lunes, 31 de diciembre de 2012

Caranchos eclesiales


El título de este post, caranchos eclesiales, es la expresión que, con exquisita caridad, endilgó el fundador de un instituto religioso criollo a probos sacerdotes -muchos de los cuales habían sido sus amigos-, debido a la crisis sufrida por la rama femenina de esa fundación. El texto en que el aparece esta muestra de virtud, y otras muchas más del mismo tenor, denominado Reminiscencias, estuvo guardado bajo siete llaves durante varios años pero desde hace un tiempo circula por Internet.
Sin embargo, fuerza es reconocer que, efectivamente, existen varias clases de caranchos eclesiales, es decir, especímenes clericales especializados en picotear carne podrida y carne fresca.
He terminado de leer un libro viejo (del 2003) sobre el caso Maciel, escrito por uno de sus primeros seminaristas, abusado durante años por el cura pervertido. Se trata de Alejandro Espinosa y su libro se titula El Legionario. La completa escasez de dotes literarias del autor se oculta bajo la revelación no solamente de la perversidad del fundador de los Legionarios sino también de sus tácticas de reclutamiento y permanencia.
Resulta curioso, y también asombra, comprobar las numerosas coincidencias en este sentido entre la fundación chaparrita y la fundación cuyana. Aquí punteo diez de ellas:
1. La utilización de las mismas técnicas de control para evitar, durante la etapa del seminario, las defecciones. “Fuera de la Legión no hay más que condenación eterna”, decía Maciel. “Vocación perdida, condenación segura”, sigue diciendo el Carnicero. O bien, “Temo al Dios que pasa y no vuelve”, dicha por ambos con insistencia.
2. Estricta prohibición de que los miembros del instituto se dirijan espiritualmente o se confiesen con sacerdotes externos. Esta orden se estipula con total claridad en las famosas Reminiscencias. Hay que señalar que también (San) Josemaría Escrivá reglamentó en el mismo sentido. “Los trapos sucios se lavan en casa”, decía el zorro de Maciel. “No vengan a husmear y abrirle los ojos a los incautos”, dice el otro.
3. Apelación continua a la Providencia divina para justificar todo lo que le sucede a la fundación. Es decir, manipulación de los hechos de modo tal que parezcan el fruto de la acción providencial de Dios. De esta manera, los miembros del instituto que se traguen este “relato” jamás podrán juzgar desaciertos en su fundador ni tampoco alcanzarán independencia para justificar o no las objeciones y exigencias que les impongan desde afuera. “El Padre no se equivocó. Solamente fue una herramienta de la Providencia”, o bien, “Los obispos no nos persiguen porque en nosotros haya algo malo; nos persiguen porque son herramientas de la Providencia”.
Se trata simplemente de un relato, es decir, de una clave de lectura e interpretación de la realidad que oculta a la realidad para mostrar la narración que decide el narrador.
4. La utilización de los más repugnantes medios humanos para lograr influencias en la Curia Romana. Unos, a través del cardenal Pizzardo; otros, a través del cardenal Sodano.
5. Propensión por parte del fundador de rodearse de una pequeña corte de seminaristas –en general, esbeltos, rubios y ojizarcos- que serán considerados por todos sus compañeros como los privilegiados y los más santos, y utilizados para mantener el control en la tropa.
6. Exilio y destrucción del miembro del instituto que ose cuestionar al fundador, aún cuando haya sido integrante de la elite ojizarca. Maciel los mandaba a algún oscuro destino en México o Irlanda hasta que, aniquilado, el joven sacerdote dejaba el Instituto. En otro casos, el exilio fue en Rusia o Hong Kong.
7. Urgencia por la fundación en la mayor cantidad posible de países. Se trata de un modo privilegiado de presión a los obispos y al mismo Vaticano para logar una pronta aprobación.
8. Destinación de los nuevos sacerdotes y religiosas de acuerdo a las mayores probabilidades que tenga el candidato de conseguir dinero en el destino específico. Por ejemplo, si una religiosa es de origen holandés y como tal la delata su apellido, será destinada a Amsterdam.
9. Secreto impenetrable acerca de las defecciones producidas en el Instituto. Nadie sabe, ni siquiera los mismos miembros, cuántos son los que salen y en qué condiciones lo hacen. Por eso, es casi una norma no preguntar nunca acerca de la vida de tal o cual sacerdote.
10. “Desaparicion” y negación de los primeros miembros del Instituto, de modo tal que el único que permanezca y brille sea el fundador. Los mexicanos “desaparecieron” al grupo fundador y descalificaron a los Once de Comillas; los argentinos, negaron y condenaron al averno a dos de los co-fundadores (PP. Nadal y Lojoya) y desaparecieron al segundo Superior General (P. José Luis Solari).

Es verdad. Las coincidencias son más de diez pero lo dejamos aquí.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Es la belleza, estúpido!


Hace algunos meses, en una reunión de amigos hablábamos sobre la liturgia bizantina y sus características tan particulares y diversas a la de la liturgia latina. Uno de ellos dijo: “Está muy bien esa liturgia pero hay que tener cuidado de que tanta belleza oculte el sacrificio”. No sé hasta dónde era consciente de lo que decía y presumo que detrás de ese comentario se ocultaría algún cerebrito clerical. Traducido, la intención de este buen muchacho era la siguiente: el impacto que nos produce la belleza propia de la liturgia bizantina es peligrosa porque nos impide razonar acerca de lo que está ocurriendo en la liturgia. Es decir, lo importante es razonar y entender, no quedarse obnubilado, o arrojarse, a la belleza. En definitiva, el factor salvífico subjetivo de la liturgia nos viene por la razón y no por la belleza. Y creo yo que no es así.
La liturgia es esencialmente belleza salvífica. La repetida sentencia de Dostoevsky – “La belleza salvará al mundo”-, sólo puede ser entendida en ese sentido. A nosotros, racionales y mediocres conocedores de la escolástica medieval, la frase nos parece incomprensible y absurda. Sin embargo, como cristianos sabemos que la verdadera belleza es el rostro transfigurado de Cristo-hombre, y se trata de una belleza que tiene su origen en la voluntad salvífica de Dios Padre hacia la humanidad. Y es así que los Padres, tanto de la Iglesia oriental como de la occidental, afirman que la liturgia es la obra salvífica del Unigénito Hijo de Dios que continúa en nuestros tiempos.
Esta concepción de la liturgia como un entrocamiento sin solución de continuidad entre la vida del cielo y la de la tierra aparece con mucha claridad en la teología bizantina. Ellos ven que sus iglesias y la liturgia que en ellas se celebra es una imagen del mundo divino, tal como afirma San Germán de Constantinopla (s. VIII): “El templo es el cielo en la tierra, donde el Dios del cielo habita y se mueve”. Y por eso, cuando a fines del siglo X San Vladimir de Kiev envía a sus embajadores para que visitaran templos musulmanes, cristianos latinos y cristianos bizantinos a fin de decidir qué religión adoptaría el pueblo ruso, sus legados le dijeron: “Cuando visitamos a los griegos, vimos donde ofician en honor de su Dios, y no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra, porque no hay sobre la tierra un espectáculo tan bello, y que no somos capaces de describir. Allí Dios habita con los hombres… Todavía no podemos olvidar tanta belleza”.
Es verdad que a nuestro oídos modernos nos suena un relato naïf  propio de pueblos primitivos como eran los habitantes de la Rus de Kiev en los umbrales del primer milenio. Pero prestemos oídos cristianos. Esta visión bizantina de la liturgia no es una fantasía, sino que proviene del misterio de la encarnación de Cristo, anunciado en las Escrituras y explicado en los textos litúrgicos. San Pablo le escribía a los filipenses: “Cristo Jesús, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor,  haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"”. El Salvador del mundo es Jesucristo resucitado, glorificado, ascendido a los cielos y sentado en la gloria a la derecha del Padre. Más bello que Él nada existió, nada existe y nada existirá. Y su manifestación es la liturgia.

San Juan Damasceno (s. VIII) dice: “En los tiempos antiguos Dios, incorpóreo y sin forma, no podía ser representado bajo ningún aspecto. Pero ahora, porque Dios ha sido visto mediante la carne… yo represento aquello que de Dios ha sido visto”. En esta teología, el ritual eclesiástico constituye tanto una representación cuanto una re-presentación –hacer de nuevo presente- la obra salvífica de Cristo sobre la tierra.
Es esta concepción la cualidad fundamental de la liturgia bizantina: trascendente, pero no distante; hierática, pero no clerical; común, pero no impersonal; tradicional, pero no formalista. Este equilibrado mosaico es muy fácil de romper pero implica que, para los orientales, la acción litúrgica no sea simplemente una “ceremonia” sino también un objeto de contemplación, una visión majestuosa, llena de misterio, frente a la cual nos prosternamos con temor reverencial.
Al ingresar a una iglesia tradicional rusa, se experimenta el encontrarse en un lugar de misterio, un lugar santo, separado del mundo e inundado de la presencia de Dios. La gran barrera del iconostasio se alza delante del santuario, donde está el Santo de los Santos y el trono de Dios. Nadie, a excepción de los ministros sagrados, puede pasar a través de las puertas de esta pared divisoria. Pero esta barrera, que en algunos momentos del oficio puede esconder el altar a nuestra vista, no es un obstáculo para la participación del pueblo en los misterios de la liturgia, sino más bien una ayuda. En efecto, la piedad oriental nace tanto del ocultamiento como de la manifestación, y las puertas y el velo del iconostasio son un testimonio tangible del misterio que se vive en la liturgia. Si siempre todo es manifiesto, no hay manifestación. De allí la necesidad del ocultamiento, y que Nicolai Gogol haya escrito: “En este momento, las puertas reales son abiertas solemnemente, como si fueran las mismas puertas del reino de los cielos, y delante de los ojos de los fieles reunidos aparece radiante el altar, semejante a la morada de la gloria de Dios y lugar de la sabiduría celestial de la cual desciende sobre nosotros el conocimiento de la verdad y la proclamación de la vida eterna”.
En nuestro mundo sublunar, es este el único modo –el simbólico- en el que somos capaces de entrar “al interior del velo del santuario, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb. 9,11). Pero esta entrada no es menos real porque, desde el momento en que Cristo vino de una vez para siempre, se ha abierto una brecha en el muro del cielo y nosotros estamos en comunión con la liturgia celestial ofrecida por las potencias celestes en torno al altar de Dios.
La liturgia celebrada en esta atmósfera de profundo simbolismo, a través del cual el esplendor sobrenatural de la inaccesible majestad de Dios se hace cercano, se testimonia  la exaltación y la santificación de lo creado, la majestuosa aparición de Dios que nos inunda, nos santifica, nos diviniza a través de la luz transfigurante de su gracia celestial. No se trata solo de “recibir los sacramentos” sino de vivir habitualmente dentro de una atmósfera que nos envuelve en cuerpo y alma, transfigurando la propia fe en una concreta visión de belleza y gozo sobrenatural.
Peter Hammond escribe lo siguiente en su viaje a la campiña griega: “Para los cristianos griegos la más humilde iglesia rural es siempre el cielo en la tierra, el lugar donde hombres y mujeres, según su capacidad y su deseo, se aferran a la liturgia adorante del cosmos redimido, donde los dogmas no son abstracciones estériles sino himnos de exultante alabanza, y la obra salvífica de la compasión divina –la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día y la ascensión al cielo- se hace presente y efectiva a través de la obra del Espíritu Santo que fue, es y será”.
Insisto. Para nosotros, modernos latinos racionalistas, esto no parece más que poesía. Sin embargo, no es así. La liturgia es teofanía, terreno privilegiado de nuestro encuentro con Dios, donde los misterios son verdaderamente vistos con los ojos transfigurados de la fe. Es muy significativa la anécdota que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba que lo importante de ser cristianos es la conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la oración. Agregaríamos nosotros el grupo parroquial, las marchas próvidas, los campamentos y muchas otras “manijas”. Y, en todas estas actividades, la liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso le respondió: “Entre ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna. Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa (la Pascua)”.
Cuando descendemos de este mundo al que nos ofrece nuestra liturgia romana heredada del papa Montini –al que algunos últimamente se les ha ocurrido hacer santo!- nos pegamos un terrible porrazo. Creo yo que ni siquiera en el mejor de los casos, cuando es bien celebrada si es que esto es posible, puede transmitir un mínimo porcentaje de belleza. No fue pensada para eso por los reformadores. Ellos más bien querían una reunión festiva de fieles animada por un Piñón Fijo u otro showman presbiteral. Ni qué hablar de las liturgias parroquiales habituales, que están mal o, más frecuentemente aún, malísimamente celebradas. En ellas la belleza y el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos; lo sobrenatural por lo sociológico; el cielo por la tierra. Hoy, no es la belleza la que salva el mundo y ni siquiera la razón. Duele decirlo, pero pareciera que estos curas sostienen que es la fealdad popular la que salva.
Y así estamos. ¡Es la belleza, estúpido! 

jueves, 13 de diciembre de 2012

Oda a la buena muerte (del blog)

Jack Tollers me manda la traducción de una breve oración de Newman pidiendo una buena muerte. Y lo hace, me dice, temeroso de que el blog esté agonizando y pronto a la muerte.
No se trata de eso. Se trata simplemente de mi pereza.


Oh Señor y Salvador mío, fortaléceme en aquella hora con los brazos vigorosos de tus sacramentos y con la fresca fragancia de tus consuelos. Que se pronuncien sobre mí las palabras absolutorias y que sea signado y sellado con los santos óleos; que tu propio Cuerpo sea mi alimento y que sea rociado con tu propia Sangre; permite que me aliente mi dulce Madre, María, y que mi ángel me susurre con un mensaje de paz, y que mis gloriosos santos me sonrían: para que en su compañía y por su mediación reciba yo el don de la perseverancia, y muera, tal como deseo vivir, en tu fe, en tu Iglesia, en tu santo servicio,  y en tu amor.
John Henry Newman