El desgüace completo que ha sufrido la política argentina hace que ya haya perdido todo sentido proponer una discusión sobre ese tema en el blog. Si hace dos años todavía creía que el conflicto con el campo podía provocar sino la caída, al menos una rectificación forzada del gobierno kirchnerista, y un peso mayor de la oposición en las decisiones del gobierno, hoy lo veo no sólo como imposible sino como inútil e, incluso, perjudicial. ¿Qué hay después de Kirchner? O, dicho de otro modo, ¿hay algo mejor después de Kirchner? Sinceramente, creo que no (Quizás Duhalde, no lo sé).
Ciertamente, la opción radical es inviable, no solamente por que no saben gobernar como lo han demostrado a lo largo de toda su historia, sino porque los candidatos que proponen son de evitar a toda costa: Alfonsín, cuyo único mérito es ser hijo de un presidente que debió huir del poder en medio del caos, y Cobos, un personaje menor que llegó donde está a costa de múltiples y consecutivas traiciones.
La Gorda Carrió, desde su Coalición, será útil, como siempre, para denunciar negociados y corrupción, pero no para gobernar. Macri, un pibe new rich, frívolo y superficial que, como Menem, no dudaría en entregar la educación y la cultura a la izquierda a cambio de tranquilidad y vía libre para sus decisiones de gobierno.
Dentro del peronismo disidente, Reutemann jamás será candidato. De Narvaez, un personaje de cuidado que hasta hace un par de años era protagonista habitual de la revista Caras por su vida de playboy de la noche de Punta del Este y cuya último capricho ha sido el de ser gobernante. Fiel a sus genes, negociará lo que sea necesario, a fin de alcanzar sus objetivos. ¿Solá? Recordemos su hiperkirchnerismo durante el gobierno de Néstor: otro oportunista.
No hay opción. Lo único que queda son los residuos amontonados por Kirchner y, por eso mismo, lo único que me queda es proclamarme un "kirchnerista residual". Lo otro es peor.
Sin embargo, no estoy mal. A Dios gracias, ya pasaron mis años juveniles y, con ellos, mis ínfulas nacionalistas, cuando creía con ingenuidad que el nuestro era el mejor país y una nación católica que había sido elegida por Dios para conservar y expandir la fe en tiempos de apostasía. Si aún creyera en esas fábulas rosas, estaría afectado hoy por una profunda depresión viendo, por ejemplo, cómo los representantes elegidos por ese pueblo privilegiado se aprestaba a aprobar al homomonio. Sinceramente, ya no importa.
Mi llanto, en todo caso, es como el llanto de Moisés, depositado en la canasta y flotando en las riveras del Nilo. Me refiero, claro, a la interpretación que los primeros cristianos daban de este pasaje bíblico. No es que el niño llore por el abandono, sino que su llanto se debe a la nostalgia que siente porque ha sido arrojado a otra realidad. No es que estoy mal en la existencia histórica concreta en la que me ha tocado vivir porque la existencia me moleste o porque Kirchner se me haga insufrible, sino que estoy radicalmente mal porque no estoy donde debo estar, el mundo del hyperuranium, donde aspiro a contemplar la belleza unitaria de Dios.
Tiene sentido, entonces, que los Padres y aún los medievales con Santo Tomás entre ellos, no hayan prestado atención y desviado su interés a la polis terrenal. Lo importante, en todo caso, es la otra polis, la politeuma, aquella comunidad eterna en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, junto con los elegidos, conforman una unidad permanente y distinta entre ellos.
No se trata ya más de poner las esperanzas y las alegrías en las ciudades terrenas; se trata de aspirar a la metra-polis, la ciudad matriz, que es el Reino dispuesto como una ciudad, llena con todo lo agradable, que es amor fraternal y la gran generosidad plena de los santos espíritus y los poderes fuertes que los gobiernan (politeúein), a los que el Logos produjo y estableció con poder. "Es hora de considerar de dónde éramos y a dónde hemos sido arrojados, hacia dónde nos apresuramos y de dónde hemos sido redimidos", dice Teodoto.
Lo que he dicho está dicho con el lenguaje propio de la literatura cristiana de los primeros siglos, pero las realidades que expreso pueden ser también dichas en el lenguaje evangélico, en lenguaje medieval y en el lenguaje contemporáneo (no creo que con el lenguaje del Vaticano II). Son realidades constantes, por esenciales, del cristianismo. No tenemos en este mundo morada permanente, y nuestro fin es alcanzar la estatura del hombre perfecto que es Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Fuimos arrojados, o caímos, de su reino o politeuma, y allí debemos retornar.
Amargarse por Kirchner y perder la paz por la polis terrena, por las reservas dilapidades, por el homomonio o por las retenciones, en el fondo, me parece que no es del todo cristiano.