Ronald Knox tuvo un gran e íntimo amigo en su juventud y que lo precedió en su conversión a la Iglesia católica. Su nombre era Guy Lawrence. Lamentablemente, murió en combate en la Primera Guerra Mundial. Según su biógrafo, el corazón de Ronnie estuvo diecinueve años vacío hasta que pudo encontrar nuevamente la amistad. Y esta vez fue una mujer. Su nombre era Daphne Strutt, miembro de una familia de agnósticos, y ella misma apenas una anglicana nominal. Su matrimonio con Lord Acton y consecuente conocimiento del mundo católico, le provocaron el interés de conocer más de la Iglesia y, luego, su deseo de convertirse. Será el P. Ronald Knox el encargado de instruirla en la nueva fe.
Esta relación apenas discipular terminará engendrando una profunda amistad de la que pueden relatarse muchas anécdotas. Por ejemplo, durante un crucero por las islas griegas, en el que se suponía que Ronald sería conferenciante para el importante grupo de católicos que participaban, dedicó su tiempo exclusivamente a Lady Acton, para malestar y desagrado del pasaje. Además, su intercambio epistolar fue, durante mucho tiempo, diario.
Cuando luego de varios años de capellanía en Oxford, y harto ya de ser una de las tantas atracciones de la ciudad, Ronnie decide alejarse de esa función, elegirá, con permiso de su obispo, a Aldenham como lugar de residencia. Era esta la casa solariega de los Acton y fungirá allí de capellán privado de la familia, aunque esto significó, como el advirtieron, su alejamiento de la escena eclesiástica inglesa y, consecuentemente, de sus posibilidades episcopales.
Sus años en Aldenham son los años de la guerra, cuando la casa se ha convertido en una refugiada escuela de niñas de Londres con sus monjas y profesoras, y Lord Acton se encuentra con su yeomanry en Inglaterra, y luego movilizado en Italia. Y serán los años de intensos y continuos diálogos amicales entre Ronnie y Daphne. Terminada la guerra, los Acton se trasladan a Rhodesia, donde Ronald los visitará poco tiempo antes de su muerte.
Esta breve relación de la amistad de Ronnie con Lady Acton puede escandalizar a varios. Encuentro paralelismos con las amistades de Castellani y Alicia (el recuerdo de la cual le valió al autor de la verde biografía del cura que su libro fuera puesto en el Index por el respetado Castellanista Mayor Argentino); San Jerónimo y Santa Paula y, también, Nuestro Señor y la Magdalena. Fueron todas amistades saludables, con buenos frutos particulares y, también, universales. Como bien escribía Knox a Lady Acton, “La Vulgata nunca se habría escrito si Santa Paula no le hubiese dicho a San Jerónimo: ´Come on, now´”.
La amistad de Ronald me permite plantear el interrogante del valor e importancia de la amistad cristiana. No se trata, claro, de descifrar una tarjetita melosa de Paulinas, sino de profundizar en un tema descuidado. Veamos:
Es notable la enorme consideración e importancia que poseía la amistad durante la Edad Media. Y no hablo de la amistad como inasible categoría platónica sino de la amistad concreta, aquella que podemos calificar de “amistad particular”, más allá que está expresión haya quedado viciada luego de las recomendaciones tridentinas y, sobre todo, por la literatura veladamente homosexual francesa de Roger Peyrefitte y André Gide, y su réplica criolla de Manucho Mujica Lainez y Abelardo Arias.
En la alta Edad Media no se encuentra un tratado acerca de la amistad, pero sí es posible acceder a los cuantiosos y voluminosos epistolarios en los que, de un modo coloquial y hasta familiar, encontramos expresiones de amistad. Copio aquí algunos párrafos:
Pedro, arzobispo de Milán, lee el siguiente párrafo de un carta de un discípulo suyo:
“Tengo memoria de tu dulcísima humildad y amor, y gimo por la ausencia de aquel cuya llama de la caridad arde en el corazón del hijo. Cuánta es la infelicidad de este mundo que separa a amigos tan queridos, que separa al hijo del padre. Oh, si tuviera las alas del águila para que pudiera atravesar más veloz que el Euro las cumbres de los Alpes!, qué pronto estaría ante los pies paternos para refrigerar los ardores de mi pecho con la visión del padre. Pero como no podemos hacer esto, vistámonos con las dos alas de la caridad: estemos presentes en Cristo así como estamos ausente en el mundo. ¿Qué es la caridad sino la unión de las almas... Yo, tu hijo, te suplico que por su misericordia (de Cristo)..., que conserves escondido en el santísimo tesoro paternal de la memoria el nombre de éste tu hijo.”
Arno, arzobispo de Salzburgo, lee lo siguiente en una epístola de su maestro:
“Muchas veces la figura del amigo se separa, pero nunca deben separase en la dulzura de la caridad. Donde el amor es verdadero, allí está firme la memoria de la hermandad. Donde la raíz de la amistad es firme, está fijado el tesoro en el pecho. Entonces, ciertamente, se multiplican las ramas vestidas con las flores de la fe, hasta que los frutos de la eterna alegría colmen a los que posee verdadera caridad entre ellos...”
Paulino, patriarca de Aquilea, recibe una carta de un condiscípulo que dice:
“No necesariamente la ausencia del cuerpo divide el amor, porque la amistad que puede abandonarse nunca fue verdadera. Siempre amaba, dulcísimo amigo, lo que conocía de ti, y mi corazón ha escrito la alianza de la amistad en tu corazón. Y así está escrito el nombre de mi Paulino, y no en cera, que se puede borrar. Te pido que no olvides en tus santas oraciones el nombre de éste tu amigo, sino escóndelo en algún rincón de la memoria, y anúncialo en el tiempo oportuno, cuando consagras el pan y el vino en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo.”
Me llama la atención las constantes referencias al “pecho” o al “corazón” que se encuentran en estos textos y las expresiones que, hoy, no nos permitiríamos entre amigos tales como “refrigerar los ardores de mi pecho con tu visión”. Más de un mal pensado pensaría mal. Creo que los medievales no tenían aún esos reparos y eran capaces de expresar de un modo gráfico y plenamente humano, hasta carnal, el profundo amor que los unía a sus amigos y de los que estaba separados por las distancias casi insalvables de la época.
En el siglo XII encontramos ya un tratado dedicado exclusivamente a la amistad. Se trata del De amicitia, traducido como La amistad espiritual de San Elredo de Rieval (la versión latina está en el tomo 40 del Migne y hay una edición castellana por los cistercienses de Azul en la lamentablemente desaparecida colección de "Padres Cistercienses"). Este cisterciense vivió hasta los veinticuatro años en la corte del rey David de Escocia, donde traba una gran amistad con San Waldef, hijo del rey, quien morirá siendo abad del Cister de Melrose. Elredo mismo ingresa al monasterio cisterciense de Rieval del que terminará siendo abad. También allí se distinguirá por la dulzura de su trato y por profundas amistades, como la que lo unirá a su discípulo Juan, a quien le dedica su tratado sobre la amistad espiritual, y con Walter Daniel, otro de sus novicios, quien será, además, su primer biógrafo. (La Vita Ailredi de Walter Daniel no es fácil de conseguir. Hay una traducción inglesa de los años ´50 inhallable y una reciente edición italiana que no conozco).
Copio aquí algunos párrafos de Elredo:
[20] “El amigo es el custodio del amor o, como dicen otros, el guardián del alma." Sí, es necesario que mi amigo sea custodio del mutuo amor y, aun más, de mi misma alma, para que guarde con silencio fiel todos sus secretos; para que cure y cargue con todas sus fuerzas cualquier vicio que vea; para que goce cuando gozo y llore cuando lloro, y sienta que son todas suyas las cosas de su amigo”.
“[26.] El beso espiritual es propio de los amigos, sujetos a la ley de la amistad. No se da por el contacto de las bocas, sino por el afecto de las alma. No por la unión de los labios, sino por la fusión de los espíritus. La presencia del Espíritu de Dios en esta conjunción todo lo torna casto y, por su participación, es pregustación del cielo. Esto, que llamo beso de Cristo —aunque no lo ofrece él directamente, sino a través de otro—, inspira, en los que se aman aquel sacratísimo afecto por el que, pareciéndoles ser dos en una sola alma, dicen con el Profeta: ¡Ved qué dulzura, qué delicia es habitar los hermanos unidos! [27.] Acostumbrándose el alma a este beso y no dudando de que toda su dulzura le viene de Cristo, como si reflexionara consigo misma, dice: ¡Oh, si él mismo se me acercara! Y, suspirando por el beso intelectual, clama: ¡Béseme con el beso de su boca! De modo que, mitigados ya los afectos terrenos y sosegados todos los pensamientos y deseos mundanos, sólo en el beso de Cristo se deleita y en su abrazo descansa, exultando y diciendo: Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza.”
No niego que me resulta un poco chocante el vocabulario de Elredo, y que más de uno ha malinterpretado, pero habla ex abundantia cordis, con la oratoria de su época. Si no nos gustan las palabras, quedémonos con el espíritu de sus discurso, y que es lo que a mí me interesa destacar en este post.
Entre los cristianos, la amistad no es optativa; la amistad es necesaria. El amigo no es el compinche ni el cómplice, sino es la ayuda imprescindible para llegar a Cristo. Muchos ejemplos tengo yo de laicos, curas, monjas, etc., que se creyeron fuertes francotiradores, y los pobres terminaron perdiendo la fe o dejando el ministerio.
La amistad no es una entidad vaporosa. Es concreta y real. Los jesuitas, en su deleterea y constante labor de destrucción de la tradición, anatematizaron las amistades particulares, especialmente en los medios religiosos, por temor a los desvíos que eso podía traer a una naturaleza caída como la nuestra. Existía, por cierto, una base de prudente cautela, pero ellos lo hicieron a lo bestia, y así, cualquier amistad particular, es decir, de Juan con Pedro por ejemplo, fue prohibida. Tal como ocurre hoy en el seminario de Hobbes, la amistad debe ser de Juan con todos sus compañeros seminaristas, con todo su grupo de francachela seminaril y cualquier apartamiento de dos del gran grupo es mirado con sospecha, luego denunciado y, finalmente, prohibido. Y así quedan los pobres curas, deshilvanados por parroquias y capillas, solitos portadores del enorme peso de su elección y, cuando el astuto Demonio de Mediodía se acerca, los encuentra sin muleta. Una sola zancadilla es suficiente para voltearlos, y a veces, de la peor manera.
En fin, este post no es una reivindicación del 20 de julio, día cursi si los hay. Es recuerdo de alguna cosa necesaria para ir al cielo.
Esta relación apenas discipular terminará engendrando una profunda amistad de la que pueden relatarse muchas anécdotas. Por ejemplo, durante un crucero por las islas griegas, en el que se suponía que Ronald sería conferenciante para el importante grupo de católicos que participaban, dedicó su tiempo exclusivamente a Lady Acton, para malestar y desagrado del pasaje. Además, su intercambio epistolar fue, durante mucho tiempo, diario.
Cuando luego de varios años de capellanía en Oxford, y harto ya de ser una de las tantas atracciones de la ciudad, Ronnie decide alejarse de esa función, elegirá, con permiso de su obispo, a Aldenham como lugar de residencia. Era esta la casa solariega de los Acton y fungirá allí de capellán privado de la familia, aunque esto significó, como el advirtieron, su alejamiento de la escena eclesiástica inglesa y, consecuentemente, de sus posibilidades episcopales.
Sus años en Aldenham son los años de la guerra, cuando la casa se ha convertido en una refugiada escuela de niñas de Londres con sus monjas y profesoras, y Lord Acton se encuentra con su yeomanry en Inglaterra, y luego movilizado en Italia. Y serán los años de intensos y continuos diálogos amicales entre Ronnie y Daphne. Terminada la guerra, los Acton se trasladan a Rhodesia, donde Ronald los visitará poco tiempo antes de su muerte.
Esta breve relación de la amistad de Ronnie con Lady Acton puede escandalizar a varios. Encuentro paralelismos con las amistades de Castellani y Alicia (el recuerdo de la cual le valió al autor de la verde biografía del cura que su libro fuera puesto en el Index por el respetado Castellanista Mayor Argentino); San Jerónimo y Santa Paula y, también, Nuestro Señor y la Magdalena. Fueron todas amistades saludables, con buenos frutos particulares y, también, universales. Como bien escribía Knox a Lady Acton, “La Vulgata nunca se habría escrito si Santa Paula no le hubiese dicho a San Jerónimo: ´Come on, now´”.
La amistad de Ronald me permite plantear el interrogante del valor e importancia de la amistad cristiana. No se trata, claro, de descifrar una tarjetita melosa de Paulinas, sino de profundizar en un tema descuidado. Veamos:
Es notable la enorme consideración e importancia que poseía la amistad durante la Edad Media. Y no hablo de la amistad como inasible categoría platónica sino de la amistad concreta, aquella que podemos calificar de “amistad particular”, más allá que está expresión haya quedado viciada luego de las recomendaciones tridentinas y, sobre todo, por la literatura veladamente homosexual francesa de Roger Peyrefitte y André Gide, y su réplica criolla de Manucho Mujica Lainez y Abelardo Arias.
En la alta Edad Media no se encuentra un tratado acerca de la amistad, pero sí es posible acceder a los cuantiosos y voluminosos epistolarios en los que, de un modo coloquial y hasta familiar, encontramos expresiones de amistad. Copio aquí algunos párrafos:
Pedro, arzobispo de Milán, lee el siguiente párrafo de un carta de un discípulo suyo:
“Tengo memoria de tu dulcísima humildad y amor, y gimo por la ausencia de aquel cuya llama de la caridad arde en el corazón del hijo. Cuánta es la infelicidad de este mundo que separa a amigos tan queridos, que separa al hijo del padre. Oh, si tuviera las alas del águila para que pudiera atravesar más veloz que el Euro las cumbres de los Alpes!, qué pronto estaría ante los pies paternos para refrigerar los ardores de mi pecho con la visión del padre. Pero como no podemos hacer esto, vistámonos con las dos alas de la caridad: estemos presentes en Cristo así como estamos ausente en el mundo. ¿Qué es la caridad sino la unión de las almas... Yo, tu hijo, te suplico que por su misericordia (de Cristo)..., que conserves escondido en el santísimo tesoro paternal de la memoria el nombre de éste tu hijo.”
Arno, arzobispo de Salzburgo, lee lo siguiente en una epístola de su maestro:
“Muchas veces la figura del amigo se separa, pero nunca deben separase en la dulzura de la caridad. Donde el amor es verdadero, allí está firme la memoria de la hermandad. Donde la raíz de la amistad es firme, está fijado el tesoro en el pecho. Entonces, ciertamente, se multiplican las ramas vestidas con las flores de la fe, hasta que los frutos de la eterna alegría colmen a los que posee verdadera caridad entre ellos...”
Paulino, patriarca de Aquilea, recibe una carta de un condiscípulo que dice:
“No necesariamente la ausencia del cuerpo divide el amor, porque la amistad que puede abandonarse nunca fue verdadera. Siempre amaba, dulcísimo amigo, lo que conocía de ti, y mi corazón ha escrito la alianza de la amistad en tu corazón. Y así está escrito el nombre de mi Paulino, y no en cera, que se puede borrar. Te pido que no olvides en tus santas oraciones el nombre de éste tu amigo, sino escóndelo en algún rincón de la memoria, y anúncialo en el tiempo oportuno, cuando consagras el pan y el vino en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo.”
Me llama la atención las constantes referencias al “pecho” o al “corazón” que se encuentran en estos textos y las expresiones que, hoy, no nos permitiríamos entre amigos tales como “refrigerar los ardores de mi pecho con tu visión”. Más de un mal pensado pensaría mal. Creo que los medievales no tenían aún esos reparos y eran capaces de expresar de un modo gráfico y plenamente humano, hasta carnal, el profundo amor que los unía a sus amigos y de los que estaba separados por las distancias casi insalvables de la época.
En el siglo XII encontramos ya un tratado dedicado exclusivamente a la amistad. Se trata del De amicitia, traducido como La amistad espiritual de San Elredo de Rieval (la versión latina está en el tomo 40 del Migne y hay una edición castellana por los cistercienses de Azul en la lamentablemente desaparecida colección de "Padres Cistercienses"). Este cisterciense vivió hasta los veinticuatro años en la corte del rey David de Escocia, donde traba una gran amistad con San Waldef, hijo del rey, quien morirá siendo abad del Cister de Melrose. Elredo mismo ingresa al monasterio cisterciense de Rieval del que terminará siendo abad. También allí se distinguirá por la dulzura de su trato y por profundas amistades, como la que lo unirá a su discípulo Juan, a quien le dedica su tratado sobre la amistad espiritual, y con Walter Daniel, otro de sus novicios, quien será, además, su primer biógrafo. (La Vita Ailredi de Walter Daniel no es fácil de conseguir. Hay una traducción inglesa de los años ´50 inhallable y una reciente edición italiana que no conozco).
Copio aquí algunos párrafos de Elredo:
[20] “El amigo es el custodio del amor o, como dicen otros, el guardián del alma." Sí, es necesario que mi amigo sea custodio del mutuo amor y, aun más, de mi misma alma, para que guarde con silencio fiel todos sus secretos; para que cure y cargue con todas sus fuerzas cualquier vicio que vea; para que goce cuando gozo y llore cuando lloro, y sienta que son todas suyas las cosas de su amigo”.
“[26.] El beso espiritual es propio de los amigos, sujetos a la ley de la amistad. No se da por el contacto de las bocas, sino por el afecto de las alma. No por la unión de los labios, sino por la fusión de los espíritus. La presencia del Espíritu de Dios en esta conjunción todo lo torna casto y, por su participación, es pregustación del cielo. Esto, que llamo beso de Cristo —aunque no lo ofrece él directamente, sino a través de otro—, inspira, en los que se aman aquel sacratísimo afecto por el que, pareciéndoles ser dos en una sola alma, dicen con el Profeta: ¡Ved qué dulzura, qué delicia es habitar los hermanos unidos! [27.] Acostumbrándose el alma a este beso y no dudando de que toda su dulzura le viene de Cristo, como si reflexionara consigo misma, dice: ¡Oh, si él mismo se me acercara! Y, suspirando por el beso intelectual, clama: ¡Béseme con el beso de su boca! De modo que, mitigados ya los afectos terrenos y sosegados todos los pensamientos y deseos mundanos, sólo en el beso de Cristo se deleita y en su abrazo descansa, exultando y diciendo: Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza.”
No niego que me resulta un poco chocante el vocabulario de Elredo, y que más de uno ha malinterpretado, pero habla ex abundantia cordis, con la oratoria de su época. Si no nos gustan las palabras, quedémonos con el espíritu de sus discurso, y que es lo que a mí me interesa destacar en este post.
Entre los cristianos, la amistad no es optativa; la amistad es necesaria. El amigo no es el compinche ni el cómplice, sino es la ayuda imprescindible para llegar a Cristo. Muchos ejemplos tengo yo de laicos, curas, monjas, etc., que se creyeron fuertes francotiradores, y los pobres terminaron perdiendo la fe o dejando el ministerio.
La amistad no es una entidad vaporosa. Es concreta y real. Los jesuitas, en su deleterea y constante labor de destrucción de la tradición, anatematizaron las amistades particulares, especialmente en los medios religiosos, por temor a los desvíos que eso podía traer a una naturaleza caída como la nuestra. Existía, por cierto, una base de prudente cautela, pero ellos lo hicieron a lo bestia, y así, cualquier amistad particular, es decir, de Juan con Pedro por ejemplo, fue prohibida. Tal como ocurre hoy en el seminario de Hobbes, la amistad debe ser de Juan con todos sus compañeros seminaristas, con todo su grupo de francachela seminaril y cualquier apartamiento de dos del gran grupo es mirado con sospecha, luego denunciado y, finalmente, prohibido. Y así quedan los pobres curas, deshilvanados por parroquias y capillas, solitos portadores del enorme peso de su elección y, cuando el astuto Demonio de Mediodía se acerca, los encuentra sin muleta. Una sola zancadilla es suficiente para voltearlos, y a veces, de la peor manera.
En fin, este post no es una reivindicación del 20 de julio, día cursi si los hay. Es recuerdo de alguna cosa necesaria para ir al cielo.
Excelente post querido Wanderer. Abundando en el tema, recuerdo haber leído hace un tiempo sobre la importancia del "socius" en la Orden de Predicadores. El autor (que no recuerdo, mala memoria la mía) decía que Santo Tomás no hubiese sido quien fue sin fray Reginaldo de Piperno --quien no pudo haber sido tan bruto como Louis de Wohl lo retrata si es que fue realmente el redactor del Suplemento de la Suma. Y tengo entendido que la figura del "socius" no fue privativa de los dominicos.
ResponderEliminarEstimado Wanderer: no sé si la prevención contra las "amistades particulares" puede ser considerada cuestión postridentina; o mejor dicho, no sé si la culpa de ésa prevención es del tridentino. De cualquier modo, coincido con usted en que desalentar la "amistad particular" presenta sus bemoles. La misma expresión "amistad particular" es redundante, de modo que encubre el desaliento hacia toda amistad. La buena disposición general hacia todo otro humano, y en particular hacia los miembros de la propia comunidad, no es amistad sino fraternidad. La amistad o es particular o no es. Quizás al desalentar sobre la amistad particular quieren advertir que no conviene esperar mucho de ningún humano, ya que "sólo Dios es fiel", como decía Santa Juana de Lestonac. Quizás entonces más que derogar la amistad quieren prevenir la formación de "camarillas". O quizás quieren advertir que algunos demonios bien feos se pueden colar en cualquier lado. Pero en cualquier caso, si es algo de éso, o todo éso, lo que quieren evitar, deberían decirlo así, sin más y no embrollarse. Ahora, si lo que quieren es prohibir lisa y llanamente la amistad, no están legislando para hombres.
ResponderEliminarEstimado Caminante:
ResponderEliminarExcelente post sobre la amistad cristiana. Me recuerda a un extraordinario capítulo de Pinckaers en “Las fuentes…” sobre la virtud de la amistad. Tema descuidado y maltratado por “la espiritualidad del triunfo de la voluntad”.
Respecto de sus reflexiones sobre ambientes hobbesianos, aunque coincido, me permito introducir un nuevo elemento de reflexión. Vivimos en los tiempos del homo videns. Un tipo humano que ha ido forjando su personalidad en la contemplación del televisor. Que no sólo ha perdido, por los efectos de la televisión, una parte de su capacidad de abstracción, sino que padece una profunda inmadurez afectiva. Si ya en los tiempos en que Castellani escribió “Psicología humana” el desgobierno de la afectividad era un problema a resolver; en tiempos de video-jóvenes, eternos adolescentes, veletas sentimentales, la inmadurez afectiva es un drama. La manera de resolver este drama, no debiera pasar, pienso yo, por una simplista supresión del asunto y la promoción de un perfil de “machote recio” que lo soluciona todo a fuerza de voluntad pura. Nada violento es durable, y el voluntarista es una bomba de tiempo. Tampoco parece bueno que los años de formación sean una suerte de ejercicio de simulación de madurez afectiva, que se abandona a la semana siguiente a la ordenación. El Castellanista Mayor Argentino ha dicho, con mucha lucidez a mi modo de ver, que el estudio intenso es un medio de hacer madurar la afectividad; pero en tierras hobbesianas nunca le dieron bolilla: “con una hora y media de estudio por día, a mí me alcanzó”, dicen que dijo el sobrino...
Lo anterior me lleva a pensar que mientras no se exorcice al espíritu activista de lavarropas que infesta tierras hobbesianas, por el estudio serio, el cultivo de la amistad verdadera y muchas otras cosas que no es posible ahora enumerar, no habrá candidatos con suficiente madurez afectiva. Se reprimirán las amistades particulares o se las fomentará con la simulación exterior de madurez, pero las veletas sensibleras en inestable equilibrio serán mayoría.
Conjeturo que es temerario animar a esa mayoría a comprometerse al celibato y armar una suerte de escalera mecánica cuyo último escalón es la imposición de manos. Pienso -y me parece que la luz viene de Oriente- que a los video-jóvenes no debiera confiárseles una responsabilidad mayor que el diaconado permanente. Tal vez, la disciplina de Oriente sea un buen ejemplo para el Occidente de hoy; no me refiero sólo a la ordenación varones casados, sino al hecho de que algunas iglesias orientales ordenan sacerdotes de más cuarenta años de edad como práctica habitual sin que los corra la prisa por crear “máquinas de fabricar sacramentos”.
Cordiales saludos.
Pablo (Rosario)
Sí, y quiero agregar a lo de Pablo, sobre aquello de las "máquinas de fabricar sacramentos" lo dicho por la Hueck de Doherty en su famoso libro "Pustinia": "La Iglesia en Occidente ha sido contaminada con la idea capitalista de producción. Pero el pueblo no quiere que el sacerdote trabaje--simplemente quiere que esté ahí".
ResponderEliminarCosas que todavía tenemos que aprender.
Savonarola.
Estimando Wanderer: desde su post sobre el cosmos vengo pensando algo inteligente para decir, pero -parafraseando a Fontanarosa- no se me ocurrió nada (como era de esperar). Sólo tengo entonces para aportar lo siguiente: queda abierto el tema de la materia (le pregunto, ya que estamos, si Ud. considera verdadera la doctrina hilemórfica); el tema de la materia, específicamente, el dualismo, me parece íntimamente relacionado con el asunto de la amistad y, por último, suscribo sin vacilaciones su post tanto como el inteligentísimo de Pablo de Rosario. Un saludo y nuevamente agradecidísimo de sus aportes.
ResponderEliminarJuan Mendocino.
Creo que el tema de las amistades particulares tiene una doble vertiente:
ResponderEliminarpor un lado, es una prevención frente a la homosexualidad y el lesbianismo, incluidos los impulsos sexuales "ignotos" o prefreudianos que gente con poca maduración afectiva tiende a desarrollar. Al respecto, recuerdo la frase dicha con solemnidad por una consagrada en un acto público: Nuestro Fundador, hoy, nos está regando desde el cielo. Ahora, esta prevención frente a la "amistad particular" puede funcionar exactamente al revés. No se combate una inclinación desviada con la torsión de la naturaleza. Tampoco una inclinación natural, dicho sea de paso (Merton sabía algo al respecto).
Segundo motivo del combate contra las amistades particulares: el espíritu sectario. Como bien nota el Estagirita en su Política (no tengo la cita a mano, pero tengo a Kirchner todos los días), el tirano procura evitar todo tipo de amistad social, en particular las reuniones de amigos, los banquetes, las conversaciones amicales, no sea cosa que de allí surja la fuerza que destruya su tiranía. Las sectas requieren la destrucción de todo lazo que no pase por el "buen espíritu" de la propia secta, que se constituye habitualmente en una especie de panóptico hipertrofiado de la paternidad y que por lo mismo anula toda relación madura, Además, siguiendo al Estagirita, toda amistad es en cierto modo un fin en sí mismo, y es de la naturaleza de la secta repudiar todo aquello que no se instrumentaliza al fin de la organización. Item, la amistad fomenta el espíritu analítico y crítico, las particularidades personales -no hay cosa tan caprichosa como el motivo por el cual me gusta una persona y no otra-, en suma, la singularidad. Kriptonita de las sectas.
Estimado Wanderer:
ResponderEliminarMuy bueno el post sobre la amistad. Siempre me ha llamado mucho la atención que Aristóteles, al comenzar su hermoso libro sobre la amistad en la Ética, dice que es "lo más necesario para la vida".
El libro de san Elredo es una verdadera joya y creo que no hay que permitirse que nos resulte chocante el lenguaje. La sexualización de todo amor y la propaganda homosexual están aniquilando, en unos por efecto y en otros por reacción, el verdadero sentido del amor de amistad.
Le deseo a ud. y a todos los demás una feliz y santa Navidad.
Un abrazo.
P.L.