martes, 28 de agosto de 2012

"Masiva renuncia episcopal", la solución del viejo Bruck

Tollers me pasa un breve, y clarísimo, texto de Bruckberger que ilumina el debate sobre la Old Coke and New Coke:


"El dinero tiene menos paciencia que tú. Todo el mundo reconoce que un poco por todas partes en Occidente las iglesias, tus iglesias, los seminarios, tus seminarios, tus semilleros de jóvenes sacerdotes se vacían. Dicho de otro modo, en términos "comerciales", la clientela de tu Iglesia ha caído en tirabuzón. Los clientes no quieren saber nada, los mismos vendedores se cansan y cambian de profesión. ¡Bueno!, ante tal situación cualquier empresa cerraría el negocio y dejaría cesantes a todos los responsables, o bien los cambiaría sin titubear, haría un estudio leal del mercado, confesaría públicamente que se ha equivocado el camino y que desde ahora cuidará de dar a los clientes lo que éstos tienen derecho a esperar de esa empresa determinada. Hasta se ha visto, y no es excepcional, renunciar por propia iniciativa a todo un consejo de administración por haber llevada la empresa a la quiebra y ceder la plaza a otros más competentes, hasta incluso a liquidadores judiciales encargados de mantener un mínimo de honestidad en el arreglo de una situación deteriorada al máximo.
Que en el plano espiritual, que es el tuyo y que debiera ser el de tu Iglesia, luego de diez años de reformas desordenada y de experimentos aturdidos la situación esté deteriorada al máximo, que se haya llegado a un fiasco completo, todo el mundo lo ve porque salta a la vista. Un hombre habituado a los negocios de este mundo y preocupado por un mínimo no sólo de honestidad sino de eficacia, consideraría muy bien que toda una jerarquía nacional presentara abiertamente su dimisión; y que más alto aun que la jerarquía nacional—pues tu Iglesia es universal y ni el mal ni la bancarrota están localizados—hubiera replanteos espectaculares.
¡Pues bien!, ¡no! La actitud general de los curas y de sus jefes es la misma que ciertos abogados aconsejan a algún criminal avezado a quien tienen por cliente en un proceso difícil donde la acusación tiene todas las pruebas en la mano: "¡Sobre todo, no confiese jamás!". Aquí cito a Péguy:
"Ellos sienten, saben bien por los textos más formales, que este mundo les ha sido confiado, y viendo el estado en que está, y qué estado tendrán que devolverlo, viendo lo que han hecho del mundo que les había sido confiado, y el estado en que tendrán que entregarlo, sintiéndose, sabiéndose responsables ante Dios, del mundo, de este mundo que han perdido, sintiéndose, sabiéndose responsables del mundo ante Jesús, de ese mundo que ellos le han perdido… injustos médicos la emprenden con el enfermo; injustos abogados la emprenden con el cliente; injustos pastores la emprenden con el rebaño. Harán de todo para no confesar. Para no confesar que ha sido cometida una grave falta de mística. Y que son ellos quienes la han cometido. Que la cosa es infinitamente grave…
Esperemos que no, pero a lo mejor un día lo van a incriminar a Jesús, lo van a acusar, van a desear acusarlo…. Esperemos que no lo inculpen a Él de haber cometido, Él primero, esa falta de mística, y de haberla introducido en el corazón del cristianismo.
Un último respeto los detiene. No se sabe si los detendrá siempre."
En eso estamos.


Raymond Leopold Bruckberger, Carta abierta a Jesucristo,
Bs. As., 1974, emecé, pp. 49-52.

lunes, 27 de agosto de 2012

Coca cola y tradición

La traducción de un texto de Mons. James Byrnes, del clero de la arquidiócesis de New York, es más que interesante. Ha aparecido en otros blogs católicos y vale la pena difundirlo:



Casi 30 años atrás, en Abril de 1985, Coca Cola Company anunció su plan de cambiar la fórmula del "refresco más popular del mundo"; lo cual se hacía, como contó después la empresa, porque Coca estaba perdiendo posiciones frente a Pepsi en el mercado mundial, y con el objeto de hacerla más atractiva para el gusto moderno (por lo tanto, más rentable). La decisión implicó cambiar la fórmula de su producto estrella, luego de 99 años de éxito.
Hay que aclarar que el cambio se hizo tomando ciertas providencias. Se realizaron pruebas de sabor a 200.000 consumidores que se definían a sí mismos como "tomadores de Coca". Mientras muchas de estas pruebas dieron resultados positivos, entre un 10 y un 12 % de los "tomadores de Coca" dijeron que no comprarían el nuevo producto, para el caso de que reemplazara al tradicional.
Siguiendo el resultado positivo de la prueba, Coca Cola siguió adelante con lo planeado y efectuó el cambio.  En ese momento, no había nadie en la compañía que pudiera predecir lo que iba a pasar en los próximos 79 días.
La gente llamó a la empresa a un ritmo tres veces mayor que el normal, para manifestar su indignación por la alteración de la fórmula tradicional. Algunos incluso comenzaron a acaparar envases de la "vieja" Coca en sus hogares. Llegaron cartas al Edificio Central de Coca Cola que insultaban a los directivos que habían aprobado tan tonta idea. ¡Y esto antes de que el nuevo producto hubiera sido comercializado fuera de los Estados Unidos!
Es interesante puntualizar lo que Coca Cola piensa ahora de aquella situación, y qué es lo que no se tuvo en cuenta: "la legendaria fórmula secreta de la Coca, fue cambiada por otra que había sido la preferida en las pruebas de degustación realizadas a cerca de 200.000 consumidores. Lo que estas pruebas no mostraron, por supuesto, es el vínculo que sentían los consumidores con su Coca Cola, algo que no deseaban ver manipulado por nadie, ni siquiera por la empresa que la fabricaba".
Luego de estos movidos 79 días, Coca Cola anunció que continuaría fabricando la versión tradicional. La gente había hablado y los gerentes escuchado. Se continuaría vendiendo la nueva fórmula bajo el nombre de "New Coke", mientras la fórmula tradicional sería llamada "Coke Classic". Sin embargo, a principios de los años 90 la "Nueva Coca Cola" fue retirada del mercado, y la "Coca Cola Clásica" volvió a ser llamada simple y llanamente "Coca Cola".
Dignas de mención son las lecciones que Coca Cola dijo haber aprendido de este fracaso: "Los acontecimientos de la Primavera y del Verano de 1985 -las lumbreras de la mayor metedura de pata del marketing del siglo XX, el acaparamiento de la vieja Coca por parte de los consumidores, las llamadas de protestas de miles de personas- cambiaron para siempre el pensamiento de la empresa". Como mencionamos arriba, sus directivos recibieron el mensaje y lo recordarían por largo tiempo.
Otro punto interesante son los comentarios realizados por los adictos a la vieja Coca Cola. Según la misma empresa "Grupos de protesta, como la Sociedad para la Conservación del Verdadero Sabor y Bebedores Americanos de la Vieja Coca Cola (que se arrogaba haber conseguido el apoyo de 100.000 personas a su campaña), surgieron por todo el país. Se escribieron canciones en honor al viejo sabor. En una protesta realizada en el centro de Atlanta en Mayo del 85, se vieron carteles con leyendas como: "Queremos el verdadero sabor" y "Nuestros hijos nunca conocerán un refresco"" .
Hoy día, aunque en la compañía traten de darle una interpretación diferente, casi todo el mundo está de acuerdo en que éste probablemente haya sido el mayor fiasco en la historia de la empresa y del márketing.
Mientra Coca Cola sostiene que cambiar la fórmula fue un "riesgo inteligente", la mayoría acuerda que si bien fue un riesgo, estuvo lejos de ser inteligente. Es también más que probable que la empresa nunca vuelva a tomar un riesgo como ese.
Como en este punto es probable que estén pensando por qué les cuento este acontecimiento de la historia empresarial norteamericana, voy a ir al grano. Las similitudes entre los pensamientos y las acciones de la empresa Coca Cola en aquellos meses de 1985, tienen una semejanza que asusta con el cambio ocurrido en la práctica litúrgica de la Iglesia luego del Concilio Vaticano II.
Como es sabido, luego del Concilio, un grupo de expertos fue llamado a implementar el Decreto sobre la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium). Este grupo, denominado Concilium (ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia), tomó la Liturgia de la Iglesia que había permanecido sustancialmente invariable por cerca de 1500 años, y desarrolló un nuevo producto (el Novus Ordo Missæ o Misa Nueva), el cual creían se ajustaría mejor al gusto del hombre moderno.
Hicieron algunas "pruebas de sabor" encontrando que a muchos de los integrantes de los grupos de prueba les agradaba, aunque a un número bastante significativo no. De todas formas, siguieron adelante con el cambio e introdujeron, bajo la autoridad del Papa Pablo VI, la Nueva Misa en el Adviento de 1969; removiendo con eficacia el "viejo" producto de los anaqueles (aunque el Papa Benedicto XVI nos ha recordado que la Misa antigua nunca ha sido abrogada).
La introducción de la Nueva Misa fue seguida por una ola de protestas proveniente de muchos sectores, mientras muchos católicos se preguntaban por qué el cambio.
Y aquí es donde, lamentablemente, las similitudes entre la Coca Cola y la Iglesia Católica llegan a su fin. Mientras la empresa se dio cuenta de que se había ido demasiado lejos al reemplazar la venerada fórmula tradicional, la Iglesia Católica Romana (al menos en las palabras y las obras de la mayoría de su jerarquía y presbiterio) sólo ignora o trata de reprimir a los que claman por la Misa Tradicional. Gente que frecuentemente ha sido ridiculizada por hacer comentarios similares a los de los que protestaban por la Coca Cola: "Queremos el verdadero sabor", "Nuestros hijos no conocerán el refresco".
Durante los últimos 40 años no han disminuido las protestas, pero tampoco ha disminuido el ridículo y la opresión de que son objeto los que buscan la Misa Tradicional (no obstante la Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI).
Esto sería comprensible si la Nueva Misa hubiera logrado lo que fue llamada a hacer, a saber: incrementar la devoción y la fe, y hacer ésta más clara para el católico actual.
Desgraciadamente ha ocurrido lo contrario: el número de católicos que asisten a la Nueva Misa ha disminuido de manera constante, al igual que las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, por no mencionar la disminución del conocimiento que de la fe tiene una amplia mayoría de los católicos que todavía asisten a la Misa dominical.
¿No les parece que, al confrontarse con estos hechos, la jerarquía de la Iglesia debería cuestionar el valor de "la nueva fórmula", y comenzar a preguntarse si este experimento no ha sido un fracaso en todos los niveles?
En su lugar, se nos dice constantemente que el problema no es del producto, sino más bien de la forma como se lo comercializa o como se lo consume (haciendo una analogía empresarial).
En términos más eclesiásticos, se nos dice que el problema no es el Novus Ordo Missæ sino de la mala forma en que fue implementado durante los años 70; o que aquellos que habitualmente hacen caso omiso de sus rúbricas, son los culpables de que no haya logrado los frutos que de él se esperaban. Se nos dice hasta el cansancio que de ninguna manera el Novus Ordo pueda ser el causante de todo esto.
Por favor, no me malentiendan, así como la "Nueva Coca" era Coca como la "Clásica", la Misa Nueva es Misa, válida y legítima, pero al igual que en la "Nueva Coca", hay algo que se ha perdido de la fórmula tradicional, y ese algo no puede ser ignorado, y es deseado por muchos que han "probado" la fórmula tradicional.
Sólo 79 días les llevó a los ejecutivos de Coca Cola darse cuenta de que habían cometido un error, y eso antes de que hubiera una declinación apreciable en sus ventas o en la participación en el mercado.
¿Por qué, oh por qué, la jerarquía de la Iglesia Católica, luego de 40 años de ver declinar sus números en casi todas las categoría mensurables, y de aparecer, al menos en los Estados Unidos, más y más como una empresa, no comienza a preguntarse si el problema no estará en el producto más que en el consumidor?

miércoles, 22 de agosto de 2012

Entomología entrerriana


Recuerdo que en segundo año del colegio debíamos preparar, para la materia Zoología, la “caja entomológica” que consistía en una pequeña caja de madera con frente de vidrio y telgopor en el fondo sobre el que clavábamos insectos que cazábamos para luego describirlos, clasificarlos por géneros y especie y encontrar su nombre. El reciente post sobre la primavera en Paraná me permite elaborar una suerte de “entomología” a partir de las reacciones y comentarios que ha provocado el escrito. Claro que, en este caso, no se trata de clasificar a insectos sino a amigos a quienes nos unen cosas esenciales y nos separan varias accidentales.
Es que el post levantó una ventisca en medio de los días primaverales de Entre Ríos, como era de suponer. Obispos contra curas, curas contra curas, curas contra laicos, laicos contra curas y laicos contra laicos. Y la madre de todas las desgracias no ha sido otra sino celebrar la ceremonia que le Iglesia celebró durante más de mil quinientos años ininterrumpidamente. Resulta extraño que lo que siempre fue bueno y santo, -y que santificó a tantos santos-, sea hoy motivo de escándalo, sobre todo cuando no hay ninguna prohibición u objeción al respecto.
Veamos.
1. En primer lugar encontramos a los anti-lefes. Son los que primero salen a pensar y a decir: “No nos confundan con los lefes. No los queremos y no los necesitamos. Nosotros somos fieles a la Iglesia. Ellos están fuera de la Iglesia”. Pareciera que les produce más horror es ser asimilados a los lefes que a La Cámpora o a los mormones. Para ellos, los lefes vendrían siendo una suerte de leprosos cuya sola cercanía produce contagio y por eso es necesario huir.
Muchas son las burradas que se esconden tras tal actitud. Y la primera de todas la falta de caballerosidad. Yo afirmo una vez más que sin la Fraternidad hoy no tendríamos Motu Proprio. Los lefes fueron testimonio durante décadas, y no ahora que es relativamente fácil, sino durante los largos y durísimos años del vendaval polaco. Allí estuvieron ellos resistiendo, y haciendo las cosas bastante bien, que aunque yo y muchos más les encontremos defectos, bien que debemos reconocer que podrían haber hecho las cosas muy mal, y no lo hicieron.
2. Los integristas lefes. Son los que dicen: “Muy bien ir a la misa tradicional pero una sola vez no sirve para nada. O siempre, o nunca. Si después seguís yendo al novus ordo, es que no entendiste nada”. Razón tienen en el fondo, pero de esa manera no van a lograr nada, como salta a la vista por el estancamiento en las relaciones con la Santa Sede. Para ellos, si el Papa en persona no quema públicamente en la plaza de San Pedro los documentos del Vaticano II, o buena parte de ellos, no hay trato. No se andan con sutilezas. No les entra la posibilidad de una hermenéutica de la continuidad para interpretar el desgraciado Concilio, y tampoco entienden la táctica del Papa para retornar a la tradición litúrgica que consiste, justamente, en darle a los fieles y sacerdotes todos los elementos jurídicos que necesitan para que el regreso, o la trasformación, surja de “las bases” aunque, claro, el proceso lleve décadas.
3. Los laicos comprometidos que, de lejos, son los peores de todos. Y vale aclarar que están comprometidos con el clero. Es decir, me refiero a los laicos clericales. Para ellos el problema, y la virtud, radica en la obediencia casi infantil a lo que dice el cura -es muy bueno, usa sotana, y a veces celebra en latín y de espaldas- y el obispo. Y son capaces de batirse valientemente con cuanto molino de viento se le interponga con tal de defender la palabra, sugerencia o consejo del clérigo papanatas que está detrás. Es curioso que estos laiquillos comprometidos, fruto precioso del Vaticano II, sean el signo más claro del profundo fracaso de ese sínodo. En efecto, quisieron lograr que los laicos alcanzaran su “mayoría de edad” y salieron de las sacristías, y ahí los tenemos en cambio, más pollerudos que antes, dependiendo de los gustos y pareceres del curita de turno.
Lo que hay en el fondo es una errónea concepción de Iglesia. Para ellos la Iglesia es sobre todo y antes que nada una institución, e institución verticalista. Entonces, resulta claro que la obediencia “a los mandos” termine siendo la virtud primera de todos sus miembros. Obedecer sin pensar y sin cuestionar lo que el Padre Tal dice, o lo que manda el Obispo Cual o lo que asevera el Papa Mengano. Cierro los ojos y obedezco, y ¡qué virtuoso soy! Los anti-lefes, si no son tontos, se darán cuenta que con los lefes comulgamos en todos los artículos de la fe. En cambio, con los progres, cada vez comulgamos con menos. Pero prefieren la compañía de estos últimos y huyen de los primeros. ¿Por qué motivo? Porque los lefes “desobedecieron” formalmente, y los progres “formalmente” no desobedecen, aunque tengan otra fe en muchos casos. Todo termina siendo una cuestión formal. No hay lugar para la inteligencia o el propio criterio, porque ya no se tiene criterio. Se lo han transferido al curita ensotanado y con latinazgos esporádicos, -y con aspiraciones episcopales quizás- que no quiere líos con el obispo y que sabe que la cuestión de la misa tradicional en Argentina es pianta mitras.
Para los laicos comprometidos la Iglesia es pura institución; una suerte de accioncatolicismo a ultranza. Se olvidan que la Iglesia es también institución pero, fundamentalmente es misterio. En efecto, no es otra cosa que el misterio del Resucitado que nos resucita; o el misterio de la comunión de la gracia divina.

Es decir que la primavera de Paraná, en vez de convertirse en un impulso que podría extenderse a otras provincias y diócesis del país, va a terminar paralizado. La misa celebrada en las Jornadas habrá sido un “espectáculo innovador” propuesto por los organizadores, pero nada más que eso, más allá del enorme impacto y efecto benéfico que tuvo en los jóvenes que asistieron. Hay que contentar a Sus Excelencias. No vayan a pensar los Reverendísimos que los fieles de Paraná osan atreverse a contrariar sus deseos. Siempre fieles a la Iglesia. 

martes, 21 de agosto de 2012

Primavera en Paraná


Es un tema remanido ya hasta el hartazgo. La primavera prometida por el Concilio Vaticano II nunca llegó y, en su lugar, nos encontramos con un crudelísimo invierno. La evidencia no suele ser aceptada por nuestros prelados que siguen imaginando brotes y florecillas donde sólo hay ramas secas.
Según ellos, una de las muestras más evidentes de los aires primaverales fue la reforma litúrgica que, en los hechos, significó la destrucción de la tradición litúrgica latina reemplazada por inventos de eruditos cuando no por la creatividad de cualquier curita inculto y vulgar, que son los que abundan. Y, por eso mismo, todo intento de retornar a la liturgia tradicional latina no es más que los deseos completamente absurdos y peligrosos de los reaccionarios que nunca faltan. Les resulta incomprensible que, aún hoy, haya gente que añora lo que no conoció, porque son justamente los jóvenes que nunca vieron una misa tradicional los que más bregan por su retorno.
Y los obispos argentinos, adoptando políticas propias del Indec K, pretenden negar la realidad tapándola. Es sabido que, luego del Motu Proprio, la directiva emanada desde la sede cardenalicia de Buenos Aires fue “no hacer olas” e impedir la celebración de la misa, desalentando e, incluso, amenazando a los pocos sacerdotes que se atrevieran. Y nosotros, alicaídos laicos, bien poco que hicimos también para promover su celebración.
Sin embargo, de vez en cuando afloran las buenas noticias que tapan la boca a los prelados. Este pasado fin de semana se celebró en Paraná, por primera vez en forma pública luego de décadas, la misa latina tradicional. Sus promotores fueron laicos, simples laicos, que nunca fueron tradicionalistas y, mucho menos, afiliados al lefebvrismo. Laicos hartos ya de la vacuidad de las liturgias de hoy, con amor a la Iglesia y buscando el bien de las almas.
Por supuesto, no se celebró en ninguna iglesia de la arquidiócesis. El lugar fue la capilla/salón de usos múltiples de un colegio católico no perteneciente al arzobispado, ubicado en la zona periférica de la ciudad de Paraná. Se consiguieron un frailecito de la Inmaculada al que llevaron desde Buenos Aires y algunas monjas para cantar; prepararon un bello altar y se largaron.
Lo asombroso es que asistieron más de 500 personas. Es un número altísimo, que dejará con la boca abierta a los prelados. Por cierto, la inmensa mayoría eran jóvenes. ¿Cómo explicaran los promotores de las jornadas de jóvenes católicos tinellizadas este hecho? ¿Serán tantas las mentes enfermizas que aún desean asistir a tal espectáculo medieval, rezado en una lengua incomprensible, aburrido, sin ritmo y sin onda?
Ya sabemos la respuesta: el silencio.

viernes, 10 de agosto de 2012

Tristeza a dos voces


Me parece que, a partir de texto de Tollers, algunos comenzaron a errar el vizcachazo, o a bajar la puntería. Es cuestión entonces de reflexionar un poco acerca de la tristeza, sobre la cual el cristianismo tiene dos voces distintas, no opuestas sino complementarias.
En la tradición escolástica, la tristeza es definida como la emoción que aparece frente a un mal presente. Es decir, cuando percibo un mal actual (una enfermedad, un desengaño, etc.) reacciono “siendo” triste (y no “teniendo” tristeza, porque las emociones no se “tienen” sino que se padecen). De allí la bellísima definición de la emociones como las tendencias sentidas. Toda mi interioridad sensible reacciona de un modo determinado frente a una imagen mental de la realidad.
Justamente, las emociones responden a imágenes mentales de la realidad, y no a la realidad misma. Son perturbaciones de la subjetividad que juzga la imagen mental de la realidad que aparece a la conciencia. Por eso, la tristeza en tanto que emoción no necesariamente es provocada por la realidad sino por el modo en el cual percibimos esa realidad. Frente a un mismo objeto real, una persona pueda estar triste y otra estar alegre. Lo que ha cambiado es la percepción del objeto y la valoración que cada persona hace de ese objeto, pero no el objeto mismo. Es por eso que las emociones no nos dan a conocer la realidad sino nuestra posición frente a la realidad, es decir, aquello que me atrae y aquello que rechazo. Las emociones me dan a conocer mi propia interioridad sensible.
Es importante recordar esta doctrina casi manualística para caer en la cuenta que mis tristezas variarán de acuerdo a muchos factores y, entre ellos el más importante, de acuerdo a nuestra vida espiritual. Los Padres del Desierto bien dicen que la tristeza es causada por nuestra debilidad en la fe. Mientras más fuerte y profunda sea la fe en nuestro único destino -ser conciudadanos de los santos en la visión eterna del Verbo y, en el Verbo, del Padre- menos intenso será el juicio de rechazo que nos provocará un mal terreno presente. Nuestra valoración habrá cambiado.
Y aquí engancho con la segunda voz cristiana acerca de la tristeza, que corresponde a los escritores y Padres cristianos de los primeros siglos. Para ellos, la tristeza nace de la frustración de un deseo carnal. Son los demonios quienes, de acuerdo al temperamento de cada uno, lo atacan con pensamientos y recuerdos de que aquellas cosas que fueron una vez y que ya no serán más. Los deseos de volver a ser joven, de volver a estar sano o de volver a ser amado se frustran cuando descubro que todo eso ya no será posible nunca más. Y es allí donde soy presa de la tristeza. Quizás por eso también dicen que la tristeza nace de un pensamiento de cólera, porque ese deseo que no será cumplido despierta en mí la ira.
Pero hay una vuelta más. Escriben los Padres: “Del demonio de la tristeza es signo la víbora, porque el veneno de este animal, dado al hombre de manera apropiada, destruye el veneno de otros animales pero tomado en estado puro destruye al mismo viviente”. Y esto es así porque hay una tristeza buena, que es aquella que nace de la frustración de la virtud y del conocimiento de Dios. Cuando, después de años y años de esfuerzos aún estamos muy lejos de ser virtuosos o de haber progresado suficientemente en el conocimiento y nos damos cuenta de lo que hemos perdido por propia culpa, sobreviene la tristeza. Pero, en este caso, es una tristeza salutífera porque actúa como un incentivo que nos empuja a convertirnos una vez más para volver a ser dignos de aquello que hemos perdido. El hombre carnal y mundano nunca podrá, ciertamente, “saborear” esta tristeza.
La tristeza, entonces, nos acompaña en toda la vida espiritual, pero deberá ir disminuyendo a medida que avanzamos en ella. Es que, al decir de los eremitas del desierto egipcio, “aquel que se ha liberado de todas las ataduras naturales es inmune a la tristeza”.

martes, 7 de agosto de 2012

Las penas son de nosotros, by Tollers




"One has to accept sorrow
for it to be of any healing power,
and that is the most difficult thing in the world."
Maurice Baring

1.- Cuando aprendimos la "Salve", no sé, a los catorce o quince años tal vez, nos gustó y la rezamos muchas veces. Pero había un tramo de la oración que nos hacía sonreír un poco: "a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas". No será para tanto, nos decíamos. Tampoco tanto. Catorce, quince años, la vida por delante, con inmensas expectativas y poca experiencia. ¿Valle de lágrimas? Exceso pietista, andaluzada devota, pensábamos.
2.- Después vino la vida, acreditando los suspiros, haciéndonos gemir una y mil veces, llorar también y ahora lo de que esta vida no es mucho más que un valle de lágrimas, nos parece una verdad incontrovertible. Y cada día, un poquito más. Porque si bien todavía concordamos con Teresa la Grande en que "no es todo más que una noche de mala posada", se nos hace larga la noche esta. Y sí, la venta es mala en verdad.
3.- Y, a poco de reflexionar sobre la cosa, no hay alegría, gozo o felicidad que no venga ineluctablemente unida a su correspondiente pena: ese sí que es un matrimonio indisoluble. Como la borrachera está casada con la resaca y los hijos con unos dolorazos de cabeza y todos los afectos con separaciones igualmente penosos. Como que la vida misma en esta tierra está casada con la Tremenda, y no hay cómo negarlo. Y sí, en esto también tenía razón Teresa: "aquí, todo es un sí y un no".
4.- ¡Cómo abundan las penas en esta vida! ¡Y cuán variopintas no lo son! La de quien perdió a un hijo, la de quien se peleó con un amigo, la del que se quedó sin trabajo, la del que contrajo esta enfermedad terrible, la del cónyuge engañado, por no mencionar la del que quedó preso, o no tiene qué comer, o la del que se muere incomprendido por sus seres queridos, o esas penas inconmensurables como la que produce el amor no correspondido… ¿para qué seguir? Son la trama secreta de esta vida, la fuente inagotable que riega este valle de lágrimas.
5.- Y cuando uno aprende esto (aunque son muchos los que no lo quieren aprender nunca, que niegan esto tozudamente o que se niegan a mirarlo de frente), le quedan dos caminos: rebelarse, pelear con todas las fuerzas para construirse una vida sin penas, o con la menor cantidad posible. Y si vienen, hacerle frente como sea y ver cómo liquidarlas cuanto antes. El otro camino es aceptarlas.
6.- Pero en esto de "aceptar" las penas de esta vida, por recomendable que fuere, conviene hacer unas cuantas distinciones. La primera es que hay que aprender a lidiar con la tristeza concomitante. Toda pena es pena sólo en la medida en que constatamos una distancia entre lo que creíamos nos era dable esperar y la realidad que nos cachetea con otra cosa. Esa distancia tiene un efecto concomitante sobre nuestras almas y lo llamamos tristeza. No hay pena sin tristeza. Pero por mucho que querramos aceptar la pena como venida de la mano de Dios (ora en términos de desgracia, de destino fatídico, ora en términos de Providencia-secreta-buena-para-mí) siempre habrá que combatir la tristeza pues con su morbo bien puede vencernos, convirtiéndonos en seres infértiles. Por eso Santo Tomás se empeña en enseñarnos los cinco remedios para vencer la tristeza. Y por eso San Agustín insiste en definir a la virtud de la fortaleza como "resistir y no dejarse vencer por la tristeza". Pues tristeza tiene que haber, como hija que es de las penas que nos tocan en suerte. Y las penas están ahí, no hay cómo negarlo. Las penas, sí, está muy bien, hay que aceptarlas, es gran negocio. Pero a la tristeza hay que combatirla con toda el alma (o con lo que nos queda de ella, apenados como estamos).
7.- Negar las penas de esta vida es locura, insensatez y a la larga no puede sino aumentar su número y peso. Intentar digerirlas con gobierno político del alma, administrarlas como si dijéramos, combatiendo la tristeza, es mejor. Pero lo mejor de todo, más allá de una resignada resignación está en aceptarlas como venidas de la mano de Dios, para nuestro bien. Para eso, hay que tener perfectamente en claro que es el único remedio para nuestro mal principal: la culpa.
8.- Si tenía razón aquel Papa que denunciaba que se había perdido la noción de pecado, yo diría que eso se debe a que se ha perdido la noción de culpa, muchas gracias señor Freud. Porque resulta que si se amputa la noción esta de que todos somos culpables, que hay una culpa en nuestro origen ("He aquí que mi madre me concibió en iniquidad", como quiere el salmista), que todos somos culpables de innumerables pecados acumulados a lo largo de nuestras vidas, entonces las penas de esta vida carecen de sentido (y no hay cómo aceptarlas). Un poco al modo de las cárceles en las que uno se topa con que todos se declaran perfectamente inocentes, así andan la mayoría de los hombres en este mundo sublunar. Y con eso la cárcel se vuelve más penosa aun, se agrava la pena del preso, aumenta su número y peso y todo parece un gran sinsentido.
9.- Pero si lográsemos aceptar las penas que nos tocan en suerte, podríamos extraerle el jugo terapéutico que tienen: curan la culpa, remedian nuestro mal mayor, que es el mal de culpa y, en esa medida se les puede dar (hasta cierto punto, y en cierto modo) la bienvenida.
10.- Esta disposición del alma es una cosa interior y muy difícil de lograr—es el resultado de intensos y variados ejercicios llevados a cabo a lo largo de la vida. Ejercicios de aceptación. Y por tratarse de cosas interiores, no es fácil detectarla (esta disposición que digo) mediante signos exteriores, pues esos signos frecuentemente se revelan ambivalentes y de difícil interpretación. Por caso, la gran protesta de Lewis ante la muerte de su mujer en "Una pena observada" o la de Job a lo largo de más de treinta capítulos en el libro que lleva su nombre, parecen casos, justamente de "no-aceptación" de las penas que les tocaron en suerte. Y bien sabemos que no es así. Lo que hacen estos dos es enfatizar con toda precisión la distancia que existe entre lo que ellos habrían querido y la realidad que les toca: definen, delimitan, precisan, identifican la pena. Si ese ejercicio parece una rebelión, si adopta una dialéctica de protesta, no lo es, pues no termina ahí. Eso es el principio del ejercicio. Sigue una cosa más interior, menos visible y que en cierta forma resulta incomunicable: qué se hacen con la correspondiente tristeza.
11.- O más bien, qué hace Dios con esa tristeza del apenado que acepta su pena. Frecuentemente se les aparece aunque no lo reconozcan fácilmente, como María Magdalena que lo tomó por un jardinero. Pero ella "estaba afuera y lloraba". Y Cristo se le apareció pronto, cuanto antes, es a la primera que se le aparece, según los Evangelios. ¿Por qué? Porque ella es ejemplo de perfecta aceptación de la pena que le da comprobar que su "Rabbuní" ha muerto. Y la tristeza concomitante la hace llorar. Quizás se había olvidado que su "Rabbuní" había enseñado que los que lloran son bienaventurados. Pero lo comprobó, esto de los "beati lugent", esto de que aceptar las cosas tal como son, las penas de este mundo, por dolorosas que sean, es el mejor negocio del mundo.
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