miércoles, 29 de marzo de 2017

Lo que perdimos


A un mozo de regular sentido le es fácil construir en su imaginación una ciudad, sin haber visto otra como ella; llenarla de tiendas aparatosas, de caballeros principales... y aun de lo que no existe sino en los cuentos maravillosos; cabe, en fin, hasta mejorar la realidad, y con frecuencia se observa este fenómeno en las gentes sencillas que han soñado mucho y han visto poco. Pero es imposible adivinar hasta dónde puede elevarse, cuánto puede sentir el espíritu humano excitado por el concurso de agentes externos, de los cuales no se tiene la menor idea. Yo me vi en este caso entonces. No me maravilló el templo con sus tres naves góticas, su coro bajo frente al altar mayor, su suelo de mármoles y sus capillas sombrías; pues si he de hablar con verdad, cosa más grande y más rica me había imaginado yo para una catedral de población tan renombrada e importante; pero comenzó la misa, y ya el ir y venir de los canónigos arrastrando las negras colas; el solemne y ostentoso ceremonial del presbiterio; los preludios del órgano; las nubes y el olor de los incensarios agitados por los inquietos monaguillos vestidos de rojo y blanco, y la templada luz que se descomponía en todos los colores, del prisma al atravesar los vidrios de las ojivas, imprimieron un nuevo rumbo a mis ideas, sacándolas de sus ordinarios y naturales cauces. Después, a medida que la misa adelantaba, crecía la fuerza de mi atención, porque nuevas ceremonias y no soñadas impresiones la sorprendían y la cautivaban, sin poder yo darme cuenta todavía de si aquel arrobamiento en que comenzaba a caer era solamente una inesperada excitación de mis sentimientos religiosos en ocasión y sitio tan señalados, o si en él influía también un exceso de curiosidad. Pero llegó un momento en que a las voces estentóreas de los sochantres, y a las atipladas de los niños de coro, y al sonar de las campanillas de los monagos, y al cántico trémulo e inseguro del oficiante se unió el estruendo de toda la trompetería del órgano, formando el conjunto un verdadero torrente de armonías que se desbordaba de las naves del templo y parecía estrellarse en inmensas oleadas contra los fustes, y saltar en ecos resonantes desde los mármoles del pavimento hasta los rosetones de las bóvedas. Entonces sentí un extraño cosquilleo que se deslizaba por todas las fibras de mi cuerpo; perdí la noción racional de cuanto tenía delante y en derredor de mí; hundí la cabeza en el pecho; parecióme que los haces de columnas se alargaban y crecían hasta perderse de vista, diáfanos y aéreos, y que la tempestad de sonidos se extendía por todo el espacio hasta llenar los ámbitos del mundo, como la voz terrible de Jehová...; Y LE Vi, Sí, LE vi flotando sobre nubes de incienso y de armonías, entre las desvanecidas bóvedas del templo, Y LE sentí en mi corazón y en mi conciencia, y crecieron en ella las más leves faltas hasta la magnitud de enormes culpas, al ardor de la fe, que también crecía en mi pecho; humillé mi cabeza... (creo que toqué con la frente el duro mármol en que se hincaban mis rodillas); negóse mi labio trémulo a pronunciar las plegarias que salían de mi corazón; brotaron mudas lágrimas de mis ojos; y al verme en presencia de Juez tan grande y majestuoso, avergonzóme la altura del suelo que me sostenía, y envidié la obscuridad y bajeza del mísero gusano que se arrastra bajo las costras de la tierra. 
Doliente y quebrantado salí de aquel éxtasis extraño cuando el silencio volvió a reinar en el templo, y, mi padre, después de plegar en tres dobleces el pañuelo de yerbas sobre el cual se había arrodillado, me tocó en el hombro para advertirme que era hora de marcharnos, pues se había concluido la misa y no quedábamos allí más que nosotros y cuatro viejas rezadoras. 
-Parece que te ha gustado la solemnidad -me dijo al llegar a los claustros-. ¡Nunca te vi oír una misa con tanta devoción! 
En toda mi vida he vuelto a sentir impresiones como aquéllas. 


José María de Pereda, Pedro Sánchez

lunes, 27 de marzo de 2017

Las mejillas del oso y la blasfemia

Cuando se celebró, hace algunas semanas, el absurdo Día internacional de la mujer, en varias ciudad argentinas se abrieron las puertas de los aquelarres infernales. De modo particular, en San Miguel de Tucumán, quienes caminaban por las calles, asistieron atónitos a lo que los periodistas calificaron como una “perfomance artística” pero que no fue más que una horrorosa blasfemia: una mujer, caracterizada como la Santísima Virgen, cometiendo un sangriento aborto frente a la catedral tucumana. 
El arzobispo de Tucumán, Mons. Alfredo Zecca emitió inmediatamente un claro comunicado de repudio. Otros prelados, en cambio, tuvieron otra indignante y vergonzosa reacción que ya todos podemos imaginar. Y me refiero de modo particular a la declaración de Mons. Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco. Era un obispo que prometía mucho. Estando en Mendoza, fue un claro defensor de la misa latina y mostraba simpatías hacia el pensamiento tradicional. Todo fue así hasta que llegó Francisco, y Mons. Buenanueva volcó irremediablemente. Ya habíamos dado cuenta el año pasado del paso en falso cometido por el prelado en Roma cuando, pretendiendo desplegar su voluminosa sapiencia frente al Papa, fue completamente ninguneado por Bergoglio. Pero parece que no ceja en su empeño de mostrarse servil a las líneas romanas en espera, seguramente, de alguna promoción que lo saque de la insignificante sede en la que se asienta Su Corpulencia Reverendísima. 
Les dejo aquí una reflexión que circula en la web y viene muy al caso.

Sobre las mejillas ajenas
Legendario es aquello de que hay gente que gusta hacer limosna pero con plata ajena. Ser generoso, pero no con los bienes de uno, sino con los del vecino. Ayudar a los pobres pero metiendo la mano no en el propio bolsillo sino en el bolsillo de otro. Esto, por suerte, está refutado y ampliamente aceptado que se trata de una ramplona falacia que no resiste el menor análisis.
Ahora, lo interesante es ver cómo “funciona” esto mismo respecto a otros asuntos. 

Pues lo que vale para el bolsillo (para la generosidad) vale también para cualquier otra virtud. Por ejemplo, el gallardo propósito de no reclamar lo que otro injustamente me quita: si se trata de mí mismo, bienvenida la bienaventuranza; pero no aplica a terceros: ¡al contrario!, sería una falta por omisión que no colaborara a que se les devuelva a los vulnerables lo que les fuera injustamente quitado. Lo mismo valdría decir de la persecución: si es a mí, bendita sea; pero si es a terceros, no tiene asidero gritarle cínicamente desde el balcón: bienaventurado tú, cristiano de Siria, perseguido y llevado injustamente a la tortura y muerte. 
Lo mismo: gallardo es no defenderse ante agravios o calumnias proferidas a uno; cobarde y felón, en cambio, si uno no es capaz de defender a un amigo (o incluso un enemigo) injustamente difamado.
Y pienso más puntual y específicamente todo esto respecto a lo de “poner la otra mejilla”. Porque me preocupan los Peter Pan que quieren hacerse la gran bienaventuranza con mejillas ajenas. Y eso no está bien. No está nada bien. 
Y sabe más a cobardía que a mala teología. O a ambas, en todo caso.
Cuando A MÍ me pegan en una, ahí he de poner la otra. Pero si un muchacho va con su novia por la vereda y un degenerado pasa y le toca el traste: ay de aquel, ay de aquel joven que con engolada voz le dijera a su prometida: amada mía, paloma mía, Cristo se dejó matar por nuestros pecados, déjate tú toquetear y serás salva. Si te toca una nalga, déjate tocar también la otra. 
Ay de aquel joven que no fuera capaz de darle una buena tunda al degenerado maleante.  
Si A MÍ me escupen en la cara, y soy templado y fuerte, y recuerdo con fervor que mi Señor fue escupido, bien hago en soportar el salivazo recordando mis muchos pecados. Pero si voy por la calle con mi madre y un maleante la escupe en la cara… ay de mí, ay de mí si desenrollo las bienaventuranzas y le explico a mi pobre madre que se lo aguante, que más padeció Cristo por ella, prometiéndole al escupidor plegarias en favor de su conversión, al son de un feble: yo te perdono, pues no sabes lo que haces… mientras Mamá intenta limpiarse con su pañuelo la cara. Más me valdría no haber nacido que ser un hijo así. Pues a las madres se las defiende con uñas y dientes. Aun a riesgo de morir en la contienda.
Será que vivo con el vivísimo recuerdo de niño (tendría 7 u 8 años), en que mi padre, de viajar mucho, con el taxi esperando en la puerta para irse al aeropuerto, ya con el sobretodo y guantes puesto, solía ponerse en cuclillas delante de mí y decirme con voz muy seria y solemne: quedás a cargo de tu madre y tus hermanos: ¡cuidalos! Y yo cabeceaba, a dos mejillas, un sí tan rotundo como convencido. 
La vida por ellos.  
El Señor, como el Siervo Sufriente, avanzó como oveja al matadero, manso, mudo y entregado. Pues se trataba de su propia Vida, la que ofrecía libérrima y señorialmente. Pero justamente, ¡qué contraste!, ese mismo Agnus Dei se torna León de Judá, una fiera incontenible, cuando de la Casa de su Padre se trata. Ahí no hay mudez, ni mansedumbre: ahí hay desatada ira, pues se trata de la defensa del preciado Bien ajeno, pues se trata del Padre. 
Sólo Cristo, la Víctima, podía defender la oreja de Malco. Como que los discípulos no podían hacer otra cosa que atinar a defender a su Maestro. 
Gallardo fue Pedro en cortarla y gallardo Cristo, en reponerla.
Entreguemos con hidalguía nuestra segunda mejilla cuando nuestra primera fuera ultrajada. Sin medias tintas ni hermenéuticas amaneradas y ambiguas. 
Y con igual hidalguía, defendamos ambas mejillas, cuando de las ajenas se trate. También en esto, con las tintas bien cargadas
Que eso, y no otra cosa, es ser un hombre bien nacido y un cristiano cabal.
La vida por ellos.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Latín

En la entrada anterior, un lector dejó una legítima pregunta: “Están claras las ventajas de celebrar en una lengua sagrada. Ahora, siendo así, ¿no hubiera sido más lógico que los primeros cristianos que introdujeron la Misa en Latín al Imperio Romano de Occidente, la hubieran dejado en griego, o en arameo?. ¿Qué quisieron conseguir poniéndola en una lengua que el ciudadano de Roma podía entender?”. Lo que se esconde en el fondo es la cuestión del latín en la liturgia occidental y de la existencia, o no, de las lenguas litúrgicas. Y varios lectores dieron su opinión. Yo doy ahora la mía.
1. La liturgia cristiana se celebró en Occidente en lengua griega hasta la segunda mitad del siglo IV cuando la totalidad de los textos fueron traducidos al latín por obra del Papa español San Dámaso. Es verdad, sin embargo, que desde un siglo antes algunas partes, sobre todo las lecturas, se decían en latín. Estas fechas tienen comprobación histórica. Cito un solo caso: Mario Victorino escribe en 360 su Adversus Arium en el que cita párrafos de la plegaria eucarística aún en griego.
2. Esto implica que, al menos durante un siglo, la liturgia se celebraba en Roma en una lengua -el griego- que era conocida por pocos pues la inmigración de Oriente había disminuido notablemente. Análogamente, es lo que ocurre hoy, por ejemplo, con los descendientes de ucranianos en Argentina que siguen celebrando su liturgia en la lengua de sus abuelos aunque no la entiendan, o entienden muy poco. Más aún, las celebraciones eran en griego porque esa había sido la lengua de las clases bajas de la ciudad, integradas por los emigrados de la zona oriental del Imperio porque eran esclavizados o porque huían por razones económicas, y fue entre ellas que se expandió primeramente el cristianismo. A comienzos del siglo IV, sin embargo, eran parte de la nueva religión también las clases más altas y cultas cuya lengua era el latín y no conocían, al menos la mayoría, el griego. Es decir, los primeros cristianos no tuvieron ningún inconveniente ni objeción pastoral en celebrar los divinos misterios en una lengua que no era conocida por el pueblo. Y cito aquí otro testigo privilegiado: el Ambrosiaster, un presbítero romano que escribió hacia el 380 lo siguiente: “Es obvio que nuestra mente ignora si se habla en una lengua que no conoce, como ocurre con los que hablan latín y están acostumbrados a escuchar los cantos en griego que, aunque se deleitan con el sonido de las palabras, no saben lo que significan” (In epistulas ad Corinthios 1, 14, 14).
3. Entonces, ¿por qué se dejó el griego y comenzó a usarse el latín? Esta es una pregunta que exige rigor histórico y no puede ser respondida por lo que a mí me gustaría que fuera la respuesta o por lo que mejor conviene para alimentar la leyenda modernista (del siglo XX o del siglo XIX). Dos de las autoridades más respetadas en el tema -Bernard Botte y Charles Pietri- afirman que lo que llevó a San Dámaso en Roma junto a San Ambrosio en Milán a celebrar en latín fue su intención de cristianizar la cultura de su época. En Roma existía todavía una fuerte presencia pagana y especialmente la aristocracia seguía apegada a los ritos paganos aunque nominalmente fueran cristianos. Además, la Urbe seguía siendo el centro cultural del imperio. Por tanto, la formación del latín litúrgico fue parte de este esfuerzo para evangelizar la cultura romana y atraer a las elites influyentes del imperio a la fe cristiana. Aquí no hubo un interés pastoral tal como lo entienden los progresistas, y tampoco bajó un ángel del cielo a enseñar una lengua sagrada según lo entienden los ultramontanos. Hubo una legítima conveniencia política orientada a la expansión y triunfo de nuestra fe.

4. Alguien podría objetar: “Sea como sea, lo cierto es que la liturgia se terminó celebrando en la lengua del pueblo”. Pero la realidad es que no fue así. El latín al que se tradujeron los textos litúrgicos no era el latín coloquial a punto tal que, quien no era cristiano, no lo entendía. Es lo que se conoce como lenguas especiales. Y pongo un ejemplo: si quienes no somos médicos entráramos a una junta médica en cualquier hospital, lo más probable es que entenderíamos sólo un porcentaje mínimo de lo que hablan los profesionales allí reunidos puesto que hablan un lenguaje especial. Algo similar ocurrió con el latín cristiano, es decir, el latín de la liturgia y el latín de las Escrituras. Es esta la teoría de la Escuela de Nimega cuya principal representante fue Christine Mohrmann y que, con matices, es aceptada por la mayoría de los especialistas. Pero más allá de los eruditos, es muy claro el ejemplo de San Agustín, retor romano e insigne conocedor de la lengua de Tulio, quien, al comenzar a formarse en la fe cristiana luego de su conversión y al enfrentarse con los textos de la Escritura y de la liturgia “verum tamen ego primam hujus lectionem non intelligens...” (no podía entender la primera página de esas lecturas... [se refiere al libro del profeta Isaías] decidí entonces retomarlo cuando hubiese aprendido dominico eloquio, el de hablar del Señor” (Confesiones IX, 5, 13). Dicho y hecho, renunció a su cátedra de retórica en Milán y se retiró a Cassiciacum con un grupo de amigos para aprender el lenguaje y el contenido de su nueva fe. En conclusión, como en todas las lenguas litúrgicas, el latín al que fue traducida la liturgia griega original poseía características estilísticas especiales que la separaban del lenguaje ordinario del pueblo: los romanos no hablaban en el estilo del Canon o de las Colectas de la Misa. Tan pronto como fue reemplazado el griego, se creó un medio lingüístico estilizado exclusivamente para el culto divino.
5. ¿No es, entonces, el latín una lengua sagrada? Dependerá de qué entendemos por lengua sagrada. Si se sostiene que habría un grupo de tres lenguas (arameo, griego y latín) que son sagradas, algo así como divinamente inspiradas, y la liturgia solamente puede ser celebrada en una de esas tres, ciertamente el latín no es lengua sagrada. Desde los primeros siglos del cristianismo se usaron otras lenguas además de las tres citadas: el siríaco, en el patriarcado de Antioquía, es decir, toda Siria e Iraq, con sus ramificaciones en la India y China; el armenio antiguo en Armenia; el copto en Egipto, el etíope antiguo o ge’ez en Etiopía o el paleoeslavo en los pueblos eslavos. 
Sin embargo, podemos hablar de lengua sagrada en tanto que medio de organización de la experiencia religiosa, como un medio de expresión no solamente de cada individuo sino de una comunidad que vive de acuerdo a ciertas tradiciones. Las formas lingüísticas son transmitidas de generación en generación; frecuentemente son estilizadas y mantenidas a salvo del lenguaje contemporáneo. 
Siguiendo a Mohrmann, tres son las características que distinguen a las lenguas sagradas
a. Es una lengua estable. Demuestra tenacidad en mantener las formas lingüísticas arcaicas. En la Roma pagana esto se ve claramente puesto que sus sacerdotes repetían fórmulas que eran incapaces de entender. Y lo mismo ocurrió en la Alta Edad Media cuando buena parte de los sacerdotes del imperio carolingio no sabían latín y cometían gruesos errores al celebrar la liturgia (pero ni a Carlomagno, ni a Alcuino ni al Papa Adriano se les ocurrió celebrar la misa en franco. Lo que hicieron fue organizar sistemáticamente la enseñanza del latín en las escuelas monásticas). 
b. Se introducen elementos tomados de otras lenguas a fin de asociarlos a las antiguas tradiciones. San Agustín, refiriéndose a estos términos (Alleluia, Amén, Hossana, etc.) dice que son preservados propter sanctiorem auctoritatem
c. Usa figuras retóricas que son típicas del estilo oral como paralelismos y antítesis, cláusulas rítmicas, ritmos y aliteraciones. 
En este sentido entonces, el latín ciertamente es una lengua sagrada. Y en este sentido, consecuentemente y para volver al origen de la discusión, la traducción actual del misal romano para su uso en Argentina no es, ni por asomo, lengua sagrada o lengua litúrgica. 

lunes, 20 de marzo de 2017

Coincidentia oppositorum

La última semana se originó en el blog una interesante discusión acerca de las traducciones de la misa y de la lengua litúrgica en general. Aunque la pregunta sobre por qué la misa debe ser celebrada en una lengua sagrada -en nuestro caso, el latín- es legítima, no podemos responderla en este blog. Diría que se trata de una cuestión básica y ya resuelta para la mayoría de los lectores. Quienes deseen leer más sobre el tema, la bibliografía existente es enorme. Desde autores que lo estudian como un fenómeno propio de todas las religiones, como Mircea Eliade por ejemplo, hasta los que lo enfocan en el caso específico del cristianismo latino. De modo particular, recomiendo el libro actual de un especialista en el tema, el P. Michael Lang, The Voice of the Church at Prayer. Reflections on Liturgy and Language (Ignatius Press, San Francisco, 2012). 
Pero en esta ocasión quiero detenerme en un curioso fenómeno que ya he señalado en otras ocasiones: la “coincidencia de los opuestos”, casi un eco de la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa. En el fondo, progresistas y ultramontanos tienen un concepto erróneo de la liturgia en general, y de la Santa Misa en particular que, quiéranlo o no, incide en la cuestión de la lengua sagrada.
Para los progresistas -modernistas del siglo XX-, la liturgia y la misa no son más que ocasiones para el encuentro de la “comunidad” presidida por el sacerdote. Y esta es, sin duda, la opinión ampliamente mayoritaria del clero católico latino actual, incluido el mismo Papa Francisco. Basta escuchar lo que dice el cura de turno al inicio de las misas novus ordo: un saludo a su “comunidad” como el que daría cualquier animador de club de barrio; basta escuchar la catarata de pavadas e inconsistencia que largan los “guías” de la misa -oficio inútil si los hay- a lo largo de todo la celebración. La misa, en definitiva, es una reunión de amigos en torno a la “mesa de la Palabra y de la Eucaristía”, en la que se refuerzan los lazos de hermandad en el nombre de Cristo. Si, efectivamente, la misa es eso, entonces es perfectamente lógico que se celebre no solamente en lengua vulgar, sino en la lengua de la calle, la que hablan los integrantes de esa comunidad corrientemente. ¿Qué sentido tendría, en el caso de Argentina, hablar de “tú” o de “vosotros”? Como dijo un comentarista, seríamos imitadores de los españoles. La sola posibilidad de utilizar el latín según esta visión es completamente irracional. No tiene el menor sentido. ¿Por qué motivo, en una reunión fraterna, se va a utilizar una lengua que nadie entiende, ni siquiera el cura?
Para los ultramontanos -modernistas del siglo XIX-, la liturgia no es más que la Misa, y la Misa no es más que la consagración de las sagradas especies. Con eso estamos hecho. Es suficiente con que el sacerdote pronuncie las palabras sagradas, o mágicas, para que nos quedemos tranquilos. El resto es pura añadidura. El “sacrificio” ya está hecho. La Misa, en última instancia, termina siendo el proceso de fabricación de la eucaristía. Nada más. Y no exagero. Fácilmente puede encontrarse esta opinión desplegada en la literatura de los modernistas del siglo XIX. La cuestión es que, si la cosa es así, no tendría demasiada importancia decir las pocas palabras de la consagración en una lengua o en otra. Si en el fondo se trata solamente de confeccionar la eucaristía, ¿qué importancia puede tener el lenguaje en el que se la confecciona? Cristo las dijo en arameo; San Pablo en griego; San Pío V en latín, y bien podría decirlas cualquier cura actual en español o en francés. No cambiaría nada.
En ambos casos, como decía, subyace una concepción de la liturgia que no es la concepción católica  tradicional. La liturgia es epifanía, es decir, la sacralización glorificadora de este mundo fugaz por parte de las potencias gloriosas y divinas. Para los católicos, la liturgia no es un deber más, como lo puede ser rezar el rosario o bendecir la mesa. La liturgia es el hecho central de su vida como cristianos o bien, es la expresión suprema de su vida en Dios. ¿Por qué motivo Dios se reveló a los hombres? Para hacernos capax Dei, es decir, para deificarnos, para elevarnos a la dignidad de hijos suyos, y es la liturgia el campo privilegiado donde se produce ese encuentro entre el Dios que se abaja y el hombre que es aupado. Dicho de otro modo, es el lugar de la teofanía, de la manifestación de Dios y de su gloria, mundo al cual el hombre es introducido y participa, de ese modo, del misterio de la Redención.
Esto que digo no es ninguna novedad. No es más que lo que siempre afirmó la Tradición de la Iglesia, desde los Padres, a Santo Tomás de Aquino. Dionisio Areopagita, que para el Aquinate tiene una autoridad similar a la de San Agustín, lo dice en varias partes de su obra, en especial en la Teología mística: la liturgia es uno de los modos más excelsos que tiene Dios de revelarse al hombre. Es decir, por la liturgia y en la liturgia, nos acercamos al conocimiento de Dios, como nos acercamos también por la lectura de su Palabra.
San Juan Crisóstomo, Doctor de la Iglesia y autor de la Divina Liturgia bizantina, escribe: “Ved: el Señor reposa sobre el altar como víctima; el sacerdote se sumerge de una ardiente plegaria y se consagra, con todas las fuerzas de su alma, al sacrificio; la Sangre preciosa del Cordero del sacrificio penetra e ilumina a todos los que asisten. ¿Y todavía crees encontrarte en la tierra, viviendo entre los humanos? ¡No!, eres arrebatado: rechazado el orden terrestre, resides en el cielo y contemplas el misterio celestial de la teofanía”. (Muchos curitas que entienden la Misa como una mera “asamblea de la comunidad cristiana” deberían leer al Crisóstomo....)
En la Edad Media occidental, casi todos los comentadores de los oficios litúrgicos tuvieron una visión simbólica de la liturgia. En primer lugar, Amalario de Metz (827), en De officio Missae y, luego, Juan Beleth (1132) en la Summa de ecclesiasticis officiis, Prevostino de Cremona (1210), Summa de officiis; Sicardo de Cremona (1215), Mitrale seu de officiis ecclesiasticis summa; Lotario de Segni, luego Papa Inocencio III (1216), De altaris mysterio y, sobre todo, Guillermo Durando (1296) con el conocido Rationale divinorum officiorum
Santo Tomás de Aquino, en la cuestión 83 de la Tertia pars de la Suma de teología, trata el tema. Afirma que “en este sacramento está comprendido todo el misterio de nuestra salvación”. La lectura de todo el artículo 4 de esa cuestión revela que, pare el Angélico, toda la misa está orientada y forma parte de la celebración del mysterium fidei, y no solamente las palabras consecratorias. Más aún, como observa Lang, Santo Tomás comenta como versión “normal” de la misa la misa solemne, es decir, en la que intervienen tres ministros sagrados (sacerdote, diácono y subdiácono), además de los ministros menores. Y, por eso mismo, la función propia del diácono y del subdiácono que es la proclamación de la Palabra de Dios reviste un carácter no solamente catequético, como hoy se pretende, sino latréutico: es parte del acto de culto de la alabanza al Santo de los Santos que se hace presente en todo el acto litúrgico.
En conclusión, si la Santa Misa es mucho más que la pronunciación de la fórmula de la consagración; si es mucho más que un encuentro fraternal y, si en efecto es, un reflejo, opacado si se quiere, pero reflejo al fin de la liturgia celestial que celebran los serafines y querubines delante del trono de Dios, y si es el lugar y momento del encuentro de nosotros los hombres con la Divinidad que desciende y se muestra entre velos, entonces, la lengua, y cada palabra que se diga en la celebración de este mysterium cuenta, y no puede quedar librada a la voluntad del celebrante, y no puede quedar librada tampoco al vaivén de los tiempos y de los caprichos propio de las lenguas vulgares. 

jueves, 16 de marzo de 2017

Diez años

Dice Juan Manuel de Prada que la insistencia es un mérito, y se refiere a la insistencia entendida como perseverancia en la realización de una tarea. Si tiene razón, puedo yo entonces arrogarme algún mérito de estar insistiendo durante diez años con este blog que comencé, como un juego para pocos amigos, el 16 de marzo de 2007.

Han pasado bajo el puente tres papas, unos cuantos disgustos, muchas satisfacciones, aburrimiento, hartazgo, desazones y dos millones de visitantes. La verdad, bastante poco para un sitio de internet, pero bastante mucho para un pobre pelagatos como yo. Y aquí mismito debo decir que esos lectores no son solamente míos sino también de todos aquellos que escriben en el Wanderer: Ludovicus y Jack Tollers fundamentalmente, y algún que otro colaborador circunstancial. Y debo añadir también que las líneas que yo escribo suelen ser el estofado que muchos ayudaron a cocinar en una conversación telefónica por aquí, el consejo de un libro por allá, la recopilación de información acullá. Y entre estos amigos cocineros está Dosifei, Walter Kurtz, Gandalf el Gris, Martin Ellingham, el Athonita y el Anónimo Normando, sin olvidarme del Papa Luna, aislado en la Peñíscola porteña, y del Lobo, cada vez más acurrucado en su guarida.
El blog recibe un promedio de mil setecientos visitantes diarios, la mitad de ellos son argentinos y, de la otra mitad, un 30% son de España, seguidos de lectores de Estados Unidos, Italia y Chile. Luego vienen lectores de otros países donde no pensaría tener lectores como Grecia o Polonia, y de otros un poco más inquietantes como Irán o el mismísimo Vaticano. 
Escribía hace diez años que el inspirador del nombre del blog era Tolkien, en su poema del primer volumen de El señor de los anillos:

O Wanderers in the shadowed land despair not! 
For though dark they stand, 
all woods there be must end at last, 
and see the open sun go past: 
the setting sun, the rising sun, 
the day´s end, or the day begun. 
For east or west all woods must fail...

Oh, caminantes de la tierra en sombras,
no desesperéis.  Pues aunque oscuros se alcen
todos los bosques terminarán al fin
viendo pasar el sol descubierto:
el sol poniente, el sol naciente,
el fin del día y el principio del día.
Al este o al oeste, los bosques acabarán...


Hoy, con mucho más convencimiento que hace diez años, vuelvo a identificarme con un Caminante en medio de los bosques oscuros e igualmente convencido estoy que éstos, finalmente, acabarán. 

martes, 14 de marzo de 2017

Lenguaje y vulgaridad

Para continuar con la triste conmemoración de la Semana Internacional de la Vulgaridad, quiero traer aquí a colación un par de recuerdos. El primero de hace pocos años cuando, a instancias de Jorge Mario Bergoglio, cardenal arzobispo de Buenos Aires, se realizó una nueva edición del misal romano para el uso en Argentina, en el cual se eliminaba el “vosotros”, que era reemplazado por el “ustedes”, y se cambiaban las expresiones relacionadas, notablemente la fórmula de la consagración que ya no sería “Tomad y comed...”, sino “Tomen y coman...”. El objetivo era vulgarizar el lenguaje litúrgico y era, por cierto, el primer paso de la avalancha. Luego aparecería una nueva traducción del Evangelio en la que el Señor diría: “Che Zaqueo, bajate del árbol”, o “A ver ustedes demonios, rajen de este hombre ya mismo”. 
No le fue fácil al cardenal lograr que Roma aprobara su vulgarización, y los oficiales de la Curia del Papa Benedicto le arrancaron varias rabietas. Eran muy duros en sus reglas, se quejaba el cardenal Bergoglio. Es por eso que, como nos enteramos hace pocas semanas, elevado al solio petrino, ha nombrado una comisión encargada de ablandar estas cuestiones. 
Al respecto, un amigo me pasó un texto muy interesante del poeta Francisco Luis Bernárdez, alarmado por lo que veía que estaba sucediendo en la liturgia en 1968. El segundo recuerdo del día de hoy:



El idioma litúrgico
por  Francisco Luis Bernárdez
Para La Nación
Buenos Aires, 19 de enero de 1968


En “El idioma espectral” me referí hace poco a la inclinación abstractizante que se observa en nuestra habla corriente y que llega a lo francamente alarmante en el abuso de palabras como problema y ubicar. Lo hice para recoger una amistosa alusión de Arturo Capdevilla en “Consultorio gramatical de urgencia”, libro donde también se puede leer algo concerniente a mi preocupación por las responsabilidades que crea la reciente castellanización de la liturgia católica. “Es injuriar gratuitamente a nuestro inteligentísimo pueblo creerle inepto para las formas nobles del idioma, como está sucediendo ahora mismo por parte de algunas dignidades ecclesiásticas, como lo hacía notar el poeta ya nombrado, con motivo de la castellanización de la misa, en que con muy mal fundado espíritu demagógico se están rebajando en ello, por igual, la teología y el idioma, como verbigracia con la sustitución del  pronombre vosotros por el de ustedes. ¡Como si Dios pudiera hablar de usted al hombre!”. 

La verdad es que no sólo aquí he comprobado a veces la anomalía de la susodicha sustitución, dicta da quizás no por tal cual afán demagógico sino por el deseo de allanar los textos litúrgicos a la comprensión popular, quienes incurren en ese error (sin duda con la mejor buena fe) deberían tener presente que, aunque en el habla común los pronombres suelen aquí emplearse deliberadamente mal, nuestra escuela ha enseñado siempre a utilizarlos correctamente; y que a nadie por lego que sea puede sonarle extrañamente el vosotros del buen castellano. 
Me parece peligroso cualquier desliz demasiado decidido hacia el lenguaje convencional en materia de versiones como la de textos que, por su índole sagrada, conviene mantener en todo instante a la altura de su connatural majestad, por encima del idioma cotidiano y ennoblecidos por el hieratismo más puro. 
Proceder de otro modo es exponerse a que mañana se pase no ya del vosotros al ustedes, sino del tú al vos. Con lo cual la palabra de Dios sería rebajada del sermo vulgaris al sermo plebeius, y lo que es drama (drama sustancial) a una especie de sainete casi sacrílego.
El castellano ha entrado en la liturgia. 
Y esto, que en sí mismo constituye un hecho trascendental, porque da mayor participación al pueblo en los bienes mejores de la Iglesia no ha logrado ser todo lo que está llamado a ser. Quizás porque la entrada en cuestión no fue guiada por quienes se hallaban en condiciones de guiar. La lógica hubiera sido que la castellanización se efectuase bajo la directa vigilancia de un cuerpo de expertos en el que, junto al escriturista, no faltara el filólogo, ni tampoco (por cierto) el  escritor que, en última instancia, es quien posee el sentido más vivo y militante de la palabra. 

Pero todo parece indicar que hasta ahora no ha sido así. Y digo hasta ahora porque en el reciente Congreso de Academias de la Lengua Española en el que nuestra Academia Argentina de Letra estuvo representada por Manuel Mujica Lainez y Angel J. Battistessa, se consideró una moción que propiciaba la creación de una junta a cuyo cargo estaría el encontrar la solución correcta al problema. Si no estoy mal informado, la junta así proyectada en la asamblea de Quito será integrada por miembros representativos de toda el área hispanohablante, quienes estudiarán el modo de dar en castellano un texto único de la misa y de algunos oficios, un texto que sea válido para España e Hispanoamérica y que, por lo tanto, ponga fin a la confusión existente ahora a este respecto. 
El criterio de unidad vigente durante siglos por el uso litúrgico de una lengua que como la latina era y es fija y universal sufre desmedro evidente con la proliferación de versiones distintas en castellano sobre todo en nuestro continente, donde cada país (o poco menos) usa la suya. 
Lo razonable es encontrar cuanto antes una coincidencia que, facilitando el indispensable texto unitario, responda al espíritu de ecumenidad que anima al Concilio Vaticano, e interprete adecuadamente todo lo que éste tuvo en cuenta al disponer la traducción de la liturgia latina a las diversas lenguas de los hombres. Por lo que se refiere al mundo hispánico, posiblemente baste con llevar a la práctica la fórmula propuesta en la reunión académica realizada hace unos meses en la capital ecuatoriana.
Leon Bloy se lamentó un día de la progresiva secularización del arte, fenómeno que, iniciado con la Reforma pareció detenerse en el Renacimiento, pero no dejó de crecer y desarrollarse desde el siglo XVIII. Los verdaderos pintores, escultores, arquitectos y músicos se alejaron de de los temas sacros. Los artistas de la palabra también. Y las iglesias empezaron a ser más frías y más feas. Y los elementos del culto perdieron su nobleza artística y artesanal de las grandes épocas. 
Apareció el abominable arte Saint Suplice. El seudo arte de las santerías, el piadosismo de las horrendas imágenes industriales. Y entonces sí que resultó clara (según el autor de “La femme pauvre”) la humildad del Redentor al querer nacer en un establo. Porque algo por el estilo eran y son también los lugares donde Dios vuelve a nosotros transustancialmente en las misas de cada día. 

Mientras no se produce el ansiado retorno de los  hijos artistas, es necesario velar de alguna manera por el decoro y la dignidad de la Casa del Padre. Y, sobre todo, evitar que los intrusos se les adelanten y hagan sus veces. 
Impedir que traduzcan en vulgaridad, que pinten y esculpan la inspiración, que construyan sin belleza. Y que en los templos se nos obligue a escuchar canciones anodinas (cuando no decididamente ramplonas) no sólo por su música sino también por sus usos. 
Para Dios ha de estar destinado lo mejor del hombre, que es su imagen. 
En la vida, en el arte, en todo lo ha la mano, lo más excelente debe ser concedido a la Providencia. 
Así fue siempre. 
Lo atestiguan las maravillosas catedrales, los grandes poemas, las inmortales pinturas, las nobles estatuas que (como en el verso famoso) han sobrevivido a la Ciudad. 

Con los ojos y el corazón atentos a tan aleccionadores dechados, tengamos cautela al poner nuestras fugaces manos en las piedras, en el mármol y en las telas destinadas de algún modo al culto; seamos prudentes con que pretendamos vestirlo; y actuemos con seriedad y delicadeza siempre que nos propongamos trasladar a idiomas en constante evolución o descomposición, como son los nuestros, lo que en el latín oficial y universal de la Iglesia Católica Apostólica Romana pone con una fijeza que refleja la de la inmutable Verdad. 

lunes, 13 de marzo de 2017

Hidalguía

por el Athonita
El otro día salió al pasar el tema de la alcurnia sobrenatural, esa nobleza que no procede ni de la carne ni de la sangre. Y pensaba: qué cierto es. Y también pensé: qué bello es que sea tan cierto y tan así. 

Porque aquí lo curioso y maravilloso es justamente que se trate de una alcurnia verdadera, real. Y no de una falsa analogía, un equívoco, donde los términos analogados carecieran ya por completo de vínculo. No. No es de este mundo, no procede del abolengo terreno, es ajena a la estirpe de apellidos patricios, de un nobiliario por cultura, plata, fundos ni cosa por el estilo. No obstante si uno dijera que es absolutamente otra cosa, haría añicos la analogía y se quedaría con términos que suenan igual pero refieren a cosas por completo distintas. Como decir vino a la bebida y al pasado del verbo venir.
Pero no. Hay analogía. 
Creer que lo que no es unívoco es equívoco, justamente es ignorar que existe esa finísima realidad llamada analogía, proscripta por el torpor geométrico universal. La analogía sea, tal vez, el arte más acabado de aquel “esprit de finesse” que mentara Pascal.
Es de distinguidos distinguir; como importa hacerlo entre lo cortés y lo cortesano, sin por eso disociar lo que los une en la raíz. 
Mientras tanto, Cristo nos insiste en que somos reyes. De otro mundo, pero reyes al fin. De otro mundo, pero en este mundo. Reyes de un mundo invisible, con coronas y armiños invisibles, como expresa un bello sermón de Newman acerca de este tópico. 
La analogía vale, pues esta alcurnia sobrenatural le otorga al portador un “algo” que tiene que ver con la nobleza de este mundo aunque sea de otro mundo. Ese garbo en el porte, esa gallardía en el trato, esa lozanía en los modales, e incluso lo hidalgo en su hablar y su vestir. Poco importa (qué digo poco: ¡nada importa!) su origen social, sus muchos o pocos estudios y apellidos: quien recibió de lo Alto esta pertenencia al linaje de una Raza elegida, de una Realeza divina, lo trasluce en todo, le sale hasta por los poros. Alcanza con ver cómo ese hombre hace su genuflexión (espalda erguida y rodilla contra talón), con qué decoro ha venido vestido a Misa, con qué aristocracia evita incluso cruzarse de piernas y brazos, cómo ha vestido a sus niños para el Culto, con qué señorío se sienta, se para, se arrodilla, y comulga…
Insisto: y es tan, pero tan bello y conmovedor saber y constatar que realmente no viene de la carne ni de la sangre… que uno entiende aquella conmoción del Señor en Betania: te alabo Señor porque hayas querido revelarte a estos pequeños. Te alabo, Señor, (agregaría uno) porque has querido que el campesino se viera como un refinado hijo de reyes, y la mundana baronesa como una torpe y bruta plebeya. Sí, Padre, porque así lo has permitido. Tornas heraldos caballeros a los simples que te heredan, y hundes en ordinaria grosería a la crema de ilustre prosapia cuando se aleja de Ti. 
Y esto porque esta realeza nos viene de Cristo. Y sólo de Cristo. Y halla en Él al Modelo supremo. De allí que esta hidalguía se herede por filiación divina y se imite por empatía y cercanía. Quien mira con largura cómo el Señor habla, cómo se para, con qué señorío conjuga el gesto con la dicción, la mirada con el ademán… Quien mira con largura la hidalguía de sus augustos silencios, lo esplendente de su andadura… quien atiende hasta a los más ínfimos detalles de su estilo, accede a ésta, su majestuosa gallardía que late como un pulso viviente en cada escena evangélica, cual fuere. 
Él es Rey, el Hijo del Rey. Suya es la Sangre noble que habla mejor que la de Abel. Su majestad habla en todo: ya durmiendo en la proa de la barca, ya rigiendo desde el Madero de la Cruz. En todo, hay señorío e hidalguía. 
Sólo Él es el ingenioso Hidalgo sin mancha, el Rey de reyes, el Señor de señores. Pero de su genealogía, estirpe y oraciones, nosotros los manchados, somos sus príncipes y pajes, sus hidalgos servidores.    
Por supuesto: que esta heredad no proceda ni de la carne ni de la sangre, avisa dos cosas y no una: tanto que no le pertenece por derecho propio a los nobles de este mundo, ni su contrario (pues entonces, otra vez, habría un vínculo causal con la carne y la sangre). Al proceder de otro origen, es por completo aleatorio el encontrarse con reseros hidalgos y con millonarios vulgares; hallar gente simple con esta fineza espiritual y gente geométrica de clase alta sin el menor decoro espiritual… como existen pobres vulgares y ricos egregios. Es por completo azaroso y todas las combinaciones son posibles.
No obstante (es inevitable), luce de un modo peculiar, conmociona de forma especial, cuando se hace patente el contraste de órdenes y la reyecía divina, el crístico linaje brilla en personas sin humana alcurnia, como tesoros en vasija de barro. Es el asombro que genera la hidalguía de una campesina elegante y decorosa rezando su rosario, frente a la ordinariez playera del grotesco de gran apellido. Es la conmoción ante el noble obrero con sus niños sumisos y educados, sentados en Misa, frente al pobre tipo de mucho linaje incapaz de controlar su prole, de ojotas y bermudas, atendiendo su histriónico celular en plena Misa.
Así como se empezó en su momento a hablar de “nuevos ricos” (personas sin abolengo llenas de plata), inevitable se torna hablar también de “nuevos ordinarios”: personas que por más abolengo que tengan ya no saben ni saludar, ni presentarse ni vestirse ni hacerse una señal de la cruz bien hecha.
El problema acuciante es que “su nombre es legión”. Sí; porque son muchos. Y de allí este aporte, y de ahí este grito de guerra contra lo grotesco. De ahí este acuciante empeño por “arrancar de la vulgaridad al alma” como dijera Genta. 
Es bello recordar el origen de la voz ‘hidalgo’, del fidálicus latino. Que curiosamente no proviene de filius/hijo (la carne y la sangre) sino de ‘fides’ que en su vasta polisemia refiere no sólo a la Fe sino a la lealtad y fidelidad. Y de esa nobleza, de esa hidalguía trata nuestra estirpe. 
Tiene esto que ver con la grandeza. 
No con la ordinaria grandilocuencia, sino con la noble grandeza, que suele ser pequeña, como lo suelen ser las cosas finas. Grandeza que es magnanimidad; grandeza que es indiferencia ante la menudencia, ante el conflicto coyuntural, ante la pavada inmanente. Grandeza y galanura que se expresan en la donosa mirada alta, que sabe otear lejuras, que sabe ver totalidades. Grandeza que justamente por ser tal no gusta alardear; ni menos aún, adular. Grandeza que en definitiva es “testimonio de eternidad”. Pues sólo lo eterno es grande y sólo lo eterno centra y aploma.
Como decía Pemán, “raza sobria y fuerte el caballero”: ni los halagos lo inflaman ni los desprecios lo inquietan. Es altiva su sana indiferencia. Cercana tal vez a eso que los ingleses llamaron nonchalance y que es la aristocrática despreocupación o imperturbabilidad propia del señorío.
El hidalgo es genuino y ama todo lo que es tal; huye de lo artificial ya se trate de una flor, el hilo de un mantel de altar o la tabla sólida de la mesa de comedor. 
El hidalgo es sobrio: y tan genuina es su sobriedad que hasta es sobrio para ser sobrio. 
El hidalgo sabe honrar. Y lo sabe, porque tiene honra. Y así honra a sus mayores, honra su suelo y su cielo; honra la memoria, la gratitud, la reivindicación; honra sus deudas como honra la palabra dada; honra el secreto en custodia o la confianza recibida. Y honra el lenguaje, el idioma recibido. 
El hidalgo sabe perder el tiempo y es tal sapiencia de los signos más elocuentes de señorío sobre el tiempo, ante el cual jamás se postra. 
El gallardo reluce en su hidalguía tanto hacia arriba como hacia abajo, hacia los que están encima suyo con noble reverencia, como los que están por debajo, con gallarda compasión. Siempre y con todos: es gentil

Como dice Guardini en su Ética, nadie le gana a Dios en esa exquisita cortesía con que trata al hombre, su siervo… pues es propio de los amos tratar a sus siervos como señores.  
Tal vez la nota crucial del hidalgo es que sabe celebrar. El primer diente de un hijo, la cosecha del viñedo, la amistad, el amor correspondido, el triunfo de una guerra o los Misterios de Dios. Como decía Braulio Anzoátegui, la Liturgia cuando bien celebrada es “la cortesía del alma” y cuando no, “el más abyecto guarangaje”. Como se queja Bernárdez de las traducciones argentinas del Evangelio donde lo popular se torna chabacano y lo sencillo, plebeyo y vulgar. 
En fin: el hombre hidalgo, apretando en una sola dicción todo este ramillete de condiciones, es medularmente aplomado. Y sea tal vez ese pondus, esa gravitas, la nota central y configurativa de todo lo demás dicho. 
Esta nobleza obliga. Pero obliga por sí misma; no funda su obligatoriedad fuera de sí, en normas extrínsecas, en convenciones arbitrarias. Esta nobleza obliga en el ser. Obliga con el peso del ser.  
Y para mejor ilustrarlo, digámoslo ahora de modo inverso: vulgar en definitiva es el hombre asfixiado en la diminuta coyuntura por lo superfluo; vulgar es el hombre marcado por la liviandad (en su porte y en sus juicios y en todo lo liviano que pueda darse entre ambos); vulgar es el apegado a lo transitorio, el que hace culto a la sustitución constante. Vulgar es quien denota una inclinación adictiva al cambio y la novedad. Vulgar es el que prefiere el fatuo neologismo o el vidrioso barbarismo al peso del lenguaje sólido; la voz casual al timbre grave; la expresión histriónica e invertebrada al robusto “sí, sí; no, no” de Nuestro Señor. El hombre vulgar grita pero no canta; arenga pero no proclama; viaja pero no peregrina; es fiestero pero no sabe celebrar; conoce la carcajada mas no la calma y feliz sonrisa. El hombre vulgar traga pero no degusta; consume información y repele la formación. Maneja datos, jamás poesía. Lo desvela el provecho y la ventaja. Lo rige lo funcional, lo utilitario, las aplicaciones: jamás, la gallarda gratuidad. Se obsesiona por estar a la altura del tiempo y de los hechos, no del ser y lo eterno. Le inquieta hasta el insomnio el parecer de los demás, su aplauso y aprobación. Todo lo mide, todo lo recuenta, todo lo calcula. El hombre vulgar, en razón de su liviandad, es intrínsecamente inquieto, agitado, nervioso, y es esa la exacta nota contraria al pondus del hombre aplomado. 
Cuando en estas décadas de nefasta disolución (religiosa y cultural) se ha dicho en un lenguaje coloquial que el problema de la progresía es, básicamente, que es una “grasada”, aunque parezca un poco banal el juicio (y ramplona la expresión), hay que reconocer que hay miga en el asunto. No es un frívolo comentario snob. Sólo importará, por supuesto, entender todo lo que acabamos de distinguir más arriba. Pero sí, hay miga: pues lo que han devastado y demolido los ideólogos del populismo religioso es, en definitiva, una grandeza, una finura, un donaire, una cortesía que nos viene de Cristo. Progresía que infecta con idéntica efectividad a estamentos sociales de lo más variados, como lo hace cualquier virus. Así, una fe mundanizada, por mucha zona residencial que ostente, es inexorablemente grotesca, burda, vulgar. (Digamos también: progresía que viene en doble formato: el de vanguardia y el otro, que progresa con retraso, conservando la penúltima moda, y por tanto, la penúltima vulgaridad). 
La decadente cultura actual y sus derivados ideológicos filtrados en la Iglesia, no sólo no cultivan la hidalguía sino que hacen una explícita y punzante vindicación de la vulgaridad; una empecinada apología de lo ordinario, de lo prosaico, de lo feo, de lo berreta si me permiten el brulote. Mezclándolo astutamente con la evangélica y necesaria opción preferencial por los pobres. 
Curiosamente, a ninguna madre de nuestro querido Gualtallary se le ocurriría darle de mamar a su bebe en Misa. Ni se le pasa por la cabeza. Sólo una forzada (e ideologizada) promoción de lo vulgar podría imponerlo. Como que esta hidalguía espiritual hacía que hasta el más indocto gustara decir: “Lázaro sal fuera” o “mirad los lirios del campo”… cuando ahora se intenta imponer el “Lázaro salí para afuera”, “Miren los lirios”. Como el “no conozco varón” viró en un bizarro “no tengo relaciones”… y no frenarán hasta no alcanzar el tan pretendido “Hola María, llena sos de gracia” para el Avemaría. Y todo bajo el escueto y falaz argumento de que lo vulgar acerca lo divino, lo pedestre honra la Encarnación, lo ordinario rompe con una religión de élites… convencidos de que lo cortés quita lo valiente y quita incluso lo piadoso y creyente. 
Todo el empeño por “arrancar de la vulgaridad” se ve así constantemente impedido por estas legiones populistas abocadas a “arraigar en la vulgaridad”. 
Hay una elegancia, una excelencia, una alteza que procede de lo Alto y que se expresa en todo: en Misa, en el arreglo floral de la mesa dominguera, en el estilo de vacaciones, en el sonido con que suena mi celular, en la forma en que estiro la mano para saludar, en la manera en que rezo el Angelus, en que agarro los cubiertos, en el uso de emoticones o modismos del lenguaje y en un sinfín de asuntos más. En todo, o en casi todo, reluce la alcurnia divina, en palacio o en ranchito, en barrio cerrado o en precario, en catedrales o capillas de adobe. Y su triste inversa: en todo, o en casi todo, reluce la vulgaridad y el plebeyismo de quien reniega de la estirpe divina, ya en palacio o en rancho, en barrio cerrado o precario, en catedrales o capillas rurales. Lo mismo da. 
Aunque la frase de Dostoyevski circula mucho y ha ganado ciudadanía, alguien tendrá que atreverse en algún momento a hacer pública su espejada verdad: la vulgaridad perderá al Mundo.

viernes, 10 de marzo de 2017

El castillo de diamante

por Jack Tollers
Wanderer, disculpe usted, pero si la última vez le dije que me gusta el género “recensión de libros” era porque me refería a la crítica de un ensayo, o de una biografía, o de una historia. Ahora lo que me toca es más, mucho más, difícil (y como comprenderá fácilmente, me da más miedo), porque estamos hablando de narrativa. 

Aquí quiero contarle sobre una novela escrita por Juan Manuel de Prada, El castillo de diamante, editada en 2015, a vueltas con Teresa de Ávila, Santa Teresa la Grande, la grandísima santa castellana, a la que tengo, desde ya os lo digo, grandísima devoción. Pero me he expresado mal, porque Prada ha puesto de protagonista de su novela a otro personaje, Ana de Mendoza, la princesa de Éboli, dejándola a Teresa como telón de fondo (si acaso eso fuera posible, porque cada vez que aparece en este libro, su carácter, su personalidad, arrasa con todo).
Pero, ¿qué ha hecho Prada? Ha hecho una cosa imposible, si no lo hubiesen visto mis ojos: una novela escrita con el castellano del Siglo de Oro, sobre una de las muchísimas aventuras que le tocó en suerte vivir a doña Teresa de Cepeda (doctora de la Iglesia y santa, ya lo dije, no me importa, lo diré de nuevo, de mi preferencia). Se trata de un lance que Teresa tuvo con Ana de Mendoza, la Princesa de Éboli, a mediados del s. XVI, en Pastrana, plena Castilla, cuando recién comenzaba la Descalcez, su reforma del Carmelo, fundando aquí y acullá “palomarcitos” de monjas reformadas, con una regla muy estricta, sin renta y desafiando de paso a obispos y superiores, la Santa Inquisición, al rey y al Papa si a mano viniere y a… la Princesa de Éboli, como dije, la verdadera protagonista de esta novela, una mujer difícil por decir lo menos, que querría ser una especie de alter ego de Teresa y que resulta su perfecta antítesis. 
Cómo diablos hizo Prada para escribir esto supera mi imaginación (y me abruma el caletre). No lo puedo entender. Afortunadamente, lector de Tolkien como soy, me doy cuenta de que el 80% de la explicación, la clave del éxito de Prada, anda cerca del hecho de que su autor tiene un dominio asombroso de la lengua castellana. Es increíble, porque aquí no sólo hablo del español contemporáneo, sino también el del siglo XVI. La de dichos, refranes, proverbios, modismos, adjetivos, metáforas y máximas que salpican cada página son sólo una pequeña epifanía de esto que digo. Porque luego está la chunga, las chanzas, las referencias payasas, la jarana que te hacen reír a pata suelta—a veces (y no exagero) dos o tres veces por página. ¿Pondré aquí ejemplo? Hay una escena sobre el final del libro en el que la princesa acude a la Santa Inquisición para denunciar a Teresa como alumbrada (y si el lector de esto no sabe qué cosa es un alumbrado, hará bien en leer esta novela, que Prada lo explica a la perfección. Y de paso, como Teresa parece alumbrada y no lo es). El caso es que el tribunal está muy inclinado a favor de la santa y no le cree nada a la denunciante. Entonces, al darse cuenta de que su denuncia no tiene andadura, la princesa se muestra cada vez más malhumorada.
Entonces, el cura interroga a la princesa:
-Decidme, ¿qué consideráis contrario a la doctrina en ese libro? [se refiere al Libro de la Vida de Santa Teresa].
Ana [de Mendoza, la princesa de Éboli]  pensó entonces que el jesuita empezaba a impostar una voz meliflua, como les ocurre a los clérigos taimados y sodomitas, que algunos lo son y otros se vuelven, de tanto marear la perdiz. 
Je. Referencias como estas aparecen todo el tiempo que se lo podrá acusar de lo que se quiera a don Juan Manuel de Prada, menos de meapilas. 
Y en efecto, esta novela no es para cualquiera (pese a que se ha vendido más que bien, considerando que la editorial es Espasa y ya va por la cuarta edición). No sé yo quiénes son sus lectores, porque descarto a las monjas (que se escandalizarían a la tercera página) y a la mayoría de los clérigos que detestan el Siglo de Oro español, la vera ortodoxia y que carecen de sentido del humor. Ciertamente no es para chicos y no se me ocurre que puedan existir jóvenes interesados en historias como estas. ¿Quiénes serán esos lectores? ¿Mujeres casadas? Podría ser (considerando que ese es el público de 50 sombras...). ¿Adultos cansados de la modernidad y sus abúlicos lugares comunes? Por ahí vamos mejor. 

Pero esta novela, Wanderer, se las trae. Porque entreveradas entre las bromas y felices descripciones de su autor, aparecen subidas cuestiones místicas, estampas de finísima psicología (el retrato de la protagonista, Ana de Mendoza, es, sencillamente una genialidad, consistente en sus gestos, arrebatos, broncas y remordimientos que uno le parece haberla conocido desde toda la vida). Incluye una pintura del fariseísmo perfectamente robada a Castellani, pero hay también algo de política, un poco de historia local, pero todo, todo, dominado por el finísimo humor del autor. Por ejemplo, cuando la princesa enviuda y en un súbito arranque en medio de su duelo, se resuelve a entrar de monja al convento que ella venía financiando (una excepción en las fundaciones de Teresa que también se explica en el libro). Total que sale a recibirla la priora del convento, una tal Isabel de Santo Domingo, que le observa que no puede entrar de monja con sus dos doncellas. El diálogo de estas dos no tiene desperdicio.
-Calmaos, por Dios os lo suplico. Las descalzas no podemos tener doncellas a nuestro servicio. Si deseáis quedaros en el convento, tendréis que renunciar a ellas. 
Y trató de esbozar una sonrisa dulce y modosita. Pero Ana se había puesto furiosa y ningún paño caliente podía apaciguarla:
-¿Sabes con quién estás hablando, buena mujer?
Aunque sabía que la princesa había enloquecido, pasajera o perpetuamente, Isabel no pudo sufrir el soniquete petulante de la pregunta. Respondió con mucha guasa: 
-Vos misma me lo dijisteis en el locutorio, hace un momento—dijo—. Sois Ana de la Madre de Dios. También sé que habéis decidido dejar de ser señora de vasallos para convertiros en sierva del Señor. Pero aún estáis a tiempo de arrepentiros…
Las novicias se esforzaron por contener la risa…
Y nosotros también, que queríamos seguir leyendo para ver qué pasa, fascinados con la trama que ya conocíamos porque habíamos leído los mismos libros que Prada apunta al final de la novela como sus fuentes (muy de destacar la biografía de Teresa del P. Efrén de la Madre de Dios). Sólo que habríamos creído que una recreación como esta era, repito, perfectamente imposible. 
No resisto, por ejemplo, reproducir aquí su descripción de ese tipo tan particular que es un “galán de monjas”. 
…había cambiado sus empalagos, untuosidades y zalamerías perfumadas de almizcle por la santurronería picaruela del galán de monjas, que es oficio más difícil y delicado que el de equilibrista, pues su misterio consiste en adobar las oraciones más pías y las palabras sacras de la Escritura para convertirlas en piropos encubiertos, con muchas gacelas mellizas triscando por aquí y por allá, mucho ciervo joven pastando entre los lirios y mucha torre de David que se mantiene enhiesta y firme, aunque torres más altas hayan caído. Tal vez se tratase de un pasatiempo no del todo honesto…
Tu parles. Pero díganme si la pintura no es genial. También lo es la teoría que hilvana Prada de que el rey Felipe II está un tanto celoso de su hermano bastardo, el gran triunfador de Lepanto. Ahora, la princesa tiene una teoría de por qué su marido, don Ruy Gómez, se ha alejado de la Corte…
Así, por lo menos piensa ella:
¿Cómo un hombre en situación tan penosa no había de desear a una mujer como ella, que paría hijos rollizos como quien escupe el cuesco de un dátil? Ahora que se detenía a considerarlo, Ana pensaba que tal vez Ruy se había marchado de la Corte no tanto por asechanzas del bando de Alba, sino porque su amigo y señor el Rey le insistía en que le dejase engendrar en tan buena y gustosa paridora algún hijo que, para variar, le naciese sano y tan gallardo como a su padre le había salido el bastardo don Juan de Austria.   
Y bien puede ser… no es inverosímil, sino que,
…al tratar de Ana de imaginarse al Rey en porreta, lo veía tan enclenque y paliducho que le daba un repeluzno de grima y una risa floja que tardaba varias horas en apagarse; y mientras le duraba, las doncellas de virgo momificado la miraban con los ojos abiertos como cuencas sin ojos. Tal vez aquellas tiparracas algo de razón tuvieran, después de todo, y Ana estuviese empezando a desvariar y a volverse un poquito, solo un poquito, loca.
Si con esta novela se hiciese un “audio-book” yo me abalanzaría sobre él, no sé si oyen como yo el ritmo, cómo caen las tónicas en cada frase, cómo Prada recrea por escrito, exactamente como lo hace la mismísima Teresa, reproduciendo por escrito su conversación de “vieja castellana junto al fuego”. Javierre lo había intentado pero no le había salido del todo (quizás por progresista nomás, que lo era, aunque fue un buen intento). 
Leer esta novela ha sido para mí una experiencia única y me ha devuelto a la santa avilesa que yo, por no sé qué misterios de esta vida, había dejado un poco de lado estas últimas dos décadas. Me han dado ganas de volver a leerla (y de hecho, eso haré), de paladear su humor, su amor por la humanidad de Jesucristo y su emblemática (y más escondida) pasión por España.
¿Y bien? Todo esto podría parecer el eco de una “sociedad de bombos mutuos”, porque Prada ya ha opinado sobre un escrito mío, dedicándole algunas alabanzas. Pero no, juro que no, sólo es verdad que después de leer El castillo de diamante me quedó una especie de gratitud que he querido plasmar con estas líneas, (que, ya sé, lucen algo pálidas al lado de las que acabo de comentar, pobre de mí, pero cada uno hace lo que puede).