Alentado por el último planteo de Wanderer, sumamente atinado y creo que compartido por todos, me atrevo a extenderlo hacia las consecuencias de nuestras meditaciones y conversaciones, o sea, los efectos de nuestros cruces cuando incursionamos en temas que incluyen tanto la actualidad como la ultimidad. Para decirlo brevemente: cuando analizamos el mañana a la luz de lo que pasa hoy, nos rompemos la cabeza tratando de dilucidar cómo debemos actuar, dónde y de qué manera estar o presentarnos. Sabemos lo que somos, lo que deseamos y lo que rechazamos, pero no sabemos qué hacer. Por mi parte, no estoy seguro de que podamos saberlo, incluso no estoy seguro de que debamos saberlo.
No es que esté mal estrujarnos el seso tratando de resolver estas cosas, pero primero debemos resolver si no hemos elegido ya, un poco inconscientemente, la mera acción de estrujarnos el seso. Es decir, si frente al caos no nos dejamos llevar por una nueva debilidad: la de convertir en acción contemplativa una suerte de reflexión monotemática de lo que se debe hacer y decir, la cual deriva, rápidamente, en un menú de lo que no se debe hacer ni decir. Y que se documenta (pues facilita las cosas) en un largo catálogo de ejemplos distintivos o, mejor dicho, distintos. A nosotros.
Amén de que somos fabulosos gambeteadores, el problema que ahora me inquieta es éste: que cerramos el círculo volviendo al punto de partida, pero esta vez con el peso sobrevaluado de las macanas de los demás y de nuestras precisas deducciones al respecto, y eso acaba determinando el planteo original, en el sentido de que lo cambia, lo reacomoda, lo ajusta a nuestro mero parecer y a nuestras pasiones menores. En el atelier hacemos el esbozo del cuadro hasta que nos parece bien: las siluetas en carbonilla se ajustan a lo que tenemos en mente. Luego nos sentamos a contemplar lo que hicimos y damos comienzo a nuestro viaje mental preferido: qué rostros corresponden a esas siluetas y qué colores corresponden a ese cuadro. A poco o mucho andar, el cuadro se convierte en un pastiche. No digo siempre, digo a veces. Pero lamento añadir que me parece comprobar una tendencia.
Volvemos de nuestro viaje cargados con rellenos para las siluetas y baldes de todos los colores, y vamos de nuevo hacia el cuadro con esos complementos: los rostros de los pecados ajenos y los colores precisos de nuestros razonamientos. No importa si el esbozo primero no se adecúa a esa nueva carga: el color es más fuerte que la carbonilla y al fin de cuentas el pintor soy yo, así que completo las siluetas con los rostros que elijo, aliviado por la maldita contraparte seductora de la primera persona de todos los verbos. Este usurero es aquel tipo con el que comercio, aquel hereje es este tipo con el que converso. El progre, allá; el adúltero, ahí; el cobarde, ése. Y sí, a ustedes ya los definí mediante mi turismo impoluto: vos sos el ignorante, vos el traidor y vos la imbécil. No importa si ustedes no son lo que yo creo. Tampoco importa si lo son y pueden corregirse. Ni siquiera importa si son tal como yo supongo y juzgo, pues lo que a mí me conforma es saberlo y decirlo. A la hora de dar color, si el verde resultó gris de tanto paletearlo o el amarillo me salió patito y con eso desfiguré la realidad que quise pintar, no es culpa de mi incapacidad. Lo que yo defino en mi mente es lo que fijo en mi cuadro. Es mi cuadro y todo lo que contiene está a mi merced, aunque yo quede a merced de mi cuadro y encerrado en la soledad de mi atelier, ahíto de mi obra. Surrealismo intelectual y teológico, bajo la apariencia de un arte mayor, el de las certezas indubitables. Luego, como el cardenal Pirulo ocupa todo el ancho de banda, mi radio de acción es reducido, y ni mi propia esposa me da pelota... ma sí, salgo a cazar brujas y a cerrar capítulos escolásticos.
Me parece que nos estamos acostumbrando a mirar la historia bajo una sola dirección: los hombres vamos hacia el fin. Poseídos por esta ruta única, nuestras propias cualidades y conocimientos son incuestionables e insuperables. Lástima que nos sirven únicamente a nosotros. Me arriesgo a decir que en el fragor cotidiano de esta embestida descuidamos algo mucho más importante: que el fin viene hacia nosotros. El movimiento es doble, histórico y metahistórico. La historia se adelanta hacia su término porque la eternidad se arrima, se introduce más y más en nuestro movimiento. Por eso nos volvemos "locos", nos desquiciamos, nos dividimos y al fin nos acusamos: el misterio invisible y desconocido se extiende sobre la realidad visible y conocida, pero nosotros sostenemos, fatuos y distraídos, que todo lo bueno posible depende de la dirección y la velocidad que le imprimimos a nuestra marcha por la ruta de la historia. Y, naturalmente, consideramos sólo las dimensiones temporales: lo que está “adelante” no está a nuestro lado, lo que está “abajo” no está a nuestras espaldas... en fin, vemos lo que estamos acostumbrados a ver.
Creemos (lo decimos siempre) que la historia está “acelerándose”. No se puede negar que algo de eso hay, o bien que eso al menos es lo que sentimos. Sin embargo, mientras el hombre avanza volviéndose cada vez más malo, Dios retorna no sólo para abreviar la maldad, sino para instalar ulteriormente Su bondad. Pero, a la vez, el Malo se “apura” para llegar antes que Dios... Todo eso escapa, indudablemente, a nuestras experiencias y conocimientos, y hace que la realidad humana y física se torne algo extremadamente distinta a lo que hemos conocido hasta ahora. Quizás no sea tanto que la historia se está acelerando, sino más bien que la historia se está deteniendo, y lo que viene desde “adelante” o desde “abajo” empezó a operar sobre ella, sobre la historia, con una fuerza tan insólita, y ciertamente tan desconocida, que hace que nuestras percepciones y deducciones deambulen ebrias, medio al boleo, sin encontrar camino seguro, y al fin choquen entre sí. Quizás (digo: sólo quizás) estamos viendo correr el paisaje hacia atrás mientras permanecemos inmóviles. O mejor dicho, ensimismados. Que es como nos quiere el diablo: abismados en la contemplación de nuestra propia contemplación. Ajenos al otro.
El sostén esencial y seguro de la caridad es, en cambio, la contemplación del fin y del retorno, esa cima inexpresable. A la vez, la contemplación del fin y del retorno preserva y acrecienta nuestra caridad, esa virtud inexcusable. Hagamos lo que hagamos (amar, procrear, criar, enseñar, trabajar, dirigir, proteger, corregir, resistir), no es “poco” ni “mucho”, está por encima de esas categorías provisorias: es suficiente y estará a la medida de nuestras pobres fuerzas si lo disponemos como ofrenda a Dios, que viene hacia nosotros, y al servicio de quienes están con nosotros. En otras palabras: el retorno de Cristo en el día final de la historia nos pide nuestro propio retorno a Cristo antes de que llegue ese día.
La cristiandad permanece viva y activa mientras podamos seguir concibiéndola y actuándola –a medida que vamos hacia el fin y el fin viene hacia nosotros– en su esencia y su forma elemental, que es la del amor a Dios y al prójimo, y aun cuando ya no encontremos para ella una forma de realización práctica, política. Sabemos que la vida apostólica no consistió tanto en la refutación del error y la detección del mal cuanto en la predicación de la verdad y el amor entre hermanos. ¡No digo que hay que dejar de combatir el mal y refutar el error! Digo que somos sabios de una sola sabiduría, tan cierta hoy como en los viejos tiempos: el Rey vuelve para establecer definitivamente su Reino. Y el Reino, al ser predicado, refuta de por sí la predicación del mundo.
La predicación del Rey y de la vida futura es el sustantivo de la vida cristiana. Es lo que le da sentido a lo que hacemos y decimos, y es lo que nos lleva a hacer y decir cosas que tengan sentido y resulten significativas para los demás. Entre ellas, quizás la primera, trabajar con mayor esmero y humildad las siluetas de todos nuestros planteos, o en todo caso probar un par de autorretratos antes de avanzar sobre los cuadros. No demorarnos tanto con nuestros rellenos y colores. ¡No digo "nunca", sino "tanto"! Es conveniente disponernos a la contemplación del misterio que avanza sobre nosotros y sobre la historia. El cálculo de la población del infierno es una tentación fatal que provoca pereza y confusión. El anticristo no va a ser más (ni menos) que un tapón, una muralla cruel, una fosa intentada, un abismo imposible. Terrible pero breve, nunca victorioso. Por eso, no debe prevalecer el horror del mal en nuestro testimonio. Debemos ser capaces de palabras y actos como anticipos del bien que anhelamos, sobre todo. ¡No digo “nada más”, digo “sobre todo”! El aumento del horror nos debe proporcionar una doble medida: por un lado, la del peso inmenso del diablo y del pecado en este mundo, y por otro, la del poder infinito de Dios, el alfa y omega que abre y que cierra la historia, cuya sola Presencia desvanecerá aquel peso y devolverá la salud al cosmos y a los seres.
Previamente un dolor y una tristeza y un crujido inimaginables, sí, pero luego el nuevo cielo y la nueva tierra que nos trae el Rey en su regreso y en los que participaremos festivamente. No sabemos qué, ni cómo, ni cuándo, pero sabemos que ya, ahora mismo, simplemente es y está en camino. Estemos atentos al establecimiento de la última oscura Babilonia, sí, pero sabiendo que ella será arrasada por la gloria de la Ciudad celestial. Hay que creerlo, decirlo y actuarlo sin restarle una pizca, con nuestras definiciones y sentencias, de su magnitud de misterio. Todas las palabras de hombre están pasando ya; sólo tendrán sentido las que sirvan al Verbo y sean una sola y misma cosa con nuestra propia y pequeña vida. Los espíritus más fogosos, en todo caso, deben entender que ésta es la principal causa de enemistad con el enemigo verdadero. Si algo no tolerará, hasta el último instante de su terrible y absurda pretensión, es nuestra fe en que Cristo vuelve. Pues lo que se aproxima es lo que mejor nos aproxima. Lo que se acerca, la verdadera victoria, es lo único que nos mantiene cercanos.
Lupus
Una vez más, te pasaste Lupus.
ResponderEliminarGracias.
T.
Lupus, seguí echándote un post por semana. No te pongas vago, que es pecado.
ResponderEliminarGracias,
Los muchachos.
¡Muy bueno!
ResponderEliminarLupus:
ResponderEliminarFelicitaciones. Espero continúe aportando al blog.
Cordiales saludos.
Estimado anónimo diseñador: Tiene razón. No es de fácil lectura el texto desde lo tipográfico. Ocurre que, vaya a saber por qué razón, cuando el texto de pega desde otro formato, adquiere características particulares que son imposibles de modificar, al menos para mí. Por otro lado, Blogger no tiene la opción de publicar en Sans Serif.
ResponderEliminarLupus:
ResponderEliminarAdmirable.Hace mucho bien leer lo que dice aquí. Para meditar. Pone las cosas en su sitio. Gracias. Y gracias a Wanderer, que con criterio y agudeza hace posible, generosamente, que se nos enriquezca el alma.
El anónimo normando
Se soluciona facil, se sombrea el texto, se lo pega en word y se lo lee en modo de lectura. Luego se guarda o se tira, asigun el gusto.
ResponderEliminarWanderer,
ResponderEliminarPara que no te pase eso con el texto, primero pegalo en el notepad para que se le vaya todo el formato, y después copiá desde el notepad y pegá en blogger.
El Byte Reaccionario
Amigos: es ese el procedimiento que sigo siempre pero, misteriosamente, cuando el texto ha sido pegado desde un mail o una página web, por más que se cambien los formatos, siempre algo queda.
ResponderEliminarLupus, te quedó "de berlina", como decía mi finado tío.
ResponderEliminarSénquiu,
Políglota.
Es que el mail o la página web se copia con su formato html. Pasa algo parecido a veces copiando entre mails.
ResponderEliminarPor lo tanto, tendrá que mirar el código, si no se hace como dice el Byte Reaccionario pegando desde el Notepad.
(supongo que se puede editar una entrada ya publicada recopiando el texto...)
Saludos.
Anónimo Diseñador.