En las últimas semanas nos hemos dedicado a mostrar y discutir el rotundo fracaso de la Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II, para adaptarse a los veloces cambios de época que se sucedieron. Mientras que en el pasado, cuando se avizoraba un cambio, la Iglesia siempre había actuado de un modo “conservador” (utilicemos este término en el sentido más amplio para simplificar), en la década de 1960 prefirió cambiar de táctica y optar por una postura “progresista”. “Nosotros —decían al mundo— somos tanto o más progresistas que ustedes”. “Nosotros somos expertos en humanidad”, decía Pablo VI ante la Asamblea General de la ONU en 1967. Así nos fue.
El cambio de época que estamos transitando desde hace muy poco tiempo tiene que ver, como ya dijimos, con la desaparición de los medios de comunicación de masas —prensa escrita, televisión, etc.— como formadores de opinión. Y esto implica no solamente que los periodistas han perdido la enorme cuota de poder que ostentaron durante décadas, sino que también la perdieron aquellos a quienes ellos decidían hacer hablar, o bien, aquellos a los cuales vehiculizaban su palabra. El modo que tenía el Papa y los obispos de llegar con sus discursos no solamente a los católicos sino a todos los hombres, en los últimos cien años, era principalmente a través de los medios. En Argentina, cuando todavía la Iglesia tenía cierto predicamento y cuando los fieles aún leían, recuerdo que Paulinas editaba cada documento pontificio en una colección de tapas de cartulina azul y celeste. Mi padre compraba, leía y subrayaba concienzudamente esos aburridísimos textos, porque consideraba que ese era su deber. Aún están amontonados en su biblioteca. Pero todo eso desapareció. ¿Quién lee ahora los documentos vaticanos, o los folletines de la Conferencia Episcopal? No lo hacen los fieles, y ni siquiera los sacerdotes. ¿Qué lugar ocupan en la actualidad los discursos papales o episcopales en los medios de difusión? El más ínfimo. El viaje de Wanda Nara y L-Gante a París consume muchísimo más espacio que la creación de veinte nuevos cardenales.
La comunicación, desde hace pocos años, es horizontal y se transmite a través de las redes sociales, gústenos más o menos. Y sería injusto decir que la Iglesia no utiliza las redes. Pero aquí, en mi opinión, hay un doble problema. Por un lado, los personajes que se involucran. Si el encargado de las redes del episcopado argentino es el incompetente P. Máximo Jurcinovic quien, con una mentalidad ochentosa, pretende que podrá tener algo de interesante o atractivo publicar fotos del nuevo presidente de la CEA, Mons. Marcelo Colombo, abrazado con los líderes musulmanes (en chomba) o con un rabino, la verdad es que no entendió nada. Esas fotos sólo pueden resultar significativas a tres monjas de más de setenta y a diez señoras de parroquia que, por lo demás, no tienen Instagram para verlas. Si la difusión de los documentos pontificios viene de la mano de personajes patibularios como Emilce Cuda (muy activa en X), no van a conseguir éxito alguno. Y lo que digo no es expresión de deseos. Hace algunos meses, los profesores -todos ellos progresistas- de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, invitaron a Cuda a dar una conferencia a los alumnos de la Facultad —que no se caracterizan por ser conservadores— sobre una lectura feminista de la Biblia. El evento fue bochornoso y dejó asombrados a los profesores. Todos los alumnos cuestionaron cada palabra que decía la teóloga pontificia porque las consideraban contrarias a la fe de la Iglesia, prácticamente no la dejaron hablar y poco faltó para que la lincharan.
Pero el problema no es solamente la incompetencia de los personajes destinados a comunicar y, en última instancia, a “bajar” la enseñanza magisterial. El problema es el mensaje mismo. Todos estos personajes, sin excepción alguna, siguen convencidos de que el mundo, y sobre todo los jóvenes, se sentirán atraídos por el mensaje evangélico si este se presenta en la misma sintonía que suena en el mundo. Los abrazos ecuménicos sintonizan con los llamados a la paz de Amnistía Internacional y las pretensiones de un cristianismo feminista hace juego con las consignas de las ONG globalistas. Pero hay una cuestión elemental que esta gente es incapaz de entender: nadie va a comprar un producto de segunda o tercera selección si puede conseguir, más fácil y barato, uno de primera calidad. Quien quiere ser feminista en serio, no se va a acercar a la Iglesia que aparta a las mujeres del sacerdocio y de todos los cargos jerárquicos, por más que la quieran convencer que la Biblia es feminista. Este tipo de actitudes ingenuas podían entenderse en los setenta, cuando se estaba explorando la táctica progresista, pero cincuenta años después, continuar con lo mismo, lo que clarísimamente no dio resultados, demuestra o bien incompetencia, o bien ideología. O ambas.
Robert Surcouf, famoso corsario francés del siglo XIX, en una ocasión respondió lo siguiente a unos oficiales ingleses a los que había prendido y que le reprochaban porque él, a diferencia de ellos, luchaba solamente por dinero. “Señores —les dijo—, cada uno se bate por aquello que le falta”. Nadie desea lo que ya tiene, y el objeto del deseo ligado a los sobrenatural, al mundo por venir, siempre falta. Es cuestión de psicología básica y los hombre de la Iglesia de hoy no terminan de darse cuenta. Los hombres del mundo del siglo XXI tendrán necesidad de la Iglesia siempre y cuando ésta le ofrezca lo que ellos no tienen. Si le ofrece feminismo, apertura LGTB y discursos socialistas de crítica al “neoliberalismo”, me temo que nadie comprará ese producto sencillamente porque no lo desean, y no lo desean porque ya lo tienen, y lo tienen de sobra y de mucha mejor calidad del que puede ofrecer la Iglesia.
A lo largo de la historia, muchas iglesias, y algunas de ellas muy importantes, desaparecieron. Por ejemplo, las de África del norte. No queda huella de Cartago ni de las otras grandes ciudades que fueron gloria del cristianismo primitivo. Y lo mismo puede pasar con la Iglesia en Occidente. No serán los bárbaros que bajan del Elba o del Vístula quienes la destruyan, sino los nuevos bárbaros que bajan del Rin, como los obispos alemanes, o que suben del Riachuelo, como Bergoglio y Emilce Cuda. Será tarea del próximo Papa y de los cardenales que lo elijan, evitar la catástrofe. No queda mucho tiempo.
Durante los dos últimos siglos, desde que surgió el esquema ideológico actual dentro y fuera de la Iglesia, ni las estrategias más tradicionales de confrontación ni las más liberales de conciliación con el mundo han funcionado. Parece que el problema va más allá de las estrategias que utilizar.
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