El Via Crucis que compuso Nelly en su sitio Sombreval, incluye una sugestiva frase del papa Benedicto XVI en la XI Estación: “El Señor... no quiere usar su poder para descender de la cruz, sino que más bien soporta el sufrimiento de la cruz hasta el final”. Ciertamente el Señor Jesús habrá tenido la tentación de descender de la cruz. Probablemente no como una actitud de abierto desafío a la voluntad del Padre, sino como un desaliento y cansancio de cumplir esa misma voluntad aunque ya estaba, en su mayor parte, cumplida.
Los cristianos, sus discípulos, muchas veces nos encontramos con esa misma tentación y, dolorosamente, muchos son los que caen en ella. Leía en “Panorama Católico Internacional” el siguiente testimonio del “padre” Leonardo Belderrain: “A Silvina la conocí paseando en el Parque Pereyra Iraola. Nos pusimos a charlar y tiempo después me invitó a cenar a su casa. Ella practica danzas africanas y en una de nuestras primeras salidas fui a ver uno de sus espectáculos. Fue toda una revelación verla ahí, en el escenario, moviéndose al ritmo de esa música tan sensual”. Por supuesto que el presbítero terminó abandonando su ministerio, y yéndose a vivir con Silvina.
Conozco a varios sacerdotes de buena línea, piadosos, excelentes personas, egresados de los seminarios más recomendables de nuestro país, que rezaban y estudiaban, y que terminaron también con otras “Silvinas”. Conozco a algunos seglares, brillantes en lo intelectual y formados con la mejor doctrina que, luego de vivir durante años fieles a los mandatos de la Iglesia, explotó algo dentro de ellos, cedieron a sus debilidades, y amarraron en una pequeña isla, cejando en su empeño de navegar hacia Jauja. Clavados en la cruz durante un largo tiempo, en un momento se cansaron, y descendieron.
En general, el detonante común de todos estos casos ha estado relacionado con debilidades sexuales o, si se quiere afectivas. Razones burdas y vergonzosas, alejadas de lo intelectual que no implicaba, en lo inmediato, el abandono de la fe. Quien cedía en la lucha quedaba abatido, sabiendo de la bajeza de su falta, y en su abatimiento quizás reclamaba hasta la misericordia de Dios, pero no pretendía abandonarlo. La apostasía exige motivaciones más elevadas que las meramente carnales. El ansia del poder, como fue el caso de Talleyrand, o la soberbia intelectual como lo fue el de Lamennais.
El descenso voluntario de la cruz se enmascara tras diversas justificaciones. Leonardo Belderrain decía que consideraba a su naciente amor por Silvina como un “don de Dios”. Es la excusa que produce mayor tranquilidad interior. “Dios lo ha querido así. Ha sido su providencia la que me cruzó con esta persona. ¿Qué de malo puede haber en el amor?”. Y es también la excusa más superficial y más tonta, que pronto se gasta con la misma velocidad con la que el pobre miserable cae en la cuenta, en la mayoría de los casos, de que lo suyo no fue amor sino una mera explosión de deseo.
Otros se justificarán pensando que ya hicieron demasiado. Que las dos décadas de vida sacerdotal, o que los años de vida cristiana, han sido ya suficientes para alcanzar la salvación. Que ellos también son hombres y no ángeles y que, por tanto, necesitan un cuerpo para abrazar, y no sólo los transparentes afectos de la vida espiritual. Cuestionarán el momento de su decisión definitiva, dudarán de la libertad que tuvieron para hacerla, pensarán en los “años perdidos” y en que aún son jóvenes, tienen todavía media vida para vivir. No reconocen al demonio de mediodía que les endulza los oídos.
Hay otra excusa, más sutil y diabólica. “La Iglesia es un desastre. Yo no puedo seguir en el ministerio con estos obispos progresistas que no tienen fe. Mi obispo me está destruyendo”. O, si es laico, dirá: “¿Por qué debo yo esforzarme tanto por llevar una vida cristiana cuando los obispos y los curas viven en el mayor desorden espiritual y moral?”. Utilizan una verdad incuestionable para tapar sus propias debilidades. En la mayoría de los casos terminan perdiendo la fe, si no en lo teórico, al menos en lo práctico. Durante los primeros tiempos continuarán asistiendo a Misa, participando en lo posible en la vida sacramental, continuando con la oración. Pero, poco a poco, estas prácticas son abandonadas, “porque la Iglesia es un desastre” y así, su relación con Dios, según ellos, pasará a ser estrictamente personal, sin mediación alguna, al mejor estilo protestante.
Estos desgraciados hermanos nuestros pretenden construir sus “nuevas vidas” con una premisa de pecado permanente en ellas. El pecado no es un grave problema cuando, por debilidad o maldad caemos, pero pronto nos levantamos. El problema es cuando se diseña el proyecto existencial con el supuesto de pecado como realidad permanente y no circunstancial; cuando uno de los pivotes sobre los cuales se asienta ese proyecto es una situación de irremediable pecado. El pecado no es algo inerte; el pecado el algo vivo que destruye al alma, ahogándola o pudriéndola. No morirá de inmediato, como en el caso de la apostasía, sino que agonizará durante un largo tiempo entre los vahos hediondos de la podredumbre de su propio pecado.
El problema del pecado no es lo que le hacemos a Dios con ellos puesto que Dios es impasible, sino lo que nos hacemos a nosotros mismos.
Los cristianos, sus discípulos, muchas veces nos encontramos con esa misma tentación y, dolorosamente, muchos son los que caen en ella. Leía en “Panorama Católico Internacional” el siguiente testimonio del “padre” Leonardo Belderrain: “A Silvina la conocí paseando en el Parque Pereyra Iraola. Nos pusimos a charlar y tiempo después me invitó a cenar a su casa. Ella practica danzas africanas y en una de nuestras primeras salidas fui a ver uno de sus espectáculos. Fue toda una revelación verla ahí, en el escenario, moviéndose al ritmo de esa música tan sensual”. Por supuesto que el presbítero terminó abandonando su ministerio, y yéndose a vivir con Silvina.
Conozco a varios sacerdotes de buena línea, piadosos, excelentes personas, egresados de los seminarios más recomendables de nuestro país, que rezaban y estudiaban, y que terminaron también con otras “Silvinas”. Conozco a algunos seglares, brillantes en lo intelectual y formados con la mejor doctrina que, luego de vivir durante años fieles a los mandatos de la Iglesia, explotó algo dentro de ellos, cedieron a sus debilidades, y amarraron en una pequeña isla, cejando en su empeño de navegar hacia Jauja. Clavados en la cruz durante un largo tiempo, en un momento se cansaron, y descendieron.
En general, el detonante común de todos estos casos ha estado relacionado con debilidades sexuales o, si se quiere afectivas. Razones burdas y vergonzosas, alejadas de lo intelectual que no implicaba, en lo inmediato, el abandono de la fe. Quien cedía en la lucha quedaba abatido, sabiendo de la bajeza de su falta, y en su abatimiento quizás reclamaba hasta la misericordia de Dios, pero no pretendía abandonarlo. La apostasía exige motivaciones más elevadas que las meramente carnales. El ansia del poder, como fue el caso de Talleyrand, o la soberbia intelectual como lo fue el de Lamennais.
El descenso voluntario de la cruz se enmascara tras diversas justificaciones. Leonardo Belderrain decía que consideraba a su naciente amor por Silvina como un “don de Dios”. Es la excusa que produce mayor tranquilidad interior. “Dios lo ha querido así. Ha sido su providencia la que me cruzó con esta persona. ¿Qué de malo puede haber en el amor?”. Y es también la excusa más superficial y más tonta, que pronto se gasta con la misma velocidad con la que el pobre miserable cae en la cuenta, en la mayoría de los casos, de que lo suyo no fue amor sino una mera explosión de deseo.
Otros se justificarán pensando que ya hicieron demasiado. Que las dos décadas de vida sacerdotal, o que los años de vida cristiana, han sido ya suficientes para alcanzar la salvación. Que ellos también son hombres y no ángeles y que, por tanto, necesitan un cuerpo para abrazar, y no sólo los transparentes afectos de la vida espiritual. Cuestionarán el momento de su decisión definitiva, dudarán de la libertad que tuvieron para hacerla, pensarán en los “años perdidos” y en que aún son jóvenes, tienen todavía media vida para vivir. No reconocen al demonio de mediodía que les endulza los oídos.
Hay otra excusa, más sutil y diabólica. “La Iglesia es un desastre. Yo no puedo seguir en el ministerio con estos obispos progresistas que no tienen fe. Mi obispo me está destruyendo”. O, si es laico, dirá: “¿Por qué debo yo esforzarme tanto por llevar una vida cristiana cuando los obispos y los curas viven en el mayor desorden espiritual y moral?”. Utilizan una verdad incuestionable para tapar sus propias debilidades. En la mayoría de los casos terminan perdiendo la fe, si no en lo teórico, al menos en lo práctico. Durante los primeros tiempos continuarán asistiendo a Misa, participando en lo posible en la vida sacramental, continuando con la oración. Pero, poco a poco, estas prácticas son abandonadas, “porque la Iglesia es un desastre” y así, su relación con Dios, según ellos, pasará a ser estrictamente personal, sin mediación alguna, al mejor estilo protestante.
Estos desgraciados hermanos nuestros pretenden construir sus “nuevas vidas” con una premisa de pecado permanente en ellas. El pecado no es un grave problema cuando, por debilidad o maldad caemos, pero pronto nos levantamos. El problema es cuando se diseña el proyecto existencial con el supuesto de pecado como realidad permanente y no circunstancial; cuando uno de los pivotes sobre los cuales se asienta ese proyecto es una situación de irremediable pecado. El pecado no es algo inerte; el pecado el algo vivo que destruye al alma, ahogándola o pudriéndola. No morirá de inmediato, como en el caso de la apostasía, sino que agonizará durante un largo tiempo entre los vahos hediondos de la podredumbre de su propio pecado.
El problema del pecado no es lo que le hacemos a Dios con ellos puesto que Dios es impasible, sino lo que nos hacemos a nosotros mismos.
Cantaba Ezequías: “A la mitad de mis días voy a bajar a las puertas del sepulcro, privado del resto de mis años. Dije: Ya no veré más a Yavé en la tierra de los vivientes; ya no veré hombre vivo de entre los moradores del mundo. Mi morada es arrancada, llevada lejos de mí, como tienda de pastores. Como tejedor cortó el hilo de mi vida y lo separó de su trama. Día y noche me consumo, grito hasta la mañana, pues como león muele todos mis huesos. Chillo como golondrina y gimo como paloma. Mis ojos se consumen mirando a lo alto. ¡Oh Yavé, mira mi angustia y confórtame” (Is. 38, 10-14).
Que nunca nos cansemos de ser buenos; que nunca descendamos de la cruz.
Excelente, Wanderer: uno de sus trabajos centrales, y tan oportuno... Es verdad que entre nosotros la queja permanente, el sonsonete autocompasivo, resultan agobiantes. Siempre vemos, como el borrracho pesimista, la media botella vacía. Si sale el motu proprio, nos quejamos de que no se prohiba la misa de Paulo VI. Si un obispo autoriza, chillamos porque autoriza, y así ad nauseam. Y nos sentimos los Jobs del subdesarrollo. Como decía un gran sacerdote, hablando de contrariedades y soledades, "eso estaba en el programa". Eso es ser cristiano.
ResponderEliminarSería bueno recordar lo de Newman: "Que mis tinieblas sean la luz de los demás". Pero nosotros las exhibimos impúdicamente, las mimamos, las sobamos... Nos falta paciencia, y caridad.
El anónimo normando
Sí, ésa es la Gran Tentación, la akedia, la desesperanza, el tedio, el agobio, el cansancio, la tristeza... en síntesis, Getsemaní.
ResponderEliminarSi esto se hace con el leño verde, ¿qué podemos esperar nosotros, leños sequísimos?
Se llama sequedad. Y está muy bien.
No olvidemos que es un honor haber sido elegidos para portarnos bien (y hacer quedar bien al Gran Capitán) en semejantes circunstancias.
Estaría bueno recordar lo de San Pablo a los Gálatas (VI:9): "No os canséis de hacer el bien." O, en otras traducciones, "que el bien no os canse".
Y muchos menos en la Octava de Pascua.
Jack Tollers
Excelente post!
ResponderEliminar