sábado, 23 de junio de 2007

La Segunda Redención


Hace unas semanas, uno de los domingos del tiempo pascual, fui a Misa a una capilla de la FSSPX, dispuesto a asistir a una buena liturgia y a una mediocre homilía, como es habitual. Me tranquilicé un poco cuando vi quién era el cura que celebraba: uno de los mejorcitos que la Fraternidad tiene en Argentina y que suele decir dos o tres frases inteligentes en los sermones lo que, para la media clerical, es mucho.
Sin embargo, la preocupación volvió cuando anunció que su homilía no versaría sobre el Evangelio ni sobre el misterio de la Pascua, sino sobre la Virgen de Fátima. Y así, luego de narrarnos las apariciones y elucubrar sobre los secretos revelados, semi-revelado y no revelados, realizó una solemne afirmación: Dios no escucha las súplicas de sus fieles. La prueba está en la profunda y casi cincuentenaria crisis de la Iglesia. Y el motivo de que los oídos divinos estén sordos es porque Rusia no ha sido consagrada al Corazón Inmaculado de María. Mientras no se produzca tal consagración, en las condiciones que impuso Nuestra Señora en Fátima, Dios no escuchará nuestras oraciones.
La impresión que recibí fue estaba frente a nueva profesión de fe, a una nueva exigencia para alcanzar la salvación, a un supplementum al Evangelio de Nuestro Señor. Las palabras divinas “Todo lo que pidáis a mi Padre en mi nombre se os dará”, estaban condicionadas ahora, para este curita, a que el papa y los obispos del mundo junto a él, realizaran el acto de consagración eslava. Se trata, en definitiva, de una segunda redención necesaria para obtener la salvación. La redención única y universal del Señor debe ser suplementada por esta nueva, traída de los cielos milagrosamente y revelada a tres pastorcitos.
Me fui defraudado con el cura y bastante enojado por el modo absurdo con el que había presentado la situación y que, sin embargo, había sida recibido por los fieles y las fielas enmantilladas como sabia palabra sacerdotal y que provocó, como era de esperar, encendidas críticas a Benedicto XVI y a sus antecesores post-conciliares. Analizando si no era yo el equivocado, admití que no soy muy afecto a las apariciones y otros fenómenos sobrenaturales pero que tengo el más profundo respeto por las revelaciones de Fátima y otras reconocidas por la Iglesia. No se trataba, por tanto, de una falta de fe de mi parte sino, concluí, del sentido común que pugna por entrometerse continuamente en todas las situaciones que puede.
Más tranquilo, y ya en mi casa, me di cuenta que el curita no hacía más que andar el camino que tantas veces se ha andado en la Iglesia. La exigencia de una segunda redención no es un invento reciente sino que tiene varios siglos. Casi me animaría a decir que cada grupo religioso y cada congregación posee, con más o menos fuerza, una tendencia a exigir a sus integrantes la adhesión a una segunda redención: “Si sos cursillista tenés más probabilidades de salvarte que ni no lo sos”, “Si sos salesiano tenés las promesas que el Señor le hizo a Don Bosco: te salvarás vos y toda tu familia”, “Sería temerario que dejaras el Instituto del Verbo Encarnado, pues correría serio peligro tu alma”, etc. Ya no es suficiente la redención de Cristo; se necesita una nueva que operará la pertenencia a una institución, el rezo de tal oración o el seguimiento de cual devoción.
Y contra esto yo sí me rebelo: me es suficiente la redención de Cristo, cuyos frutos y beneficios recibo a través de la Iglesia católica, por medio de los sacramentos y de los otros canales de la gracia que el Señor dispone. Son apropiadas este caso las palabras de Cordelia, otro de los personajes de BRetorno a Brideshead: cuando Charles Ryder visita Brideshead, Bridey le explica que el reporte escolar de su hermana indica que no sólo es la peor chica del colegio, sino la peor que recuerden las monjas más ancianas. Y Cordelia replica: “Eso es porque rechacé ser del grupo de las Hijas de María. La reverenda madre me dijo que si no mantengo ordenada mi habitación, no puedo serlo, y entonces dije: 'Bueno, no quiero serlo, y creo que a Nuestra Señora le importa un bledo si pongo mis zapatillas de gimnasia a la izquierda o a la derecha de mis zapatos de baile'. La reverenda madre se puso lívida".  Yo estoy de acuerdo con Cordelia: si quiero, me hago de la Acción Católica, o de la Legión de María o de los Terciarios Franciscanos, pero eso no asegura la salvación, aunque puede ayudarme en la empresa, y nadie, ni el mismísimo Dios, puede exigirme tal pertenencia para otorgarme el premio de su visión.
Pero la exigencia de una segunda redención no sólo se limita al terreno de la espiritualidad sino que se extiende también a otros, como el intelectual. En otro post, dedicado a la UCA, afirmaba que un amigo lector le exigía al decano de una facultad no sólo la redención de Cristo sino también la de Santo Tomás. Aclaro que la poca filosofía y teología que sé la aprendí según la enseñanza del Aquinate, y trato de serle fiel, aunque me falte mucho para conocerlo en serio, pero me pregunto si es necesario ser tomista para ser católico. ¿Es que, acaso, la inteligencia católica tuvo que esperar mil doscientos años para ser completamente redimida? ¿Es que los Padres de la Iglesia son sólo una propedéutica al tomismo, como el anti-tipo del tipo?
Puedo estar equivocado, pero me parece un error la pretensión de constituir a la doctrina tomista en la regla de juicio de la catolicidad de una persona o de una doctrina. Y son cosas que pasan, mucho más frecuente y asombrosamente de lo que uno pudiera imaginar. Veamos, por lo cercano, el caso de Castellani. Los tomistas de estricta observancia (FSSPX incluida) lo atacan y advierten de sus peligros porque no es tomista y porque, incluso, llega a burlarse de Tomás, como cuando dice, en el Prólogo a su traducción de la Suma, que Tomás de Aquino no es familia de los Aquino de Corriente. Por otro lado, los tomistas de observancia regular defienden a Castellani intentando mostrar por todos los medios posibles que es tomista. Y así, en definitiva, aplican la misma regla. Y en medio de todas estas peleas, el que sale peor parado es el pobre Castellani, y de rebote su pobre biógrafo, cuya obra monumental, e incompleta, fue un fracaso, según su propia confesión. (Siempre me llamó la atención: es la mejor biografía en absoluto que he leído en mi vida y ha sido boicoteada por castellanista y anti-castellanistas, por amigos y enemigos, y el pobre autor en el medio, tan solo como el mismo Wanderer). La pregunta es, en todo caso, si Castellani DEBE ser tomista. ¿No es suficiente con que sea católico?

martes, 12 de junio de 2007

Modernistas del siglo XVI


Muy acertada ha sido la expresión vertida por algunos lectores del blog en los comentarios al sindicar a muchos grupos pretendidamente conservadores o tradicionalistas como “modernistas del siglo XVI”. Y, si lo consideramos seriamente, veremos que es atinada en la mayoría de los casos.

Veamos a la FSSPX, que pasa por ser el grupo más tradicionalista y recalcitrante del espectro católico. Más allá de que, para muchos, sus pretensiones son sólo de volver a los ´50 (back to the fifthies), con lo cual serían modernistas de siglos posteriores, la elección misma de su patrono y protector, San Pío X, indica claramente que no son, propiamente, tradicionalistas.

No tengo nada contra San Pío X. Es un santo, y de los genuinos, elevado a los altares antes de la inflación canonizante del cuarto de siglo pasado. Un amigo mío dice que el papa Sarto fue un papa mersa; puede tener razón, pero después de la “mersandad” de los veinticinco años eslavos, puede ser considerado un príncipe bizantino. Sin embargo, Pío X no fue un papa tradicionalista, más bien lo contrario, y a pesar de la Pascendi. Veamos.

Hay un hecho importante y claramente modernista impulsado por este pontífice: la reforma del breviario. No soy especialista en el tema del breviario romano (creo que el Amigo Invisible sí lo es) pero Pío X, a través de su bula Divino afflatu en 1911, reformó el breviario romano alterando el orden de los salmos que se rezaban de un modo determinado desde los primeros siglos del cristianismo, concretamente, desde San Benito. El motivo fue que muchos de esos salmos se rezaban pocas veces o que estaban mal distribuidos. A mí me parece que, en realidad, se quiso agilizar y acortar el rezo del breviario para que el cura pudiera dedicar más tiempo a organizar rifas, ir de campamento con los chicos de la parroquia, repartir volantes contra el aborto y organizar ruidosas procesiones. Un motivo simplemente pastoralista y voluntarista.

Alguno dirá que el breviario no tiene tanta importancia puesto que no es más que algunas oraciones piadosas que rezan los religiosos. Y sin embargo, no es así, aunque la mayoría de los curas lo considere de ese modo. El rezo del breviario es el Oficio Divino u Opus Dei (no confundir con el invento de Escrivá) y es, por tanto, un acto cultual, como es cultual la celebración de la misa. Es fácil darse cuenta de la enorme importancia que, a lo largo de los siglos, la Iglesia le otorgó al rezo de las horas, que consumía mucho más tiempo que los actos propiamente sacramentales, como la celebración eucarística.

Con el paso del tiempo, este acto eminentemente cultual que debía ser celebrado, comenzó a convertirse, en el mejor de los casos, en una devoción privada del cura cuando no un peso insoportable: había que rezar rápido el breviario para poder estar luego tranquilos y concentrados para hacer la meditación, rezar el rosario y la novena de Santa Rita. Es más, había que aprovechar cada minuto disponible para su “recitación”, no importa dónde el cura estuviera: el micro o en el tren, en la vereda o en la sala de espera del médico, en la cancha de básquet de la parroquia o en los pasillos del colegio. Incluso estaba bien visto hacer tal cosa porque era un modo extra de hacer apostolado: los fieles viendo al curita de sotana rezar su breviario. ¡Se puede ser tan…! En definitiva, se posponía la vida de oración y de contemplación por la acción pastoral.

El rezo del breviario es un acto cultual, aunque se haga en solitario y, como tal, se celebra, y la celebración implica movimientos, silencios, pausas, gestos, e incluso cantos. No significa esto que deba hacerse en el templo, con ornamentos, turíbulo y ciriales. Bien puede hacerse en la celda o cuarto del religioso, o del seglar, pero de un modo litúrgico porque, en definitiva, se trata de un acto propio del culto, es decir, de la liturgia.

El acto del papa Pío X, al meter mano en una estructura litúrgica tan enraizada en la tradición de la Iglesia, fue visto por mucho como la puerta abierta para que, cincuenta años más tarde se reformara el ordo de la Misa. Y, aún hoy, es un fuerte argumento que se utiliza para justificar la reforma de Pablo VI, tal como se dice en esta página web.

Pío X también impulsó otro hecho que podría ser considerado bastante modernista, como fue la comunión frecuente, pero es un tema medio complicado con el que no me animo a meterme, por ahora.

Así las cosas, los amigos de la FSSPX son más, mucho más, modernistas de lo que ellos creen, aunque usen sotana y faja.

domingo, 3 de junio de 2007

El mejor seminario


Estimado Sr. Anónimo:
Me ha solicitado Ud., con manifiesta temeridad, mi opinión acerca del mejor seminario de Argentina. Yo puedo opinar pero no sé qué valor puede tener la opinión de un simple seglar que observa e intenta pensar en lo que observa, y de ese modo evitar que su vida se reduzca a examinar códigos e interpretar leyes.
Creo que el mejor seminario es el seminario que no existe. Es decir, en absoluto, ningún seminario es bueno, ni puede ser bueno pues todos los seminarios son un mal, quizás necesario o quizás el menor de todos, pero un mal al fin. Reconozco que es una afirmación osada, pero basta repasar el origen y evolución de los seminarios para entenderla y, eventualmente, justificarla.
Los seminarios son una invención reciente de la iglesia católica. Surgen como uno de los frutos del Concilio de Trento en la segunda mitad del siglo XVI. Como Ud. verá, la institución como tal tiene poco más de cuatrocientos años lo que, para la doblemente milenaria historia de la iglesia, no es mucho tiempo. Establecidos definitivamente por voluntad del papa San Pío V, fueron creados en muchas diócesis europeas, y luego también americanas, con la ayuda de algunas congregaciones religiosas, entre ellas, y como no podía de ser de otro modo, por los jesuitas, siempre prestos a colaborar con la introducción de la modernidad en la Iglesia.
No es un dato menor que los seminarios hayan sido creados por Trento. Es una acción que responde con claridad al espíritu cristalizador de ese concilio que es visto por muchos como la cumbre del tradicionalismo y que, sin embargo, fue la oficialización del espíritu moderno en el seno de la Esposa de Cristo. Los padres conciliares, ante la tremenda amenaza protestante, optaron por la solución que creyeron más adecuada: cristalizar lo que la Iglesia poseía en ese momento, con toda la carga de racionalismo que esa situación estática implicaba. Y así entonces, surge el Catecismo Romano, donde se cristaliza la doctrina; surge la así llamada Misa Tridentina, donde se cristaliza la liturgia latina según el rito romano, aboliendo definitivamente muchísimos ritos particulares que poblaban las diversas diócesis de Occidente, perdiéndose de ese modo enormes riquezas que habían sido, ciertamente, expresión del Espíritu a lo largo de los siglos; y surgen también los seminarios con el fin de cristalizar la formación de los clérigos según normas doctrinales únicas y, justo es decirlo, para garantizar un cierto nivel de conocimientos y de moralidad que el antiguo sistema no siempre era capaz.
Hasta el concilio tridentino no existían seminarios. El joven, terminado sus estudios iniciales, asistía a la universidad donde cursaba las artes liberales, es decir, estudios filosóficos en sentido amplio, y luego hacía sus estudios teológicos. Si en algún momento consideraba que el estado clerical podía ser una elección de vida, buscaba un obispo quien, luego de conocerlo durante algún tiempo, le confería las ordenes menores y, cuando lo consideraba apto, lo ordenaba sacerdote. Es por esto que la mayor parte de los estudiantes de las universidades medievales eran clérigos, pero no seminaristas. Este modo mucho más natural y libre de acceder a la clericatura comportaba también algunos problemas. Por ejemplo, no era fácil conocer las condiciones morales del candidato, pero lo medievales estaban lejos de ser donatistas y, por otro lado, los pobres difícilmente podían acceder al sacerdocio puesto que sus escasos medios no les permitían acceder a los estudios universitarios.
La evolución de los seminarios no fue, según me parece, adecuada. Poco a poco fueron cayendo en una incurable infantilización. Infantiles eran sus lecciones, consistentes en muchos casos en poco más que un catecismo. Infantil su disciplina: recuerdo que un sacerdote anciano que se había formado en los años ´30 en el seminario de Devoto, regenteado por los jesuitas, me contaba que tenían prohibido, entre otras cosas escuchar tango y que hasta que eran ordenados diáconos, es decir, hasta los 24 o 25 años, los hacían formar en filas en los pasillos y así dirigirse a las aulas. Infantiles en la vida moral y afectiva, con una espiritualidad mostrenca basada en el cumplimiento de ejercicios piadosos que culminaba en una aproximación exclusivamente voluntarista de la vida de perfección. Infantil era el método de estricto encierro durante más de siete años a que sometían a los estudiantes, quienes sufrían además una estrecha vigilancia y continua sospecha, y que, luego de la ordenación, y de un día para otro, los soltaban en medio del salvaje mundo real. (Nunca entendí bien por qué ese empeño de que el cura secular se forme en tal apartamiento del mundo cuando su vida transcurrirá inmersa en el mundo). Como esto, tantas otras cosas provocaron que, con el tiempo, la institución seminaril fuera degenerando hasta llegar a la decadencia de la que nos hablaba el Padre Castellani
Si me pregunta cuál es la solución, sinceramente no sabría qué decirle. Estaría tentado en sugerir que se cerrarán todos los seminarios y mandar a los que quieran ser curas a la universidad como cualquier hijo de vecino, mientras vive con su familia, o con quien quiera, pero la experiencia holandesa al respecto significó la desaparición total de los candidatos al sacerdocio en ese país.
En mi humilde opinión, sin embargo, me atrevería a sugerir dos medidas:
1) Recibir candidatos al sacerdocio que hayan completado ya una carrera universitaria. Con eso se aseguraría una cierta madurez que un adolescente de 18 años hoy no posee. Al pobre muchachito se lo embarca en una carrera no exenta de presiones que finaliza a los 24 años con la imposición de manos sin que muchas veces el joven haya podido tomar una decisión completamente libre, y sin saber con claridad a lo que renuncia y a lo que se compromete. Hace cincuenta años un joven de 18 años podía ser un buen padre de familia; hoy apenas si tienen madurez para elegir el color del buzo que lo identifica a él y a sus compañeros como egresados, y esto sucede aún en los mejores y más católicos colegios.
2) Poner como formadores a personas idóneas. Y ser idóneo para formar jóvenes en un compromiso existencial como el del sacerdocio no significa solamente ser un curita piadoso. Se necesitan condiciones intelectuales, morales y de equilibrio psicológico y afectivo que no siempre se tienen en cuenta. Conozco un seminario, que pasa por ser el más conservador del país, pero que, desde sus inicios fue regenteado por improvisados. Hoy, todos sus superiores son muy buenitos, rezan el rosario todos los días, hablan de Santo Tomás y hasta se animan a decir algún latinazgo en las Misas, pero como formadores, ¡Dios nos libre y guarde!, el daño que hicieron y siguen haciendo en las almas de los jóvenes que allí buscan formarse.
Una medida que sí tomaría sin dudar un instante, si eso estuviera en mi poder, sería la de abolir definitivamente los seminarios menores. Se trata, sin más, de una aberración. Y esto por muchos motivos. Veamos:
1) Los adolescentes que allí viven durante todo el año son, en su gran mayoría, hijos de buenas familias católicas. ¿Qué sentido tiene entonces sacarlos de ese ámbito, que es el suyo natural, para llevarlos a vivir todos amuchados, durante años, con la enorme fragilidad afectiva y psicológica propia de cualquier chico de esa edad? Ud. me dirá que se los aparta de los peligros del mundo, de la televisión, de Internet, de las amiguitas descocadas, y de muchos más. Pero ¿pensó Ud. en los peligros a los que los expone?
2) Si en los seminarios mayores los formadores difícilmente son aptos, en los menores lo son muchos menos. En general, se busca para esos puestos al curita joven y muchachero, recién salido del seminario, a fin de que entienda la problemática del adolescente. ¡Terrible error! Ese curita es apenas un poco menos adolescentes que sus alumnos. ¿Qué experiencia tiene en el trato con almas? ¿Qué conocimientos de psicología humana? Es enorme el daño que puede hacer metiéndose en las profundidades del alma inmadura de esa criatura en las largas sesiones de dirección espiritual. Ud. me dirá: “Ese curita posee la gracias de estado”. Y yo le respondo: “!Un cuerno!” La gracia supone la naturaleza (y no la crea, como pretendía un cura que conozco) y un pibe de 25 años, por más cura que sea, sigue siendo un pibe de 25 años del siglo XXI, un poco más maduro y estable, en el mejor de los casos, que sus pares del mundo. Y, muchas veces, con tortuosidades afectivas y psicológicas, fruto de la malformación que soportó durante sus siete u ocho años de formación, que lo hacen el menos idóneo para aventurarse en tamaña empresa. Ya nos advertía el Señor acerca de lo ocurre cuando un ciego guía a otro ciego.
3) Ud. me dirá que si ese adolescente no va al seminario corre el peligro de perder su vocación. Y yo le respondo, estimado lector, que el tema de la vocación es un macaneo de los curas. La única vocatio o llamada que existe es la que hace la Iglesia, a través del obispo, el día de la ordenación: “Acérquense el que va a ser ordenado presbítero: Juan Pérez”. Ese el llamado o vocación, y no hay otra. Lo que hay, en todo caso, es un acto de la voluntad plenamente libre de la persona que decide consagrarse por entero al servicio del altar y, como consecuencia de esa decisión, el Buen Dios le da las gracias que necesitará para llevar a cabo ese proyecto de vida. Me preguntará Ud., quizás con escándalo, de dónde saco yo tamaña herejía. En primer lugar, la saco de los Padres de la Iglesia. Concretamente, San Benito es muy claro en su regla cuando dice que la llamada a la vida de perfección evangélica es universal, es decir, es para todos. “Todos pueden ser monjes”, asegura. Sólo es necesario tomar la decisión y ser recibidos por el abad y aceptados luego por la comunidad monástica. En ningún lugar de la Regla aparece ese supuesto “llamado” que Dios haría a algunas almas privilegiadas. Dios nos llama a todos a ser perfectos como es perfecto su Padre, y cada uno decide de qué modo llevará a cabo esa perfección: como seglar, como religioso o como sacerdote.
En segundo lugar, por una cuestión histórica. La idea de “vocación” o de “discernimiento vocacional” es muy reciente. El lenguaje católico habló durante siglos de “elección de estado”. Y la diferencia es fundamental: la elección es la proairesis de la que hablaba Aristóteles (como bien sabrá cualquier abogado egresado de la UCA), es decir, la elección de los medios que llevarán a la consecución del fin último. Esta elección surge esencialmente de un acto voluntario, esto es, aquel que es originado por mí y en el que yo estoy envuelto; un acto del que yo tengo el principio y del que yo soy señor. Se trata de “elegir estado”, de un actuar voluntario y concreto, y no de “descubrir la vocación”, lo cual implica más bien un passio, en tanto que la vocación estaría allí y yo no tendría más que develarla. El que elige soy yo, porque Dios me hizo libre, y en virtud de tal elección seré merecedor del premio o del castigo.
Terminaré proustianamente con el relato de una anécdota personal absolutamente cierta e ilustrativa. Hace ya varios años me enteré de que el hermano adolescente de un amigo, de no más de catorce años, había ingresado al seminario menor del IVE. Lo recuerdo aún, delgado y rubiecito, buen chico, educado, simpático y piadoso. La suya era una familia católica practicante que educaba a sus hijos en el temor de Dios, cuidando de que no se contagiaran con la tilinguería de zona norte y haciendo todo lo que estaba a su alcance para que se convirtieran en hombres y mujeres de bien. Me pareció inconcebible que esa familia hubiera permitido que uno de sus hijos se alejara de ellos para ingresa al menor, y me enfureció mucho más el hecho de que un sacerdote pudiera permitirse influenciar de tal modo el alma del muchacho, con las dosis de terror con las que habitualmente se manejan (“Temo al Dios que pasa y no vuelve”, le dicen a los chicos).
Mi abuela, debo admitirlo, es una fiel devota del IVE. Las hermanitas grisazuladas merodean por su casa cada vez que deben viajar a Islandia, Tayikistán o Papúa y necesitan algunos pesos para solventar el pasaje. Además, contribuye desde hace años con un abono mensual que, estamos seguros, sufre un ajuste acorde al ritmo de la inflación real. Se trata, claro, de una devoción a distancia. Hace cinco años nos anunció que se iría por un mes al monasterio que las matarazas tienen en San Rafael. Sus futuros herederos nos aterrorizamos previendo que los campos y las vaquitas que algún día aliviarán nuestras economías domésticas se convertirían en donaciones al IVE quienes, a cambio, le otorgarían graciosamente un lugar en su cementerio del Chañaral y hasta la enterrarían con el hábito grisazulado para asegurarle la salvación eterna. Respiramos aliviados cuando, a los cuatro días de su partida, nos anunció su regreso anticipado debido a cuestiones de salud. Yo estoy seguro que el motivo fue bastante más frívolo que sanitario: las hermanitas le habrán servido té “La Virginia” medio frío en tazas de lata, y yo conozco a mi abuelita y su apego por la porcelana de Brother´s y por el Ceylan tea.
El año pasado mi abuela nos invito a una comida a su casa, “Sin niños”, claro está. Entre otros, había una buena señora cuyana, vecina de las matarazas, a quien mi abuelita estaba alojando debido a un tratamiento médico que la mujer se realizaba en Buenos Aires. En un momento, y para darle alguna participación en la conversación, se me ocurrió preguntarle por el muchachito hermano de mi amigo, quien, a esas alturas, sería ya sacerdote. “Ah, el Padre Tal -me dijo-, estaba en la parroquia de San ......, pero hace unos meses dejó el sacerdocio”. Todos nos quedamos asombrados y yo no tuve mejor idea que preguntar qué había pasado. La señora, eludiendo las normas de urbanidad y mostrando su falta de roce, como después me informó mi abuelita, respondió: “No sabemos. Nunca dicen por qué dejan los padres. Pero el Padre Tal se notaba que iba a dejar. Ud. no sabe cómo miraba a las chicas!”.
Imáginese Sr. Anónimo, al pobre curita de 25 años, que desde los 14 estaba encerrado con muchachitos como él, escuchando a sus (de)formadores diciéndoles que con rosario y cilicio se vencen las tentaciones, expuesto ahora, de un momento para otro, a escuchar diariamente las confesiones de sus bellas y sugerentes feligresas que le contarían los refocilos que tendrían con sus novios y amigos... Hace un mes me crucé con mi amigo y le pregunté por su hermano el ex cura: “Y ahí anda, más o menos. Ahora consiguió un trabajito sacando fotos en casamientos y cumpleaños”. Otra vida arruinada por K. y sus muchachos, y van... ¿cuántas? El que lo sepa, que cante. Dicen que muchas más de cincuenta, pero es el secreto mejor guardado de IVE.
Como Ud. verá, Sr. Anónimo, no he respondido su pregunta. No creo que haya algún seminario bueno en Argentina. Desde las cartas de Castellani las cosas cambiaron, para peor.