado de felicidad y crecimiento es mejor atesorarlo, nunca mudarlo hacia adelante, ni querer darse la vuelta. El alma se nutre de ambas cosas, recuerdos y anhelos, pero no podemos desandar el camino. El enroque entre el pasado y el futuro no es saludable. Resulta, como bien lo dice usted, una forma de tristeza, provocada por un bien imposible de alcanzar; mejor dicho, por un bien imposible de recuperar. Desalojada la esperanza de la vida futura y la alegría de los días futuros, el tiempo nos tritura.

Tollers:      A mí siempre me interesó el esfuerzo del artista que parece querer detener el instante, o eternizarlo de algún modo. No sé, el pintor que quiere atrapar una cierta luz del día, el músico, que parece querer fijar una cierta secuencia de sonidos: es como si lo eterno y el instante están especialmente interconectados, imbricados, que creo es lo que intuyó Kierkegaard…
Lupus:        Comparto su interés. El impresionismo, por ejemplo, explora los secretos de la luz y de la percepción tratando de capturar el instante, un determinado fragmento de la existencia de algo o de alguien, y con esto manifiesta una pretensión tal vez desmesurada: detener el tiempo, vencer a la fugacidad, o lo que es lo mismo, ingresar en lo eterno. Pero ¿es eso posible o imposible? La búsqueda que llevan a cabo los artistas es una necesidad, una vocación enterrada en el alma, bajo capas de digresiones y torceduras: mediante la luz y el color, la melodía, la palabra, tratan de rasgar el velo, rozar el misterio, tocarlo con la punta de los dedos, de los ojos... El verdadero artista está sediento del ser, de aquello que sostiene lo visible. Esa sed, esa necesidad, si bien no se puede satisfacer, tampoco se puede apagar. El arte cristiano prestó siempre una infatigable atención al misterio y trató de poner ante los sentidos, mediante símbolos proporcionados, lo que se obtiene mediante esa vigilia. El arte mayor es simbólico, no fotográfico.
Ya que menciona a Kierkegaard, déjeme recordar un pasaje referido a esto que hablamos. Dice el danés que todo arte consiste en una contradicción dialéctica, pues lo verdaderamente eterno no puede ser pintado ni esculpido, porque es espíritu, y lo temporal tampoco, pues al plasmarlo así se lo representa eternamente, y una imagen sólo puede fijar un momento. Esa imagen no es “el” hombre y tampoco es “ese” hombre. De modo que estamos frente a una dificultad: ¿qué específico instante de algo o alguien real y temporal puede significar lo eterno?... Dígame ud., Jack, ¿qué instante de su vida elegiría para inmortalizarse? ¿Qué pose visible y quieta asumiría para representar al Jack invisible y duradero?

Tollers:      ¡Ah no! ¡Acá el que hace las preguntas soy yo!
Lupus:        Lástima... La verdad es que nuestra conciencia se balancea entre lo que fuimos y lo que quisimos ser, lo que somos y lo que aún queremos ser, salvo que nos hallemos detenidos en esa muerte espiritual a la que llamamos desesperanza, y que resulta un abismo intolerable hasta para la imaginación. Por lo general permanecemos expectantes a la espera de que en algún momento, lo antes posible, ocurra “algo” en nuestra vida, algo que nos levante o nos devuelva a un estado mejor, más íntegro, más productivo, más dichoso o apacible, que nos libere de lo que nos entorpece o nos desanima, de todo aquello que nos derrota. Ahí, en ese rincón solitario de nuestro propio yo, pendulando entre el agobio y la felicidad, entre el tiempo que inexorablemente se va, llevándose en todo o en parte nuestros sueños, y el tiempo que resta, incierto y acosado por el deterioro, la conciencia desprovista de misterios y promesas sólo puede contar con sus recuerdos, la fugitiva realidad actual y esa expectativa de que las cosas sean mejores en los días venideros, aunque nunca se sabe bien de qué manera. En cambio, si la fe rejuvenece, aunque el cuerpo envejezca, vamos entendiendo que ese “algo”, ese pondus, ese plus existencial, no está en nuestras manos, y que en lo esencial ya nos fue dado, mediante los seres queridos, la presencia de Cristo y la vida futura.
Llamarnos o sentirnos “eternos” no es correcto, pues no somos ni existimos desde siempre; sin embargo, el único final cierto que tenemos por delante es el de esta jornada. Dios puede capturar lo que tenemos de eterno, pues lo ha puesto Él en nuestras almas, y es la inmortalidad. Él nos saca de la nada, nos levanta de la muerte y nos suma a la vida eterna. Conocemos las aventuras magníficas o terribles de los personajes notables de la historia, pero desconocemos las aventuras infinitas de los habitantes de la eternidad. ¡Y ya mismo estamos participando de ella!... ¿Qué quiero decir con esto? Que somos a cada momento todo lo contrario de un momento.
Kierkegaard, el jorobado solitario y doliente, lo vio como pocos en la historia cercana. Estar así, tan solo y desatendido, es como ya no ser. Al recorrer con la vista las realidades terrenas, en algún momento nos empezamos a sentir inmensamente solos y contrahechos. Pero las cosas cambian si vamos dejando, como el danés, que Dios sea Dios, que sea El que Es y que lo sea en nosotros. O sea, si empezamos a mirar las realidades terrenas a la luz de las realidades eternas. Creo que ésta es la postura vital del cristiano: entender que vamos hacia la eternidad, sí, pero en primer lugar que la eternidad viene hacia nosotros. Vino, viene, vendrá: todos los tiempos verbales son preparatorios. Un instante incluye la eternidad, pero en Cristo, que nos libera de la atadura del tiempo. Sin Cristo, la vida es un movimiento vano de la conciencia refleja, una insoportable sucesión de instantes. En Cristo, el Verbo eterno, el yugo de la vida es más liviano y cualquier instante, cualquiera, puede ser el punto de partida, el tren hacia la tierra de las maravillas.

Tollers:      Y hablando de la partida… ¿hizo su testamento?
Lupus:        El testamento es para quien tiene algo más que libros y muebles que duran desde el casamiento. Mi herencia será simple: lo que fui y lo que quise, que tiene mucho que ver con lo que fueron y quisieron mis mejores amigos, vivos o muertos, incluidos los maestros y los ejemplos; o, como dicen, los “modelos”. No me hace falta escribano.

Tollers:      ¿Le tiene miedo a la muerte?
Lupus:        ¿Quién no? Y usted me agarra con esto en un día de frío, lluvia y cognac. Definitivamente, es una pregunta vulgar...

Tollers:      ¡Epa, epa!
Lupus:        ... pero no es por usted, no se ofenda. Esta pregunta, como tantas que hoy se formulan, lo único que logran es vulgarizar las respuestas, porque lo único que buscan es vulgarizar las cuestiones. El espíritu del hombre actual, ese moderno magma colectivo, es decididamente vulgar. Todo producto en serie es vulgar. De ahí esa inquisición desaprensiva respecto de las cuestiones más importantes. Para encontrar respuestas más serias a estos temas, mejor apelar al sentido común de la gente honesta y sencilla. A otra clase de hombres y mujeres.
Frente a la muerte, la respuesta de la fe es clara y eficaz. Pero también se debe tener en cuenta esa concepción individual, digamos, que se desarrolla al paso de los años y las experiencias, y que da al pensamiento sobre la muerte un tono singular, sea la persona creyente o no, y que también depende de la época, de la formación, del lugar, de cada historia personal, del temperamento y hasta del momento particular que uno atraviese. ¿Qué piensa de la muerte alguien que pasó su infancia en medio de ruinas y bombas? ¿Qué una niña raptada y arrojada al lupanar, qué un discapacitado, qué un poderoso, qué un musulmán? ¿Qué significa la muerte para aquel que no fue querido por nadie? Es una idea que lo condiciona todo y que por todo se ve condicionada, pero que modernamente se desatiende o disimula, aunque eso no disminuye su influencia capital. ¿Qué habrá pensado un cruzado que durante años fundió sus pies con el polvo del camino para alcanzar la derrota? ¿Qué un labriego vendeano, un cristero mexicano, un cristiano en la fosa del circo? ¿Y qué un tipo cuya única gloria es el rating? Hoy la muerte es un tema que se corre al costado, pero sigue siendo el único que no se puede evacuar. Al hablar de la muerte hay que hablar de la otra vida, y al hablar de la otra vida empieza a preocuparnos lo que estamos haciendo en ésta. Por eso cuando algunos se atreven a hacer la preguntita, lo que esperan es obtener del otro una idiotez parecida a la que tienen en mente. Y por lo general la obtienen. Sólo con alguien suficientemente vivo se puede hablar seriamente de la muerte.
Nuestros ancestros no necesitaban preguntarlo a otros, pues rápidamente debía respondérselo cada uno a sí mismo: era socia y compañera de viaje, algo cercano e inminente. El día de la muerte era el día primordial de la vida y el hombre iba a su encuentro con la mayor gravedad; ahora se entrenan corriendo para huir de ella. Antes veían una puerta y un designio y la invocaban con vino espeso antes de las horas terribles; ahora se miran en el espejo del gimnasio, en carrera hacia sí mismos, mientras toman agua mineral y le piden a gaia, o a lo que sea, una despedida suave en medio de la siesta. “Medio enamorados de la muerte mansa... el cesar a medianoche sin dolor”, como dijo Keats. ¿Qué ven cuando se miran así? Ven a alguien que daría cualquier cosa por no morir. El objetivo es cualquier modo de duración, de sobrevida, al precio que sea. La muerte, que era una noción clara y un hecho decisivo, se convirtió en un enigma repulsivo.
¿Si le tengo miedo a la muerte? Sí. ¿Y al dolor? También. Pero le pido a Dios que me ayude a ponerle un par de cojones cuando me toque lo que me toque. Dicho eso, ¿sabe a qué le tengo más miedo que a la muerte? A la indignidad. Mi idea concreta de la muerte recorre las muertes de muchas mujeres y hombres que mostraron cómo se debe ser en ese día, y termino siempre en un pequeño monte, y siento como un augurio, y me quedo en paz.

13 comentarios:

  1. Ansioso espero la segunda parte.
    Muy interesantes las reflexiones.

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  2. Lupus,

    Veo que trata por separado el tema del hombre moderno (algunos aspectos) y del arte y lo bello.

    Si fusionásemos ambos temas, ¿podríamos concluir que el hombre moderno gusta de lo feo y lo elige deliberadamente (aunque con un discernimiento limitado a su estrechez)?

    Si lo que es, es bello, bueno y verdadero y Dios es Bello, Bueno y Verdadero, ¿en la elección de lo objetivamente horrible podemos ver al luciferino o simplemente a un imbécil?

    Si todo lo bello lo es por analogía de la Belleza y además estamos creados a amigen y semejanza de Dios, ¿podemos decir que quien se mutila o tatúa hace lo posible -lo sepa o no- para de-semejarse del Creador, y esto nunca puede ser embellecerse?

    ¿Qué pasa cuándo el hombre no disfruta de lo bello desde la inteligencia (que es donde la belleza se goza) para pasar a hacerlo desde el "sentimiento" o algo así? Estaríamos a pasos de la desaparición del hombre, de la aniquilación de su inteligencia por las modas, de cocebirlo simil-mono?

    Saludos,

    El Carlista.

    Ps. 1. Se me ocurre otra pregunta: ¿Si Dios es Bello, una misa fea puede ser de Dios? ¿Y una horrible?

    Ps. 2. Las anteriores son inquietudes que me surgen ahora leyendo sus respuestas, siendo que hace unos días me distancié de alguien a quien quiero debido a que se tatuó y no logro encontrar motivos para que me resulte interesante su trato. Casi como que se me convirtió en una bestia. Cuando lo vemos de lejos lo podemos dejar pasar, pero ante lo cercano las preguntas zumban en la cabeza. No es igual a verlo en un piquetero. ¡Má' sí, ya estoy acostumbrado, las ciliconas me rodean!

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  3. El Carlista quiere soluciones, formulas exactas ya.

    Roberto

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  4. SP5, fierrero y occidental11 de abril de 2011, 20:18

    La belleza es una de las formas de ascenso del espíritu hacia Dios; tal vez la más eficaz.
    Cuando no se encausa allí es narcisismo, que es orgullo.

    El hombre puede rechazar la religión pero no la trascendencia, por eso termina frente a Dios o frente a sí mismo, como se termina frente a un ídolo. Es infra-humano, en tanto estamos llamados a más.

    Como dice Lupus, es "vulgar", in-formal.

    El hombre sensual ya no goza de la hermosura, apela a los sentidos renunciando a la inteligencia. En su mundo ya no hay posibilidad de la belleza estrictamente hablando.

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  5. tobi, el niño con alas12 de abril de 2011, 9:21

    Es una vía absolutamente procedente la de pretender descifrar si en un lugar está o no Dios o alguna cosa le es o no agradable a partir de la belleza de las cosas del mundo, siendo que es El la Belleza Absoluta (como también es posible ver lo anti divino en el mal o ausencia del ser siendo que El es el Ser Absoluto). Así desde Platón lo vieron los Padres. También santo Tomás.

    La dificultad que ofrece en esto la Belleza como parámetro de discernimiento es que hoy el hombre la confunde con el “gusto” o “lo que le gusta”. Este es un error.

    A través de los sentidos, por ejemplo el gusto u olfato, saboreamos u olemos algo que nos puede “gustar” o no. Allí si hay una aceptable cuestión de gustos.

    No sucede de igual modo con la belleza, pues al ser disfrutada con la inteligencia (alma) y no con algún sentido sensible (cuerpo) se hace necesaria la educación del intelecto.

    La música, por ejemplo, provoca gozo en la inteligencia, no en el oído (cuerpo), al igual que la pintura (que no se goza en la vista).

    Es necesario haber educado la inteligencia para llegar a afirmar lo siguiente (Lupus): “ El verdadero artista está sediento del ser, de aquello que sostiene lo visible. Esa sed, esa necesidad, si bien no se puede satisfacer, tampoco se puede apagar. El arte cristiano prestó siempre una infatigable atención al misterio y trató de poner ante los sentidos, mediante símbolos proporcionados, lo que se obtiene mediante esa vigilia. El arte mayor es simbólico, no fotográfico”.

    La inteligencia intuye el misterio. Vemos en el anti misterio del arte sacro moderno cómo se regocijó la vista ante las sensibles carnes y lípidos de la pintura renacentisma eclipsando el misterio-inteligente del ícono, que no pretendía hacer réplicas, sino provocar en el alma el movimiento ascensional.

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  6. Carlista, menos mal que me agarró Tollers y no usted… No me creo capaz de llegar al fondo de sus preguntas, y menos por este medio, pero anotaré algunas ideas, en relación también con lo que dicen SP5 y Tobi.

    Antes que “elegir”, el hombre moderno se “inclina” hacia lo feo, simplemente porque la modernidad es fea y opera como un tobogán hacia la fealdad. Será a veces divertida, pero es fea. Y quizás es fea y es una pendiente hacia la fealdad precisamente porque es, en el mejor de los casos, meramente di-vertida. Una edad dispersa y retrocedida, no en pos del rescate de formas antiguas y mejores, de bienes perdidos, sino como habiéndole declarado su amor al propio retroceso, al esplendor de una infancia adulta, que es una infancia idiota, en un mundo paganoide y animalizado. Es ir en ancas de un caballo desbocado, primero en círculos y al final hacia el lado contrario. Paradójica consecuencia de la devotio evolucionista del progreso.

    Es la textura visible (sensible e inteligible) de los universales la que parece deshecha: casi no queda nada objetivo en su quicio, sino repartido subjetivamente en cada uno, despedazado, que es el mejor modo de oponerse al ser, porque esa oposición se desarrolla en una suerte de inconsciencia multitudinaria. El hombre moderno es capaz de producir apenas algunas expresiones de belleza extenuada, pero en el mejor de los casos es “ocurrente”, no artístico. Lo cierto es que no se pueden predicar universales –en el sentido de una inteligencia y una docencia cultural– porque la multitud les da la espalda. (Frente a esto, el creyente o se desliza hacia esa gelatina de la perpetua adecuación, que termina en la festividad del cambio constante, o se parapeta en su refugio, que es una reacción legítima, y muchas veces obligada, pero que conlleva el peligro de que la amargura desplace a la esperanza y se enturbien el amor y la amistad.)

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  7. //

    Pero a la vez, seguir la corriente o resistir (y luego, si se puede, remontar la corriente) es ineludiblemente una decisión personal. Por muy massmediático y amontonado que sea, el hombre en algún momento piensa y en algún momento elige. Hay un tránsito parcial que se realiza en alegre montón; pero, siempre, en algún o algunos momentos, ese recorrido es solitario. Lo crucial es el grado de letargia del individuo en esos descansos, en esas soledades del recorrido. Podemos revisar y discutir a qué nivel de masificación se ha llegado, pero queda a la vista que el hombre está siendo abolido, como indicaba Lewis: perdido de vista el orden objetivo, luego se pierde el orden moral, el político y social, en fin, el entero orden humano. Así, de una punta a la otra de este itinerario idiota, expulsa de sí mismo la realidad religiosa y espiritual. Porque a la vez que avanza en este periplo de pérdida, empieza el de la negación, la de-semejanza. Confronta el bien, la verdad, la belleza, patea el regalo. Es el circuito de la abolición. Todo lo cual se refleja en el arte.

    Castellani da bastante para pensar en ese “Proceso al Arte” que está al final de las Doce Parábolas. Lo traigo a colación para poner un ejemplo, digamos, del otro lado de lo que se plantea: la literatura que no trasunta de algún modo, aunque sea en forma oblicua, la verdad de la belleza y la caridad de la verdad, es una espada de doble filo. La ironía, la agudeza, la ocurrencia, pueden cortar lo que se considere reprobable, pero también te pueden cortar el cuello. No somos indemnes a la vanidad de las piruetas interiores.

    Adrede utilicé adrede un adjetivo descalificativo: la idiotez. Dejando a un lado lo satánico, por el momento, creo que en la “elección” de lo feo u horrible acontece una acción, más que imbécil, específicamente idiota. El idiota es quien gira sobre sí mismo: no percibe, ni entiende, ni obedece ningún orden, o directamente se le opone. Sólo responde a los estímulos y objetivos que lo alientan a seguir girando sobre sí. ¿Qué hay más falso, torcido y feo que este auto-enamoramiento? Este hombre caído sobre su propio yo, que se mueve a modo de un trompo idiota, concluye en una fatigada escapatoria hacia atrás. Escapa de la muerte y corre hacia su propia imagen, se sacrifica hacia la irrealidad, el fingimiento, la banalidad, sin alcanzarse nunca. Y repudia todo lo que se le opone, especialmente a Dios y lo que tiene que ver con Dios, que es lo religioso. Todas sus acciones se tiñen con esto: el arte, la educación, la política, la familia. Es el suicidio de un idiota. ¡Pero todo lo que arrastra al hombre es provocado y gestionado por el propio hombre! Claro que sí, de eso hablo... El diablo no funda nada.

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  8. //

    La inteligencia permite el disfrute, el gozo... pero empieza necesariamente por los sentidos, incluido el sentido interno, que es la también gozosa reunión inicial de los sentidos de la carne. Ahí es donde surgen las predilecciones personales, es decir, los “gustos” personales, adecuados al temperamento y desarrollados por la crianza, la educación y las amistades. La inteligencia, al paso, levanta todo, distingue para entender, pero sin necesidad de matar, en el camino, ese “gusto” primario por las cosas y los seres. Entiende para unir. La inteligencia no de-precia al ser, aunque prefiera el mar a la montaña. Elegimos autores, arte, tareas, paisajes, compañías, también en función de esta etapa iniciática. Me atrevo a decir que aplastar con la razón estos afectos sencillos e inaugurales es bocado de demonios: nos confunden y nos seducen con eruditismos sin destino, arrojan sombras sobre las cosas simples, les tiran bombitas de mal olor. En su fase quizás culminante, nos ayudan a racionalizar lo evidente, lo dado y natural, aquello se presenta a los sentidos con su pleno ser y de modo indubitable. Los sexos, por ejemplo. Así que... ojo con descender los sentidos y los sentimientos al rango de una afrenta para el intelecto: la inteligencia también descenderá, creyendo que levita. Desciende justamente por eso: porque levita, se separa de la realidad. Todo lo que nos fue dado es preparatorio, y es el ser, el ser entero el que debe trepar hacia la semejanza.

    Si una Misa fea es de Dios o no… definitivamente es mucha pregunta. ¿De Dios, para Dios? ¿Llegaremos al punto de la invalidez? ¿Han llegado algunos? Con la fealdad convivimos, pero en ciertos casos, cuando el sacerdote dice lo que se le antoja… Algunos de mis buenos amigos sacerdotes gimen ante la pregunta. ¿Qué puedo decir yo? Acoto esto: van por la Misa, por la Adoración a Dios. No por la tradicional exclusivamente. Por la Misa. El Motu Proprio es un escollo inesperado, pero el objetivo ya estaba establecido: asaltar el Templo.

    El hecho de tatuarse, “marcarse”, es ciertamente decidir un mensaje visible y duradero. En el caso de su amigo, Carlista, fíjese si es una serpiente enroscada en la pierna, el escudo de armas de la familia en el antebrazo o un diminuto corazón flechado en el hombro. Después considere si se trata de zozobra o de naufragio de la amistad. La idiotez tiene sus etapas y sus cuadros de honor.

    Con aprecio

    Lupus

    (La ventanita no me permitió mandar todo junto, así que decidí ser pesado en cuotas. Perdón.)

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  9. No tengo ni idea de filosofía y me pierdo con conceptos abstractos, pero aquí va mi aportación, por si sirve de algo.

    "La mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir sabiduría. Tomó, pues, de su fruto y comió; dio también de él a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió."
    Génesis 3:6.

    "Creció ante él como un pimpollo, como raíz en tierra seca. Sin gracia ni belleza para atraer la mirada, sin aspecto digno de complacencia. Despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores, avezado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado."

    Isaías 53:2-3.

    No creo que haya una identidad, belleza-de Dios, fealdad-del Diablo, al menos en lo que respecta a nuestra apreciación por los sentidos.

    Una ceremonia anglicana en una iglesia anglocatólica será probablemente más bella que la mayoría de las Misas Novus Ordo. Pero no es la Misa: el que celebra la ceremonia es un laico, y lo que reciben los que van a comulgar es simplemente pan.

    Otra cosa es que el arte sacro moderno sea horrible y no contribuya a atraer, a elevar a la gente a Dios, o que no llegué al nivel mínimo de decoro para formar parte del culto. Uno de los primeros documento que produjo San Pío X fue un Motu Propio sobre Música Sacra (22 de noviembre de 1903, fiesta de Santa Cecilia). En él decía cosas como: "Entre los cuidados del oficio pastoral uno principal es incuestionablemente el de mantener y promover el decoro de la Casa de Dios en la que se celebran los augustos misterios de la religión. Nada debe tener lugar, por tanto, en el templo que pueda ser razonablemente causa de disgusto o escándalo, nada, por encima de todo, que directamente ofenda el decoro y la santidad de las funciones sacras. (...)
    La Iglesia siempre ha reconocido y favorecido el progreso de las artes, admitiendo al servicio del culto todo lo bueno y bello descubierto por el genio en el curso del tiempo - siempre, sin embargo, con el debido respeto a las leyes litúrgicas. En consecuencia, la música moderna también es admitida en la Iglesia, dado que ella, también, produce composiciones de tal excelencia, sobriedad y gravedad, que no son indignas de las funciones litúrgicas.
    Sin embargo, dado que la música moderna ha pasado principalmente a servir a usos profanos, se tiene que tener un mayor cuidado respecto a ella, de forma que las composiciones musicales de estilo moderno que se admitan en la Iglesia no contengan nada profano, estén libres de reminiscencias de motivos adoptados en los teatros, y no estén modeladas incluso en su forma externa a la manera de piezas profanas."

    Me pregunto que pensaría San Pío X de uno de los recuerdos de mi infancia, el Padre Nuestro en Misa con música de los Beatles. Bueno, no era exactamente el Padre Nuestro, porque la oración que Jesucristo nos enseñó también podía ser mejorada:

    "Padrenuestro tu que estás, en los que aman la verdad, haz que el Reino que por Ti se dio, llegue pronto a nuestro corazón. El amor, que tu hijo nos dejó, el amor este ya con nosotros.

    Y en el pan de la unidad, Cristo danos Tu la paz y olvídate de nuestro mal, si olvidamos el de los demás. No permitas que caigamos en tentación, Oh Señor, ten piedad de nosotros.

    UUUUUUU...

    Y en el pan de la unidad, Cristo danos Tu la paz y olvídate de nuestro mal, si olvidamos el de los demás. No permitas que caigamos en tentación, Oh Señor, ten piedad de nosotros."

    Lo mejor es el UUUUUUU...

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  10. Simon & Garfunkel, Jacobita.

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  11. Tal vez, un corazón flechado o un "madre" en el antebrazo hubiesen sido buen motivo para compartir unos tragos en el bar de la estación; pero no.

    Por lo demás, no se pondrá en duda que provocar a Lupus siempre es con provecho.

    Con el mismo afecto.

    El Carlista.

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  12. tobi el niño con alas14 de abril de 2011, 15:49

    Me gusta la relación que hace Lupus de los sentidos, el conocimiento intelectual y la belleza. No la niego, pero rumíandolo ahora recuerdo con el Teetetes de Platón que:

    "La naturaleza ha dado a los hombres y a las bestias, desde el acto de nacer, ciertas afecciones que pasan al alma por los órganos del cuerpo; mientras que las reflexiones sobre estas afecciones, su esencia y su utilidad, no vienen o no se presentan sino a la larga y con mucho trabajo mediante los cuidados y estudios de las personas en cuya almas se forman.

    ...La sensación no puede descubrir la verdad, porque no afecta a la esencia.

    ...retener lo que han aprendido, y en fin, la de no confundir los signos de las sensaciones y formar juicios verdaderos"

    De todos modos lo seguiré pensando, pues eso de no matar el gusto primario sensual al momento de disfrutar de lo bello me suena bien, me suena no descarnado.
    Es fácil constatar que dos personas igual de (bien) educadas pero en diferentes lugares nunca tendrán a lo feo por bello, pero sí podrán encontrar más o menos bellas diferentes cosas.

    Lo que es induble es que en ambos casos la educación intelectual les es imprescindible.

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  13. Creo que no hay oposición, tobi. Principiar por los sentidos nos es propio, ningún hombre lo puede eludir. Desarrollar la inteligencia, sin embargo, parece ser algo más imprescindible que ineludible. Es una tarea que se emprende. Pero tal empresa requiere sensibles y sensaciones a modo de materia prima (no habría, caso contrario, ni posibilidad ni necesidad del arte). Lewis en "La abolición del hombre" enfoca parte de este tema.

    Lupus

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