lunes, 23 de septiembre de 2024

El Papa Francisco en el "túnel de la amistad" (I)

 



Reproduzco aquí, en dos entregas, un imprescindible —e insisto, imprescindible— artículo de Vigilius, un notable teólogo alemán que me honra con su reconocimiento.  Él mismo me ha pedido que salude especialmente a los lectores del blog y le transmita su admiración por el alto nivel intelectual que suelen tener las discusiones que damos en esta bitácora. 

Luego de leer detenidamente su artículo, se ve con claridad aún mayor de la que aparece diariamente en los estropicios de Bergoglio, la profundidad del daño que está provocando en la Iglesia. 


por Vigilius


El Papa Francisco estuvo completamente en su elemento durante su viaje al sudeste asiático. Esto se debe a que una vez más pudo entablar con entusiasmo el «diálogo interreligioso». Si se leen los discursos ya publicados del Papa, este diálogo goza de un estatus casi sagrado de grandeza, que se nutre de impresionantes predicados morales. Pues el diálogo pretendido apunta en su esencia a la unidad, la fraternidad, la armonía y el acuerdo. Un elemento central del concepto bergogliano de diálogo es la «detección de lo que nos une», es decir, todo aquello que nos acerca permitiéndonos descubrir lo que en verdad siempre es ya idéntico, como simboliza el «túnel de la amistad» subterráneo entre la mezquita Istiqlal y la catedral de la Asunción de Yakarta.

Sin embargo, el concepto bergogliano de diálogo aún no está suficientemente definido por la experiencia de lo común en común. No sólo en contextos explícitamente interreligiosos, sino en todos los contextos en general, Francisco entiende el dia-logos más ampliamente como un encuentro en forma de círculo de sillas, en el sentido de la yuxtaposición sin prejuicios de perspectivas y sentimientos, de lo que es personalmente importante para cada uno. Lo que es esto puede diferir fundamentalmente entre ellos, pero la diferencia es irrelevante. Porque se trata ante todo de «vivir juntos, de mezclarse y encontrarse, de abrazarse y apoyarse mutuamente, de entrar en esta marea que, aunque caótica, puede convertirse en una auténtica experiencia de fraternidad» (Evangelii Gaudium, 87). 

Sin embargo, el concepto bergogliano de diálogo aún no está suficientemente definido por la experiencia de lo común en común. No sólo en contextos explícitamente interreligiosos, sino en todos los contextos en general, Francisco entiende el dia-logos en un sentido muy amplio, como un encuentro en que los interlocutores están sentados en sillas en forma de círculo, en el sentido de la yuxtaposición de puntos de vista y sentimientos sin prejuicios de lo que es personalmente importante para cada uno. Estos puntos de vista pueden diferir en cuestiones fundamentales, pero la diferencia es irrelevante. Pues se trata ante todo de «vivir juntos, mezclarse con los demás, encontrarse, abrazarse, apoyarse, participar en esta multitud un tanto caótica que puede transformarse en una verdadera experiencia de fraternidad» (Evangelii Gaudium, 87).

Sin embargo, existe aquí el peligro de enturbiar la euforia. Una vez que la elevación moral de la mente generada por la doctrina papal de la concordia se ha calmado un poco y se permite que el pensamiento se agite de nuevo, podría surgir en una u otra persona la pregunta, por ejemplo si recuerda sus clases de griego, de si «diálogo» no tiene clásicamente la connotación de discurso y contra-discurso.... Pero es precisamente esta connotación la que se borra en el concepto bergogliano de diálogo; falta el momento central del diálogo socrático, que viene determinado por la disputa intelectual de tesis y antítesis, es decir, por la argumentación racional, porque sólo así puede transmitirse el conocimiento de la verdad. La verdad en sí misma, sin embargo, no es en absoluto la síntesis de lo lógicamente irreconciliable, ni se encuentra necesariamente en el medio. Si así fuera, no habría necesidad de luchar por ella. Está donde está y hay que descubrirla.

Francisco excluye explícitamente la definición teórico-verdadera básica del diálogo: «El túnel se construyó para crear un vínculo entre dos lugares diferentes y distantes. Esto es lo que hace el túnel: conectar, crear un vínculo. A veces pensamos que el encuentro entre religiones consiste en buscar un terreno común entre doctrinas y creencias religiosas diferentes cueste lo que cueste. Sin embargo, ese planteamiento puede acabar dividiéndonos, porque las doctrinas y los dogmas de cada experiencia religiosa son diferentes. Lo que realmente nos acerca es crear una conexión en medio de la diversidad, cultivando lazos de amistad, cuidado y reciprocidad». [Ref.]

Esto es exactamente lo que Francisco repitió en su «encuentro interreligioso con los jóvenes» en Singapur: «Una de las cosas que más me ha impresionado de los jóvenes aquí presentes es vuestra capacidad para el diálogo interreligioso. Esto es muy importante, porque si empezáis a discutir: ‘Mi religión es más importante que la tuya…’, o ‘La mía es la verdadera, la tuya no es verdadera…’, ¿a dónde nos lleva esto? Que alguien responda. [Un joven responde: «A la destrucción»] Así es. Todas las religiones son caminos hacia Dios. Utilizaré una analogía, son como diferentes lenguas que expresan lo divino. Pero Dios es para todos y, por tanto, todos somos hijos de Dios. ‘Pero mi Dios es más importante que el tuyo’. ¿Es eso cierto? Sólo hay un Dios, y las religiones son como lenguas, caminos para llegar a Dios. Unos sijs, otros musulmanes, otros hindúes, otros cristianos. ¿Entendido?». [Ref.]

Creo que hemos entendido el mensaje. Quizá lo hayamos entendido incluso mejor que el autor de la pregunta.

Por eso me gustaría hacer dos comentarios.

En primer lugar: Sócrates y Platón se preocupan fundamentalmente de que alcancemos el conocimiento de la verdad porque es la verdadera realidad-ser. La naturaleza espiritual del hombre le orienta hacia esta realidad verdadera, es el objeto de su anhelo más profundo. Lo verdadero es también el bien; ambas dimensiones pueden trazarse sin solución de continuidad. Y como, según Aristóteles, nadie puede evitar querer el bien para sí mismo, es decir, su propia felicidad, el hombre busca la verdad y se esfuerza por la disolución de las apariencias. Pues intuye muy claramente que quien vive fuera de la verdad, en el mundo engañoso de la ilusión, nunca encontrará la felicidad y, por tanto, nunca se encontrará a sí mismo. Comprende que fuera de lo verdadero sólo hay devastación en lo inauténtico, en el vacío. El vacío también significa la destrucción de la comunidad. No puede haber unidad en la mentira, porque en la mentira ninguno de nosotros se encuentra en la verdadera realidad, sino que sólo nos confirmamos unos a otros en diversas perspectivas ilusorias. Fuera de la verdad, sólo hay separación, que sigue siendo separación aunque todos en el círculo de sillas parezcan unirse armoniosamente y coloquen sus posibles ilusiones unas junto a otras sin criticarse.

Por esta razón, el dia-logos de la metafísica griega está esencialmente orientado a que nos esclarezcamos sobre la falsedad. Esto ya llevó a Sócrates a la muerte. Él exige que los participantes en la conversación se trasciendan juntos hacia la verdad y estén dispuestos a abandonar sus respectivos mundos aparentes. Este diálogo no ve a priori ningún valor en la comunidad en lo común. Pues podría ser que algunos o todos los participantes del diálogo coincidan precisamente en la falsedad y se atrincheren mutuamente con el reconocimiento respetuoso de sus posiciones falsas, moralmente elevados en lo vano. Eso no sería más que una soledad compartida. Por ello, los griegos se preocupan por un diálogo en el que los interlocutores se respeten precisamente al cuestionarse sin concesiones y ser cuestionados a través del medio, epistemológicamente indispensable, del discurso y la réplica. Tienen esta voluntad porque desean esforzarse por su propia autoesclarecimiento, lo que no significa otra cosa que, precisamente por el bien de su propia felicidad, desean trascender hacia la verdad. Mientras que en el concepto bergogliano de diálogo no ocurre ninguna autotrascendencia común, ya que por consideraciones sentimentales de concordia falta la disputa argumentativa sobre la verdadera doctrina, y por tanto, todos permanecen en sí mismos y en sus posibles errores. El concepto socrático de diálogo no solo contiene la posibilidad de una auténtica autotrascendencia, porque los interlocutores se preocupan por honrar la verdad, sino también la oportunidad de alcanzar una verdadera comunidad en el sentido literal de la palabra, precisamente porque es fundada por la verdad misma.

La insinuación de Bergoglio de que de la disputa sobre la verdad sólo se deriva necesariamente la destrucción es sencillamente falsa. La destrucción sólo se produce si los dialogantes no están unidos desde el principio en el deseo de reconocer la verdad. La voluntad de entablar una disputa argumentativa que sirva para reconocer la verdad es algo muy distinto de la mera voluntad de triunfar sobre otro. Estas dos voluntades son opuestas; la primera es desinteresada, la segunda egocéntrica. En consecuencia, el Papa debería invitar ante todo a sus oyentes, que pertenecen a religiones diferentes, a esa abnegación que es la condición necesaria para una disputa productiva sobre la verdad, que es la única que ofrece la posibilidad de que los interlocutores encuentren su libertad con respecto al engaño en el conocimiento de la verdad transmitida por la disputa y, de este modo, se unan realmente.

Dirigiéndose en particular a los cristianos, el Papa podría animarles a utilizar en el diálogo interreligioso todos los argumentos que hacen razonablemente plausible la doctrina cristiana: ¿Es concebible el monoteísmo abstracto? Si Dios está vivo, ¿no debe engendrar diferencias en sí mismo? ¿No es la doctrina de la Trinidad el requisito previo para definir la naturaleza de Dios como amor? Aparte de Cristo, ¿es siquiera concebible que el hombre obtenga una participación interior en la vida divina sin ser destruido en su condición de criatura? ¿No fue precisamente a través del discurso cristiano sobre Dios como descubrimos nuestra propia persona y, por tanto, el estatuto ontológico específico y la dignidad inalienable de la individualidad humana? La lista de estas preguntas podría ser interminable. ¿Por qué habría que privar a los demás de los logros argumentativos de esta doctrina?

Por el contrario, los cristianos podrían aprender del Islam la importancia duradera de la theologia negativa. Pues el hecho de que Dios se haya hecho hombre no significa en absoluto que haya perdido su trascendencia y majestad incondicional, su incomprensibilidad e incontrolabilidad esenciales. Los excesos sacrílegos de la teología liberal y el intrusismo pasmoso con el que la deidad se cosifica y se somete al control humano en el ámbito del cristianismo con referencia al Dios fraternal podrían necesitar un correctivo interreligioso. Por lo tanto, un auténtico diálogo interreligioso podría ser sumamente atractivo. Desgraciadamente, la idea de diálogo de Jorge Bergoglio lo impide completamente.


Fuente:  Einsprüche

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