La difusión del libro de John Senior La restauración de la cultura cristiana, publicado en Argentina por Vórtice y en España por Homo Legens, trajo en muchos ambientes católicos el interés por la liturgia como centro de la vida cristiana y como instrumento privilegiado de conversión, y de la vida monástica como el ideal de pequeñas comunidades de familias cristianas. El libro señala de qué modo fueron la Santa Misa, los oficios litúrgicos y la formación de los monasterios los que estuvieron en el origen de la cultura cristiana.
Sin embargo, por motivos no fácilmente comprensibles, el mundo católico ha olvidado a un autor francés que escribió hace ya más de un siglo sobre este mismo tema, y no lo hizo desde el ensayo sino relatando su propio proceso de conversión. Me refiero a Joris-Karl Huysmans, uno de los representantes más conspicuos del decadentismo que, llegado a sus cuarenta años, redescubre la religión de su niñez y vuelve al seno de la Iglesia.
Discípulo de Émile Zola, su novela más conocida es A rebours, traducida al español como A contrapelo, que narra el estilo de vida exquisito de Des Essentes, que se encierra en una casa de provincias para satisfacer el propósito de sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Por esos años, Huysmans vive también una vida de extrema decadencia, no dejando exceso por cometer.
Pero en 1892, a los cuarenta y cuatro años, se convierte y permanece en la fe de sus padres hasta su muerte en 1907, siendo oblato benedictino. Dejó narrado su lento y difícil proceso de conversión y de vida cristiana en una trilogía en la que, a través de un personaje al que llama Durtal, él mismo narra en forma novelada los vaivenes de su corazón y su enamoramiento de Dios y de la verdad. Las tres novelas son: En route, La cathédrale y L’oblat. Sus obras completas en francés puede bajarse fácilmente de archive.org y en octubre próximo Homo Legens publicará la versión castellana, en una excelente traducción, de En route, traducida como En camino. Merced a la generosidad de los editores, he tenido acceso al texto y va aquí una reseña.
Se trata de un libro largo -casi setecientas páginas en la edición francesa- que describe algunos meses de la vida de Durtal, mientras va madurando en su alma la decisión de dejar su vida de pecado y retornar a la gracia, días que transcurren en París y, en la segunda parte, en un monasterio trapense. No se trata, claro, de una novela en la que predomine la acción. Por el contrario, los núcleos en torno a los cuales se va construyendo son los procesos psicológicos del protagonista y extensos discursos sobre la liturgia y el arte.
Huysmans se revela como un buen psicólogo, o un buen observador y descriptor de sus propios procesos psicológicos. En el libro va mostrando los distintos pliegues y repliegues de su alma que, a pesar de ser consciente de la sentina en la que se encuentra, no termina de decidirse a abrazar la vida divina que se le ofrece. En este sentido, la larga primera parte del libro recuerda a The Hound of Heaven, el maravilloso poema de Francis Thompson, su contemporáneo, con el que también compartió los horrores de la vida de pecado. Y resulta notable que el autor afronte su dolorosa realidad sin ningún tipo de tapujos y la describa en toda su crudeza, más allá de que sus lectores descubrirán fácilmente que los excesos y pecados de Durtal son los suyos propios. Humildad, verdadero arrepentimiento y deslumbramiento por la vida de la gracia son la única explicación que encuentro para que alguien abra de tal modo su alma al indefinible público que conformarán sus lectores.
Los remolinos de pensamientos, decisiones y contra decisiones que se suceden en la mente de Durtal en sus días parisinos cuando, arrebujado en algún rincón de Saint-Sevrin o de alguna otra iglesia de la rive gauche -no le gustan los templos de la rive droite- son descrito con toda nitidez e, incluso, con parsimonia, a fin de sacar a luz cualquier arruga, por pequeña que sea, que pueda arruinar la tersura de su alma. Imposible no ver reflejado nuestro propio interior aquí y allá, y caer en la cuenta de que no somos tan originales, ni siquiera en nuestras miserias. Incluso los vaivenes de su espíritu cuando finalmente accede a retirarse durante una semana en un monasterio trapense, presentan similitudes con lo que le ocurre a cualquier cristiano que se enfrenta, en la soledad y el silencio, a la verdad de sus propias mezquindades y al Enemigo que, enfurecido, redobla en esas horas sus ataques.
El segundo núcleo que trata es la cuestión litúrgica. Durtal se convierte por la liturgia, y Huysmans, que es un esteta, se revela a través de su personaje como un incansable buscador de belleza a largo de una serie de iglesias parisinas a las que visita para oír misa, asistir a la bendición del Santísimo Sacramento o a vísperas. En este aspecto se revela como un crítico cruel, que no ahorra ningún adjetivo a la hora de calificar las funciones litúrgicas: “… en Saint-Étienne du Mont, era peor aún; el cascarón de la iglesia tenia su encanto, pero el coro era una sucursal de la casa Sanfourche; tenía uno la impresión de estar en una perrera donde gruñese una variada jauría de animales enfermos;…”, dice por ejemplo sobre el canto durante la misa. “¿Pero cómo hacer comprender a estos curas que la fealdad es sacrílega…?”, se queja.
Sus preferencias se inclinan decididamente por el canto gregoriano que los monjes de Solesmes habían comenzado a expandir por toda Francia, y que él consideraban, como lo consideraban esos monjes, como el más puro y original de los cantos litúrgicos medievales. Ciento cincuenta años después, sabemos que el estilo solemniense del gregoriano, más allá de su inobjetable belleza, no es más que una afrancesada interpretación decimonónica del canto llano. Escribe Huysmans: “Lo que le parecía superior a las obras más alabadas de la música teatral o mundana, era el viejo canto gregoriano, esa melodía llana y desnuda, a la vez aérea y sepulcral; era ese grito solemne de las tristezas y altivo de las alegrías, eran esos himnos grandiosos de la fe del hombre que parecen manar en las catedrales, como irresistibles géisers, del pie mismo de los pilares románicos”.
Pero su amor por la liturgia, a la que atribuye la virtud de su conversión, escapa a una mera cuestión de esteticismo musical. Huysmans ha hincado el diente y ha descubierto que no se trata de un mero decorado de la vida cristiana sino de la misma vida cristiana. Esto puede apreciarse a lo largo de todo el libro y, de modo particular, en una bellísima y poética interpretación que realiza del año litúrgico.
Una vez convertido, Huysmans asume como propia una espiritualidad litúrgica enraizada en el monacato, y esto ocurre no solamente porque es un decidido partidario de la vida monástica y de su ejemplaridad para toda vida cristiana, sino también porque es hijo de una época -el romanticismo francés-, que reivindicó, a veces exageradamente, la Edad Media y todo lo que con ella se relacionaba. Y quizás sea este un punto que puede criticársele: presenta, a mi entender, una visión idealizada o romántica del Medioevo, y casi me animo a decir, también de la vida monástica.
Su espiritualidad también es profundamente española, y lo digo porque reivindica a lo largo de toda su novela a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz. Huysmans tiene una profunda inclinación por la mística, y encuentra en estos dos grandes españoles a su expresión más alta. Quizás por los extremismos propios de un converso es muy duro -quizás demasiado duro- con otro tipo de espiritualidades. Refiriéndose a los Ejercicios Ignacianos, escribe: “De hecho aquellos ejercicios no dejaban al alma iniciativa alguna; la consideraban como una masa maleable buena para echar en un molde; no le mostraban ningún horizonte, ningún cielo. En lugar de intentar extenderla, aumentarla, la menguaban con ideas preconcebidas, la encerraban en las cuadrículas de su casillero, no la alimentaban más que de minucias marchitas, de fruslerías secas”. Y, con respecto a la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales: “De hecho, no sentía necesidad alguna de volverlo a leer, a pesar de sus delicadezas y su ingenuidad inicialmente encantadora pero que acababa por hartar, por empalagar el alma con sus dulces y sus bombones de licor; en suma, aquella obra tan alabada en el mundo católico era una poción con aroma a bergamota y ámbar. Olía a pañuelo de lujo sacudido en una iglesia en la que persistiera un relente de incienso”.
Finalmente, un detalle del libro que me parece valioso es que Huysmans, a pesar de su apego a la liturgia y los monjes, era anticlerical, y me refiero al saludable y necesario anticlericalismo católico. Copio aquí un par de párrafos:
Refiriéndose a los obispos del siglo XVIII dice: “Era aquél un sacerdocio de financieros y lacayos. Mas todavía tenían cierto empaque, tenían talento, en cualquier caso; mientras que, ahora, los obispos no son, en su mayoría, ni menos intrigantes, ni menos serviles; pero ya no tienen ni talento ni dignidad. Pescados, en parte en los viveros de los malos sacerdotes, se muestran dispuestos a todo, sacan almas de viejos usureros, de tratantes de baja estofa, de pícaros, en cuanto los presionan”.
Y, a la formación cultural del los sacerdotes: “Era monstruoso; ¡los curas tenían que haber perdido, no ya el sentido del arte, -puesto que nunca lo tuvieron-, sino el sentido más elemental de la liturgia, para aceptar semejantes herejías, para soportar semejantes atentados en sus iglesias”.
Volviendo a la idea que planteaba al comienzo, creo que todos los que nos entusiasmamos con la nueva perspectiva que nos dio Senior con sus libros y la renovada esperanza que brota de ellos, debemos también abrevar en Huysmans. Espero que la edición española de En ruta augure la edición de su trilogía completa.