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sábado, 2 de octubre de 2021

El canibalismo del Papa Francisco

 


La semana pasada amplios sectores de la opinión pública española e hispanoamericana expresaron de un modo muy marcado sus críticas a la actitud del Papa Francisco que, en ocasión del segundo centenario de la independencia de México, pidió perdón por los crímenes cometidos por la Iglesia durante el periodo de la conquista y evangelización del Nuevo Mundo. 

En numerosas ocasiones hemos hablado de lo absurdo de pedir perdón por supuestos pecados que cometieron otros y, además, por supuestos “pecados sociales”, que no se sabe qué son. Y es justo recordar que quien comenzó con esta moda que trae tantos aplausos fue Juan Pablo II. Lo cierto es que España llevó la fe y la civilización a América, a costa de enormes sacrificios, rescatando del dominio de las Tinieblas a millones de personas que se encontraban sumidas en la esclavitud, en los cultos idolátricos que exigían sacrificios humanos y en la barbarie. Sobre esta realidad, el Pontífice no dijo una sola palabra. Solamente hizo referencia a los abusos y excesos que ciertamente existieron, como existen en toda obra humana.

Una vez más nos encontramos con una repetida actitud de Francisco que en este blog definió con certeza nuestro siempre amigo Ludovicus como “canibalismo institucional”. Bergoglio es un caníbal que cree acrecentar su poder y prestigio fagocitando a su propia institución. Y es verdad que fue esta una de las cosas que más festejó el mundo a través de los medios masivos de comunicación en los primeros meses de su pontificado. Recordemos algunos hechos: afirmó que los párrocos “arrojaban piedras” a los pobres pecadores y que los seminarios formaban “pequeños monstruos”; diagnosticó a los oficiales de la curia romana de Alzheimer espiritual; apostrofó a las monjas de “solteronas”; retó a los cristianos practicantes por tener cara de “pepinillos en vinagre”; consideró que muchos miembros de la Iglesia sufren una “obsesión” con el tema del aborto y de los gays; y se refirió a los fieles que muestran “religiosidad e incluso amor a la Iglesia”, es decir, los que van a misa, se confiesan con frecuencia y rezan muchos rosarios, como gnósticos o neopelagianos autorreferenciales y prometeicos.

Esta política pontificia puede definirse como canibalismo institucional, cuyas notas son las siguientes:

1. El canibalismo institucional consiste en alimentarse de la mala fama de la institución a la que se pertenece, aceptando las versiones peyorativas, los prejuicios y las calumnias, oponiéndose a ellos y en consecuencia salvar la cara en forma personal. Cuando lo ejerce la persona que ostenta la representación suprema de la institución, puede alcanzar el rango de traición. Frecuentemente, ese salvar la cara individual suele justificarse como un medio para, a su vez, salvar lo salvable de la institución denigrada, que es rescatada, en teoría, por el triunfo del caníbal: “esta organización no puede ser tan mala si soporta a un presidente tan bueno”.

2. Se distingue de una sana autocrítica por la óptica de quien la ejerce, que suele ser exógena y próxima al pensamiento políticamente correcto o vigente. La crítica del caníbal institucional, explícita o tácita, no se diferencia, básicamente, de la del enemigo. O va acompañada del silencio respecto de la interpretación del enemigo. O, en todo caso, a la autocrítica no sigue el señalamiento de los errores del enemigo o la exaltación de los principios que molestan al enemigo de la institución. 

3. El caníbal institucional luce como alienado respecto de la institución. Es como si hubiera llegado a la misma por casualidad, y se distancia de ella permanentemente. La critica como la podría criticar un recién llegado, un parvenue. Cuando representa a la institución, lo hace como actor, como quien ejerce un papel impostado del que se despoja con alegría al terminar la función, agotado por la representación. La institución, sus bases y su historia están bajo su entero juicio y examen, no la asume como un axioma sino como un problema. Nunca más lejos de este canibalismo Napoleón, cuando profirió, “desde Clodoveo hasta la Convención, me hago cargo de todo”.

4. Lo paradójico es que esa alienación con la institución suele coexistir con una actitud de apoderamiento nunca antes vista. El caníbal la considera como propia, y al mismo tiempo la rechaza. Es un amo, no un representante. Como tal dueño, se considera en perfecto derecho para devorarla y rehacerla. Es un heredero con perpetuo beneficio de inventario.

5. El caníbal institucional no es la contracara del triunfalista, sino solo su contrario. Mientras que el triunfalista pretende adueñarse de la fama de la institución, exaltándola y exaltándose en una fusión idolátrica que le hace perder el alma, los principios y la causa final a la propia institución -lo que se justificará, naturalmente, en el intento antrópico de querer darle brillo y gloria-, el caníbal institucional, con la misma actitud e intención,  con el mismo ímpetu antrópico y pelagiano, privatiza el triunfalismo, exaltándose. Pedirá perdón por los crímenes y errores de la institución, pero rara vez por los propios.

6. El caníbal institucional pretende sustituir con su fama el prestigio de siglos; con las malezas de la aprobación popular, el humus de la historia; con los libros antiguos, los muebles centenarios, las vestes venerables, levanta una hoguera que brilla con un fulgor nunca antes visto. A la mañana siguiente encontrará cenizas. Como un Cronos invertido, será devorado por su hijo.


sábado, 21 de septiembre de 2013

Notas sobre Canibalismo Institucional

Pertinentes reflexiones de Ludovicus:



(I) El canibalismo institucional consiste en alimentarse de la mala fama de la institución a la que se pertenece, aceptando las versiones peyorativas, los prejuicios y las calumnias, oponiéndose a ellos y en consecuencia salvar la cara en forma personal. Cuando lo ejerce la persona que ostenta la representación suprema de la institución, puede alcanzar el rango de traición. Frecuentemente ese salvar la cara individual suele justificarse como un medio para, a su vez, salvar lo salvable de la institución denigrada, que es rescatada, en teoría, por el triunfo del caníbal: "esta organización no puede ser tan mala si soporta a un presidente tan bueno".

(II) Se distingue de una sana autocrítica por la óptica de quien la ejerce, que suele ser exógena y próxima al pensamiento políticamente correcto o vigente. La crítica del caníbal institucional, explícita o tácita, no se diferencia, básicamente, de la del enemigo. O va acompañada del silencio respecto de la interpretación del enemigo. O, en todo caso, a la autocrítica no sigue el señalamiento de los errores del enemigo o la exaltación de los principios que molestan al enemigo de la institución. 

(III) El caníbal institucional luce como alienado respecto de la institución. Es como si hubiera llegado a la misma por casualidad, y se distancia de ella permanentemente. La critica como la podría criticar un recién llegado, un parvenue. Cuando representa a la institución, lo hace como actor, como quien ejerce un papel impostado del que se despoja con alegría al terminar la función, agotado por la representación. La institución, sus bases y su historia están bajo su entero juicio y examen, no la asume como un axioma sino como un problema. Nunca más lejos de este canibalismo Napoleón, cuando profirió,  "desde Clodoveo hasta la Convención, me hago cargo de todo".

(IV) Lo paradójico es que esa alienación con la institución suele coexistir con una actitud de apoderamiento nunca antes vista. El caníbal la considera como propia, y al mismo tiempo la rechaza. Es un amo, no un representante. Como tal dueño, se considera en perfecto derecho para devorarla y rehacerla. Es un heredero con perpetuo beneficio de inventario.

(V) El caníbal institucional no es la contracara del triunfalista, sino solo su contrario. Mientras que el triunfalista pretende adueñarse de la fama de la institución, exaltándola y exaltándose en una fusión idolátrica que le hace perder el alma, los principios y la causa final a la propia institución (lo que se justificará, naturalmente, en el intento antrópico de querer darle brillo y gloria), el caníbal institucional, con la misma actitud e intención,  con el mismo ímpetu antrópico y pelagiano, privatiza el triunfalismo, exaltándose. Pedirá perdón por los crímenes y errores de la institución, rara vez por los propios.

(VI) El caníbal institucional pretende sustituir con su fama el prestigio de siglos. Con las malezas de la aprobación popular, el humus de la Historia. Con los libros antiguos, los muebles centenarios, las vestes venerables, levanta una hoguera que brilla con un fulgor nunca antes visto. A la mañana siguiente encontrará cenizas. Como un Cronos invertido, será devorado por su hijo.


Ludovicus

lunes, 3 de julio de 2023

Francisco y Mons. Tucho. Análisis de un nombramiento

 




Cuando hace unas pocas semanas conocimos el nombramiento de Mons. García Cuerva como nuevo arzobispo de Buenos Aires, comenté en este blog que el papa Francisco había soltado ya la mano a Mons. Tucho Fernández. Un lector envió un comentario diciendo que, en realidad, el Sumo Pontífice se reservaba a Tucho para prefecto de la Doctrina de la Fe. No publiqué el comentario porque no publico disparates. Y vista la noticia con la que nos despertamos el sábado pasado, debo decir que el lector no se equivocó pero tampoco me equivoqué yo, puesto que ese nombramiento es un disparate o, mejor aún, una catástrofe. 

El hecho merece un análisis desde varias perspectivas. Si enfocamos al personaje en cuestión, y a partir de sus antecedentes públicos que resumí en la entrada anterior, queda claro que es el personaje más inadecuado para el puesto al que fue elevado. Mons. Fernández no tiene doctrina y su fe católica es más que dudosa. La primera afirmación se prueba si uno se acerca a cualquiera de los ejemplares de su profusa producción bibliográfica. No hablamos aquí de su best-known El arte de besar. Elijan ustedes cualquiera de sus otros libros y verán que se trata siempre de folletines abultados y apropiados para la lectura de monjas mayores y desencantadas; una especie de autoayuda liviana con colorantes cristianos. Y en cuanto a su fe, escuchando lo que dice en sus homilías o escribe en medios de prensa, no resulta temerario dudar del carácter católico de lo que cree. El mismo cardenal Müller, en 2016, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo calificó de hereje (sogar häretisch). Es decir, será un hereje —según el calificativo cardenalicio— quien estará encargado de cuidar la ortodoxia de la fe católica. Difícilmente podría alguien haber pensando una situación más absurda; ni Mons. Robert Benson, ni Hugo Wast, ni Soloviev, ni Castellani. La realidad, una vez más, supera a la ficción.

        Hace pocas horas, se conoció una carta de Mons. Fernández en la que se despide de su feligresía. Pocos serán los que crean en sus palabras, pero hay que reconocer que dice algunas verdades. Sus íntimos sabían que, efectivamente, hace un mes el papa Francisco le había hecho el ofrecimiento, probablemente al mismo tiempo que el nombramiento de Mons. García Cuerva en Buenos Aires, a fin de evitarle una decepción. Y se sabía también que comenzaría su nueva función en septiembre. Pero la toma de posesión del puesto se adelantó a agosto, algo rarísimo porque es un mes donde Roma y el Vaticano están desiertos. Algunos sospechan que se debe a que Francisco no llegará al mes de la primavera, o del otoño. Resulta curioso por otro lado, que Mons. Tucho, el regalón pontificio, haya confesado con pasmosa ingenuidad en su carta que el papa le ha preparado para vivir un casita dentro del Vaticano, con terraza y vista a los jardines. Probablemente sea una de las casitas en las que los papas renacentistas alojaban a sus amantes, lo cual no es un buen antecedente. 

Pero quien merece un análisis más detallado y cuidadoso es el papa Francisco, los motivos de estas decisión y las perspectivas que se abren para la Iglesia. 

1) Con esta decisión el pontífice trata de perfilar de un modo ya definitivo una nueva iglesia cuyo núcleo consiste en la negación de la Iglesia anterior. Es decir, la nueva iglesia es la no-Iglesia. Y el hecho queda claro no solamente por el nombramiento de Mons. Fernández en sí sino por la inusual carta que lo acompaña. Allí, el papa dice con claridad: “El Dicasterio que presidirás en otras épocas llegó a utilizar métodos inmorales. Fueron tiempos donde más que promover el saber teológico se perseguían posibles errores doctrinales. Lo que espero de vos es sin duda algo muy diferente”. Un eco de lo que el mismo Tucho había dicho hace poco en su catedral platense y que comentamos en este blog. Lo que nuestro amigo Ludovicus definió tan acertadamente como “canibalismo institucional” y que siempre pensamos que era una herramienta de sostenimiento de la popularidad mediática de Bergoglio, se ha convertido en el instrumento doctrinal multiuso que da pie a la constitución de una nueva iglesia. Michel Foucault diría que el canibalismo institucional es el dispositivo de subjetivación de la iglesia nacida del pontificado francisquista: la nueva iglesia se reconoce a sí misma como tal en tanto rechaza la Iglesia anterior. Yo soy yo en tanto no soy el que era. Es el canibalismo institucional su condición de sujeto. ¿Y esto por qué? Porque esta nueva iglesia necesita ser la iglesia del mundo moderno, como acaba de decir el biógrafo y amigo pontificio Sergio Rubin, para lo cual necesita negar la doctrina anti-moderna propia de la Iglesia de siempre (adulterios consentidos; homosexualidad permitida; en resumen, abrogación del sexto mandamiento) y el único modo de hacerlo con cierta legitimidad es desprestigiarla y mostrar la ineludible necesidad de esos cambios. 

2) Habría otra interpretación más básica pero igualmente posible. El papa Francisco es un hombre de corazón mezquino, lleno de rencores y resentimientos, en base a los cuales toma muchas de sus decisiones. Es cuestión de repasar los obispos desposeídos de sus sedes y veremos que, en el caso de los argentinos al menos, siempre puede encontrarse una venganza personal detrás. O en los nombramientos, o no nombramientos; el caso de crear cardenal al obispo de San Diego, por ejemplo, no fue más que una muestra de su rencor hacia Mons. Cordileone, arzobispo de San Francisco. En el caso de Tucho, pasa lo mismo. Recordemos que siempre fue, inexplicablemente, el regalón del cardenal Bergoglio quien se empeñó en nombrarlo rector de la Universidad Católica Argentina. En Roma le negaron el nombramiento en repetidas ocasiones pues no daba el pinet y su ortodoxia era dudosa. Costó dos años de idas y venidas, hasta que finalmente logró encaramarlo en ese cargo. Esa es la razón por la que una de las primeras medidas que tomó apenas llegado al pontificado fue nombrar al P. Tucho arzobispo in partibus. Era el modo de cobrarle a la Curia los sinsabores que le había hecho pasar. Luego, lo trasladó a la sede de La Plata a fin de reemplazar a Mons. Héctor Aguer, enemigo declarado y público de Tucho y del mismo Bergoglio, a los que aventajaba con creces en capacidad teológica. Eran los rencores papales los que se satisfacían con estas promociones del todo inmerecidas. Finalmente, lo nombra en Doctrina de la Fe, hasta hace poco ocupada por el cardenal Müller que había acusado públicamente a Mons. Fernández de hereje y se había enfrentado duramente en repetidas ocasiones con Francisco. Es probable que el Sumo Pontífice haya actuado no en vistas a constituir una nueva iglesia, un objetivo muy malvado pero a la vez muy elevado para un espíritu pequeño como el suyo, sino simplemente para satisfacer, antes de morir, otro de sus resentimientos. Y, de paso, se cobraba el golpazo que le propinó el cardenal Re hace pocos meses cuando quiso nombrar a Mons. Wilmer en Doctrina de la Fe y fue impedido de hacerlo por el decano del colegio cardenalicio. 

3) La Iglesia ha sufrido a lo largo de los siglos muchos malos papas. Alguno, en los Años de Hierro, podía arrojar al vacío a algún cardenal díscolo desde la azotea de Castel Sant’Angelo; otro, en el Renacimiento, podía envenenar a su amante; y otro, en el siglo XIX, podía aliarse con Napoleón. Bergoglio ha seguido todos estos pasos con mayor elegancia: a los cardenales díscolos (Burke y Müller, por ejemplo), los desposeyó de sus puestos y los dejó flotando en el vacío, y se ha aliado con los peores personajes actuales, desde Fidel Castro a Hillary Clinton. Pero la maldad totalmente nueva de este pontificado es que ha constituido a la Iglesia en su principal enemiga. Ya no se trata solamente de perseguir obispos, encarcelar cardenales o envenenar amantes; se trata de su intento desembozado de poner fin a dos mil años de Iglesia católica; o bien, renovarla de tal modo que no se parezca en nada a su antecesora. Ya no se trata de vengarse de sus fieles porteños nominando a Mons. García Cuerva, o del cardenal Cipriani nombrando a Mons. Castillo Mattasoglio. Se trata de volverse contra la misma Iglesia. Una suerte de enfermedad autoinmune; una especie de HIV que se empeña en destruir todo el sistema inmune del cuerpo eclesial a través de la confusión, a fin de que cualquier enfermedad pueda ingresar y matar al organismo.

4) En las últimas semanas hemos tenido una tormenta de nombramientos catastróficos: Buenos Aires, Madrid, Bruselas y ahora Doctrina de la Fe. Y no sería para nada extraño que dentro de pocos días se anuncie un consistorio en el que estos personajes, y otros más de su calaña, sean creados cardenales. Esto es la manifestación de lo que se comenta cada vez con más fuerza: el papa Francisco está viviendo sus últimos días, y está buscando que todo lo que hizo en su pontificado quede “atado y bien atado”. Pero sabemos cuánto duraron los nudos que había armado el pobre Francisco Franco cuando dijo esta frase en 1969.

5) Mons. Tucho Fernández en Doctrina de la Fe es un “regalito” que deja Francisco a su sucesor, sobre todo cuando deba enfrentarse a los debates y resultados del sínodo sobre la sinodalidad. Recordemos que en sínodos anteriores, como el que se hizo sobre la familia, Bergoglio tuvo que vérselas con la oposición cerrada de muchos cardenales. Ahora, ha limpiado el camino de opositores y todo correrá sobre seda. Vistas las opiniones públicas de Mons. Fernández, no sería extraño que sea él mismo el adalid de las propuestas de cambios más radicales a fin de lograr una iglesia para todos, todas y todes; sobre todo para todes.

6) And yet… este nombramiento podría ser un error garrafal del papa Francisco. Se sabe que en política, cuando se extreman las posiciones, tienden a triunfar los centros. Radicalizar a este nivel la postura ultraprogresista en este momento final de su pontificado puede causar temor, o activar el instinto de conservación institucional aún en cardenales que no tengan simpatías por el ala conservadora pero conserven algo de fe y de sensatez. Los nombramientos agresivos de los últimos tiempos y las políticas del mismo tenor que se supone los deberían acompañar, sólo serían existosas si al papa Francisco le quedaran muchos años de pontificado o si todo el aparato eclesial estuviera “atado y bien atado”. Es el modo en que sobrevivió el régimen soviético tanto tiempo: hasta en el último pueblo de la URSS había comisarios políticos totalmente alineados con el Kremlin que vigilaban por el cumplimiento de las órdenes del politburó. No es el caso de la Iglesia católica donde hay un enorme fastidio con el papa Francisco tanto entre obispos y como entre sacerdotes, y buena parte de ellos están a la espera del surgimiento del algún liderazgo que les permita ejercer la oposición. Por eso mismo, y quizás ingenuamente, yo sigo manteniendo cierto moderado optimismo con respecto al próximo cónclave; no espero grandes cambios, pero tampoco espero que sea elegido una réplica de Bergoglio.

7) El nombramiento podría ser también un fracaso. Mons. Fernández no es poseedor de un intelecto privilegiado y ni siquiera de la astucia política que caracteriza a su protector. Es cuestión de dejarlo hablar, y sus palabras no serán ya reproducidas solamente en algunos medios de un país marginal como Argentina, sino que se escucharán y leerán en los círculos católicos más elevados. No sería extraño que tenga un par de escandalosos tropezones y que el sucesor de Francisco encuentre en ellos la excusa limpia y elegante para relevarlo de su cargo sin tener que esperar al plazo de cinco años. Y no sería extraño tampoco que en los próximos días apareciera algún carpetazo, para lo que los argentinos somos buenos (si hasta creamos la expresión).

8) En su comentario de la semana pasada, el P. Santiago Martín hablaba de los “católicos desarraigados” al comentar un libro reciente que lleva este nombre de Aldo Maria Valli y Aurelio Porfiri. Y se refería a todos nosotros, a quienes ya no nos sentimos en casa en esta nueva iglesia bergogliana, los que nos sentimos “desarraigados”, los que todos los días tenemos que enfrentar noticias lacerantes para la fe de los apóstoles que profesamos. Vemos que hay misericordias para todos, menos para nosotros. “Sufran, o váyanse”, eso es lo que nos dice Francisco, Tucho y los suyos. ¿Serán estos los sufrimientos que fueron profetizados?

9) Finalmente, algo bueno puede sacarse de todo esto. En primer lugar,  Bergoglio ha asesinado definitivamente al neoconismo, o a la “línea media”. Ya no es un desliz, ya no es una cuestión de interpretación de los hechos. ¡Si el nombramiento de Mons. Fernández hasta se acompañó de una carta para despejar cualquier duda al respecto! Ya no es posible permanecer en el medio y seguir defendiendo lo indefendible. Y, en segundo lugar, Bergoglio también asesinó al papalismo, al magisterialismo tan caro a algunos y a la delirante idea de un pontífice concebido como una hipóstasis del Espíritu Santo, tan del gusto del ultramontanismo. 

miércoles, 12 de abril de 2023

“Amén. Francisco responde”. Disney TV y el síndrome del viejito piola


 


por Ludovicus


Se sabe, la captatio benevolentiae, convertida en la captivitas obsequentiae, es la marca registrada del emporio jesuita. La reciente charla de Bergoglio con un grupo de jóvenes ordinarios, normales (una ex monja lesbiana, una mujer de género fluido, una catequista abortera, una pornógrafa o prostituta digital, entre otros) no puede dejar mas que una sensación de bochorno y vergüenza ajena, llevada a su paroxismo cuando al fin de la conversación, plagada de elogios de la mayoría de los jovenes al aborto, a la masturbacion,a la pornografia, a la homosexualidad, etc, Bergoglio termina diciendo que aprendió mucho de los jóvenes y que lo importante es la fraternidad, porque las ideas se pueden discutir. 

Al igual que a Perón, le salen bien los saludos y las ocurrencias chabacanas, un poco pueriles; a una chica que le da dos besos, le dice que son 50 pesos. Al que lo saluda con un “Cómo le va”, le contesta con un “Como se puede”. Más captatio benevolentiae. Perón era un virtuoso en estas técnicas. Cuando llegaba una visita vestida con sobretodo, la ayudaba solícito a sacárselo al par que le decía que entre la eterna lucha entre hombre y sobretodo, el siempre estaba del lado del hombre.

Bergoglio está viejo. Esto, que no debería ser un demérito, adquiere características de patético complejo cuando él mismo dice que es anticuado y anacrónico, que no tiene celular, que no sabe lo que es Tinder o una nómina, que los secretarios le manejan el Twitter; mientras desesperadamente trata de hacerse el superado diciendo que Tinder le parece normal y pretende hablar con jóvenes ignorando su cultura y evitar cuidadosamente cualquier juicio moral categórico ante las aberraciones que le describen y elogian. En un momento, una joven catecumenal, la única con fe católica del grupo, tiene que tomar la defensa de la moral cristiana ante la indefensión en la que la ha dejado el Papa. Al que no lo salva alguna salida destemplada y agresiva, que debe mas a su carácter e incluso ignorancia que a la verdad, como cuando compara el aborto con el sicariato o dice que el ADN propio se constituye al mes de la concepción. La pereza intelectual, siempre, para qué averiguar, si en vez de Lejeune lo tenemos a Paglia.

Y tantas condenas al moralismo para terminar dedicándose en exclusiva a temas (in) morales: ni una palabra sobre el destino eterno del hombre, sobre la naturaleza de Dios, o su Encarnación o su Santa Madre, o sobre el kerygma. Ni sobre la gracia o el pecado. Para qué, si eso no da de comer. Y los “jóvenes” quieren comer, sí, quieren canibalismo institucional.

Por momentos Bergoglio pierde el control de la reunión, simplemente porque ningún renuncio es suficiente, porque la precariedad intelectual del personaje, su horror a las distinciones, la incapacidad de desagradar, pasa factura. Aquí no alcanza el canibalismo institucional, llamar “infiltrados” a los sacerdotes que con base en el Evangelio pronuncian “discursos de odio”, como le dice la chica lesbiana inventando muñecos de paja. El desprecio juvenil sobrevuela la reunión, a pesar de los cortes y ediciones que lo intentan ocultar. Algún interlocutor lo comienza a tutear, otra le entrega un pañuelo verde de la campaña por el aborto que el agradece y recibe, otro le objeta su proceder legal con los abusos. Otra lo retará a pensar a una mujer sentada donde está el. Nos recuerda la intervención de Sartre en el mayo francés, cuando, al hablar ante una asamblea universitaria, el presidente le dijo, con desdén, “Sartre, sea claro, sea breve; la juventud no tiene tiemp”. La familiaridad engendra desprecio y con un par de reuniones más podrían terminar jugando al poker o tomándose unas cervezas. Alguna vez el Papa fue llamado Santísimo, alguna vez no salía de su morada sin el propio Santísimo en su pecho. Aquí se mechan los diálogos con escenas de alcoba de lesbianismo. Disney no falla.

Es el síndrome del viejito piola, es decir, del progresista envejecido que busca desesperadamente la preciada vigencia, la que, ¡ay!, se escurre mas rápido que la vida. Tratando de ganar a la juventud con adulación y demagogia, mostrándose  “avanzado”, permisivo y adaptado al tiempo presente —que, otra vez, hélas, no es el suyo—. Es la habitual forma en que coronan su carrera los políticos mediocres y los maestros sofistas desde antes de Platón, ávidos de una limosna de atención comprada con permisividad. No suele salir bien.

Queda una sensación de vacío y desasosiego. En toda la charla —casi una hora y media—, el Vicario de Cristo casi no ha invocado el nombre de Cristo. De hecho, no ha hablado de Él. Ha hecho una apologética de baja ralea, que alguna vez describimos en este blog..  El cristianismo ha sido reducido a la irrelevancia, reemplazado por una vaga fraternidad entre monstruos modernos llenos de contradicciones irreductibles, confirmados en sus vicios y costumbres por el silencio o la confusión. La Iglesia es universal, porque entran todos, buenos, malos, ateos, transexuales, genero fluido, musulmanes, ateos, etc.,como el Congreso del cuento de Borges abarcaba todo el Universo. Hasta el Diablo, pienso, debería ser convocado, e incluso los simios mayores, porque “todos somos hijos de Dios, todos”.

La vida es linda”,concluye,  proponiendo como modelo para la Iglesia el dudoso convivio que han protagonizado. Para hacer tal viaje no se necesitan tantas alforjas y tanta sotana blanca: bastaría con un gurú de autoayuda. Sería más barato. 

La sal, definitivamente, ha perdido su sabor.


martes, 20 de septiembre de 2016

El Chino Mañarro: tufo a oveja

Hace ya tres años Ludovicus había estudiado una de las notas características de Bergoglio: el “canibalismo institucional”, que consistía en “alimentarse de la mala fama de la institución a la que se pertenece, aceptando las versiones peyorativas, los prejuicios y las calumnias, oponiéndose a ellos y en consecuencia salvar la cara en forma personal. Cuando lo ejerce la persona que ostenta la representación suprema de la institución, puede alcanzar el rango de traición”. El Santo Padre ha dado ya, al menos en lo que respecta a la Iglesia en Argentina, un paso más: la autofagia. Es este un proceso natural que consiste en la nutrición que determinados organismos vivos realizan a expensas de sus órganos menos útiles como medio de supervivencia ante un ayuno prolongado. Francisco es un autófago perverso, pues el proceso de canibalismo al que ha sometido a la Iglesia y al episcopado sobre el que se fundan las mismas raíces de nuestra religión, no se origina por una situación de ayuno extremo sino por su simple perversión, o traición.
Durante los años del comunismo en países católicos como Ucrania -años de ayuno-, se justificaba que la jerarquía superviviente confiriera la consagración episcopal clandestinamente a hombres que no tenía la preparación suficiente, al menos en el plano intelectual. En concreto, no sabían teología. Eran, quizás, buenos operarios o buenos ingenieros, católicos piadosos y con vida espiritual, y eso bastaba para conservar la Misa y el sacerdocio en circunstancias tan duras. Pero, cuando esas condiciones pasaron, la Iglesia nuevamente miró a la élite espiritual e intelectual para elegir a sus obispos. Como el organismo que, pasada la temporada de ayuno, deja de comerse a sí mismo para gozar de un buen banquete. Bergoglio, en cambio, se ha decidido por una fagocitosis perversa, o invertida. Si este proceso consiste en que ciertas células y organismos unicelulares capturan y digieren partículas nocivas, el Papa da muestra de querer encumbrar a este tipo de partículas venenosas y, en cambio, capturar y destruir a las mejores que posee su organismo que es la Iglesia.
Ya habíamos hablando en más de una ocasión de La Cámpora de Francisco o la chusma episcopal que estaba siendo “empoderada” por el actual Pontífice. Pero pareciera que esta tendencia ha llegado ya a extremos que no solamente producen bronca y fastidio, sino también asco. La Oficina de Prensa de la Santa Sede informaba ayer: “El Santo Padre ha nombrado al reverendo Oscar Eduardo Miñarro como obispo auxiliar de la diócesis de Merlo-Moreno”
¿Quién es la nueva Excelencia Reverendísima? Lo tienen ustedes en la fotografía que inicia este blog; en la de la izquierda lo pueden ver con sus congéneres, el clero de la diócesis de Merlo-Moreno y, un poco más abajo, asistiendo a un recital de Roger Waters, uno de los fundadores de Pink Floyd. Las tres imágenes nos llevan rápidamente a una primera, y apresurada, constatación: Mons. Miñarro es un eximio representante más de la chusma episcopal bergogliana o, más brevemente, un lumpen
Ya sabemos que es ese el tipo de gente con la que el Santo Padre se siente a gusto. No son los pobres de Cristo ni los necesitados. Él se siente a sus anchas con el lumpenaje, los bajos fondos, lo chabacano y lo grosero. Por eso, sus amigos son, por ejemplo, Gustavo Vera y Guillermo Moreno. Por eso -porque en el fondo de su alma anida un profundo resentimiento- desprecia y se burla de los buenos modales y así, goza dejando plantada una orquesta, vistiendo una sotana transparente y adoptando gestos vulgares. Y porque es justamente esa la calaña que más le simpatiza, nos la está imponiendo a todos los argentinos como obispos. 
Desde estas páginas hemos criticado con fuerza y con frecuencia a muchos prelados argentinos, por ejemplo, a Mons. Eduardo Taussig. Debemos reconocer, sin embargo, que al menos cuenta en su haber ser una persona educada -se formó en el que es hoy todavía uno de los mejores colegios de Buenos Aires, el San Pablo-, estudió varios años teología en Roma y conserva modales humanos. El cardenal Poli podrá ser todo los desleído y amargo que queramos, pero es una persona que sabe en serio historia de la Iglesia; Mons. Martín de Elizalde podrá ser culpable de muchas agachadas, pero conoce como pocos en Argentina a los Padres de la Iglesia. La nueva camada episcopal bergogliana sabe, con suerte, usar cuchillo y tenedor para comer.
La semana pasada el papa Francisco advertía que “el mundo está cansado de los obispos de moda”. Por supuesto, él rechaza a los obispos que están de moda en ciertos ámbitos, pero no tiene reparos en elegir para el episcopado a sacerdotes que están de moda en otros. Mons. Chino Miñarro es, de hecho, un cura de moda, El 14 de diciembre pasado, firmaba una carta de despedida a Cristina Kirchner en la que, entre otras cosas, decía: “Pronto todos comenzaremos una nueva etapa. Etapa que muchos vislumbramos dura y triste. Y no quisiéramos que la comiences sin nuestro abrazo”. Y en 2014 se lo nombró vecino destacado de la municipalidad de Merlo. 
Pero vayamos a lo importante. Su Excelencia Reverendísima será, de ahora más, un maestro en la fe de nuestros padres para todos los argentinos. ¿Cuál es la fe del Chino Miñarro? En 2012 concedió una entrevista a un grupo de estudiantes de, nada menos, la carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires. Es allí donde aparece en toda su extensión su opera omnia y la profundidad de su pensamiento filosófico y teológico además, claro está, de las condiciones necesarias para apacentar y conservar a su rebaño en la fe. Nos dice que “Para mi no existen las certezas. Yo voy haciendo camino”. Afortunadamente, un poco más abajo, aclara que sí tiene certeza que Dios existe, y afortunadamente también a la entrevistadora no se le ocurrió preguntarle si creía en la Eucaristía o en la virginidad de Nuestra Señora. 
Sus conocimientos de bioética son asombrosos: “Con el tema de los embriones, estás en un teme filosófico, no meramente científico. Yo creo que si nos planteamos la pregunta de cuándo un embrión tiene vida, estás en un tema filosófico. Lo que podemos plantear es que en filosofía no existe una verdad absoluta. Que lo que existe son preguntas que generan distintas respuestas y que todas pueden ser aceptables en la medida que la justifiques. Pero ¿quién puede decir si el embrión tiene vida o no? Yo creo que ni el religioso ni el científico, queda en una cosa muy compleja”.
Por supuesto, su compromiso con las minorías sexuales es inobjetable: “Sí, estoy a favor [del matrimonio homosexual]. Además, si yo digo que no se promulgue el matrimonio igualitario, ¿va a dejar de existir por eso? No, va a existir igual. Entonces, si existe la situación, ¿no tengo que favorecer que esa situación sea de dignidad para las personas que la están viviendo? ¿Que favorezcan una inserción mayor en toda la sociedad? Y yo, como Iglesia, ¿no puedo hacer sentir también que Dios acompaña esa situación?
Hace algún tiempo, dirigió una carta a la Conferencia Episcopal Argentina en la que, entre otras cosas, pedía:
“Revisión de los modos de vida que separan a los presbíteros del pueblo, incluyendo trabajo, vestimenta, celibato obligatorio, casa, pobreza...
Revisión de la liturgia a fin de alcanzar la inculturación creativa que permita que el pueblo, y particularmente los pobres, la experimenten como lenguaje propio para acercarse a Dios;
Revisión de lo que se pide principalmente a los presbíteros, recordando que la centralidad debe estar puesta en el reino y la evangelización antes que en el culto;
Revisión de toda espiritualidad que no sea una evasión platónica sino un verdadero caminar según el Espíritu y lleve a poner un oído en el Evangelio y un oído en el corazón del pueblo”.
Resumiendo: Mons. Miñarro considera que los curas deben trabajar, casarse y no distinguirse por una vestimenta en particular; que la liturgia debe ser creativa; que el culto no debe ser el centro de sus vidas y que la espiritualidad no debe consistir en evasiones platónicas -es decir, rezar, meditar, contemplar- sino escuchar a los pobres. 
Bergoglio clamaba por “obispos con olor a oveja”. Ahora nos está llenando de “obispos con tufo a oveja”. Como dice un cura amigo, “lo peor de Bergoglio no es Berglglio sino el postberglolismo: esas mil bombas activadas que nos va a dejar al irse”.


Yo soy un bautizado y, como tal, miembro del pueblo elegido de Dios y heredero de las promesas por virtud de la sangre de Nuestro Señor, que es la Iglesia. Y, como tal, participo del sensus fidelium y por eso digo: Mons. Oscar Miñorro no tiene fe católica. Y la prueba está en lo que ha dicho y escrito. Quien consagre a esta persona en el episcopado comete un acto de traición a la fe de la Iglesia como lo ha cometido quien lo eligió para el episcopado. 

martes, 1 de octubre de 2019

Féminas


Mons. Tucho Fernández es noticia hoy nuevamente en el diario La Nación, donde escribe una columna que viene ilustrada con un retrato suyo en el que aparece con sus característicos rasgos de rata cruel.

No creo que valga la pena destinar demasiado espacio en el blog y en la cabeza a los discursos de este personaje de alcantarilla que son por demás previsibles. Nadie podía suponer que el regalón del papa Francisco tuviera alguna actitud crítica con respecto al Encuentro Nacional de Mujeres que este año se celebra en su arquidiócesis. Si existía alguna reprimenda o advertencia sería contra los católicos, y así fue.
No es mi función discutir el meollo del comunicado de Tucho, es decir, el pedido o conminación a los católicos de acercarse a defender los templos —como se hace habitualmente—, de las desatadas hordas feministas. Está en su derecho, como obispo, a hacerlo y, por otro lado, creo que tiene parte de razón.
En primer término, me parece que ya perdió todo sentido que numerosos grupos de sufridas mujeres católicas, con un heroísmo admirable, se expongan durante dos o tres días a las agresiones verbales y físicas de las feministas radicales en los talleres, reuniones y demás dependencias del aquelarre. En su momento, las católicas representaron una frontera que podía contener, aunque más no fuera momentáneamente, las aguas servidas que ya se han desparramado por todo el país. ¿Qué beneficio obtendrían ahora con su participación? Con suerte modificarían una coma o un punto y coma de la declaración final que, a decir verdad, no tiene la menor relevancia. Nadie está obligado, ni me parece prudente exponerse al vituperio y a las burlas gratuitamente. El martirio no debe ser buscado sino que es ofrecido por Dios. El que lo busca corre el riesgo de sobreestimar su resistencia y sus virtudes.
El otro punto es el de los varones católicos que durante las marchas que realizan las mujeres por la ciudad, se dedican a defender los templos a fin de que no sean arruinados con inscripciones soeces o dañados de algún otro modo. No me parece que sea una actitud reprobable; todo lo contrario, pero es una actitud subsidiaria. La defensa del orden y de los edificios corresponde a la policía. Es una de sus funciones propias y no debería ser reemplazada por “milicias urbanas” sino en caso que se tuviera la certeza que las fuerzas de seguridad no cumplirían con su deber. Y en esto creo que el arzobispo de La Plata tiene razón.

La maldad de la columna de Tucho en La Nación va por otro lado. En primer lugar, su fingida ingenuidad en considerar que el Encuentro Nacional de Mujeres se realiza para discutir con sinceridad las problemáticas de la mujer. Y si no lo suyo no es ingenuidad, es torpeza. Resulta clara por la evidencia de dos décadas de acontecimientos similares, que esa reunión no es más que la excusa para amontonar a las feministas más rabiosas e ideologizadas, financiadas por dineros muy oscuros y comandadas por fuerzas más oscuras aún. Es cuestión de ver los videos y declaraciones de años anteriores. Tucho, que no es ningún estúpido, quiere anotarse un punto más en su listado de correcciones políticas que le sirva para mostrar la moderación y disposición al diálogo apropiados para avanzar en su carrera episcopal.
Pero esta actitud, que no sería muy diferente de la que tuvieron muchos obispos a lo largo de toda la historia de la Iglesia, pero se torna vil, despreciable y digna de un buen sopapo, cuando recurre al canibalismo institucional. En efecto, Tucho carga contra la Iglesia para justificar que las mujeres del Encuentro se pongan por momentos, violentas o agresivas. ¿Cuánta culpa no le corresponde a la Iglesia Católica por siglos de machismo y abuso de poder?, dice en su escrito. Y aprovecha para embarrar la cancha recurriendo a remanidos y discutibles ejemplos históricos que no conforman más que a los ignorantes y a los bobos.
El último párrafo de la columna resume el programa episcopal de Tucho: alcanzar una sociedad más inclusiva en el que se respete la igualdad de todos los hombres y su inmenso valor más allá de las ideas, de sus ideas u orientación sexual. Estas líneas arquiepiscopales habrían merecido en otras época que su autor fuera depuesto, y encarcelado. En las actuales circunstancias, es probable que en algún momento le merezcan la púrpura cardenalicia. 
Los buenos católicos, dispuestos a defender los templos materiales de las hordas mujeriles, quizás deban pensar que nos están vendiendo gato por liebre. El enemigo más peligroso no está en las manifestaciones verdes; está dentro de la iglesia, encerrado en sus palacios episcopales. Las feministas podrán tirar un par de tarros de pintura sobre las paredes de una catedral; un obispo como Tucho destruye la fe de multitudes.
Finalmente, a cualquier lector más o menos atento, le resulta claro que el escrito de Fernández tiene un objetivo claro: desprenderse de cualquier responsabilidad frente a la opinión pública que se le pueda adjudicar debido a la “violencia de los católicos” durante el Encuentro de Mujeres. El deja muy en claro que no sólo no está de acuerdo sino que prohíbe a los católicos establecer una “resistencia cristiana” que, indudablemente, es contraria al diálogo, a la democracia, a la diversidad sexual y todas las otras correcciones políticas que ya conocemos. Él, como Pilatos, se lava las manos desde los balcones del nuevo pretorio -el diario La Nación-, a fin de que vean que no es el responsable por los atentados fascistas.
Alimañas siempre hubo en la Iglesia; pero dejan un rastro más profundo en la historia de la ignominia.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Semántica del discurso bergogliano, o la apologética desorbitada

En su momento, hemos analizado las unidades semánticas mínimas en que se desenvuelve el discurso bergogliano, los bergoglemas. Queremos ahora ahondar en la estructura del disgregador discurso empleado por Bergoglio, para desentrañar sus claves, como forma de prevenir el efecto más visible que producen: la confusión y el error.
Partimos de la siguiente base: nos encontramos ante la fase final, de decadencia extrema, de la apologética.
La apologética nace como una disciplina complementaria de la simple evangelización, es decir la anunciación del Kerygma. Como tal, consistía en la defensa de los cristianos frente a los errores y calumnias que soportaban de los paganos, y una explicación didáctica de los contenidos de la fe, mostrando su congruencia con la razón. Despejar prejuicios y dar la razón de la esperanza cristiana: esta es la esencia de la apologética. Para lograrlo, el apologista debe contar con buena información, conocimiento de los contenidos de la fe y buen manejo de la lógica y la filosofía, y, en lo posible, buenos modales, además de una sólida autoestima y firmeza de carácter. Como la defensa de la fe se da en un contexto de crispación y desinformación cuando no de persecución, el apologista debe captar la benevolencia del público, mostrar lo razonable de la fe, descartar toda falsedad o leyenda instalada, para lograr, si Dios quiere, la convicción del antagonista. Anotemos que si lo acompaña cierto complejo de inferioridad frente a las ideologías vigentes, la apologética corre el riesgo o bien de cerrarse en un discurso autoritario, amargado e ideológico, con alto riesgo de perseguir a Tolkien o a la Novicia Rebelde, o bien, como decía Newman jugando con las palabras, de convertirse en pedido de disculpas por ser como somos (apology).
Es fácil advertir los riesgos de la apologética barata. La captatio benevolentiae es conveniente, qué duda cabe. Fue San Pablo quien la inauguró al calificar a los areopagitas como los "varones más religiosos de todos los hombres" (analogía bastante laxa) y predicando al dios desconocido, con poco éxito la verdad. Pero puede degenerar en un desesperado intento por agradar al auditorio, a toda costa, incluso comprometiendo el honor de generaciones pasadas. El trabajo de desmalezamiento de prejuicios a veces lleva a crear hombres de paja del adversario, usar ciencia barata para "demostrar" la verdad de la religión, o negar hechos históricos con total mala fe para resaltar el "milagro moral" de la Iglesia (recordemos los interminables tratados de apologética negando la Noche de San Bartolomé, los errores de la Inquisición, la mala conducta o los errores de algunos papas o más acá en el tiempo, la existencia de estructuras de encubrimiento de abusos sexuales en la jerarquía).
También puede llevar a un vicio contrario: aceptar los prejuicios sin beneficio de inventario y sin crítica, justamente para reforzar la dichosa captatio, en un alocado, voluntarista y pelagiano intento de convencer al antagonista, reducirlo a mi discurso y mi voluntad de poder renunciando a la verdad. Como toda actividad práctica, pende sobre ella el peligro de independizarse de la verdad y convertirse en una técnica más de propaganda. Curiosamente, el mismo Pontífice que pidió perdón por el pasado de la Iglesia, en una bastante discutible "apology" de un pasado que no le pertenecía y cuyas conciencias de cristianos estaban fuera de su jurisdicción, fue el mismo que se negó a aceptar problemas bien reales de conciencias del presente de la Iglesia que presidía y juzgaba, pensando que eran calumnias del enemigo.
Ni que decir cuando, en una vuelta de tuerca - y aquí llegamos al discurso bergogliano - el punto de partida es no sólo aceptar los prejuicios históricos o actuales sobre la Iglesia, sean reales o ficticios (el reciente discurso sobre las tarifas sacramentales, la leyenda de los curas reluctantes a bautizar bastardos, las entusiastas quemas de luteranos, etc), sino también los presupuestos filosóficos propios de los enemigos de la visión católica. En ese sentido, el discurso bergogliano es claramente progresista, en la medida en que la modernidad lo es, y este tipo de apologética quiere mostrar que se es vigente, actual, "en onda". Lo que ocurre es lo que debe ocurrir, la voluntad de Dios se expresa en la Historia o es la Historia, y resulta inútil y nostálgico cualquier esfuerzo por intentar detener esa corriente. La Iglesia está atrasada doscientos años, como decía el "Padre" Martini y sus estructuras caducas, incluida su práctica sacramental, resultan intolerables, dado que el Evangelio debe ser leído a la luz de la cultura moderna. En los primeros tiempos de su Pontificado, Bergoglio recibía a sus visitantes con una muletilla : "Todo esto es muy loco". La Iglesia concreta e histórica es algo muy loco, algo extraño, en resumen una anomalía medieval en un mundo en progreso, a la que hay que ajustar para poder convencer a la gente.
En suma: lo que viene diciendo el Iluminismo, el socialismo y el progresismo liberal moderno sobre la Iglesia es sustancialmente cierto, y la Iglesia debe revertir esa lamentable realidad para ponerse al nivel de los tiempos. En realidad, la Iglesia para el mundo, como tal, es insalvable: lo que se salva es la persona del papa, al cual se le da un waiver mental para que acabe con Ella usando una dignidad que se quiere también destruir. En este sentido, la noción de "progresismo adolescente" tan usada por Bergoglio, tiene el carácter de un guiño al proceso de la modernidad: tranquilos, el progreso está asegurado, pero se trata de no apresurar las cosas con el riesgo de que no haya regresiones no queridas. El izquierdismo, recordaba Lenin, es la enfermedad infantil del comunismo.
Aquí la apologética se convierte en canibalismo institucional, en una especie de construcción ya no de un Arca sino de un bote salvavidas en que Bergoglio y quienes lo siguen aceptan abordar a cambio del perdón por haber tripulado tal malvada nave del infierno, tal bochornosa institución oscurantista que constituye el oprobio de Occidente. La apologética ha dado una vuelta de campana: es una disculpa por pertenecer, y una aceptación de los presupuestos del enemigo para poder salvar la cara. Y es la cara la que salva a la Iglesia, si tal cosa es posible.

Ludovicus

jueves, 11 de abril de 2024

Dignitas infinita. Eminencia, de lo que ya no puede hablar, mejor es callar

 




Pregunté en estos días a varios amigos su primera opinión sobre Dignitas infinita, la última emanación del cardenal Fernández. Todos sin excepción, me dijeron que no la habían leído y que no lo leería, pues carecía de todo interés. Me pregunté entonces si valía la pena dedicar mi tiempo a escribir sobre el documento y distraer la atención de los lectores sobre estas cuestiones. El cuestionamiento es sincero, aunque hace algunos años hubiese parecido disparatado, y lo es porque estamos frente a un hecho indiscutible: el pontificado de Francisco está acabado, perimido; lo único que podrá hacer hasta que llegue el momento de su partida a la Casa del Padre es durar y, mejor aun, mantenerse en silencio. Ya sabemos lo que sucede cuando actúa: basta ver el caos que ha provocado en los últimos días en el vicariato de Roma. 

Siendo honestos, hay que decir que el documento es menos malo de lo que podría haber sido. Dice unas cuantas verdades de sentido común católico —ningún católico jamás pensó que estaba bien la maternidad por subrogación, por ejemplo—, aunque las dice de un modo superficial, a lo Tucho. Un elenco de estos aspectos positivos del documento fueron comentados por el Prof. Roberto de Mattei en un artículo aparecido ayer en Rorate Coeli.

    Pero por más bueno que pudiera ser el documento, lo cierto es que la figura del cardenal Víctor Fernández perdió toda autoridad desde el momento en que emitió Fiducia supplicans con la necesaria explicación posterior, y que provocó levantamientos episcopales de dimensiones continentales, y luego que se conoció su libro oculto en el que se revelaba su gusto por el erotismo y su placer por desgranar relatos escabrosos. Un cardenal pornógrafo y que provoca divisiones en la Iglesia pocas veces vistas, no puede estar al frente del dicasterio que defiende la ortodoxia de la fe. Debería renunciar y conseguir ubicación como capellán de un convento de monjas (no de frailes, para evitar confusiones). Si no lo hace, es simplemente porque no tiene dignidad —ni finita ni infinita—, y porque se sostiene en su puesto exclusivamente por la voluntad tiránica y omnímoda de su valedor. En estas circunstancias, aunque Tucho escribiera una nueva Pascendi no sería tomado seriamente ni por tradis ni por progres. Por eso, lo mejor que puede hacer es permanecer en silencio; sin hablar ni escribir, porque todo acerca de lo cual hable y escriba quedará manchado y perderá cualquier tipo de eficacia. Permanezca callado, Eminencia; es el mejor obsequio que puede hacerle a la Iglesia luego del enorme daño que le propició

Lo primero que hace ruido en el documento es el nombre. ¿Es que puede atribuirse al hombre alguna calificación infinita? ¿Puede el hombre, sin caer en contradicción, siendo ser finito tener un atributo ontológico infinito? No soy teólogo, pero suena raro, muy raro.

Un segundo elemento que más que ruido, provoca un estruendo, es la insistencia en relacionar la dignidad del hombre con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. De hecho, este documento de las Naciones Unidas se menciona en 11 ocasiones a lo largo de todo el escrito de Tucho. La argumentación del cardenal Fernández es que si bien la cuestión de la dignidad humana siempre fue defendida por el Iglesia, es en realidad con la Declaración de los Derechos Humanos cuando llega a su esplendor. Dice que se trata de un “nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más ‘digno’ de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia ‘figura’ humana, que ha cambiado la faz del mundo” (n. 19). Es notable que Su Eminencia omita referirse a todo lo que hizo la Iglesia en favor de los más débiles, miserables y sufrientes desde sus mismo inicios. ¿Es que habrá que recordarle los Hechos de los Apóstoles en los que se trata la necesidad de los diáconos, o a San Vicente de Paul, por poner sólo dos ejemplos de entre los cientos que podríamos mencionar? Resulta entonces que una declaración constitucionalmente atea, como es la Declaración de los Derechos Humanos que nunca menciona a Dios, y que fue resistida oficialmente por la Iglesia, con el nuevo pontificado de Francisco se convierte en piedra angular de una parte relevante de su magisterio.

Y creo no exagerar cuando hablo de la concepción que subyace del pontificado de Francisco como fundacional de una nueva Iglesia, concubina del mundo. Dice el documento: “En este horizonte, su encíclica Fratelli tutti constituye ya una especie de Carta Magna de las tareas actuales para salvaguardar y promover la dignidad humana” (n. 6). Olvidémonos del De hominis opificio de San Gregorio de Nisa, y olvidémonos del “Agnosce, o christiane, dignitatem tuam” del Sermón 21 de San León Magno, cuya fiesta celebramos hoy. La carta magna sobre la dignidad del hombre no viene dada por los Padres y la Tradición de la Iglesia, sino por… Fratelli tutti de Bergoglio! Parece un chiste.

El documento, decíamos más arriba, es muy superficial, con una inexplicable abundancia de palabras y expresiones entrecomilladas, y comete errores groseros, siendo el más notable de ellos la referencia a la pena de muerte. Dice en el n. 34 que ésta “viola la dignidad inalienable de toda persona humana más allá de cualquier circunstancia”. Es decir, la pena de muerte es condenada por Fernández porque la considera intrínsecamente inmoral, con lo cual estamos ante un serio problema puesto que la enseñanza milenaria de la Iglesia, hasta el Papa Francisco, siempre consideró lícita la aplicación de la pena de muerte en casos extremos. Más aún, en los mismos Estados Pontificios se aplicó hasta el año 1870, con una decapitación en Palestrina, y muy conocida es la figura de Mastro Titta y sus labores en Piazza del Popolo. ¿Qué hacemos entonces con los papas y santos que sentenciaron a reos a la pena de muerte? ¿Los des-canonizamos? Me recuerda el grotesco kirchnerista de querer cambiar la historia según los gustos políticamente correctos de la época. La pena de muerte, en todo caso, puede ser inoportuna en la actualidad, pero el rabioso canibalismo institucional de Francisco y los suyos no puede llegar al extremo de condenar a todos los Papas y doctores que lo precedieron. 

Algo análogo sucede cuando habla de la guerra. Transpirando un emotivismo completamente inapropiado para un documento de la Santa Sede, se afirma: “Ninguna guerra vale las lágrimas de una madre que ha visto a su hijo mutilado o muerto; ninguna guerra vale la pérdida de la vida, aunque sea de una sola persona humana, ser sagrado, creado a imagen y semejanza del Creador; ninguna guerra vale el envenenamiento de nuestra Casa Común; y ninguna guerra vale la desesperación de los que están obligados a dejar su patria y son privados, de un momento a otro, de su casa y de todos los vínculos familiares, de amistad, sociales y culturales que se han construido, a veces a través de generaciones. […] Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”» (n. 39). En pocas palabras, el Papa Fransico, a través de Tucho, se carga la doctrina secular no sólo de la Iglesia sino del mismo ordenamiento jurídico, negando y condenando el derecho a la legítima defensa que tienen las naciones y negando también el concepto de “guerra justa”. Sería, según ellos, una nueva equivocación de Santo Tomás y de tantos otros santos y doctores, que el brillante intelecto de Tucho Fernández, basado en Fratelli tutti, ha venido a esclarecer. Parece un chiste…

Finalmente, el documento tiene también algunas curiosidades. Por ejemplo, afirma con acierto en el n. 57 que la consistencia científica de la teoría de género es discutida en la comunidad de expertos. Pero ¿por qué en todos los documentos de Francisco, y este mismo documento, no se pone en duda ni se alude a la fortísima discusión que hay en la comunidad científica sobre las causas antrópicas del cambio climático? Misteriosas preferencias pontificias. 

En conclusión, no diría yo que Dignitas infinita sea un documento malo. Es un documento superficial y mediocre; una oportunidad perdida de haber dicho las buenas cosas que dice en un lenguaje claro y contundente, alejado del emotivismo como anclaje ético y desprendido de las circunstancias pasajeras de un pontificado que será caracterizado por la confusión y el caos.


P.S.: En ocasión de la presentación de Dignitas infinita en conferencia de prensa, al cardenal Tucho Fernández se le volaron algunas plumas. Un periodista le preguntó si no era ya tiempo de que el dicasterio de Doctrina de la Fe cambiara la enseñanza según la cual todos los actos homosexuales son “intrínsecamente desordenados”.

Fernández no respondió inicialmente a la pregunta con una simple afirmación o negación, sino que contestó que la frase en cuestión es una “expresión fuerte que habría que explicar, sería bueno que encontráramos una expresión aún más clara”. ¿Más clara aún? ¿Es que, acaso, es una expresión confusa?

Y continuó: “Lo que queremos decir es que la belleza del encuentro entre el hombre y la mujer, que es la mayor diferencia, es la más bella”. […] “El hecho de que puedan encontrarse, estar juntos, y que de este encuentro pueda nacer una nueva vida, esto es algo que no se puede comparar con ninguna otra cosa. Entonces, ante esto, los actos homosexuales tienen esta característica de que no pueden igualar de ninguna manera esta gran belleza”.

En pocas palabras, el problema de la homosexualidad es un problema estético; ¡y nosotros que creíamos que era antropológico y teológico! Rogamos a Su Eminencia que nos ahorre un nuevo libro con descripciones de estas bellezas disminuidas.