Emmanuel Mounier, uno de los principales pensadores del personalismo, de hecho el mismo que acuñó el término «personalismo», deja claro que no se puede dar una definición precisa de la persona. Escribe en su libro más representativo, titulado Personalismo: «Cabría esperar que el personalismo comenzara por una definición de la persona. Pero sólo se pueden definir objetos situados fuera del hombre y que el hombre puede colocar ante sus ojos. En cambio, la persona no es un objeto: al contrario, es precisamente lo que en cada hombre no puede ser tratado como un objeto». (E.Mounier, Il personalismo, Garzanti, Milano 1952, p.7).
Por tanto, si no se puede dar una definición precisa de persona, significa que la metafísica clásica, lo que nos gusta llamar «filosofía natural y cristiana», está equivocada. El propio Severino Boecio (475-525) se equivocaría cuando afirma que la persona es: «Rationalis naturae individua substantia», es decir: «Sustancia individual de naturaleza racional», donde la persona viene dada por ser una sustancia completa, individual, y sobre todo capaz de razonar. No. Mounier y los personalistas no están de acuerdo. Para ellos, la persona sería un conjunto de emanaciones y manifestaciones psicológicas, en las que los sentimientos, las emociones, los estados de ánimo... serían centrales.
Usted se preguntará: ¿por qué semejante creencia ha influido en la crisis actual de la Iglesia y de la fe católica? Para responder a esta pregunta, recordemos lo que el modernismo teológico y el neomodernismo (que son la verdadera «alma» de la crisis actual) dicen sobre la fe. Ya no debe concebirse como un asentimiento del intelecto a las verdades reveladas, sino más bien como una forma de sentimiento religioso que brota de las profundidades de la subconsciencia.
Hoy en día, los católicos «razonan» paradójicamente apartando la razón en el acto de fe. Esto (la fe) sólo sería una creencia ‘ciega’, mejor aún: una creencia en el absurdo. Al contrario, uno se convence de que cuanto más se crea en el absurdo, más meritorio sería el acto de fe. Pero esto no es un razonamiento católico: es un buen razonamiento protestante. En resumen, ser católico significaría ante todo «sentirse» como tal, no estar inteligentemente convencido de serlo. Si se preguntara hoy a muchos católicos: ¿Por qué lo es usted? La respuesta sería muy probablemente: “Soy católico porque siento que lo soy”. Se trata, en definitiva, de una reducción de la fe a «experiencia». Por supuesto, no se puede negar que la fe es también una experiencia de vida con Dios, pero una cosa es decir que la verdad juzga la experiencia y otra muy distinta decir que es la experiencia la que juzga la verdad. Si «sentirse bien» bastara para justificar la propia fe, ¿qué decir del musulmán que puede decirnos: “yo también me siento bien siendo musulmán”? Y de hecho, es precisamente esta reducción de la fe a la «experiencia» lo que ha abierto aún más la puerta al sincretismo religioso y al relativismo que promueven cada vez más los modelos aperturistas del llamado «diálogo interreligioso».
El amor debe juzgarse a sí mismo
Otro punto en el que la influencia del personalismo es evidente en la crisis actual del catolicismo contemporáneo es el relativo a la concepción del amor. Para comprenderlo, hay que partir siempre de la concepción «fluida» de la persona que hace que ésta sea vista predominantemente bajo el aspecto psicológico. También aquí hay que hacer una aclaración: una cosa es decir que hay que dar importancia también a la dimensión psicológica y otra muy distinta pretender definir a la persona sólo bajo el aspecto psicológico. Si se cae en este error (la persona es predominantemente una dimensión psicológica), resulta consecuente que el amor, que es una pasión, ya no tiene que someterse al imperio de la razón para ser juzgado por ella, sino que se convierte en un criterio por derecho propio. Dejemos hablar a Mounier: « (...) el acto de amor es la certeza más firme del hombre, el cogito existencial irrefutable: amo, luego el ser es, y la vida vale la pena (vivirla)» (ib., p.37). Esto explica por qué tantos católicos de hoy ya no se sienten obligados a corregir a quienes viven en estado de pecado grave debido a condiciones de vida como la cohabitación extramatrimonial u homosexual. No son pocos los católicos (incluso practicantes) que comentan estos casos diciendo: ¿Qué hay de malo? Si se aman…
La fe reducida a un «encuentro»
Como decíamos antes, la concepción auténticamente católica de la fe es ésta: el asentimiento del intelecto a las verdades reveladas. Así, hay asentimiento y hay implicación del intelecto en Dios que se revela. Es evidente que la fe se finaliza viviendo con Dios, eligiéndole, abrazándole; pero todo ello es el resultado de un asentimiento, de una comprensión, de una adhesión a Aquel que se revela. En el neomodernismo actual, en cambio, el encuentro ya no es el resultado lógico del acto de fe, sino que se convierte en su conjunto exclusivo; provocando así esa deriva experiencialista de la fe de la que hablábamos antes. Esta convicción, por desgracia, también ha sido llevada adelante por realidades tendencialmente positivas (pero por cierto también influidas por el personalismo) que inicialmente querían contrarrestar cierta deriva neomodernista. Pensemos, por ejemplo, en la teología de Don Luigi Giussani, fundador del movimiento Comunión y Liberación. Leamos con atención estas palabras suyas, tomadas de su All'origine dell'esperienza cristiana: «El objeto primario de mi fe no consiste en una lista de verdades, inteligibles o no. (...) es el abrazo de una Persona viva (...) Eso es lo esencial, el objeto revelado no se concibe como una serie de proposiciones (…)» (L.Giusssani, All’origine dell’esperienza cristiana, Jaca Book, Milano 1988, p.56.).
El olvido de la apologética
El olvido de la apologética que caracterizó las décadas postconciliares no es sino la consecuencia de todo esto. Los catecismos de antaño eran de una claridad sublime, una claridad que dejaba clara la diferencia entre la verdad y el error. Entonces no se entendía nada más (en el sentido literal del término), porque no se entendía nada más. Los catecismos modernos (perdón: modernistas), y no nos referimos sólo a los locos de la teología holandesa, lo presentan todo de forma vaga, intelectualista (intelectualismo es lo contrario de inteligencia) y sentimental. Precisamente porque había que acabar con la apologética, había que acabar con ella para promover la deformación del concepto de fe de la que hemos estado hablando.
Olvido de la mortificación y de las virtudes pasivas en favor del activismo
Hay un punto del personalismo que no hemos tocado hasta ahora, a saber, que la persona se realizaría abriéndose necesariamente a los demás. También aquí hay que hacer una aclaración. Una cosa es decir que la persona es un ser naturalmente social y que tiene la obligación moral de abrirse a las necesidades de los demás; otra muy distinta es afirmar que ontológicamente lo necesita. Tal afirmación, de hecho, convierte la relación en la sustancia misma de la persona, haciéndola aún más evanescente. Pues bien, esta convicción se ha reflejado en la forma de pensar de muchos católicos que ahora parecen estar convencidos de la inutilidad, cuando no de la franca nocividad, de las virtudes llamadas «pasivas»: mortificación, ayuno, templanza, castidad... ¿De qué sirven las monjas de clausura? ¡Mejor las que están en la calle ayudando a los pobres!
La Iglesia en su dimensión horizontal
Y llegamos al último punto: cómo ha afectado el personalismo al concepto de Iglesia tal y como ha «evolucionado» (perdón: «involucionado») en el neomodernismo dominante. Hemos dicho que en la concepción de la persona de Mounier y sus asociados, la relación se eleva a sustancia, por lo que la apertura a los demás se convierte en el ser mismo de la persona. Si es así, la Iglesia acaba siendo considerada esencialmente como ‘comunidad’ y ya no como el ‘Misterio de la presencia de Cristo en la historia humana’. Lo que hace que la Iglesia sea ‘Iglesia’ ya no sería Cristo, sino la unión de los hombres. Esto explica que hoy se piense que el problema más grave no es rechazar a Cristo con el pecado, sino todo lo que pueda amenazar la convivencia pacífica entre los hombres (conflictos, guerras...) o su salud física (contaminación ambiental, enfermedades...). Pero no sólo: si la Iglesia es predominantemente «comunidad», si la Iglesia es ante todo un «misterio de apertura al otro» más que de unión con Cristo, entonces todos los hombres, en tanto que hombres, son automáticamente hijos de Dios y ya estarían «salvados» en cierto sentido. Este es el ‘cristianismo anónimo’ de Karl Rahner.
Fuente: Missa in latino
[Nota histórica: Estaríamos tentados en decir que Francisco es un personalista. Sería demasiado. Quién sí fue personalista fue Juan Pablo II. Y eso explica muchas cosas, por ejemplo, el encuentro de Asís y muchos otros disparates que tanto daño hicieron a la Iglesia].