jueves, 19 de diciembre de 2024

La pestilencia de los púlpitos políticos

 


Sir Roger Scruton, de cuya muerte se cumplirán cinco años el mes próximo, fue uno de los filósofos contemporáneos más clarividentes y silenciado y hostigado por su posturas conservadoras. Era miembro de la Iglesia de Inglaterra aunque su adhesión era más cultural que religiosa, y admiraba a la Iglesia Romana por la firmeza en el sostenimiento de las verdades de la fe y por su liturgia. Por eso mismo, veía con estupor el modo en el que los católicos socavaban su tesoro luego del Vaticano II. En 1983 escribió en el The Times la columna que aquí reproduzco. Han pasado más de cuarenta años y, sin embargo, parecería estar comentando la actual política sinodal del Papa Francisco o las homilías de Mons. Jorge García Cuerva o de cualquier obispo católico del montón.



La “Conferencia Nacional de Sacerdotes Católicos Romanos”, que se reunió recientemente en Birmingham, contó con la participación de 93 clérigos. Dado que hay más de 5000 sacerdotes católicos romanos en Inglaterra y Gales, no se puede afirmar con certeza que la asamblea fuera representativa. Sin embargo, fue vociferante, y las opiniones de quienes alzan la voz cuentan mucho en este mundo, aunque, como uno puede esperar, no cuenten para nada en el siguiente.

El creciente predominio de las conferencias en los asuntos pastorales es parte del proceso mediante el cual la Iglesia Católica Romana se ha transformado de una autoridad prescriptiva, cuya moneda es la fe, a una cámara de debate, que opera con la moneda inflacionaria de la opinión. Es inevitable que un organismo de este tipo comience a apartarse de lo que realmente importa en la religión, las verdades eternas, hacia lo que, sub specie aeternitatis (desde la perspectiva de la eternidad), importa menos que nada: los asuntos de este mundo, que solo pueden ser objeto de opinión porque están fuera del dominio de la fe.

La “Conferencia Nacional” siguió así los pasos del “Congreso Pastoral Nacional de 1980” y de la “Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales”, dedicando tiempo y energía a causas seculares. Incluso el cardenal Hume exhortó a los presentes a involucrarse “mucho más en las instituciones de nuestra tierra, en las organizaciones vecinales, los sindicatos, los gobiernos locales y el parlamento”.

Debemos recordar que cierto tipo de política es, para un sacerdote, un camino fácil. Es mucho más agradable exaltarse a sí mismo a través de la compasión por lo que es anónimo y abstracto –la clase trabajadora, las víctimas de la opresión capitalista, el Tercer Mundo– que trabajar humildemente en los caminos de la caridad, que nos obliga a ayudar a aquellos individuos concretos, conocidos y, a menudo, poco amables que la Providencia ha puesto en nuestro camino.

No solo es más agradable, sino también más gratificante para el ego. La atención del mundo se captura más fácilmente cuando uno tiene una causa que cuando uno simplemente cumple con su deber. Aquí reside el origen de la herejía moderna, que ve la verdadera religión en grandes empresas mundanas y nos exhorta a luchar contra la opresión en Chile, el racismo en Sudáfrica o las armas nucleares en casa –en resumen, a perfeccionar la obra inconclusa de la Providencia– en lugar de salvar nuestras propias almas. Es significativo, de hecho, que las causas elegidas por quienes están bajo el influjo de esta herejía sean precisamente aquellas que promueven los intereses de la más militante de las potencias ateas del mundo [Se refiere a la Unión Soviética].

Al dirigirse a la “Conferencia Nacional”, el capellán de la Universidad de East Anglia argumentó en contra de la abstinencia obligatoria de los viernes, alegando que, dado que los jóvenes no le encontraban sentido, esta práctica era un obstáculo para su labor apostólica. Se podría pensar que su deber sería hacerles comprender su sentido. Además, los jóvenes parecen sentirse atraídos por religiones que, aunque excéntricas en su doctrina o meticulosas en su ritual, intentan regular sus hábitos alimenticios. Sin embargo, la queja del capellán capta de manera elocuente la incompetencia apostólica de una Iglesia dedicada a los asuntos seculares.

El hombre sabe que no se ha creado a sí mismo y, por lo tanto, sabe que debe una deuda de gratitud que solo puede pagarse mediante la obediencia. Pero ¿obediencia a qué? Hasta que no responda a esta pregunta, vivirá en un estado de ansiedad. Según la doctrina central del cristianismo, la respuesta se encuentra en la fe. Con fe, el hombre puede finalmente ayunar y rezar con un corazón sereno, actividades que de otro modo realiza con vacilación. Quien no ve el sentido de estas prácticas es alguien que aún no está en posición de creer. Por el contrario, quien comprende su sentido sabe también que no se realizan únicamente por el bien de otros, sino, principalmente, por uno mismo, para reconciliarse con el poder al que debe su vida.

La fortaleza de la Iglesia Católica Romana tradicional radicaba en dos aspectos. Primero, ofrecía un sistema claro y autoritativo de respuestas a las preguntas de la vida, desarrollado a lo largo de siglos de discusión e investigación, y expresado en un lenguaje que hablaba directamente al corazón individual. Segundo, en sus sublimes rituales se ensayaba el misterio de la condición humana y la universalidad de la Iglesia que prometía su redención. Esta certeza y autarquía fueron la base de su éxito, ya que ninguna conversión puede ser ganada por una religión que compromete sus enseñanzas con las dudas y vacilaciones del creyente, o que coloca causas seculares en el lugar de la salvación individual.

Sin duda, la mayoría de los sacerdotes comprenden esto. Reconocen que su deber está dirigido al pecador individual, por cuyo bien deben renunciar a tantos placeres de la vida, incluido el placer de proclamar públicamente su virtud y su preocupación por la paz y la justicia social. El verdadero sacerdote trabaja en silencio, al margen de la publicidad que gravita hacia quienes tienen poca fe.

Las instrucciones orales ofrecidas a su comunidad por uno de estos sacerdotes han sido recientemente grabadas y transcritas por un grupo de sus amigos. We Believe* es un documento notable, escrito con una cálida emoción y una lúcida inteligencia. Demuele por completo las supersticiones seculares con las que recientemente se ha confundido la fe de Roma y presenta una doctrina lo suficientemente completa y rica en implicaciones para la vida individual como para hacer posible la conversión. En efecto, logra lo que toda escritura apostólica debe hacer, y lo que tanta literatura católica moderna se abstiene de hacer: presenta la fe al no creyente. Mi pensamiento al cerrar el libro fue: si esto fuera verdadero, como lo es bello, entonces sería suficiente.


27 de septiembre de 1983.


*: We believe, Creemos, es un libro escrito por Mons. Alfred Gilbey, un sacerdote inglés que  fue durante décadas capellán católico de la Universidad de Cambridge. Nunca quiso dejar de celebrar la misa tradicional y, cuando lo obligaron a admitir mujeres en la residencia estudiantil de la capellanía, prefirió dejar su puesto. Su libro, publicado en 1983, fue un éxito editorial tanto en el Reino Unido como otros países de lengua inglesa. Mons. Gilbey murió en 1998. 

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