jueves, 31 de enero de 2013

Otra vuelta de tuerca


Infaltable y luminosa, la otra vuelta de rosca de Jack Tollers:


Estimado Wanderer,
Su último post me ha dejado pensando… (lo cual significa que no ha sido enteramente inútil, parece).
Con todo, voy a dejar de lado la locución "abdicar de pensar" que es un poco farragosa: prefiero decir "no pensar", cuando se puede, cuando se debe, y cuando no hacerlo constituye una abdicación.
Es una abdicación que refleja falta de amor a la verdad.
Y tiene consecuencias gravísimas.
En estos no sólo los progres han pecado, son muchos los pecadores: los que estaban obligados a pensar y no lo hicieron, sobre todo los que tienen responsabilidades, sean padres o docentes, superiores o jefes, gobernantes o líderes.
Son numerosísimos y se los halla en todas partes.
Y el pecado, gravísimo, consiste en que podían y debían pensar y no lo hicieron, por varias razones.
Se podría distinguir entre distintos casos, de menor a mayor gravedad, a ver cómo me sale.
a)       Están los tontos, los que no quieren o no quisieron pensar por fiaca. Un poco al modo de Bertie Wooster que decía que pensar le producía dolor de cabeza, je. Estos son menos culpables que otros, pero tienen su parte de culpa y se les pedirá cuenta en el Juicio por no haber pensado un poco más, pues por razón de esto han hecho macanas y las macanas tienen consecuencias, y al final hay que pagar por eso. En una buena confesión, deberían decir algo así como "Padre, me acuso de no haberlo pensado mejor, pensado más, pensado antes…". Sería una confesión inteligente (para lo cual, antes que nada, hay que pensar).
b)       Están los retontos, los que no quieren pensar por envidia. Esto es más difícil de ver, pero quien tiene mínima experiencia de esto, sabrá a qué me refiero. Son los que saben que algunos piensan más y mejor que ellos. Y les da bronca. Entonces levantan otras banderas a modo de tapadera (para que los que piensan más y mejor no se acrediten, no sea que se los tenga en más que a ellos). Estas banderas con que quieren tapar lo que es en sí son innumerables y tienen nombres augustos: humildad, sencillez, sensatez, simpleza, llaneza… etc. Con eso, abdican de pensar y atacan a quienes piensan un poco más, un poco mejor, con arietes agudos: intelectuales al pepe, siempre andan buscando el pelo en la leche, sofisticados de miércoles, soberbios, se creen más, faltan a la caridad, y un largo etcétera. Estos, los que odian a la inteligencia por envidia, prueban toda clase de cosas para atacarla, odian las distinciones, el buen uso de la lengua, las ideas originales, o los planteos diferentes: creen que si se acredita la inteligencia ellos quedarán como disminuidos. Y su pecado más grave, más grave que la envidia que genera este espíritu, es que nunca, jamás de los jamases, se preguntan lo único que hay que preguntarse: si acaso el otro, los otros, los que piensan, si acaso no tienen razón, y hasta qué punto.
c)       Y luego están los necios. Son los que calculan de antemano que si se ponen a pensar, van a tener que cambiar unas cuantas cosas, cambiar de vida, arrepentirse de decisiones tomadas a la ligera (sin haber pensado), darle la razón a otros (después de tantos años de no querer dársela). Son los que no quieren pensar porque no quieren pensar que deberían pensar. Delegaron su pensamiento en otros (que tampoco piensan mucho). Y los otros aceptaron la delegación de quienes los siguen a ciegas, como tributo que les hace cosquillas, como obsequio adulador, como confirmación de la propia santidad: los que mandan sobre los que no piensan (y mandan no pensar, que para eso están ellos, je).
De manera que ahí tienen para pensar un poco. Todos los irreflexivos, los que no usan el caletre que tienen, le hacen agravio a Dios que les dio la inteligencia como un don que procede del Padre de las luces.
Para que vean y para que iluminen. Para que sean hijos de la luz. Para que combatan las tinieblas del error y de la ignorancia.
Por eso, insisto: todo aquel que pudiendo pensar no lo hace, por las razones que sea, peca contra la luz, "la verdadera luz, la que alumbra a todo hombre" (Jn. I:9).
Y como dice Newman, la verdad se esconde de quien no la busca. Y se la busca pensando qué se han creído ustedes.
Por eso, Dios nos fijó plazos y espacios, "tiempos determinados, y límites de su habitación" para que "a tientas lo busquemos a Él, como que no está lejos de ninguno de nosotros" (Hechos, XVII:26-27).
No pensar, pudiendo hacerlo constituye un pecado de omisión gravísimo.
La abdicación del que, pudiendo hacerlo, no quiso pensar.
Y si alguno se pone a pensarlo un poco, verá exactamente eso: las consecuencias tremendas que tuvo el no haber pensado, las terribles derivaciones que tiene en el mundo esta sencilla constatación: si se hubiese pensado un poco más, cuántas injusticias, cuántas crueldades, cuántos horrores no se habrían evitado.
Y como este formato no admite producciones excesivamente extensas y en ejercicio de la caridad de la verdad, sólo querría recordar aquí que el mismísimo San Pablo refiere a Satanás como quien "con todo poder y señales y prodigios de mentiras, y con toda seducción de iniquidad" pierde a los que pierde por "no haber aceptado para su salvación el amor de la verdad" (II Tex. II:9-10).
Piénsenlo de nuevo, os lo ruego: aceptar… para la salvación… el amor de la verdad.
Y no ser niños en inteligencia:
"Sed, sí, niños en la malicia; mas en la inteligencia sed hombres acabados" (I Cor. XIV:20).
Jack Tollers

martes, 29 de enero de 2013

La gran abdicación


No voy a tratar aquí de la abdicación al trono de los Países Bajos de la reina Beatriz, sino de otra mucho más importante: la abdicación de la inteligencia.
Ayer leímos uno de los comentarios más estúpidos e irritantes en la historia de este blog. Refiriéndose a la plegaria eucarística II y a las condiciones de su redacción, un lector –al que también yo imagino cura-, escribía:
“Los caminos de Dios son inescrutables, y el Espiritu Santo puede soplar igual en un papel manchado que en un papiro milenario. 
¿Cuántos grandes inventos de la humanidad no han nacido de un esbozo hecho en una servilleta!
El caso es que, esta vez, el Espiritu sopló sobre el papel y voilá ¡tenemos esta bonita plegaria eucarística!”

Se trata de la repuesta que puede dar el progresista promedio argentino y que se considera a sí mismo conservador. Se trata de una respuesta simplista, infantil, carente de cualquier sutileza o atisbo de inteligencia. Con un progresista en serio se puede discutir. Pensemos, por ejemplo, en un jesuita de los ’70: hiperproge, pero formado e inteligente. Con los progres actuales no se puede hablar porque, sencillamente, ni siquiera saben pensar. Por eso, ellos son la encarnación de la abdicación más lamentable:
1. Abdican de pensar, porque es costoso y resulta más fácil atribuirle todo al Espíritu Santo o a san Expidito, según sea el caso.
2. Abdican de pensar, porque pensar implica formación y estudio. Y ellos, si son curas, pasaron un seminario con exigencias intelectuales comparables a una academia de corte y confección de barrio, sin ninguna formación seria en filosofía o en teología. Aprendieron solamente, y con suerte, técnicas de grupo y a tocar la guitarra para animar las misas. Y, si son laicos, jamás se formaron en ningún grupo parroquial o movimiento religioso, donde solamente les enseñaron cómo fraternizar con los hermanos separados y cómo repartir ropa los sábados en una villa.
3. Abdican de pensar, porque pensar implica jugarse por lo que se cree, y les resulta mucho más fácil vivir en la medianía del no decir nada, y conservar la amistad de los otros y, sobre todo, la del obispo.
4. Abdican de pensar, porque pensar implica tomar partido, y tomar partir implica decir las cosas con claridad y ganarse enemigos, debiendo soportar el malestar de las antipatías. Como Rublev Mayer, el otro comentador, que prefiere solazarse en lo que significaba la Septuagesima pero sin atreverse a concluir que no la teníamos más porque había sido eliminada por Bugnini y Montini.
5. Abdican de pensar, porque son incapaces de elaborar la más mínima argumentación, como el autor del comentario que afirma que muchos grandes inventos nacieron del esbozo de una servilleta. Así también nació la lista de los jueces federales adictos al gobierno, Corach dixit. Y, aunque tal afirmación fuera cierta, es mucho más cierto que la liturgia no es un invento de la humanidad, ni grande ni chico. Es la obra del Espíritu Santo, a través de la Tradición viva de la Iglesia, a través de los siglos, y no puede ser borroneada en una servilla ni tampoco en una hoja papel vergé.  
6. Abdican de pensar, finalmente, porque casi no tienen inteligencia. Escribe el comentarista: “el Espiritu Santo puede soplar igual en un papel manchado que en un papiro milenario”. Debería saber, por formación histórica mínima, que si estamos hablando de la septuagésima, es decir, de la liturgia latina, no podemos hablar de “papiros” sino de “pergaminos”. Pero más allá de esta básica carencia cultural, la liturgia no es el fruto de la inspiración de un monje medieval o tardo-antiguo que, sentado en su scriptorium monástico, se le ocurrió en una fría tarde de invierno, escribir el Canon Romano –o Plegaria Eucarística I- como se le ocurrió escribir la anáfora II a Bouyer en una siesta trastiberina. La liturgia se escribe movida por el soplo del Espíritu que, como brisa suave, recorre los siglos.


domingo, 27 de enero de 2013

Septuagésima


Hoy es el domingo de Septuagésima, un período litúrgico que indica que la Cuaresma, y la Pascua, se aproximan y simboliza, según Amalario de Metz, los setenta años de cautividad del pueblo judío en Babilonia.
Comienza a usarse el color morado en las celebraciones litúrgicas y ya no se volverá a decir el Gloria en la Santa Misa hasta la Vigilia Pascual. Tampoco se cantará más el Alleluia y, para despedirla, en las primeras vísperas de este domingo, se cantó el doble Alleluia luego del Benedicamus Domino.
El evangelio de hoy es el de los viñadores y en Maitines comienzan a leerse los primeros capítulos del Génesis.
Los cristianos de algunas zonas de Occidente comienzan esta semana el ayuno cuaresmal, exceptuado los días jueves, sábados y domingos.
En definitiva, es un tiempo ya de alguna manera penitencial, preparación próxima a la Cuaresma, y preparación remota a la Pascua.

Muchas veces el escalofriante resultado de la reforma litúrgica que se plasmó sobre todo en un Novus Ordo Missae, nos hace olvidar los daños colaterales producidos por Bugnini y su pandilla y bendecidos por Pablo VI. El odio desacralizador no se detuvo en destruir la liturgia de la misa sino que también se encargó de eliminar muchos de los tiempos sagrados que poseía el año litúrgico sin respetar siquiera la secular tradición que los unía a nuestro rito. La Septuagésima, por ejemplo, ya aparece en el Sacramentario Gelasiano compilado en el siglo VIII, pero que atestigua prácticas litúrgicas mucho más antiguas. Y con la Septuagésima, eliminaron incomprensiblemente la Octava de Pentecostés, que poseía la misma jerarquía que las octavas de Pascua y Navidad, y cuántas otras cosas más.
Criminales litúrgicos. Algunas vez comentamos en este blog la anécdota que narra Louis Bouyer en su diario –que será publicado próximamente- acerca de la redacción de la Plegaria Eucarística II, la más usada en la actualidad por su brevedad, y que los píos sacerdotes advierten que la utilizan por se remonta a San Hipólito. Cuenta Bouyer -que participó activamente de la reforma litúrgica durante su primer tiempo- que, almorzando un día en una trattoria del Trastévere con un colega, éste le recordó que esa tarde tenían reunión con Bugnini y que debían llevar algunos borradores con las propuestas de nuevas anáforas. Allí mismo, luego de la pasta y del vino, redactaron rápidamente la plegaria eucarística II, como para ir a la reunión con los deberes hechos. Y allí quedó la cosa, y el borrador trastiberino en las criminales manos de Bugnini. Nunca iba a imaginar Bouyer, según él mismo admite, que ese esbozo escrito en un trozo de papel con manchas de salsa y entre vapores etílicos, iba a ser incluido en el nuevo misal romano sin modificación alguna. Con cuánta razón y dolor pudo escribir algunos años más tarde que, si la liturgia romana era un cadáver antes del Vaticano II, después de éste, es el mismo cadáver pero en estado de putrefacción.

sábado, 19 de enero de 2013

Epifanía en el Athos

Es momento de cambiar de tema, me parece. 
Dice un buen amigo que los kukú se creen el centro del universo y que nosotros les damos la razón cuando hablamos tanto de ellos. 
Las cosas importantes pasan por otro lado. 
Por eso, y con atraso, publico la homilía que predicó el Athonita en el día de la Epifanía del Señor. 
Brillante, y para saborear lentamente el domingo.


La Iglesia está en crisis. A Dios gracias —no sin largas circunlocuciones— hoy la sentencia es doctrina común. Confirmado, es oficial: no es primavera, es invierno, hay crisis.
Bien. Es la mitad del partido ganado: dejar los eufemismos, las idílicas borracheras de entusiasmo infundado sosteniendo “el Relato”, defendiendo “el modelo” que ya demostró sobradamente su fracaso. Rotundo fracaso.
Madre está enferma. Y ya hace varias lunas. Entramos así en una nueva etapa procesal mucho menos confusa que la del dictamen patológico, pero de todos modos, oscura y confusa. La pregunta del millón ya no es ¿estamos bien o estamos mal?, pues el mal está a la vista; la pregunta ha virado a un perplejo ¿y cuál es la enfermedad?
La sintomatología es tan brutalmente variada que es lógico que se tejan incontables hipótesis clínicas. La cosa no es sencilla: no es tan simple como diferenciar fiebre de foco infeccioso. Pues muchas de las manifestaciones del mal que aqueja tiene una entidad causal y no meramente manifestativa: además de la fiebre, de las más variopintas equimosis, los sarpullidos, inflamaciones y demás expresiones externas, lo cierto es que son muchos los órganos en disfunción. ¿Qué padece Doctor? ¿Muchos males, un solo mal, qué es?
La realidad eclesial está a la vista. Sólo algún trasnochado setentista se empecina en negarlo y creerle al fantaseoso Indec. Pero por lo general, la media del creyente sensato ya no reniega de la realidad: iglesias vacías, conventos vacíos, congregaciones enteras en extinción, seminarios cerrados… ¿Será una crisis moral? Pues es evidente que parte de la disfunción orgánica tiene que ver con una lightización de las exigencias evangélicas: todo ha pasado a ser menos drástico y definido y toda duda de conducta naufraga en el nauseabundo caldo del masomenismo relativista. Como un Estado que procurara la reactivación de su economía con planes y subsidios, se bajó el dintel de exigencia moral… pero con eso no se compra a nadie, o mejor dicho: los que engañados compraron, al rato se aburrieron y huyeron.
¿Será que la crisis es moral pero no ya en razón de lo que se enseña que esté bien o esté mal, sino más rasamente por lo que se hace impunemente? Pues está a la vista lo mal que nos portamos los supuestos “referentes” de la Fe católica…
¿O será más bien una crisis doctrinal? Porque está claro que no es un cura o dos, sino cleros enteros —y no pocos obispos incluso— los que han puesto en entredicho verdades sempiternas de nuestra Fe. Y que lo del infierno vayasabersiestanasí, y que los evangelios vayasaberquiénlosescribió, y que el fin del mundo es un disparate maya… Cada cual toma y deja a su arbitrio, como un comprador de supermercado va cargando en su changuito algunas ofertas de góndola y dejando otras… Como una Multinacional nos ha quedado una suerte de Multireligión donde no se trata de un sano “pluralismo”, un sinfónico y armónico coro de diversas voces matizando una única verdad. In dubium libertas, gritan, no sin avisar que lo que está en duda, ante todo, es saber qué es susceptible de ser dudado…
No: ya no es siquiera como en un partido político normal que admite sectores, inflexiones diferentes, líneas alternativas, como las tiene toda doctrina. Más bien nos parecemos al peronismo, donde cabe un poco de todo y a gusto de cada cual. No hay protocolo de franquicia: cualquier cura abre su puesto de ventas, cuelga el cartel de “católico” y cocina las minutas a su modo.
—¿Por qué no voy a poder —vociferaba un vehemente comerciante de Tupungato— poner el cartel de McDonalds en la puerta y hacer las hamburguesas como me parece a mí, sin ridículas semillas de sésamo?
—Podés hacerlas y venderlas como te parezca —intenté persuadirlo—, lo inviable es el cartel, nada más. ¿Por qué querés el cartel?
Pero el comerciante, ni lerdo ni perezoso, apuró su retruco: —¿Y quién define qué es hamburguesa McDonlads y qué no? ¿Quién define si la semilla de sésamo es esencial o accidental?
—McDonlads mismo —simplifiqué yo.
—McDonalds somos todos —sentenció dando por terminado el diálogo, y yo este prosaico ejemplo.
Cualquiera se siente en el derecho de ser católico sin creer del todo en lo que sostiene el Credo católico y con derecho hasta de ser líder, jefe, referente de un catolicismo hecho a su medida y antojo.
¿Será que la crisis es litúrgica? Aquí hay una pista importante, recientemente descubierta. Pues se solía insistir en que, más allá de los evidentes y elocuentes desmanes y disparates litúrgicos, todo esto sí debería admitir el nombre de “síntoma externo”, pues el culto público es como la epidermis del cuerpo eclesial… La Iglesia empezó a patinar en su forma de celebrar, PORQUE estaba enferma, se decía. Pero este análisis admite un giro copernicano: si la lex credendi brota de la lex orandi, hay que atreverse a sospechar al menos que pueda estar enferma PORQUE celebra mal.
Pues bien, en medio de todas estas voces, mientras la Madre moribunda sigue entubada en terapia intensiva, el Jefe del Hospital corta en seco el interminable debate de la junta médica, se pone de pie y sentencia con voz firme: la crisis es de Fe.
La homilía del Papa Benedicto en la apertura del Año de la Fe ha sido apodíctica: basta de vueltas, basta de rodeos: la crisis es de Fe.
Bien. Pero la Fe sigue siendo un terreno amplio. ¿Fe en qué? ¿Qué artículo del Credo se nos cayó de la estantería? Parte de la respuesta habría de pasar por el hecho de que se trata más de la Fe como virtud teologal, como acto y hábito del sujeto creyente, que como objeto creído. No obstante, en sana teología, todos sabemos que ambos asuntos están más ligados de lo que podría parecer. Pues es el objeto creído el que performa la posibilidad del sujeto para adherir. Por tanto, la pelota vuelve al Credo… y uno puede observar que todos los artículos están —cual más, cual menos— dañados, entumecidos unos, macilentos otros, raquíticos todos…
En esta Navidad, que alcanza su cumbre en la Fiesta de Epifanía, yo hago público mi humilde diagnóstico: la falla, la fisura, se da aquí, al pie del pesebre. Los Magos llegan al pesebre y “postrándose lo adoraron”. Y nosotros, que también llegamos al pesebre, y realmente creemos que allí yace nuestro Señor Jesús… no logramos ni postrarnos ni adorarlo.
Afilando un poco más la diagnosis, habría que sentenciarlo así: la crisis es de Fe en la divinidad de Cristo.
Más de uno, sobre todo si está metido hasta los tuétanos tratando de drenar líquidos, de desinflamar, de bajar fiebres, de hiperventilar, podrá fruncir el seño con cara de “dejáte de macanas, de teorizar tanto y vení a dar una mano con los paleativos. ¡Qué diantres tendrá que ver un asunto tan académico con esta septicemia generalizada! ¡Mirá si el cura ese va a haber colgado todo y huido con la monja por la divinidad de Cristo!”
Pero no. Quien lo piensa un poco más podrá al menos aceptar que la hipótesis no es tan descabellada. Que la causa última, la raíz más honda, se distancie del efecto inmediato, es ley en cualquier orden de cosas.
Pensemos este un-poco-más, juntos.
Parecería que no, que no está el vórtice de la crisis en la divinidad de Cristo, pues si uno hace un sondeo en toda la vasta grey cristiana —transversando todos los estados de vida incluso—, preguntando si Jesús es o no es el Hijo del Dios Vivo, el índice de respuestas negativas difícilmente supere el 1 %.
El problema, como anota Casona, es que los árboles mueren de pie. Y las certezas, las convicciones y sus formulaciones, también. Que uno haga una afirmación puede no necesariamente estar significando lo que en verdad ha de significar. Y con este último renglón nos metemos, ahora sí, en el vórtice de la tormenta: ¿qué significa que Cristo es el Hijo del Dios vivo?
Un primer corrimiento puede darse con esto de que es Hijo de Dios. Pues también nosotros lo somos; perdiendo de vista que lo somos por una locura divina de otorgarnos la filiación adoptiva, sin terminar de entender ni por qué esto sea locura ni la distancia infinita que separa la filiación natural de la adoptiva. El mismo encuestador podría sondear cuántos católicos no creen, por ejemplo, que todos los hombres por derecho natural son hijos de Dios… lo que es un disparate supino.
Pero dejemos este corrimiento. Y asumamos que Hijo de Dios dice Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, consustancial al Padre. Bien. Lo que hará falta entonces es detenerse un instante —o varios más— para pensar qué significa ser Dios. Sabemos quién es Dios: Cristo; pero de poco sirve si no sabemos qué es ser Dios.
Un poco con la inteligencia, otro poco con la imaginación y otro tanto con el sentido común, debemos gastar unas monedas interiores en este asunto: ¿qué es ser Dios? Es no ser nada, absolutamente nada de lo creado, pues es justamente su contrario. Es la única realidad que escapa a absolutamente todo lo pensable e imaginable, a todo lo existente. Porque está por afuera de esa totalidad, abarcándola, envolviéndola, sosteniéndola, haciéndola ser. No sólo mi persona, el bombear de mi corazón, la sinapsis de mi neurona, sino la de todos los hombres, y el funcionar biológico de todos los animales, y el rotar del planeta sobre su eje y en torno al sol, y éste flotando en medio de la Vía Láctea… y esforzando nuestra tullida imaginación (tan urgida de ejercicios de elongación) debo imaginarme más y más y más: nidos de galaxias, ramilletes de galaxias, cada una de las cuales suele tener 1012 estrellas, el inmenso espacio intergaláctico, con sus gases y nebulosas y cúmulos… y todo eso, posando sobre la Mano de este Hacedor que lo hizo todo y lo sostiene todo pensándolo todo... sin “piloto automático”: ni un solo protón o neutrón interactúan entre sí, sin que Dios lo decida.
A ese mundo visible hay que sumar el otro, exponencialmente más vasto que el primero: y es el creado mundo invisible, de tronos dominaciones y potestades…
Bien. Cuando nuestra diminuta cabecita logra otear un poco las anchuras reales de Dios, no sin avisarse con realismo que “eso” que logró dimensionar está todavía a años luz de la dimensión real del asunto… pues entonces sí: esa idea de Dios, empuñada cual un cable pelado de alta tensión, es la que hay que acercar al Pesebre, y atreverse a que toque el otro cable: el inerme y diminuto Niño envuelto en pañales. Si hay fogonazo, vamos bien. Si no pasa nada: algo falló.
Y esa es la crisis: que falla; que no hay ni fogonazo, ni chispazo ni cosquilleo siquiera. Y entonces hay que revisar la carga voltaica y ver por dónde se dio la fuga de corriente. Posiblemente lo que haya ocurrido sea que la divinidad que le atribuimos al Niño Jesús sea: o bien una divinidad devaluada (más en la línea de un semidios) o más factible aún, que consideremos que Aquel que “era” de condición divina se anonadó a sí mismo, despojándose de su condición divina, para asumir la condición de esclavo a semejanza nuestra. Un modo astringido y descontextuado de entender el himno paulino (Flp 2). Y que por tanto, el niño que llora en Belén procede de Dios, fue Dios y hasta tiene algo de Dios… pero en todo caso lo tiene “desactivado”. Una encarnación donde Dios-Hijo dejara colgado en el perchero del palier de la Trinidad su condición divina para lanzarse kenóticamente, sin su divinidad, al seno de María.
Y no: no dice eso nuestra Fe. Sin disminuir en nada su condición de Dios es que asume la naturaleza humana. Lo que significa redondamente que el que llora en el establo palestino es el mismo que sostiene las galaxias. Y no sólo es “el mismo” sino que ambas realidades las ejerce al unísono, desde un mismo y único sujeto de identidad. Ese “yo” es amamantado por la Virgen María mientras crea al mundo en un acto continuo, personal, libre, inteligente. Ese inofensivo “mientras” es el que —si todo está a punto— ha de provocar el fogonazo.
Ese Niño es Dios. Es “el Niño Dios” como se decía… hasta que se dejó de decir.
Esta verdad es tan inadecuada, tan escandalosa, tan descabellada, tan impensable… que se entiende que la sensibilidad humana tienda a buscarle una “solución” que devuelva la calma y la cordura. No cabe todo el agua del Océano en un dedal. No cabe la Vía Láctea en una cajita de fósforos… pero cabe el Dios Creador de océanos y galaxias bajo la piel de un bebé recién nacido.  
Cuando esta Paradoja vuelve a tensarse, la Fe recobra —lentamente— su tono muscular. Ni puede un cristiano reposar en la idea de un Dios etéreo, Más-allá-de-todo, ni menos aún en un “pobre Jesucito” que sólo me interpele en su indigencia a hacer un poco de acción social. Hay que acercar ambos cables y aguantar el estrépito de una Verdad que hace saltar todas las térmicas y disyuntores de la cordura y sensatez. Y cuando eso ocurre, ocurre lo de los Magos: miran al Niño y ven a Dios. Y por eso, postrándose lo adoran.
Pero volvamos ahora a la crisis, con diagnóstico y tratamiento indicados. Hay algo curioso y promisorio: dado que este punto es genuino vórtice, auténtico epicentro de toda la infección, en la exacta medida en que se va curando, por círculos concéntricos va amainando la edematización y poco a poco el organismo entero recobra sus parámetros normales. No precisa cada zona afectada un tratamiento local; en absoluto. La salud —como el bien— es difusiva y es el estado normal del creyente. Removido el obstáculo, todo tenderá solo a recobrar su brío.
Si es Dios, puede exigir lo que quiera. Si es Dios, no necesita de alambicados intérpretes. Si es Dios, por más amor y ternura que despierte, a la vez sobrecoge, conmociona, da vértigo. Si es Dios, es de temer. Si es Dios lo merece todo. Si es Dios, mi rodilla sola me pide a gritos ser clavada en tierra: no por cumplir una rúbrica, sino por efecto mismo del impacto derribante.
Por eso, cuando alguien pide —por poner algún ejemplo— que se explique más y mejor cómo comulgar, o cómo estar vestido en Misa o qué actitud física adoptar para confesarse, uno bien podría retrucar: no hace falta abundar en todo eso; alcanza con explicar que es Dios, que es Dios, que es Dios. Todo lo demás, se acomoda solo, por puro sentido común. No hace falta agregar más nada. Como si, por insólita causa, el Papa Benedicto nos citara a su despacho, no haría falta que alguien nos avisara que evitemos ir de bermudas. O al comparecer ante un juez —con potestad para condenarnos a muerte—, al pedirle clemencia, difícilmente lo haríamos muy cruzados de brazos. Por eso: no hace falta ajustar la rúbrica; hace falta ajustar la identidad de Aquel ante Quien estamos. Lo demás, es añadidura.
Por eso los Reyes Magos, al postrarse en adoración ante el divino Niño, nos recuerdan la enfermedad, nos señalan la salud y nos regalan el remedio.
Mientras el “relato” insista en que los Magos, si es que existieron, en el mejor de los casos “le rindieron homenaje”, seguiremos mal. En la medida que el Jefe de la junta médica insista: “homenaje un cuerno: postrándose lo adoraron”, seguirá habiendo esperanza.  

miércoles, 16 de enero de 2013

Carta de una mujer desconocida


No haré referencia en esta entrada, como alguien podría suponerlo, al libro de Stefan Zweig ni a la película de Xu Jinglei, sino al comentario que envió hace unos días una amable lectora y que repite, más o menos, las críticas de mucho a los últimos post. No es que este comentario merezca una respuesta sino que, respondiéndolo, respondo a muchos otros.
Me ha parecido conveniente copiar, en primer término, la carta en su totalidad a fin de que los lectores puedan apreciar debidamente esta magnífica pieza literaria, y después responder particularmente a cada uno de los puntos.

Qué necesidad de tirarse mierda que tienen entre "las buenas instituciones" de la Iglesia. En vez de unirse por un objetivo común, no paran, pero NO PARAN de desprestigiarse, de difamarse... 
"Divide y reinarás", yo soy católica, no me sé todo de pe a pa como la inmensa mayoría que tienen el tupé de criticar a dos manos TODO, le debo mi fe a una institución que no conocen uds, pero que estoy segura de que la destruirían a críticas. Los valores, virtudes, la fe, la fidelidad al magisterio (el no ser "progre" y saber distinguir), la vida de gracia, se la debo a ellos. 

Yo quiero saber qué carajo hacen uds, qué hacen por salvar almas, por evangelizar, por llevar a Cristo a los demás. Si son capaces de tener un mínimo de caridad y de espíritu de abnegación (como se vive y se palpa en el IVE), de sacrificio para hacer algo por Cristo, su Iglesia y los demás.
Me harta, me pudre que sean así... ¿dónde está la bendita caridad fraterna? ¿el "mirad cómo se aman"?
Todas estas cosas que viven publicando a cuatro vientos, espantan, alejan, hacen un antiapostolado tremendo... 
¿Cuál es el objetivo de todo esto? ¿Destruir al Instituto del Verbo Encarnado? ¿que nadie más se acerque a sus cursos, campamentos, jornadas? ¿que nadie más se dirija con ellos? ¿que no hagan ejercicios espirituales con ellos? 

Veamos:
“Qué necesidad de tirarse mierda que tienen entre "las buenas instituciones" de la Iglesia”.
¡Qué boquita! No hay nada más desagradable que una dama profiriendo groserías.
Yo no soy una “buena institución de la Iglesia”, ni tampoco una mala. No soy más que un cristiano en comunión con Roma, como aclaro en el blog. La crítica no es para mí entonces.

“…no me sé todo de pe a pa como la inmensa mayoría que tienen el tupé de criticar a dos manos TODO”.
Si no sabe, como usted misma lo reconoce, cállese, y deje que hablen los que saben. Hágale caso a San Pablo que manda que las mujeres se callen en la Iglesia. Demasiada experiencia tenía el apóstol de los problemas que ocasionan cuando abren la boca.

“Los valores, virtudes, la fe, la fidelidad al magisterio (el no ser "progre" y saber distinguir), la vida de gracia, se la debo a ellos”.
Usted dice que no es progre y, sin embargo, habla de valores. ¿Qué es eso? Los católicos no hablamos de valores, concepto laico por excelencia. Además, se ufana de “fidelidad al magisterio”, mostrando así la cola de pertenecer a algún movimiento neocon, papólatra y episcopólatra. Y, para rematar, afirma que le debe a ese movimiento hasta “la vida de la gracia”. Voilà! Siempre creí que la gracia, o el Espíritu Santo que es lo mismo, eran enviados por el Padre a través del Hijo, como Él mismo nos ha prometido. Ahora resulta que la mediación viene dada por una institución. Ya hablamos hace mucho en este blog de las segunda redenciones.

“Yo quiero saber qué carajo hacen uds, qué hacen por salvar almas, por evangelizar, por llevar a Cristo a los demás”.
En esta me pescó. Debo confesarle que yo no hago nada por salvar almas ni por evangelizar. Creo que el que salva almas es Dios; si yo me meto, seguro que arruino todo.
Aquí está su problema, estimada señora. Usted hace consistir la esencia de su religión en el apostolado. Y la religión no es apostolado, por lo que su religión no es verdadera religión. La religión es la vida íntima de Dios en el alma; es ser uno con Dios; es el aleteo del Espíritu en el espíritu; es el gozo inenarrable de la contemplación de Dios en lo más íntimo de nuestra propia intimidad. Si a partir de todo esto, casi por irradiación, Dios hace algo y mueve el corazón de otros, que así sea, pero no es esto último mi objetivo.
Usted, como todos los movimiento neocon y, me animaría a decir también, como la mayoría de las fundaciones post-tridentinas, hacen consistir la religión en el apostolado y el éxito en la eficacia. En el fondo, usted nos está preguntado cuán eficaces somos en el apostolado, a cuántos convertimos por mes y cuánto tiempo dedicamos a las actividades parroquiales. Yo no dedico ni un solo minuto de mi vida a esas actividades y, vale Dios, que nunca los dedicaré.  Por lo tanto, según sus parámetros, soy un ineficaz fracasado en mi tarea de ser “buen cristiano”.
El cristianismo, señora mía, corre por otros lado.

“Me harta, me pudre que sean así... ¿dónde está la bendita caridad fraterna?”.
¿Qué es la caridad para usted? Me parece que por ella entiende un irenismo bobalicón, que sonríe a todos y a nadie critica.
Señora, no crea usted que es fácil escribir este blog, dedicarle el tiempo que exige, y poner el pecho cuando se hace necesario. Y, en todo caso, sería mucho fácil evitar estos temas espinosos y dolorosos y escribir siempre de cuestiones teológicas. Si escribo el blog y si trato estos temas es, justamente, por “caridad fraterna”.
Y se trata de la caridad que exigen las innumerables víctimas de la fundación cuyana, y le repito, “innumerables”, y la caridad que exigen los jóvenes que pueden estar pensando en ingresar en ella. Ya estoy harto de enterarme cada semana de una nueva vida destruida por el Carnicero picador de carne humana. ¿No habría sido, acaso, un deber de caridad alertar a quienes deseaban ingresar a los Legionarios de Cristo en tiempos del depravado de Maciel? ¿O, según usted, la caridad exigía el silencio y las sonrisas complacientes, mientras el degenerado se dedicaba a drogarse y abusar de los adolescentes?  Usted dice que no es progre, pero su concepto de caridad es de la peor y más berreta especie de progresismo.

“Todas estas cosas que viven publicando a cuatro vientos, espantan, alejan, hacen un antiapostolado tremendo...”.
Usted propone, por lo que se ve, el encubrimiento. Es la política que siguió el más nefasto líder neocon, Juan Pablo II, y así nos fue. Mucho más “antiapostolado” hicieron, si seguimos su criterio, las revelaciones acerca de las costumbres de miles de sacerdotes de las que nos enteramos en los últimos años y que se encargó de sacar a la luz el papa Benedicto XVI. Como mujer, bien sabrá usted que un poco de basura se puede ocultar debajo de la alfombra pero, cuando es mucha, ya se hace imposible esconderla y, cuando se sale a la luz, el resultado es mucho peor. El objetivo de publicar lo que muchos saben es, sobre todo, advertir a las posibles víctimas y evitar daños mucho mayores.
Es probable que usted me diga que eso debe ser hecho por las autoridades competentes luego de realizadas las denuncias formales. Yo le recuerdo que, por ejemplo, en el caso Maciel las denuncias se amontonaron durante décadas en los escritorios de los obispos y del Vaticano, y jamás pasó nada. Y lo mismo ocurrió con Karadima en Chile. Y me consta, porque tengo las copias, que en el caso que nos ocupa se han realizado también numerosas denuncias ante quienes corresponde. Y nadie actúa.

“¿Cuál es el objetivo de todo esto? ¿Destruir al Instituto del Verbo Encarnado?”
El objetivo es advertir acerca de una situación que se torna cada día más grave.
No está en mí ni podría yo destruir nada. Sí recomendaría que los responsables vaticanos consultaran con el difunto papa Clemente XIV acerca de cómo actuar al respecto…

viernes, 11 de enero de 2013

Volviendo la mirada


La discusión que sostenemos en este blog desde hace algunos días deja al descubierto el notable grado de ingenuidad -por decir lo menos-, de muchos buenos católicos con respecto a las técnicas deshonestas de reclutamiento utilizadas por algunas nuevas fundaciones. Pensé entonces que, como católicos, lo que debemos hacer es mirar cómo fue tratado este asunto al comienzo. Es decir, de qué manera se comportaron los primeros religiosos con respecto a sus vocaciones. Y por el motivo que siempre aduce la Iglesia para recomendar y apoyarse en los Padres para su magisterio: su santidad y cercanía temporal con el Señor y con quiénes los conocieron.
La vida religiosa se inicia con San Antonio Abad y los monjes del desierto egipcio en el siglo III. Para conocer las enseñanzas y costumbres de estos santos varones que poblaron las caldeadas arenas cercanas al Nilo en eremitorios y cenobios, tenemos los maravillosos Dichos de los Padres del Desierto, o la Filocalia. Y será a partir de estos centenares de breves textos que se redactarán las reglas monásticas posteriores. Veamos qué dicen:
Un joven se presenta al monje Agathon y le dice: "Déjame habitar contigo".  Pablo el Simple le dice a Antonio:"Quiero ser monje", y Pacomio a Palamon: "Haz de mí un monje". Dos jóvenes extranjeros llegan junto a Macario y le dicen: "¿Dónde está la celda de abba Macario? Hemos escuchado hablar de él y de Scetes, y hemos venido para verlo". Cuando el venerable monje se da a conocer, le dicen: "Queremos vivir aquí".
Una primera cosa que llama la atención es que los monjes egipcios, padres de la vida religiosa, no hacían campañas vocacionales ni trataban de convencer a nadie. Los interesados se presentaban solos ante ellos sin ninguna invitación. Aún sin Internet u otros medios de comunicación, la Providencia se las arreglaba para que la fama y estilo de vida de estos santos varones alcanzara a todo el ámbito de la cristiandad en ciernes. Esta característica, que nos puede resultar extraña acostumbrados como estamos a los raid vocacionales o a los retiros predicados arteramente a jovencitos en edad de decisión, es común al monacato oriental y occidental posterior. Dom Paul Delatte, sucesor de Dom Guéranger como abad de Solesmes, al comentar la Regla de San Benito, observa: "No es sabio querer tener una gran cantidad de vocaciones a cualquier precio; Dios no tiene necesidad de grandes batallones; los trescientos soldados de Gedeon fueron suficientes". Observemos que es el discurso opuesto al del Carnicero: "Dios tiene necesidad de vos”, dice él. “Tenés que sumarte a su ejército con nosotros. Muchas almas se perderán si no ingresas al Instituto, aquellas que Dios tenía dispuestas que se salvaran por tu futuro ministerio". ¡Majaderos y mentirosos! Esa es la presión que imponen a las inexpertas conciencias de los adolescentes que se acercan a ellos, muchas veces incautamente empujados por sus padres.
Sigamos. Otra de las características que quiero señalar sobre el tema es la reticencia que se observa en los Padres a recibir vocaciones. Cuenta la Historia Láusica de Paladio que, cuando San Pablo el primer Ermitaño, se acerca a platearle su vocación al abad Antonio, éste le dice: "Eres demasiado viejo. No podrás resistir la dureza de la vida del desierto...". Y este es el espíritu que tomarán las reglas monásticas más antiguas. Veamos algunos ejemplos. La Regla de Pacomio escribe: "Si quien se acerca a la puerta del monasterio quiere renunciar al mundo y agregarse al número de los hermanos, que no tenga libertad para ingresar, sino que primero se anuncie a los Padres del monasterio, y permanezca algunos días afuera, junto a la puerta". Otra de las reglas más antiguas, llamada De los Santos Padres, dice: "Permanezca una semana afuera, y que ningún hermano le haga compañía, y se le exijan labores duras y pesadas. Si persevera en el deseo de ingresar, no se le niegue". San Juan Casiano, introductor de la vida monástica en Occidente, escribe en las Instituciones: "Quien se acerque al monasterio, que no ingrese antes de los diez días o más, a fin de que demuestre su perseverancia". Es por eso que el patriarca de monjes, San Benito, escribe en su Regla: "Al que se acerca a la vida monástica, que no se le haga fácil su ingreso, sino que, como dice el Apóstol: ‘Probad a los espíritus para ver si son de Dios’. Si el que ha llegado persevera en golpear a la puerta durante cuatro o cinco días, y se muestra paciente en soportar los desprecios que se le hacen y las dificultades que se oponen a su ingreso, y persiste en su pedido, se le concederá el ingreso, pero pasará algunos días en la hospedería".
Otra vez la diferencia es notable. Es nuestros casos autóctonos, al jovencito que se está cuestionando el ingreso a la vida religiosa, antes aún de que tome su decisión y para convencerlo, se le ofrece el oro y el moro. "¿A vos qué te gusta?", le preguntan. "A mí me gustaría ser misionero", "A mí me gustaría estudiar"; "A mí me gustaría ser párroco". “Vení con nosotros que lo vas a tener”, le responden. Sé de un caso concreto en que un joven que había obtenido ya su título universitario y que inocentemente hizo un retiro espiritual con el Carnicero, le manifestó en su momento sus deseos vocacionales pero, al haber sido él formado en la liturgia tradicional, no quería ingresar a la fundación cuyana. Ni lerdo ni perezoso, el Carnicero le respondió: "A vos te manda la Providencia. Yo quería tener en el Instituto la liturgia tradicional. Vos serás ordenado y celebrarás esa liturgia". Por supuesto, jamás cumplió su palabra.
Y ni hablar, claro, de la disposición de San Benito de que no solamente se tenga fuera del monasterio al postulante sino que, aún cuando se le permita el ingreso, se lo haga permanecer en la hospedería un buen tiempo. Lo que dice, en el fondo, es "Hay que esperar". En nuestro caso, en cambio, las cosas son bien distintas. Conozco muchos casos -y cuando digo muchos, son muchos- en que el Padre Fundador o sus secuaces se dedicaban a predicar ejercicios espirituales a grupos de universitarios en el mes de mayo, por ejemplo. Y el lunes siguiente a la finalización del retiro, ingresaban al seminario -a mitad del año académico-, cinco o seis nuevos frutos vocacionales que habían dejado su carrera universitaria de años, y en muchos casos una brillante carrera. De estos grupos, muy pocos perseveraron. Salieron siendo aún seminaristas y ya sacerdotes y, en todos los casos, destruidos humana y espiritualmente. (By the way, estamos preparando un dossier sobre casos de deserción y destrucción de personas por manos de estas nuevas fundaciones primaverales).
Ya sé que muchos dirán: "El problema es de ellos que no perseveraron. No fueron fieles. No resistieron la tentación". Exactamente. Era esa la cantinela que le repetían sus directores espirituales durante años cuando el muchacho se daba cuenta que la vida religiosa no era lo suyo: "Es una tentación". Y frente a la decisión tomada a dejar la casa religiosa, se lo impedían de diversos modos, aún físicos. Para analizar esta conducta de los superiores, les pido que relean el texto que cité más arriba de la Regla de San Benito. Son estas palabras del Patriarca las que dan pie a Dom Delatte para afirmar que es en el vigor de la voluntad en lo que consiste el elemento formal de la vocación religiosa y, por tanto, la indagación de los superiores debe ejercerse sobre la voluntad del candidato (p. 426, de la edición francesa del Comentario, edición 1985). Es decir, si la voluntad del seminarista, luego de un sensato discernimiento, dice "Me quiero ir", hay que dejar que se vaya y, aún más, ayudarlo a que se vaya lo mejor y más pronto posible.
Esta es la enseñanza de la Iglesia al respecto. Esto es lo que han dicho los Padres, Santo y Doctores. Los demás, son embaucadores.

PS: Conozco una nueva fundación que me causa una muy favorable impresión. Aún siendo muy pocos, siguen a pie juntillas la recomendación de los Padres, y a los interesados en ingresar que se presentan a sus puertas, y que no son pocos, le echan Flit durante un buen tiempo, y después deciden. Son como Gedeón; no les interesa ser muchos. 

miércoles, 9 de enero de 2013

La vocación según Knox


Un amigo cura orientalizado me pasó la traducción de una charlita que dio Ronald Knox a un grupo de jóvenes estudiantes sobre la vocación. Me parece que nos puede venir bien a todos, especialmente a los que están empachados con lecturas de San Alfonso y, más aún, a quienes tienen inoculado el veneno que esparcen los fundadores ciertos institutos religiosos, aborígenes o no.
Es de notar en el texto de Knox lo siguiente:
1. Lo desacartonado y libre del estilo que, al fin y al cabo, no es otra cosa que el de su espiritualidad. Sitúa la cuestión de la vocación en la órbita de la elección, como corresponde, y deprovidencializa el asunto. No tiene nada que ver con las rigideces a las que estamos acostumbrados en ciertos ambientes del palo.
2. La humildad de Ronnie. Dice: “No tengo discernimiento de espíritu”, actitud muy alejada también a la de cierto personaje que se arroga la gracia de decirle a los jovencitos que se le acercan, o que se le acercaban vistas las circunstancias: “Vos tenés vocación. Yo te lo digo y me hago responsable”. Y convengamos que Mons. Knox tenía un poco más de formación, de cultura, de clase y de sutileza que el Carnicero -ya no digamos de Haedo sino de algún lugar de zona oeste-.
3. Desarma la simpleza de discernimiento de otros fundadores o curitas bien intencionados que le preguntan al joven que se acerca con inquietudes vocacionales: “¿Te masturbas?”; si la respuesta es negativa -lo que habitualmente ocurre, vista la intespestividad de la interrogación y estando fuera del ámbito de la confesión-, le dice: “Entonces tenés vocación”.
4. Cuestiona fuertemente el afán vocacional no sólo de las fundaciones primaverales sino también de curas seculares que pareciera que el objetivo de su vida sacerdotal es conseguir vocaciones, y de ese modo miden sus frutos apostólicos (ejemplo tienen en el jesuita Alberto Hurtado, canonizado por JPII -cuando no-, que marcaba palitos en su habitación por cada vocación que conseguía). Tengo varios buenos amigos curas, y buenos curas, y es curioso que todos ellos huyan de las vocaciones que se le acercan. Les da terror meterse en esos terrenos tan delicados del trato del alma con Dios, como Ronnie Knox que, siendo capellán católico de la Universidad de Oxford, jamás consiguió una vocación. Imagínense el festín que se habrían hecho en las mismas circunstancias el Marqués de Peralta o el Carnicero de La Matanza -por poner un lugar-, consiguiendo secuaces en el centro de formación de la elite intelectual, económica y social del Reino Unido.
Aquí va entonces el texto de Ronni:

            Dios sabe lo que Vds van a hacer. Pero, lo que Dios prevé que Vds van a hacer ¿es lo que Él quiere que hagan? ¡Ay! No necesariamente. Sí les concedo que es la voluntad de Dios en el sentido de que Él permite que ocurra: si no lo permitiese, no ocurriría.. Pero, lo que cada hombre hace ¿es lo que Dios realmente tuvo la intención que hiciese, es lo que Dios quiso realmente que hiciese? Pueden ver por sí mismos que esto no es así.
            Nuestro Señor eligió doce apóstoles, y uno de ellos, Judas Iscariote resultó un traidor y un suicida. Nuestro Señor supo siempre cómo iba a terminar; cada vez que Judas robaba dinero de la bolsa, Nuestro Señor lo sabía; y sabía mucho más que esto: sabía a dónde esto iba a conducir – las treinta monedas de plata y el final de la soga­ –,  y aún así eligió a Judas. No eligió a Judas para ser un traidor; tenía para él la vocación de ser un santo apóstol, si lo hubiese querido; de proclamar su nombre delante de los Gentiles, de confesarlo delante de reyes y gobernantes, de ganar la corona del martirio, si hubiese querido. Hay, por así decir, para cada uno de nosotros, un plan delineado en la mente de Dios de nuestra vida tal como ella será vivida; pero paralelo a éste hay otro de esta misma vida tal como Dios quiere que ésta sea vivida. Y la medida de la correspondencia de estos dos planes depende del cuidado que tomamos en averiguar cuál es la voluntad de Dios para con nosotros, y de la fidelidad con que hacemos su voluntad cuando Él la hace patente a nuestros ojos.
            Por supuesto que al decir todo esto, Vds. inmediatamente supondrán que voy a hablar acerca de la vocación al sacerdocio. Están en lo cierto: lo haré. No por cierto porque yo me considere, o suponga que Vds. me consideran, una autoridad particularmente competente en la materia, un discernidor de espíritus especialmente dotado. Recuerdo a un muchacho que se me acercó quien había decidido ser sacerdote pero no estaba seguro si debía ser benedictino o sacerdote del clero secular. Le dije que debería ser benedictino, y pensé que eso era muy bueno de mi parte, porque nosotros los sacerdotes del clero secular también tenemos nuestro orgullo. Pues bien, el muchacho en cuestión entró en el noviciado y duró dos días; luego se dirigió a un seminario diocesano y ha sido perfectamente feliz desde entonces; supongo que recibirá el subdiaconado este verano. Esto es simplemente para mostrarles que no soy una autoridad en la cuestión de las vocaciones. Cualquier otro puede decirles mucho más que yo. Pero simplemente quisiera presentarles uno o dos tópicos acerca de esta cuestión.
            En primer lugar, cualquiera que sea el uso que hagan de esto, espero que coincidirán conmigo en que la pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” se distingue de las demás. No debe ser una más de una lista de preguntas bajo el título general “¿Qué debemos hacer con nuestro hijos?”.  He visto esa clase de listas no hace demasiado tiempo en una de las más fatuas revistas mensuales, y me apena decir que un obispo de otra iglesia contribuyó con el número tres de la serie, y que el título de su artículo era algo así como “Las Órdenes Sagradas como carrera”. El cuerpo del artículo era no mucho menos penoso que el título.
            La pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” admite sólo una alternativa; la pregunta en su forma más extensa reza “¿Debo ser sacerdote o laico?”. No se la puede poner con el resto y preguntarse: “”¿Debo ser latonero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón o sacerdote? Cualquiera que sea el modo correcto de mirarlo, ése es el modo erróneo. Aunque más no fuese por esta simple razón: el metier  de sacerdote no requiere ningún particular conjunto de cualidades naturales que signe a un hombre como cualificado para él. Las dotes naturales que pueden ser empleados en él son muy variadas; pero no requiere ninguna capacidad especializada. No se necesita ser un eminente letrado, ni un eminente matemático; se necesita el suficiente latín como para decir el Oficio y la suficiente matemática como para contar la colecta; no más. Es imposible, por tanto, para una persona de inteligencia ordinaria decir “No puedo ser sacerdote; no tengo las dotes naturales que dicha profesión demanda”.

            Y el mismo principio funciona en la dirección opuesta; no se puede decir, basado en cualquier talento natural: “fulano es la clase de persona que debería ser sacerdote”. No hay ninguna clase de persona que debería ser sacerdote; ninguna clase más que otra.

            Bien, teniendo esto en claro, vamos a tratar de solucionar la cuestión desde el otro extremo. Tenemos la íntima convicción de que las únicas personas que deben ser sacerdotes son aquellas más santas, más sacrificadas y más devotas que las demás; prácticamente semi-santos. Y esto parece solucionar completamente el problema, pues Vds. están ciertos de no ser mejores que los demás en estos aspectos. Y si  leen libros de espiritualidad para sacerdotes, como el Retiro del obispo Hedley, posiblemente se lleven la misma impresión, o sea que todos los sacerdotes viven en un nivel de espiritualidad completamente imposible para una persona ordinaria.

            Y luego tal vez  piensen en algunos sacerdotes que conocen y en los padres que les predicaron algún retiro, y entonces se digan a sí mismos, “¡Que se vaya todo al cuerno . . .!”. No puedo recordar en cuál colegio ocurrió la historia referida al muchacho al que se le pidió dar una lista de las obras de misericordia corporales; comenzó diciendo que la primera era dar de comer al hambriento y la segunda dar de beber al clero . . .  Eso muestra una diferente estimación con respecto a lo que es la vocación clerical, ¿no es cierto? Por lo tanto esto forma de ver las cosas no ayuda mucho. Los sacerdotes –eso esperamos, buscan todos su santificación, pero lo hacen desde diferentes niveles. En cualquier caso, no comienzan siendo ya semi-santos, y si los obispos no aceptasen a quien no lo fuese para la ordenación, Vds. y yo tendríamos que recorrer una linda distancia para concurrir a la Misa dominical.

            Por lo tanto nos debemos retrotraer a la simple doctrina acerca de la vocación, esto es, que Dios quiere a algunas personas para servirlo como sacerdotes, y quiere que otras personas lo sirvan como laicos. La diferencia no se basará en dones extraordinarios naturales ni en dones extraordinarios sobrenaturales. Y no siempre llama a sus mejores amigos a servirlo en el sacerdocio; Santo Tomás Moro, por ejemplo, probó su vocación como cartujo y se dio cuenta que no tenía vocación, y sin embargo vivió y murió santamente. La cuestión es entonces una cuestión personal. No hay que preguntarse: ¿Dios quiere que todos sus amigos sean sacerdotes? Sino más bien: ¿Dios quiere que este amigo suyo particular, un servidor, sea sacerdote?

            Pues bien, creo que, aunque ordinariamente es algo presuntuoso esperar esto o aquello de Dios, es perfectamente justo esperar que, supuesto que uno hace lo mejor que puede para cultivar su amistad y para hacerse digno de ella, Dios le hará saber a uno si quiere que sea sacerdote. Le dará alguna indicación acerca de ello, alguna inclinación hacia Él. Al decir esto, no crean que deben esperar demasiado; no deben esperar una especie de revelación sobrenatural, visiones o éxtasis, o cualquier cosa por el estilo. No, mas bien la idea comenzará a tomar forma en vuestra mente, primero tal vez como una vaga y lejana posibilidad, luego más claramente con el transcurso del tiempo; vuestra amistad con Dios hará que deseéis hacer algo por Él, y vuestro deseo de hacer algo por Él tomará esta forma.
            Tales inspiraciones vienen fácilmente cuando existe verdadera amistad. La idea puede provenir simplemente desde el interior o venir desde alguna advertencia exterior, aparentemente accidental, de alguna alteración de las circunstancias de vuestra vida, o de algo que hayamos leído en un libro, o de algo que hemos escuchado en un sermón –inclusive puede venir a partir de lo que estoy diciendo ahora. Dios no es limitado en los medios que utiliza, y como recordarán, envió una advertencia al profeta Balaam a través de los labios de una burra.
            Si se encuentran a sí mismos, de acuerdo con la voluntad de Dios, deseando ser sacerdotes, encomienden su aspiración a Él con absoluta confianza. Si Él tiene la intención de que seas sacerdote, lo serás. No tiene sentido en este punto preocuparse por dificultades familiares o cosas por el estilo. Continúen pidiéndole suavemente ser menos indignos de los que son para semejante vocación. Al mismo tiempo recuerden que, en última instancia, la elección no es de Vds.: “No sois vosotros los que me elegisteis sino Yo el que os he elegido”, dijo el Señor a sus Apóstoles. No hay inconveniente por lo tanto en tener una segunda cuerda en el arco, o sea en pensar de antemano, si uno es lo suficientemente maduro como para planificar, qué es lo que habrán de hacer si resulta que Dios no los ha destinado al sacerdocio.
            Digo esto porque a veces hay una cierta tentación en las personas que aspiran al sacerdocio a descuidar el trabajo escolar, sobre la base de que, después de todo no se necesita mucha educación para ser un sacerdote. Posiblemente ese no sea un gran cumplido hacia los sacerdotes que hayan conocido, pero me animo a decir que nos lo merecemos. Lo único que digo es que no hay certeza de que uno vaya a ser sacerdote, y que sería una pena que habiendo hecho ese descubrimiento, uno se encuentre con que  no tiene ninguna clase de aptitud para cualquier otra actividad en la vida. Por lo tanto, no descuiden las matemáticas, o la química o cualquier otra cosa en la que tengan aptitudes, sobre la base de que no les ayudará a alcanzar la meta principal de la vida. Cualquier clase de conocimiento puede ser útil al sacerdote; y gustos verdaderamente educados pueden hacerlo, si no un mejor sacerdote, sí un sacerdote más útil. De hecho, alguna gente piensa que es una pena que no tengamos más de esta clase.
            Que Dios los bendiga y les conceda los más caros deseos.


(Retreat in Slow Motion, Sheed & Ward, 1960)

domingo, 6 de enero de 2013

Cave ivem


El post podría titularse también Cave legionarium, o Cave opus o Cave (Cuidado) con cualquier nueva y primaveral fundación religiosa, y va dirigido especialmente a los padres de chicos y chicas adolescentes y jóvenes a fin de que no se dejen embaucar por los mercaderes de vocaciones.
Se trata de una carta del beato John Newman acerca de la vocación sacerdotal del hijo de un amigo suyo. Lo notable es que sus consejos son exactamente los opuestos a los que predican, por ejemplo, el  fundador de un instituto autóctono y sus discípulos. Ellos aseguran que los y las jóvenes deben entrar cuanto antes al convento o seminario porque corren serios y graves riesgos de perder su vocación.
El cardenal Newman, en cambio, que las vocaciones verdaderas no pueden destruirse por el contacto con el mundo. Y entre uno y otro…



The Bristol Hotel, East Cliff, Brighton, 5/VIII/1861.-
Mi querido Bellasis:
[...] Pues bien, respecto de su hijo. Si tuviera que decir lo que realmente pienso, sería algo así: no creo que las vocaciones verdaderas puedan destruirse por el contacto con el mundo——no me refiero al contacto con el pecado y la maldad sino al contacto con el mundo que consiste en los tratos considerados naturales y necesarios. Son muchos los chicos que parecen tener vocación cuando en realidad la cosa no es más que apariencia. Van al colegio y la apariencia desaparece——y luego la gente va y dice «Han perdido su vocación», cuando en realidad jamás la tuvieron. En tales casos, por el contrario, debería considerarse una bendición que sus padres no resultaran engañados.
Pero lo que me aterra——y es un peligro mucho más extendido——no es que la Iglesia pierda los sacerdotes con los que debiera haber contado, sino que gane para sí sacerdotes con lo que nunca debió verse entorpecida. La sola idea es horrible, que chicos cuyo corazón jamás fue probado hasta que, después de unos cuantos años, salen al mundo con los más solemnes votos encima para quizá enterarse por primera vez de que el mundo no es un seminario——cuando cambian la atmósfera de la Iglesia, la sala de lectura, la celda, la rutina de las devociones, el trabajo, la comida y la recreación por este mundo tan brillante, variable y seductor.
Pero hay más. Temo que se separen del mundo con excesiva anticipación por otra razón: debido al espíritu algo fastidioso, formal y afectado [que la vida en religión] suele desarrollar.  Que existan vocaciones genuinas entre los chicos es algo que creo enteramente——nos topamos con ellas en las vidas de Santos; y en otros casos también——mas, si alguno de estos fueron introducidos desde pequeños en la vida religiosa, como Santo Tomás y el profeta Samuel, de todos modos aquellos que conocemos mejor y que también parecen haber tenido vocación no de grandes (como San Ignacio o San Anselmo) sino desde chicos, hay que tener en cuenta que de todos modos la apreciaron y alimentaron en el curso de una educación secular, tales como San Carlos, San Aloisio, San Felipe Neri y San Alfonso.
Estando pues bajo las dificultades contrarias de privar a Nuestro Señor de Sus sacerdotes o de darle sacerdotes indignos, por mi parte, si puedo opinar sobre el particular, me inclino a preferir con mucho el primer mal. Creo que una vocación verdadera en un joven no se pierde por virtud de una educación secular——como mucho quedará sumergida por algún tiempo para volver a reaparecer más tarde——mientras que una falsa vocación puede alimentarse y sostenerse en un seminario. O, por lo menos, es más común en los tiempos que corren que se fabriquen falsas vocaciones mediante una dedicación religiosa o eclesiástica desde una edad temprana y no que vocaciones genuinas se pierdan por virtud de una educación secular.
Siempre suyo en Xto.,

John Henry Newman