lunes, 17 de marzo de 2025

Somos como ellos

 


El viernes de la semana pasada publiqué en el blog un post de Natalia Sanmartín Fenollera aparecido originalmente en 2016. Y creo que lo que se trata allí, puede ser observado desde dos perspectivas distintas. 

La primera es la que aparece con evidencia en el artículo. Nos separa de ellos nuestra debilidad, una debilidad casi monstruosa, impensable hace un par de siglos, y que atañe no sólo al cuerpo sino también al alma, es decir, una debilidad emocional. Somos débiles de cuerpo y de alma. Los habitantes de Argentina, tierra de inmigración, podemos verlo si volvemos la vista atrás y consideramos el modo en el que llegaron los inmigrantes a nuestro país hace cien o doscientos años: hacinados en barcos durante un mes, para llegar a Buenos Aires y pasar por esperas y humillaciones; tomar un tren que, durante días, atravesaba la polvorienta pampa y arribar a destinos tropicales, o áridos y secos, o helados. Y allí no terminaban las penurias, sino que allí comenzaban. Y yo tengo buenos amigos europeos que me dicen: “Yo iría con mucho gusto a Argentina, pero es un viaje muy largo”.

En cuanto a la debilidad emocional, creo que es todavía más profunda. Nadie puede negar lo doloroso que es perder un familiar cercano, sobre todo cuando esa muerte es del todo inesperada por la juventud del difunto: perder un hijo, perder a los padres, hermanos, etc. Pero ellos —los ellos del artículo— perdían hijos al nacer, y con frecuencia en su primera y segunda infancia. Y con frecuencia también perdían a sus cónyuges y a sus padres cuando éstos atravesaban los 40 o los 50 años. O bien, las jóvenes se casaban con un tal al que apenas conocían porque esa era la voluntad más o menos manifiesta de sus padres, o porque eso es lo que se suponía que debía hacer. Y nadie hacía grandes alharacas por estas heridas emocionales: apretaban los dientes, hacían de tripa corazón, y seguían adelante con la vida. 

Nosotros, aunque nos lo propusiéramos, seríamos incapaces de soportarlo. Somos demasiado débiles. Recuerdo que en los años ’90 existía en Francia una fundación de capuchinos tradicionalistas que, entusiasmados, adoptaron la regla original de la orden. Por supuesto, duraron poco tiempo en el empeño, y tuvieron que adoptar una regla más mitigada. Y el problema no es que fueran flojos, sino que adolecían de una debilidad (por ejemplo al frío) que los religioso de hace dos siglos superaban con facilidad. Y con las debilidades emocionales ocurre lo mismo; y los ejemplos sobran.

La constatación de esta realidad podría ser descorazonadora para todos nosotros. Somos tan débiles que jamás seres capaces de alcanzar los ideales que nos hemos propuesto, por los que luchamos y por los que dejamos la vida. O, en el mejor de los casos, apenas si recorreremos breves distancias, mientras que ellos recorrieron largos caminos. Y sin embargo, no es así, porque somos como ellos. Y esta es la otra perspectiva desde la cual puede ser leído el artículo. En primer lugar, por una profunda razón metafísica: compartimos la misma naturaleza humana; somos tan humanos unos como otros y esa naturaleza común nos identifica. Y en segundo lugar, porque nuestra naturaleza humana está caída como estaba la de ellos. El pecado original nos atraviesa a ambos. Tendremos, ciertamente, más debilidades fruto de la vida muelle que nos ha traído el avance de la ciencia, pero la herida es la misma en unos y en otros.

Y aporto evidencia. Ya he declarado en este blog en varias ocasiones mi predilección por la literatura española de la segunda mitad del XIX. Es verdad que muchos de esos autores eran liberales y anticlericales, pero nada les quita el genio de su pluma y me resulta difícil que todo lo que narran fueran exageraciones. Y en referencia a Pérez Galdós o Leopoldo Alas, por ejemplo, podríamos citar muchos ejemplos de una sociedad católica como la española tan corrupta como la nuestra, y un clero que no se le quedaba atrás. Pero miremos a José María de Pereda, novelista también de esa generación pero católico y tradicionalista. En Pedro Sánchez, por ejemplo y, sobre todo en La Montalvez, retrata a los largo de cientos de páginas la profunda corrupción de la sociedad urbana española. 

Y no es sólo en España. Algo similar se encuentra en las novelas de Balzac en Francia, o de Dickens en Inglaterra. Y menciono una italiana: El gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, en el que muestra la caída del católico reino borbónico de las Dos Sicilias, junto a la corrupción de costumbres de todos los muy católicos sicilianos (y es esta buena ocasión para recomendar la miniserie estrenada hace pocas semanas en Netflix. No soy muy dado a las series y ésta tiene los defectos que tiene cualquier adaptación cinematográfica de una obra literaria y alguna que otra escena inconveniente, pero el resultado, en cuando a producción, fotografía, escenografía, música… es una obra de arte propia del genio italiano). 

Y aporto un último ejemplo. Jorge Fernández Díaz es un periodista y escritor argentino. No sé cómo es en cuanto periodista; como escritor no es malo; es pésimo, aunque haya ganado este año el premio Nadal. Sin embargo, hice el esfuerzo de leer Mamá, una historia íntima, en la que narra la vida de su madre, una inmigrante asturiana. Me parece deleznable la falta de pudor, y de piedad, de mostrar ante las miradas del mundo los defectos de toda su familia, pero resulta interesante ver cómo era la vida y las costumbres de campesinos españoles de la primera mitad del siglo XX: para nada edificante por cierto, aunque todos fueran puntualmente a la iglesia y cumplieran con el precepto pascual. No puede generalizarse un caso particular, pero sospecho que era mucho más que un caso y que lo retratado por los novelistas tenía buena parte de verdad.

En resumen, como dice con verdad Natalia Sanmartín, no somos como ellos. Pero hay que ser cuidadosos de no idealizar a los ellos. Eran más fuertes que nosotros; no cabe duda de eso; vivían una vida más sana en tanto una relación más directa con lo natural; arrastraba un fe más compenetrada en la carne y la sangre pero, como nosotros, eran hijos de Adán y Eva y, en cuanto tales, caídos. 

A ellos les costó remontar la cuesta lo que nos cuesta a nosotros. A no quejarse, y a seguir subiendo.


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