por Valentina Lazzari
[La autora nació en Buenos Aires donde transcurrió su infancia y adolescencia. En su juventud, se trasladó a Milán donde, incursionando en el mundo de la moda, alcanzó una posición relevante y exitosa, hasta que algo ocurrió en el metro. Actualmente, es colaboradora del blog de Aldo Maria Valli, además de estimada amiga]
Es la tarde del 10 de septiembre de 2001 y estoy en el metro de Milán esperando a una amiga. Mientras aguardo, mi mirada se posa en el borde de una cesto de basura. Allí veo un rosario de plástico, hecho en forma de anillo, de tipo vasco, una cosa barata y bastante fea, pero...
Tengo un lejano recuerdo de mi fe, ahora desvanecida y pisoteada por mis tacos doce, inmersa en la vida frenética de una diseñadora de modas. Montenapoleone, Via Manzoni, San Babila… todos lugares maravillosos. Me doy cuenta de lo privilegiada que soy, tanto que a veces pienso y digo: “¡Yo misma me envidio!”. Joven, buena presencia, inteligente, amigos a manos llenas, exitosa con los hombres y también profesionalmente. ¿Quién tiene tiempo para lo Otro?
Todas las mañanas paso con indiferencia frente al majestuoso Duomo de Milán, camino junto a la multitud casi por inercia y corro hacia la oficina: estamos atrasados con la colección, como siempre, y si todo va bien se almuerza con un sándwich frente a la computadora. Trabajar en la moda significa saber a qué hora se entra en la oficina pero no cuándo se sale.
Sin embargo, ese rosario de plástico no me deja indiferente. Podría estar bendecido y terminar en la basura sin que yo levante un dedo para evitar ese tormento. El recuerdo de la fe aprendida de niña me trastorna. Llevada por la duda y la vergüenza (quién sabe por qué), sigilosa como un ladrona, miro a mi alrededor y me lo guardo en el bolsillo. Pero llega mi amiga y en un instante visto de nuevo mis tacos de doce centímetros.
Al día siguiente, 11 de septiembre de 2001, durante la reunión con el nuevo transportista, los teléfonos se vuelven locos. Un avión se estrelló contra una de las Torres Gemelas, en Nueva York...
En un santiamén vuelvo a la tarde anterior; más aún, ese rosario barato que había guardado en mi bolsillo me conduce a la Nostalgia que siento de Casa. Así comienza el camino de mi conversión, largo y doloroso, lleno de lágrimas que no sé definir si son de alegría o de sufrimiento. Solo sé que esas lágrimas tan sinceras desearía poder llorarlas todavía hoy.
Llegar a mi primera confesión fue un calvario de muchos años. De salidas temprano del trabajo, para que mis compañeros no descubrieran que iba a la iglesia a rezar el rosario. Horas frente al Tabernáculo conversando familiarmente con el Señor a tal punto que a veces se hacia tarde y decía: “Ahora me voy a casa, pero mañana seguimos”. Y quién sabe por qué, en mi cabeza insistía en que debía confesarme antes de cada fiesta de precepto, y cada vez que esa fiesta terminaba, yo me decía: “Y también esta Navidad (o Pascua) pasó sin confesarme”.
Pero ese Sábado Santo, sola, en Milán, clima lúgubre, lágrimas para condimentar mejor la desolación, decido ir a la iglesia a rezar el rosario. El compromiso con Jesús es ese: voy, no me confieso, digo el rosario.
Y Jesús tenía otros planes para mí. Siempre sigilosamente, me siento y comienzo con las avemarías. Y apenas iniciado el rezo, un anciano me pregunta con una sonrisa: “¿Se va a confesar?”. Se me escapa un sí. El lío está hecho y ya no puedo huir. Llega mi turno.
No tengo idea de cuánto tiempo estuve bajo el bisturí, ni lo que dije, pero sé que ante las palabras del sacerdote, “¡Hija mía!”, se rompieron las compuertas y lloré también las lágrimas de los demás, un río de pecados cometidos durante años con ligereza y obstinación. Al salir del confesionario, caminé en el aire, ligera, feliz, con un alboroto de emociones celestiales en el que encontré el tan anhelado regreso a Casa en la comunión del Domingo de Pascua.
Cuántas veces durante las misas en que no comulgaba, respondiendo “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y seré salvado”, eran otras las palabras que resonaban dolorosamente en mi corazón: “Señor, hace tiempo que me hablas y yo no logro dar el salto”. Ya lo sé, esos tacos de doce centímetros…
La historia de mi conversión no es muy distinta de la tantas que he escuchado a lo largo de los años. Son muy similares en la desesperación que se siente, en ser conscientes de estar tan cerca pero a la vez tan anclados en los asuntos humanos. ¡Ese miedo a perderlo todo! Y es verdad que se pierde mucho: poco a poco van quedando en el camino muchas de esas cosas que nos habían hecho personas exitosas, admiradas y envidiadas.
Pero, mirando hacia atrás, al final nos damos cuenta de que llevávamos a cuesta, de un modo más o menos inconsciente, pesos inútiles y que seguir el camino angosto puede conducir a desafíos completamente nuevos e inesperados, seguros de que en cada uno de ellos hay Quien nos anima. Su yugo es más ligero.
Regresar a la Iglesia Católica me hizo comprender que en realidad he subido la apuesta: no importa dónde esté ni cuál sea la tarea que tenga que realizar, porque cada uno de los dones recibidos encuentra plena realización si se ponen a Su servicio, para nuestro santidad y la de nuestro prójimo.
Last but not least, le he pedido a la Santísima Virgen que, si alguna vez hago algo bueno, que lo tome en Tus manos y lo use para quien lo necesite, de modo que ese día pueda comparecer ante Jesús con las manos vacías de modo tal que, si me salvo, lo sea solo por Su Misericordia. O por la piedad hacia el trapo hecho jirones que se presentará ante Él.
Fuente: Aldo Maria Valli
¡Qué conversión tan hermosa!
ResponderEliminarA medida que iba leyendo me vino a la cabeza la parábola de los denarios. Los obreros que fueron a trabajar a la viña a última hora de la tarde recibieron el mismo pago que los que trabajaron duro todo el día bajo el sol.
¡Qué grande es la Misericordia de Dios!
Muchas veces imagino que esa llamada irresistible de Dios que Valentina Lazzari sintió en su corazón, es la misma que algún día podrían sentir muchos malvados enemigos de Dios y de la Patria católica.
Pienso por ejemplo en un personaje como Hebe de Bonafini, ¿qué pasaría si llegado el Aviso de Garabandal se convirtiera? Porque el repudio frente a su testimonio de todos los que hoy la idolatran sería de un beneficio incalculable para la Iglesia y para el país.
Es cierto que soñar no cuesta nada, pero si sabemos que para Dios nada es imposible, no me despierten todavía, me gusta soñar con imposibles...
Hace poco más de 14 años viví algo similar. Sumergida en un mundo tremendamente superficial y dañino. Consumo de drogas, alcohol y todos los condimentos propios de una vida vacía, sin Dios. Las noches eran largas, una angustia que carcome el alma y deja aplastada la vida sin posibilidades de levantar la cabeza para poder ver lo esencial, lo importante, lo que sana y da Vida.
ResponderEliminarHasta que un día, el buen Dios llama a la puerta de distintos modos y ya nada volverá a ser como antes.
En esa confesión quedarán todas las miserias, todos los dolores y las grandes ofensas cometidas.
Entonces uno vuelve a amar y a saberse amado por un Dios que perdona al que se arrepiente de verdad, y uno vuelve a dormir en paz, y ya no está el peso del elefante del pecado sobre el alma.
Luego viene un camino de madurez espiritual, en el que hay que ser responsable y corresponder al Amor recibido. No es una tarea fácil, en este mundo derruido y la Iglesia Católica junto a él, pero hay algunos manantiales de agua pura aún, hay que saber donde buscarlos y beber de ellos, cuidarlos y defenderlos, al que mucho se le perdonó, tiene la obligación de amar sin medida y ser consecuente con eso.
En medio de la humanidad, el amor es como un arroyo vasto y rugiente, que, una vez que sus aguas desbordantes han terminado de pasar, deja en ambas riberas pantanos con aguas estancadas, donde moran bestias temibles. En su adolescencia, María Magdalena se había bañado en todos esos lodazales, siempre con la esperanza de hallar el amor. Luego, un día, al final, había alcanzado las aguas puras, profundas, de este pacífico arroyo. Se había lanzado de cabeza y desde entonces no conoció más vida que la de ese bendito torrente.
ResponderEliminarFR. RAYMOND-LÉOPOLD BRUCKBERGER O.P.
Beati lugent!
ResponderEliminarGracias Wanderer. Muy lindo testimonio el de V. Lazzari.
ResponderEliminarTambién se agradece lo que cuenta el del anónimo de 9:51, así como las palabras de Bruck.
Me hace acordar a aquella escena de Brideshead de Lord Marchmain en su lecho de muerte.
Creo que también nos habla de la importancia de aquella Fe aprendida de chico que queda, a pesar de todas las macanas posteriores, como una marca en el camino para regresar a la Casa del Padre.
Gracias por sacarnos de la áspera discusión sobre el virus chino con este post tan edificante. Que pase lo que tenga que pasar y que cada uno piense sobre ese tema lo que quiera, mientras podamos elevar nuestras mentes a lo que realmente importa.
ResponderEliminarHay varias marcas de la bestia. Una es tener que dirigirse y referirse a quienes tienen disforia de genero por su pronombre preferido. Eso si es una marca de la bestia, no la vacuna.
ResponderEliminarEsto me hizo recordar un pasaje de Castellani donde, a propósito de María Magdalena, decía que Cristo es el perfecto caballero, porque es el único capaz de restituir el honor a una mujer. Tengo para mí que es una de las cosas más excelsas que se han dicho de Cristo y de su divinidad.
ResponderEliminarSaludos de nuevo. Ayer escribí en el post anterior. Quería darte las gracias aquí wanderer por publicar en tu blog mi testimonio. Lo que hemos pasado solo los que hemos estado en primera línea lo sabemos. Me dolió especialmente que algunas personas dijeran que dejaron morir a los pacientes o se cuestionara la labor de los médicos que tanto han luchado y están luchando para que todas las personas que enferman puedan superarla. Pero no me quiero extender porque no es el sitio. Solo quería agradecértelo aquí por la cantidad de mensajes que hay en el otro post y ya está. Gracias por eso y por tu blog en general.
ResponderEliminarLa misericordia la levantó de la miseria espiritual, ahora le toca el turno a las buenas obras.
ResponderEliminarEse llanto que tuvo es penitencia, es decir pena por el pecado cometido.
Mientras leía casi se me venían las lágrimas y eso que soy un varón de unos 30 años. Uno que ha sido católico "de toda la vida" y de repente se descubre a sí mismo (por la gracia) subido a los simbólicos tacos de 12 cm... porque no hace falta haber consumido drogas y haber sido promiscuo, cuando la falta es haber conocido a Jesús Cristo en la intimidad personal y haberse alejado paulatinamente.
ResponderEliminarGracias Señor porque nos seguís sosteniendo y atrayendo hacia Vos. Una y un millón de veces.
En Religión en Libertad suele haber lindos testimonios de conversión. Lo mismo en The Journey Home con Marcus Grodi (EWTN via YouTube).
Es un hermoso testimonio y en muchas cosas me siento identificado con la autora.Muchas gracias por traerlo al blog.
ResponderEliminarDon Wander, hermosa anécdota, la que cuenta Valentina Lazzari, acerca de su propia conversión a la fe católica, la cual ilumina el sentido de la vida humana, y que nos recuerda que todas las cosas, buenas o malas, a la postre, se deben ver sub species aeternitatis.
ResponderEliminarLo cual me recuerda unas hermosas coplillas, de antigua tradición castellana:
“La ciencia más acabada
es que el hombre
en gracia acabe.
Pues, al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada”.
¡Alabado sea Jesucristo!