Luego de la lectura del imprescindible libro de Roberto De Mattei, Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, publicada en español por Homo Legens, y sobre el cual ya hablamos en este blog en dos ocasiones (aquí y aquí), quedan muchas pistas para seguir. Por ejemplo, las razones del abrupto cambio de bando de Mons. Parente que, de ser un acérrimo defensor de la ortodoxia, se apichettó o se fernandizó o se massificó, y se pasó a la facción ultraprogre; o del cardenal Suenens, que terminó convertido en un fervoroso carismático. Otro de los enigmas es el de los protagonistas en las sombras de la catástrofe que gestó el Papa Juan que fueron, en gran medida, los verdaderos dueños del Concilio, manejando como títeres a decenas o centenas de obispos que levantaban la mano según los consejos que recibían en recreos y veladas. Me refiero a los famosos periti o asesores, y a los teólogos de relumbrón que menudeaban en los alrededores del aula conciliar.
Uno de los más relevantes fue, sin duda alguna, el dominico Yves Congar. Y para conocerlo, qué mejor que escudriñar sus diarios, que los dejó escritos con detalles, y publicados. Leí el primero de ellos: Journal d’un théologien. 1946 - 1956 (Cerf, Paris, 2000).
Uno de los más relevantes fue, sin duda alguna, el dominico Yves Congar. Y para conocerlo, qué mejor que escudriñar sus diarios, que los dejó escritos con detalles, y publicados. Leí el primero de ellos: Journal d’un théologien. 1946 - 1956 (Cerf, Paris, 2000).
Son casi quinientas páginas densas que relatan en primera persona todos los sufrimientos reales -y merecidos, la mayoría de las veces-, por los que atravesó Congar en esa década, signada por las prohibiciones de enseñar en Le Saulchoir y de publicar; sus exilios en Jerusalén y en Cambridge, y sus desencuentros con superiores provinciales y con los maestros generales de la orden. En este sentido, me recordó mucho a los diarios de Castellani que tan bien ha engarzado Sebastián Randle en su monumental biografía. Ambos fueron hombres de genio, ambos fueron desobedientes, ambos fueron perseguidos, ambos se dedicaron a plañir sus cuitas, pero uno terminó cardenal, y el otro murió en un minúsculo apartamento de Constitución, viviendo merced a la caridad de sus amigos.
La lectura del libro conduce a varias conclusiones:
- En los años ’40, la Iglesia era una bomba de tiempo. La explosión debía producirse, antes o después. Un Papa prudente podría haber manejado una explosión controlada, pero a los egregios cardenales eligieron luego de la muerte de Pío XII a don Angelo Roncalli, a quien se le ocurrió de sopetón, convocar un concilio ecuménico para solucionar el problema. Como si a un bombero se le ocurriera reunir todos los focos de fuego dispersos por una enorme llanura, para acabar con el incendio… ¡insensato Juan XXIII e insensatos los cardenales que lo eligieron!
- La realidad de la vida religiosa, aún de la dominicana, dista bastante de la imagen que tenemos de hermanos viviendo en paz y alegría, y procesionando dentro del claustro conventual. Los odios e enemistades acérrimas que describe Congar son muy notables. En su caso particular, arremete una y otra vez, con pasión desencarnada, contra el P. Garrigou-Lagrange, profesor en el Angelicum de Roma. Cuenta el editor de las memorias, que Congar compró en su primer viaje a Roma, una postal con una reproducción de Perseo librando a Andrómeda del monstruo, de Piero de Cosimo, la cual conservaba en su celda con un etiqueta que decía: “Retrato de la Nouvelle théologie y de Garrigou abatiéndola” (p. 119). Ejemplos como este se suceden continuamente, en lo que aparece la ironía y el humor ácido del dominico, reflejos ambos de una agudísima inteligencia.
- Congar era, efectivamente, un hombre de gran inteligencia, y por eso, un hombre muy peligroso. Muchas de sus observaciones son ciertas, quizás la mayoría, pero las conclusiones a las que llega no siempre lo son, aunque resulta muy difícil argüir contra ellas, porque el razonamiento se presenta impecablemente concatenado. Cómo no estar de acuerdo, por ejemplo, cuando afirma: “La tragedia de la situación actual y del modo en el que se ejerce concretamente el magisterio ordinario romano, es que este magisterio hace teología sin cesar, y expone, con la autoridad del magisterio católico, las posiciones de una escuela teológica” (p. 182). La conclusión obvia es que el famoso “magisterio” deje de hacer teología, pues ese es asunto de los teólogos, y no tome posición explícita por una escuela, de lo cual la Iglesia siempre se cuidó, particularmente los padres del Concilio de Trento. Pero cuando tal cosa se hizo, en tiempos de Pablo VI, ya vimos lo que pasó. Y como el horror vacui también se aplica en este caso, tenemos en la actualidad al Papa Francisco que de tan progresista y a-teólogo, ha afirmado en varias ocasiones que todo lo que él dice -incluidas las sandeces aéreas y las monsergas de Santa Marta-, son parte del magisterio romano. Si el P. Congar viviera en estos tiempos, ya se habría arrojado de cabeza al Tíber desde el puente Sant’Angelo.
O bien, uno podría acordar con ciertos matices en que, durante la primera mitad del siglo XX, se dio en la Iglesia una desproporción del culto mariano en desmedro de la figura central de Cristo, lo que Congar llama “marilatría”, pero eso no lo autoriza a burlarse, por ejemplo, de San Luis María Grignion de Montfort (p. 159). Son exageraciones o reflexiones desmedidas frente a hechos reales. Uno de los párrafos más célebres en este sentido, dice: “Cuando, en mi estado actual, busco una conclusión para descubrir cuál es el fruto de mi vida, me pregunto si mi vocación no será la de sacrificarme a mi mismo, incluyendo mi felicidad y mi desarrollo espiritual, para luchar contra la hidra romana, para ayudar a las próximas generaciones a no ser cooptados por la empresa de la Bestia. Hay una lucha que ofrecer; un testimonio que dar. Y vale la pena”. (Muy castellaniano, por cierto).
4. Se constata una vez más lo que tantas veces hemos dicho: el Vaticano II y el inmisericorde triunfo progresista que surgió de él, mucho tiene de venganza y de viejas reivindicaciones. Durante el Vaticano I, las posiciones contrarias al ultramontanismo de Pío IX no solamente fueron vencidas, sino que fueron humilladas; se les hizo besar, y en algunos casos literalmente, el polvo. Y pasó lo mismo que con el Tratado de Versailles: la Alemania humillada se levantó con muchas más fuerzas y destruyó Europa. Escribe Congar: “Nuestro asunto es una vieja historia que se remonta no solamente a 1942 (con el caso Chenú), sino a la época de Pío X, a los grandes debates de entonces. La cuestión de los curas obreros fue una ocasión para derribar a los representantes de una tendencia; no hay otros motivos para las medidas recientes que los motivos antiguos” (p. 264). Él lo hace derivar de la crisis del modernismo; yo creo que viene de antes. La cuestión es que ambos bandos extremaron posiciones. Congar y la nouvelle théologie por un lado, y Roma prohibiendo, por ejemplo, que los seminarios franceses tuvieran la colección de textos patrísticos Sources Chrétiennes (p. 202), por otro. Demencial.
5. Congar comienza su decurso teológico promoviendo el ecumenismo, un movimiento que había comenzado a principios del siglo XX con el cardenal Mercier. Y la mayor parte de sus problemas con las autoridades de la orden y las autoridades romanas, vinieron por ese lado: su afán de unidad y diálogo con los hermanos separados. Después de ochenta años, ¿qué tenemos? La misma situación de división, pero con una iglesia católica debilitada y frágil en sus posiciones dogmáticas. ¿Se cumplió el objetivo? Sí, se cumplió el objetivo del que Congar fue instrumento probablemente involuntario. Y me refiero a lo siguiente: relata en su diario en su entrada del 20 de septiembre de 1950: “El movimiento ecuménico (se refiere a la iniciativa protestante con sede en Ginebra) es muy poderoso. Tiene, en su central, 150 empleados y un presupuesto de 500 000 francos suizos y ha recibido una donación de un millón de dólares” (p. 172). Ese dinero, aclara el editor, venía de Rockefeller.
Apostilla: Decía al comienzo que una de las cosas que me intrigaba era el errático comportamiento que tuvo Mons. Parente en el Vaticano II. Pietro Parente era decano de la Facultad de Teología de la Urbaniana e influyente consultor del Santo Oficio, y se consideraba, junto al cardenal Ottaviani y a mons. Piolanti, como los representantes más eximios de la Escuela Romana. Congar escribe: “El P. Barré me ha aconsejado hacerme el encontradizo con Mons. Parente. Me dice que es un espíritu primario, que asimila rápidamente y escribe más rápidamente aún, sin jamás prestar atención al nivel de los problemas y ni siquiera darse cuenta de su existencia” (p. 325). Y más adelante: “A propósito del Santo Oficio, el P. Vignon me habla de Parente. Y me dice que contribuyó personalmente a confundirlo en cuestiones de fe. Parente, me dice, es un espíritu superficial y concluyente. Juzga sobre todo sin haber estudiado nada. Hace tiempo, le dijo al P. Vignon que no había estudiado nunca las virtudes teologales, y el P. Vignon le pasó una biblioteca entera sobre la fe. Cuatro meses después, Parente sacaba un tratado sobre la fe…” (p. 351).