lunes, 14 de octubre de 2024

El irresuelto y urgente problema de los seminarios

 


Se publicó la semana pasada en Infobae, el medio de prensa digital más leído de Argentina, un largo artículo en el que Hernando García, que fuera sacerdote de la diócesis de San Rafael, relata con una incomprensible impudicia lo ocurrido en su vida que lo llevó a dejar el ministerio pocos años después de su ordenación y casarse con una jovencita.

No se trata de juzgar el interior de nadie; simplemente de opinar a partir de lo que el mismo protagonista relata. Y lo que salta a la vista de cualquiera lector es que este joven de 24 años que se encontró siendo sacerdote cargaba consigo una enorme inmadurez afectiva, propia de un adolescente, y que su etapa de seminario fue incapaz de educar. Y las trazas de este problema aparecen a lo largo de todo el reportaje. Pongo como ejemplo el siguiente párrafo: “A los cinco años de estar en la parroquia, la relación [con la adolescente] crecía. Pero alguien metió la cola y a Hernando lo enviaron a estudiar a Roma la licenciatura en Teología. ‘La empecé a extrañar horrores, me di cuenta de que me moría sin ella. Me enamoré profundamente. Y dije: listo, ¿por qué sostener algo que no iba más?’”. Cualquiera que haya vivido fuera de su país y de su familia y amigos sabe que pasará momentos difíciles porque las emociones no perdonan: extrañará y el afecto enardecido, y dolido, se aferrará a cualquier recuerdo. Es natural que así sea, como también es natural que un hombre se enamore de una mujer. Pero justamente aquí entra la educación en los afectos y emociones: el hombre, si adquiere virtudes, es capaz de controlar esa emoción exacerbada; es difícil, muy difícil quizás, pero lo puede hacer. Lo hizo Eneas cuando se separó de Dido, y lo hace cualquier hombre casado cuando le es fiel a su mujer y no la abandona a pesar de las enormes tentaciones y enamoramientos que puede sufrir en el camino. 

Pero aquí el problema no es Hernando García. Aquí el problema es el seminario que lo formó, en el que pasó ocho largos años educación… ¿en qué? Y no me estoy refiriendo solo al extinto seminario de San Rafael que seguramente era de lo mejorcito que había en Argentina; me refiero al seminario como institución. Sobre este tema hablamos mucho en este blog hace algunos años, y no es cuestión de ser repetitivos. Pero estoy convencido de que una de las causas de los graves problema que tiene la Iglesia con el clero, es el sistema de seminarios que se implementó luego del Concilio de Trento, y que puede haber sido útil en algún momento pero, en mi opinión, ya no lo es. Y esto vale para todos los pelajes de seminarios: desde los más progresistas hasta los más tradicionalistas. Hay algo allí que no funciona. Ciertamente, habrá seminarios en los que estos problemas son leves, y habrán otros en los que son mucho más graves, pero afecta a todos. 

Suspendamos por un momento nuestras simpatías clericales y hagámonos la siguiente pregunta: ¿Para qué sirven los seminarios?    Por cierto, no sirven para formarse en ciencias religiosas. Se trata de instituciones no especialmente selectivas y siempre mediocres en lo intelectual; la teología también podría aprenderse muy bien llevando una vida normal y viviendo en casa. Los seminarios sirven para adquirir virtudes. Y son la castidad y la obediencia las que requieren un régimen de formación especial. Es en el seminario donde se da el aprendizaje o la incorporación de la castidad y del desapego del deseo y de la voluptuosidad amorosa humana, para direccionar estas energías al amor a Dios y el prójimo.

Para realizar sus fines, los seminarios tienden a adoptar todas las características de las instituciones totales, utilizando un concepto de Goffman (ver al final). Los jóvenes seminaristas viven segregados en lugares cerrados, separados del resto del mundo y poblados únicamente por varones célibes. Las actividades comunitarias tienen mucho más peso que las individuales y la organización planifica cada momento de la vida de los jóvenes internos hasta el último detalle. “En el entorno del seminario”, escribe Marie Keenan, “las lecciones de conformidad y deferencia van acompañadas de las de ‘silencio y secreto’ [...] Lo que surge es una lealtad absoluta a la Iglesia institucional. Se evitan los conflictos y siempre prevalece el miedo a las consecuencias de hablar claro. Y cuando los individuos hacen una demostración de rebeldía, reciben inmediatamente un castigo público”. Sobre las cabezas de todos los seminaristas "pende un estricto sistema de vigilancia, un «gran hermano» que está muy atento a la forma en que los seminaristas visten, hablan, caminan y participan en las actividades religiosas y educativas comunes”.

Marco Marzano aporta en su libro La casta dei casti el siguiente testimonio de un sacerdote formador en un seminario de Italia: “Toda la estructura de la formación es ‘de relleno’ puesto que los seminaristas son sujetos a los que hay que ‘resetear’ y ‘reprogramar’, para utilizar las palabras exactas que oí decir a un obispo. De ahí la multiplicación de palabras, homilías diarias, conferencias, iniciativas dispares de todo tipo. Todo ello sirve a la institución para ‘echar cosas’ en las cabezas de los sujetos a educar. Por supuesto, nunca se tiene en cuenta el impacto real de este bombardeo sobre las personas: lo importante para la organización es ‘haber hecho’”.

Y continúa: “Siempre se aspira al mínimo. Se propone a todos una norma calibrada no sobre lo que es correcto, sino sobre lo que es bueno para todos. La formación es muy deficiente en este sentido. En la mayoría de los casos, una persona sale del seminario con las mismas características negativas que tenía al principio, y si acaso con algunas más. Porque en el seminario siempre se tiende a dejar en segundo plano a la persona individual en favor de una comunidad genérica. De hecho, aparte de la dirección espiritual y la confesión, el resto del trabajo educativo se centra en el grupo y nunca en el individuo”. El seminario, entonces, es un lugar que anestesia, que adormece y paraliza el proceso natural de maduración de la persona. 

La hiper vigilancia que se ejerce hasta en los más mínimos detalles se justifica con las palabras evangélicas: “El que es fiel en lo poco, lo es en lo mucho”, es decir, "Si eres fiel y tiendes bien tu cama o participas de buen humor en las actividades comunes, serás fiel en el sacerdocio". Y esta premisa se convierte en una pantalla conveniente para enmascarar una realidad totalitaria. Es la realidad de un sistema que aprovecha cualquier oportunidad para castigar a los que razonan, para golpear a los que disienten y mantenerlos en el fondo de las tabla clasificadora del grupo. En este contexto, los más valorados son obviamente los conformistas, los chupamedias, los que callan y nunca critican a sus superiores, los que se hacen los distraídos; en definitiva, los que respetan la omertá del grupo. Ni que decir tiene que también son los más falsos y a menudo los más taimados, los que participan más activamente en una actividad muy común en todos los seminarios: el espionaje. Y para evitar meterse en problemas y terminar expulsado, hay que simular, simular siempre. El sistema invita a convertirse en un simulador colosal y sistemático, en un mentiroso profesional. Y a ceder, a ceder siempre. A someterse, a agachar la cabeza. 

Contaba un sacerdote: “Por las mañanas teníamos clases y por las tardes nos ponían todo tipo de actividades en la agenda para que no estudiáramos: limpiar los baños, cortar el pasto o barrer las galerías; ensayos de coro, el viaje en minibús a alguna fiesta patronal. Todo. Para poder estudiar, tenía que esconderme. Y si me pillaban, me pedían inmediatamente que fuera a ayudar a la cocina o que hiciera alguna otra actividad práctica. A veces nos decían explícitamente que ‘estudiar demasiado arruina la fe’”. Curiosamente, esta paradojal aversión al estudio suele darse con mucha frecuencia en las casas de formación de corte más tradicionalista. 

Evidentemente, cuando llega el contacto con la realidad de ‘ahí fuera’ es para los jóvenes sacerdotes terrible y chocante: los hay que abandonan, los que entran en crisis total, los que se vuelven manipuladores o cosas peores. Por supuesto, también están los que se salvan, los que descubren la importancia de su vocación y responden alegremente a ella, y yo creo que son la mayoría. En Italia llaman a la misa de ordenación, “misa de Santa Liberata”, porque a partir de ese momento el seminarista es libre. Y eso es exactamente lo que ocurre. El joven pasa del control total a la indiferencia total. El sacerdote se da cuenta, después de la ordenación, de que nadie lo quería en las altas esferas del seminario, de que no había un verdadero afecto hacia él por parte de los superiores, de que no era cierto que el control sirviera para evitar que se perdiera. Se queda solo; sólo con sus conciencia, con sus virtudes y con sus defectos. Ni siquiera suele ser acompañado por sus "hermanos en el sacerdocio", grupo cuyo defecto principal es la envidia. La percepción de ser abandonado que sufren los jóvenes sacerdotes es muy común, y es en ese momento en el que, si se le cruza la mujer, o el jovenzuelo, adecuada puede echar todo por la borda. El joven presbítero cae en la cuenta de la realidad: la formación que recibió en el seminario fue pura cháchara. O, como dice un ácido cura amigo, un dispositivo destinado a formar eunucos para el Papa de Roma.

Esta es la realidad que, insisto, atraviesa a todo el sistema sin importar posicionamientos. Y es una realidad muy problemática. ¿Quién podrá encontrar una solución? 


El sociólogo Erving Goffman introduce el concepto de instituciones totales en su obra Asylums (1961). Según Goffman, una institución total es un lugar donde un gran número de personas viven y trabajan juntas, bajo un régimen administrativo y en condiciones de aislamiento del resto de la sociedad. Estas instituciones ejercen un control total sobre todos los aspectos de la vida de los individuos dentro de ellas.

Las características clave de las instituciones totales son:

1. Separación física y social: Los residentes o internos están físicamente separados del mundo exterior y, en muchos casos, se les restringe el contacto con familiares y amigos.

2. Control burocrático: Las actividades cotidianas de los residentes están estrictamente reguladas por normas y por el personal encargado de la administración.

3. Régimen de rutina: Los internos siguen un horario rígido impuesto por la institución, lo que reduce la capacidad de los individuos para tomar decisiones personales.

4. Despersonalización: Los internos suelen perder parte de su identidad individual, ya que son tratados como un grupo homogéneo más que como personas con diferencias individuales.

En estas instituciones, los residentes experimentan un proceso de desindividualización y adaptación a las reglas de la institución, lo que Goffman denomina mortificación del yo.

El análisis de Goffman subraya cómo el poder de estas instituciones puede reconfigurar la identidad de los individuos y su relación con la sociedad.

jueves, 10 de octubre de 2024

La iglesia de los nuevos paganos. La profecía de Ratzinger

 


En 1958, el joven sacerdote Joseph Ratzinger analizó la situación y el futuro de la Iglesia en un artículo titulado “Los nuevos paganos y la Iglesia” publicado por la revista Hochland. Dicho escrito resultó profético. Como es un texto demasiado extenso para un post, publico aquí la primera parte. Quienes deseen leerlo completo, pueden bajarlo desde aquí.


La des-identificación del mundo (Entweltlichung) que le toca hacer a la iglesia en la vieja Europa plantea también la pregunta de ¿qué pasa con los nuevos paganos? 

por Joseph Ratzinger

Según las estadísticas de afiliación religiosa, la vieja Europa todavía es un continente casi exclusivamente cristiano. Sin embargo, probablemente no habrá otro caso donde todo el mundo sabe que las estadísticas son engañosas. Esta Europa, por nombre cristiana, se convirtió desde hace unos cuatrocientos años en la cuna de un nuevo paganismo que crece inexorablemente en el corazón de la Iglesia, y que amenaza con socavarla desde dentro.

El fenómeno de la iglesia de los tiempos modernos es determinado esencialmente por el hecho de que, de una manera completamente nueva, llegó a ser una iglesia de paganos, un proceso que va aumentando siempre más: no como antes, una iglesia de los paganos que se hicieron cristianos, sino una iglesia de paganos que todavía se llaman cristianos, pero que, en realidad, se hicieron paganos. Hoy en día, el paganismo está en la misma iglesia, y justamente esto es el distintivo tanto de la iglesia de nuestros días como también del paganismo nuevo: que se trata de un paganismo en la iglesia, y de una iglesia en cuyo corazón vive el paganismo. Por lo tanto, en el caso normal, el hombre de hoy puede suponer la falta de fe de su prójimo.

Cuando nació la iglesia, se fundamentaba en la decisión espiritual del individuo de aceptar la fe, en el acto de conversión. Aunque al comienzo se esperaba que ya aquí en la tierra se edificaría de estos convertidos una comunidad de santos, una «iglesia sin mancha ni falta», después de muchas luchas tuvieron que llegar a reconocer que también el convertido, el cristiano, sigue siendo pecador, y que incluso las faltas más graves serían posibles en la comunidad cristiana. Aunque el cristiano no era moralmente perfecto y, en este sentido, la comunidad de los santos siempre seguía siendo inacabada, sin embargo había un fundamento en común. La iglesia era una comunidad de gente convencida, de hombres que habían asumido una determinada decisión espiritual, y que, por lo tanto, se distinguían de todos los demás que se habían negado a tomar esta decisión. Ya en la Edad Media cambió esto en el sentido de que la iglesia y el mundo se identificaron y que, por lo tanto, el ser cristiano ya no era una decisión personal, sino un presupuesto político-cultural.


Tres niveles de des-identificación del mundo

Hoy en día queda sólo una identificación aparente de la iglesia y el mundo; sin embargo, se ha perdido la convicción de que en este hecho – en la pertenencia no intencionada a la iglesia – se esconde un favor especial divino, una salvación en el más allá. Casi nadie quiere creer que la salvación eterna depende de esta «iglesia» como un supuesto político cultural. De ahí se desprende que hoy en día se plantea muchas veces con insistencia la pregunta si no tendríamos que convertir de nuevo la iglesia en una comunidad de convencidos, para devolverle de esta manera su gran seriedad. Eso significaría una renuncia rigurosa a todas las posiciones mundanas que todavía quedan, para desmantelar una posesión aparente que resulta ser más y más peligrosa porque, en el fondo, es un obstáculo para la verdad.

A la larga, a la iglesia no le queda más remedio que tener que desmantelar poco a poco la apariencia de su identificación con el mundo, y volver a ser lo que es: una comunidad de creyentes. De hecho, estas pérdidas exteriores aumentarán su fuerza misionera: sólo cuando deja de ser un sencillo asunto sobreentendido, sólo cuando comienza a presentarse como la que es, su mensaje logrará alcanzar los oídos de los nuevos paganos que, hasta ahora, pueden complacerse en la ilusión de que no son tales.

Por supuesto, el abandono de las posiciones externas traerá también la pérdida de unas ventajas valiosas que resultan sin duda de la combinación de la iglesia con la vida pública. Se trata de un proceso que se dará con o sin el consentimiento de la iglesia y con el que, por lo tanto, tiene que sintonizar. Total, en este proceso necesario de la iglesia de des-identificarse  con el mundo hay que distinguir nítidamente tres niveles: el nivel sacramental, el de la proclamación de la fe, y el de la relación personal humana entre creyentes y no creyentes.

El nivel sacramental, antiguamente delimitado por la disciplina arcana, es la esencia interior propiamente dicha de la iglesia. Hay que volver a dejar claro que los sacramentos sin fe no tienen sentido, y la iglesia, con mucho tacto y delicadeza, tendrá que renunciar a un radio de acción que, en último caso, conlleva a un auto-engaño y un engaño a la gente.

Cuanto más la iglesia pone en práctica este distanciamiento, esa discreción de lo cristiano, posiblemente en dirección al pequeño rebaño, de manera tanto más realista podrá y deberá reconocer su tarea en el segundo nivel, el del anuncio de la fe. Si el sacramento es aquel punto donde la iglesia se cierra, y debe cerrarse, contra la no-iglesia, entonces la palabra es la manera de extender el gesto abierto de invitación al banquete divino.

En el nivel de las relaciones personales sería totalmente equivocado sacar como consecuencia de la auto-limitación que exige el nivel sacramental, el aislamiento del cristiano creyente de los demás hombres que no son creyentes. Por supuesto, habrá que volver a construir entre los creyentes una especie de fraternidad que se comunica por la pertenencia común a la mesa eucarística y se sienten unidos también en su vida privada, y que en las necesidades puedan contar unos con otros; en fin, que sean una comunidad de familias. Pero esto no debe llevar a un aislamiento como de una secta, sino que más bien el cristiano pueda ser un hombre alegre entre los hombres, simplemente otro hombre donde no puede ser otro cristiano.

Resumiendo podemos anotar como resultado de este primer aspecto: primeramente, la iglesia sufrió un cambio estructural creciendo desde el pequeño rebaño a la iglesia mundial; en el viejo mundo se identifica desde la Edad Media con el mundo. Hoy en día, esta identificación sólo queda como apariencia que opaca la verdadera esencia de la iglesia y del mundo, y que, en parte, le impide a la iglesia su necesaria actividad misionera. Así que, después del cambio estructural interno, se consumará tarde o temprano un cambio externo para volver a ser el pequeño rebaño; y eso pasará tanto si la Iglesia lo consiente como también si se niega a este cambio.

martes, 8 de octubre de 2024

Tucho da marcha atrás

 


En los últimos días, en dos ocasiones (aquí y aquí) nos referimos al escándalo que significaba la absolución de hecho del sacerdote Ariel Principi, quien había sido condenado a la expulsión del estado clerical por el delito de abuso sexual de menores, en un proceso canónico ordinario por dos tribunales,.

Y lo bochornoso de la situación no era solamente que, a pesar de las declamaciones de tolerancia cero del Papa Francisco, a este señor se lo dejara seguir ejerciendo su ministerio sin siquiera una suspensión, sino que lo hacía más sospechoso que la absolución fuera responsabilidad directa de quien Principi es coétaneo, compañero de seminario, compañero de diócesis y amigo muy cercano, el cardenal Víctor Tucho Fernández. 

Pues bien, la diócesis de Río Cuarto recién comunicó que el Dicasterio para la Doctrina de la Fe anuló el recurso extraordinario y, acto seguido, confirmó la sentencia condenatoria y la pena aplicada por los dos tribunales ordinarios. Un nuevo traspiés del caótico pontificado bergogliano y una nueva trapisonda de Tucho. 

¿Qué es lo que ocurrió? No lo sé, y estimo que lo sabrán solamente muy pocas personas. Pero creo que podemos colegirlo, insistiendo en que se trata sólo de una presunción.

La primera rareza —y me corregirán los conocedores del derecho canónico si es que estoy equivocado—, es que la anulación de la pena que surgió del proceso ordinario fue dispuesta y comunicada por Mons. Edgar Peña Parra, Sustituto de la Secretaría de Estado. El organismo vaticano que entiende en casos de abuso sexual es el dicasterio de Doctrina de la Fe y supongo que la Secretaría, por ser la “Suprema”, podría intervenir en ultimísima instancia. Es probable que Tucho, con las astucia que lo caracteriza, haya querido salvar a su amiguito y, pensando que iba a quedar muy grosero que fuera él quien le levantaba la pena, le pidió a Peña Parra, que tiene antecedentes ambiguos por decir lo menos, que le hiciera el favorcito. Entre bomberos no iban a andar pisándose la manguera.

Pero en la actualidad nada pasa desapercibido, y mucho menos este tipo de cosas. Mientras que en Bruselas Francisco pedía perdón y se avergonzaba por los abusos sexuales cometidos por clérigos, en Roma se levantaba la pena a un condenado por este mismo delito. Seguramente, entonces, las presiones habrán comenzado a llegar al Vaticano, y probablemente también a Santa Marta, y quienes se habrán quejado furiosamente con toda probabilidad habrán sido Mons. Uriona, obispo de Río Cuarto y los integrantes de los dos tribunales —de Córdoba y de Buenos Aires— que juzgaron al cura degenerado y quedaron desautorizados. Se sabe que los obispos de la provincia de Córdoba la semana pasada estaban furiosos por lo ocurrido. ¿Será que el cardenal Rossi, que se encuentra en Roma participando del sínodo, le pido al Papa Francisco que interviniera?

Es probable que desde la mismísima Santa Marta haya partido una llamada telefónica a Tucho en la que, con las palabrotas acostumbradas y otras aún más soeces, el pontífice le haya exigido arreglar el lío que había armado. Y Tucho puso manos a la obra.

Sin embargo, solucionar este entuerto no era cosa fácil. Y tuvieron que recurrir a otra rareza muy rara: el dicasterio de Doctrina de la Fe anula una decisión de la Secretaría de Estado. ¿Conflicto de intereses? ¿Conflicto de poder? En otro tiempos, esto habría significado una guerra entre cortesanos. ¿Sucederá ahora lo mismo? No lo creo. Y la chapucería de Tucho se completó confirmando la pena del proceso ordinario, es decir, dando marcha atrás.

¿Qué queda de todo esto? Que el Sr. Ariel Principi, referente espiritual de buena parte del monjerío argentino, ha sido expulsado del estado clerical. Que el Sustituto de la Secretaría de Estado ha quedado públicamente desautorizado y humillado por parte de su vecino el cardenal Fernández. Y que este purpurado, coccolato y regalón del papa Francisco, puso con su probada torpeza nuevamente en un brete a la Santa Sede.

No resulta extraño, por eso mismo, que en los últimos meses Tucho esté tan calladito y tranquilo. Todos recordamos que en los primeros tiempos de su nombramiento se paseaba cual glamorosa diva por todos los plató mediáticos que le abrían sus puertas. Luego de la gran metida de pata de Fiducia supplicans se tranquilizó. Y después del caso Principi seguirá aún más tranquilo. Sabe muy bien lo costoso que es ser la causa de los enfados de Su Santidad. 

lunes, 7 de octubre de 2024

Los sacerdotes sin defensas frente a las tiranías

 


Recordaba Ludovicus en uno de los comentarios del post anterior que el fin de los tiranos es quedarse cada vez más solos, rodeados de un hato de matones sin ley, que usan el poder para liquidar facciosamente a los que consideran enemigos. Si repasamos la historia, veremos que todos terminaron así: desde Nerón a Stalin. Y del mismo modo está terminando Bergoglio, aunque quiera disfrazar su tiranía de sinodalidad, en la que nadie cree.

A Bergoglio lo dejaron solo los progresistas: basta ver lo ocurrido con los alemanes y su camino sinodal y la grotesca actitud del progresista gobierno belga que convoca al nuncio en Bruselas para que dé explicaciones sobre la inaceptable oposición del Papa al aborto. Y lo han dejado solo también los neocones que ya sin tapujos le dicen en la cara lo que hasta hace poco solamente le decíamos unos pocos. Una reciente y patética excepción es la de la Fraternidad San Pedro, que un par de días después de anunciada la visita apostólica durante la que temen el fraternal abrazo pontificio, sacó un comunicado con una crítica encarnizada a los sitios y blogs tradicionalistas, en especial Paix Liturgique, porque critican a los obispos e, incluso, al Papa. Llama la atención la cortedad de esta gente: han sido incapaces de entender la psicología de Bergoglio luego de más de diez años de pontificado y ni siquiera les ha dado el seso para aprender de la experiencia ajena. Aún después de lo ocurrido con el Opus Dei y el Sodalicio de Vida Cristiana, creen que adulando al Papa y tirando piedras a los que hasta hace cinco minutos eran sus amigos, conseguirán algo. Y sí, sólo conseguirán el merecido desprecio del pontífice tiránicamente reinante.

        La ubicación del Papa Francisco en el género de los tiranos no es fruto de la ira de algunos; basta simplemente con observar su comportamiento. Veamos algo recientísimo: la nominación de los nuevos cardenales. Una lectura con alguna agudeza descubrirá la maldades y mezquindades con las que se goza cualquier tiranuelo de aldea. Nombra a un solo cardenal subsahariano -al de Costa de Marfil-, siendo que África es la zona de mayor crecimiento del catolicismo, y nombra también al arzobispo de Argel, un dominico francés que, aunque en África, fue de los poquísimos obispos del continente que se negaron a firmar el documento contrario a Fiducia supplicans. El África subsahariana tendrá la menor cantidad de cardenales desde el Vaticano II; no sea cosa que estos atrasados culturales le arruinen los planes del próximo cónclave. Nombra cardenales insólitos como a su agente de viajes, el sacerdote indio George Jacob Koovakad, o al arzobispo de Belgrado, o a un oficial menor de la Curia romana (P. Fabian Baggio), y no nombra al patriarca de Venecia o al arzobispo de Milán, profundizando así su fría venganza a los italianos. Nombra cardenal al eparca ucraniano de Melbourne Mykola Bychok, siendo que no lo es al arzobispo major y "patriarca" católico de la iglesia ucraniana Sviatoslav Shevchuk. Algunos sabrán seguramente qué deudas se está cobrando con estos purpurados caprichos. Reconozcamos dos buenas: nombra al arzobispo primado de Argentina y no nombra a Mons. García Cuerva, de lo peorcito del episcopado mundial. Y nombra a Mons. Rolandas Makrikas, arcipreste de Santa María Mayor y no nombra a Mons. Piero Marini, de tristísima memoria, que habita en esa misma basílica y morirá sin la púrpura tan deseada. 

Cuando se analiza el pontificado de Francisco surge, entre otras muchas, una curiosidad muy particular. Él se ha presentado como frontal opositor al liberalismo y promotor de políticas cercanas al socialismo. Sin embargo, ad intra, ha aplicado en el gobierno de la Iglesia principios del liberalismo más extremo. En efecto, uno de los pilares doctrinales del liberalismo más rancio consiste en el desconocimiento de los cuerpos intermedios y en el único reconocimiento del individuo. Es decir, el individuo se encuentra expuesto y sin protección frente al poder del Estado. La organización política clásica o, si se prefiere, católica, ubicaba entre el individuo y el Estado una serie de cuerpos intermedios que amortiguaban los caprichos u ocurrencias despóticas que podían tener los gobernantes. En España y América hispana eso se materializó, entre otros cosas, en los fueros. Y así, por ejemplo, los reyes de Aragón, debían jurar ante las Cortes que le aclaraban: “Nos, que somos tanto como vos y todos juntos valemos más que vos, os hacemos rey de Aragón, si juráis los fueros y si no, no”. Sería rey siempre y cuando jurara los fueros, y si no, no. 

En la Iglesia, aunque los papas y obispos no hicieran un juramento de este tipo, sin embargo estaban obligados a respetar los “fueros”. Y ejemplos hay a montones. Cuando en el siglo IX a un papa se le ocurrió nombrar al obispo de Soisons sin tener el cuenta a Hincmaro, arzobispo de Reims, que era el metropolitano, se armó un batalla legal que casi llega a las armas. Y en este blog hablamos hace algunos años de la indefención de los curas que quedaron completamente desprotegidos antes el poder pontificio y episcopal con la desaparición de los cabildos eclesiásticos.

Lo ocurrido hace algunos días con la expulsión por parte del Papa Francisco de diez miembros del Sodalicio es un ejemplo clarísimo de ello. ¿Con que derecho puede el Papa hacer eso? En todo caso, la expulsión debería haberla decretado el superior general del Sodalicio, pero no directamente el pontífice romano. Es decir, Francisco desconoció completamente a la institución y se enfrentó directamente con los individuos. Y aquí no se trata de discutir cuán bueno o cuán malos son los sodálites; se trata de una cuestión de justicia y de derechos, es decir, de fueros. Se trata de un monarca absoluto, que puede hacer lo que se le ocurra, sin respetar ni tener mínimamente en cuenta lo que indican las leyes y la tradición jurídica de la Iglesia, y tampoco la básica caridad cristiana. 

    Por supuesto, los ultramontanos de estricta observancia nos dirán que el Papa, de acuerdo al canon 331, tiene potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia y que siempre puede ejercer libremente. Y es así: el Concilio Vaticano I, con el desacuerdo de más de la tercera parte de los obispos del mundo, creó un monstruo que permaneció dormido durante un siglo y medio, y que ahora despertó. 

Los sacerdotes (e incluso los laicos si nos fijamos en el ejemplo de Alejandro Bermúdez), entonces, están completamente desprotegidos frente a cualquier ocurrencia que salga de la boca de su obispo o del Papa, cuya autoridad no tiene límite alguno. Del obispo ya no los protegen los cabildos, y del Papa ya no los protegen ni su orden religiosa ni su obispo. Están solos, completamente solos, frente al poder del tirano del turno, use mitra o use tiara. Y esto tiene consecuencias, y algunas de ellas son trágicas. Un lector habitual del blog me comentaba hace poco sobre una suerte de “epidemia de cáncer” que está matando a sacerdotes jóvenes que son perseguidos por los obispos. Los casos son muy numerosos. Otras, si no tan trágicas, no son menos tristes: y me refiero a sacerdotes que deben “pasar a la clandestinidad”. Es decir, deben renunciar a estar oficialmente trabajando en una diócesis y pasar a vivir en casas particulares, viviendo de la caridad de los fieles y siendo tratados como apestados por sus “hermanos” en el sacerdocio. Y no lo hacen por rebeldía sino porque es el único modo que tienen de sobrevivir. 

Sin embargo, hay una excepción —y esta es otra de las curiosidades del pontificado de Bergoglio—, pues en la actualidad goza de plenos derechos un cuerpo intermedio dentro de la Iglesia. Y me refiero al lobby gay, del que han hablado desde Sandro Magister y el comandante de la Guardia Suiza hasta el mismo Papa Francisco con el cinismo que lo caracteriza. Parecería que los clérigos que pertenecen a este gremio o a esta guilda, gozan de protecciones especiales de las que el común de curas y obispos están privados. La semana pasado hablamos del escandaloso caso del P. Ariel Principi, condenado por dos tribunales eclesiásticos por abuso sexual de menores, y cuya pena fue anulada y conmutada por el dicasterio de Defensa de la Fe, presidido por el cardenal Tucho Fernández, amigo íntimo del reo. Mons. Gustavo Zanchetta, condenado por tribunales civiles por abuso sexual de seminaristas, fue protegido durante años por Bergoglio, quien llegó a inventarle un alto puesto en el Vaticano para mantenerlo a salvo de la prisión. Mons. Battista Ricca, cuyo prontuario incluye amoríos con un militar suizo, un accidente en el ascensor de la nunciatura en el que quedó atrapado con dos jovenzuelos y una gresca en un bar gay de Montevideo, sigue teniendo un puesto de gestión en el Vaticano. El sacerdote Luis Ducastella, cuyo prontuario es más que frondoso, se pasea tranquilamente por su diócesis de origen en oficios eclesiásticos como si nada, el p. Fabián Pedacchio sigue en su puesto romano y el cardenal Coccopalmiero sigue vistiendo la púrpura. Y los casos se multiplican.

Aventuro que los sacerdotes perseguidos o en peligro de persecución preferirán continuar en este angustiante estado antes que pedir su afiliación a tan particular gremio.

jueves, 3 de octubre de 2024

Umberto Eco. El nihilismo como verdadero dios de nuestro tiempo

 


por Eck


Sólo me queda callar. O quam salubre, quam iucundum et suave est sedere in solitudine et tacere et loqui cum Deo! Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad, Gott ist ein lautes Nichts, ihn rührt kein Nun noch Hier… Me internaré deprisa en ese desierto vastísimo, perfectamente llano e inconmensurable, donde el corazón piadoso sucumbe colmado de beatitud. Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen 

Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. 

Umberto Eco, El nombre de la Rosa, último párrafo.



El juego de manos de un novelista moderno

Se cachondeaba maliciosamente Umberto Eco en sus irónicas y muy interesantes Apostillas al Nombre de la Rosa de que muchos de sus críticos y lectores le escribían afirmando que algunos personajes de su novela decían cosas muy modernas, demasiado modernas. En realidad eran citas textuales del siglo XIV. A otros les encantaban las afirmaciones de gusto plenamente medieval de sus personajes cuando eran de autores modernísimos. Lo que engañaba tanto a los lectores como a los críticos era el contexto donde se expresaban y, como buen semiólogo y estudioso de lo posmoderno, Umberto Eco jugaba a este juego, con gran maestría, de dar gato por liebre.

El mejor ejemplo lo tenemos en el propio título de la novela. Aquí tenemos la frase que le dio lugar: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. Que no es más que la frase nominalizada a través del cambio de sujeto de una cita de Bernardo de Cluny en su poema De contemptu mundi referida a la desaparecida gloria de la Roma antigua. Es decir, el archiconocido tropo del “en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño” o, en culta latiniparla, el “ubi sunt?”. Y ya que hablamos de nominalismo y erudición a espuertas, pongamos nuestro sabihondo grano de arena en el tema: creemos que la frasecita de marras puede tener su origen primero e inspiración segunda en una cita famosa y magnífica de la Farsalia de Lucano (I,134-135) referida a un vencido y envejecido Pompeyo Magno tras su derrota contra César: stat magni nominis umbra, qualis frugifero quercus sublimis in agro (“Está de pie la sombra de un gran nombre, cual la sublime encina dadora de frutos en el campo”). Con todo esto hemos recorrido al revés todo el proceso nominalista, de ser los individuos una sombra de una idea para pasar a ser los conceptos las verdaderas sombras de las cosas. 

Sin embargo, este juego erudito y profundo continua en nuestro párrafo. El centro de todo este discurso gira en torno a la frase en lengua alemana, natural siendo el narrador germano, a la cual le sigue un texto con referencias tomadas y manipuladas del maestro Ekhard y demás místicos renanos. El problemilla es que el autor nos ha metido de rondón y de matute un dístico del barroco Angelus Silesius (1624-1677) procedente de su obra El peregrino querubínico, libro I, dístico 25. Muy medieval como se puede comprobar.

Como vemos, Umberto Eco esconde la bolita jugando una y otra vez con las citas como un consumado prestidigitador pero a la vez nos revela, inconsciente o no, las raíces de la gran crisis espiritual del mundo moderno, de sus raíces filosóficas y religiosas, que han de desembocar en el gran dios de nuestro tiempo: el nihilismo.


La no Imagen de Dios

Es muy reveladora para quien sepa leerla la siguiente frase: “Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad”. El buen monje quiere reunirse con su principio, palabra escogida con toda intención y con mucha miga pues procedente de un estudioso del tomismo. Este principio en apariencia es el Dios cristiano. Sin embargo, niega al Dios de la gloria, representativo del cristianismo oriental y su espiritualidad en su mayores mensajeros, los monjes, y niega también al Dios del júbilo, del gozo, representativo del cristianismo occidental y de su espiritualidad, en este caso los frailes, y, finalmente, niega al Dios de la piedad, de la caridad, al Dios católico, universal, que reúne a la gloria y al júbilo en el amor, el núcleo del Evangelio, a la Trinidad y a su Cristo encarnado. El dios que afirma es la Nada, El no-Ser, tomando el dístico de Silesius de forma literal y torticera. 

Lo que describe como experiencia mística es nada más y nada menos que un nirvana budista vestidito de fraseología cristiana apofática y con lacito barroco de adorno. Y aquí viene muy bien recordar el uso de la palabra principio, una gélida palabra abstracta y ambigua en este contexto, que se puede entender legítimamente pues esta tomada de la escolástica, pero que aquí sustituye la relación personal a la esencia personal de Dios. El principio de todo es la nada y de la nada sale...nada. Lo podemos ver en su descripción final de la divinidad: “Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen. 

No sé si Umberto Eco con todo su saber meditó esta afirmación o sondeó sus profundidades porque no se puede negar con menos palabras al Dios cristiano. Divinidad, una abstracción de la nada: lo divino frente a la idea personal de Dios; silenciosa cuando la Segunda Persona es el Logos, la Palabra creadora; deshabitada cuando la formas las Tres Personas que se habitan mutuamente e inhabitan en toda alma en gracia; donde no hay obras, con lo que elimina tanto las energiai de la teología oriental y las rationes de la occidental además de atacar la Creación, la Redención y la Gracia. Y, finalmente, sin imagen que niega al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y a su arquetipo, a Jesucristo, Dios encarnado y visible y único medio para conocer al Padre. No en balde y sí con mucha razón, no aparece aquí nunca Cristo, que es la negación absoluta del dios de Umberto Eco.


El infierno del nominalismo

Cae, nunca mejor dicho, en el nihilismo más absoluto. “Sólo me queda callar”, pues si Dios no existe, no es que todo esté permitido sino que nada tiene sentido, las palabras, aun imperfectamente, no remiten al Ser ni a los seres y la verdadera felicidad es anularse en un nirvana disolvente de todo, el suicidio total, la muerte eterna. Si Dios es la Nada, no podemos hablar y todo es nada, al final nada tiene sentido y es absurdo el diálogo y la comunicación, pues se refieren a la nada, ergo, todo es inútil:  “Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. “

No nos extraña que sienta frío tras escribir todo esto pues esta describiendo el infierno en su aspecto metafísico, en su cercanía con el No-Ser: “Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio.

Tinieblas, abismo, desierto, no paraíso, no luz, no compañía; nada en su sitio, nada igual ni desigual, confusión se llama a ese estado; hundimiento y caída, no ascensión ni elevación; no conocer nada y perderse a sí mismo, no estar en su sitio es la condena de los condenados. El ser lo que no son y por propia voluntad, el no llegar a la plenitud de su ser y a su participación del amor de Dios es la máxima pena.Como se contaba de las almas en el Hades griego, las personas y cosas son fantasmagorías y entelequias que vagan por un campo yermo, congelado y sombrío sin esperanza, solitarias, encerradas en sí mismas, incomunicadas, torturadas para siempre jamás.


El laberinto moderno

Pero el texto manifiesta la mentira esencial, pues su mera escritura delata su falsedad. Si nada puede ser comunicado ¿Para qué escribe? Y sin embargo, lo escribe. Si nada tiene sentido ¿Para qué lo argumenta? Si niega a Dios y le muestra mudo ¿Cómo pretende en este panorama afirmar que es muy saludable, suave y alegre el sentarse en medio de la soledad, callarse y hablar con Dios? Porque busca un eco de sí mismo, una salida de ese laberinto de textos que remiten a textos y palabras a otros palabras, encerrados en esa torre de marfil erigida a mayor gloria de sí mismo, sin sentido al cabo pues niega su realidad y la realidad de las cosas. Quiere ser un dios de sí mismo. Mónadas, solipsistas, ya decían los antiguos que la soledad era para dioses y animales, y el hombre al decidir ser dios se ha convertido en una bestia solitaria, un lobo para sus semejantes y un suicida de sí mismo hasta que se rinde al sin sentido, a la nada, al suicidio y la destrucción de todo.  

No es casualidad que la biblioteca, depósito del saber de nuestros antepasados y llena de sentido a través de la participación de los transcendentales de Dios, acabe sumida entre las llamas después de aprisionada en una fortaleza, en una cárcel y cuyo carcelero es, en esencia, un racionalista ciego con aires de místico posmoderno, cancerbero de la sabiduría y su destructor final entre carcajadas que antes condenaba ¿No se convirtió el conocimiento moderno en un laberinto contradictorio que no lleva a ningún sitio sino que va saltando de referencia vacua a otra referencia vacía hasta la consunción? ¿Que es el wokismo sino una consecuencia y una imagen de todo esto, de este deseo de destrucción universal, última estación del hombre erigido en dios, cortado de sus raíces humanas y divinas tras someter toda a la voluntad de poder de la modernidad y desterrar a Dios?


Conclusión

En el principio estaba el Logos, la Palabra creadora y vivificadora de Dios por y en quien todo fue hecho y en el principio de la modernidad estaba el silencio. Por eso sólo ahora queda callar porque no hay ninguna palabra de verdad que decir a Dios, a la Creación, a los demás y a uno mismo, no hay nada real que decir, sólo palabrerías sin sentido que es el mejor disfraz para la mentira, que es muda en el fondo. Tras la borrachera de poder y sometimiento de la realidad a su deseo y capricho, tras convertirse en dioses de pacotilla, creadores de nada y destructores de todo, sobreviene la falta de sentido, la soledad gélida de la mónada, el desamor; en una palabra, el infierno en el alma y el deseo por la Nada, por el No-Ser en que se ha convertido. Se ha perdido a sí mismo junto con la Creación y, sobre todo, al amor fundante de Dios y su imagen, Cristo, el Verbo encarnado. 

El nominalismo ha construido su propio infierno a través del voluntarismo, individualismo, el idealismo, para acabar en el nihilismo destructor y su nirvana imposible: el infierno. Todo por negar la más sencilla de la verdades: las dignidad dada por Dios a las cosas y las palabras en el principio fuera de la voluntad humana. Y Umberto Eco nos lo muestra claramente a su pesar y con un rasgo de esperanza inconsciente: el mero hecho de escribirlo y describirlo nos dice que la comunicación es posible, que las palabras reflejan la realidad aunque sea el vacío del alma moderna y es una espera de la respuesta de Dios.

lunes, 30 de septiembre de 2024

El Sodalicio y la Gestapo vaticana

  


Conozco poco y nada de Derecho Canónico, y conozco menos aún del Sodalicio de Vida Cristiana y de los tejes y manejes de su fundador y de algunos de sus miembros. Sin embargo, el sentido común me dice que todo acusado, antes de ser condenado, tiene derecho a defenderse y, aún más, que nadie puede ser condenado sin antes haber sido imputado de un delito concreto, conocidas las pruebas de sus acusaciones y tenido la oportunidad de defenderse.

    Sabemos que durante el sinodal pontificado de Francisco el Código de Derecho Canónico ha sido, de hecho, abrogado, y que en la Iglesia se hace solamente lo que el tirano quiere. Y es eso mismo lo que ha ocurrido la semana pasada con las expulsiones públicas, humillantes y sin ninguna explicación que sufrieron diez miembros del Sodalicio de Vida Cristiana. No se trata de opinar sobre el caso de Luis Fernando Fígari, fundador de esa sociedad y acusado de abusos sexuales y de autoridad. El mismo Sodalicio reconoció los cargos. Ni tampoco de otros sodalites, que hace ya tiempo dejaron la institución o han muerto. La cuestión es con los otros nueve miembros, entre ellos un arzobispo, que fueron condenados con Fígari por voluntad directa del Papa Francisco, lo cual implica que no tienen posibilidad alguna de recurrir la sentencia.

Estamos en presencia de un nuevo caso —y ya son muchos— de comportamiento despótico y, como tal, caprichoso del tirano gloriosamente reinante. Se hace lo que él quiere y se acabó, sin discusión alguna; sin procesos judiciales, sin audiencias, sin sentencias de tribunales y sin posibilidad de apelación.  Y luego de firmar la condena, Bergoglio se dirige a la basílica de San Pedro a pedir perdón por los pecados contra la sinodalidad. Ni la comedia más absurda de Ionesco ni la más chusca de Molière podrían haber albergado un personaje como Bergoglio. Sus autores lo habrían considerado demasiado grotesco. Sin embargo, nos ha tocado a nosotros no solamente asistir a la comedia sino también sufrirla.

La decisión de Francisco sobre el Sodalicio confirma, además, la vocación que tiene el pontífice romano por hurgar en congregaciones e institutos religiosos de corte conservador. Desconozco si alguna vez ha tomado decisiones como la que comentamos o como las tomadas contra los Franciscanos de la Inmaculada por ejemplo, contra algún tipo de grupo de corte progresista. Da la impresión que, más que verdades y justicia, lo que busca son revanchas y satisfacción de viejos resentimientos.

Sin embargo, hay un detalle que es preocupante y que los canonistas podrán decir hasta qué punto constituye un hecho que sienta precedente. El décimo de los condenados es Alejandro Bermúdez, periodista ampliamente conocido en los medios católicos de linea conservadora. Bermúdez era —a tenor de lo que dijo luego de conocida su expulsión ya no lo es más— el arquetipo de lo que aquí llamamos neocon. Y sin embargo, fue expulsado por el Papa Francisco del Sodalicio, por «abuso en el ejercicio del apostolado del periodismo». Para un lego en derecho como soy yo, la acusación suena a disparate, pero no despierta sonrisas sino preocupaciones. 

La preocupación más evidente pero menos peligrosa sería que la Gestapo vaticana -integrada por Mons. Charles Scicluna, comisario político todo terreno de Bergoglio, y Mons. Jordi Bertomeu, sacerdote catalán con ambiciones de convertirse en el próximo arzobispo de Barcelona-, comience a buscar, y encontrar, otros casos del mismo tipo de abuso. No sólo caería en sus manos este servidor, sino otros muchos y más importantes: Aldo Maria Valli, Marco Tosatti, la Cigüeña de la Torre, John-Henry Westen y tantos otros. Es verdad que, en estos casos, no tendrían los sucesores de Heinrich Himmler institución de la que expulsarnos porque somos apenas unos pobres y simples laicos. En todo caso, nos tendrían que expulsar de la Iglesia —es decir, excomulgarnos— lo cual pareciera exagerado. ¿Exagerado? Hoy se ejecutará la sentencia de excomunión dictada por el Papa Francisco contra dos laicos peruanos -Giuliana Caccia Arana y Sebastián Blanco-, comprometidos con la defensa de la familia y de los valores de la fe, y activos en las redes sociales, por cinco razones inconsistentes; son conservadores y no son amigos de sus amigos; entonces, excomunión [Edificante la valentía de ambos].

Pero más preocupante aún es que se aplique este nuevo tipo de delito canónico a otros casos. Por ejemplo, un sacerdote —que es el más indefenso ante el poder episcopal y pontificio— podría ser expulsado del estado de vida clerical por el delito de «abuso en el ejercicio del apostolado de la confesión» si niega la absolución a una persona que no reúne las condiciones requeridas, o de «abuso en el ejercicio del apostolado de la eucaristía» si niega la comunión a un pecador público, o de «abuso en el ejercicio del apostolado de la misión» si bautiza a un musulmán que se convirtió a la Iglesia católica. La imaginación de cada uno podrá encontrar muchas otras aplicaciones que, con seguridad, ya están almacenadas en la imaginación papal. 

Estas mismas líneas yo no las habría escrito algunos años atrás. Siempre dije quién era Bergoglio y lo que le esperaba a la Iglesia con su pontificado. Pero nunca sospeché que su  desparpajo y desvergüenza iban a ser tan monstruosos. Será cuestión, nomás, de soportar la tempestad hasta que el buen Dios se digne levantarnos el castigo que, seguramente, merecemos por nuestros pecados. 


No puede dejar de mencionarse en este contexto un hecho recientísimo. Mientras los miembros del Sodalicio de Vida Cristiana son expulsados sin ningún tipo de proceso y dos laicos conservadores y defensores de los valores cristianos son excomulgados, al sacerdote Ariel Principi se le levanta la condena. Este sacerdote de la diócesis de Río Cuarto fue sometido a un proceso canónico que duró varios años y en el cual resultó condenado por abuso sexual de menores en dos instancias judiciales. La sentencia que le impuso el tribunal fue la expulsión del estado clerical, y de tal modo fue comunicado hace una semana por el obispado. Y Mons. Uriona afirmó que: "Ahora estamos esperando la notificación del dicasterio de Doctrina de la Fe", que no haría más que confirmar las dos sentencias previas. 

    Pero no fue así. La comunicación fue firmada por el Sustituto de la Secretaría de Estado, Mons. Edgar Parra Peña, de frondoso prontuario, y en ella se dice que si bien el P. Principi ha tenido comportamientos inadecuados, le hacen un chas chas en la cola, y nada más. Se deja sin efecto la sentencia previa y el P. Ariel Principi, condenado por abuso sexual de menores, sigue siendo sacerdote y ejerciendo, con algunas limitaciones, su ministerio. 

    Me preguntó dónde ha quedado la política de "tolerancia cero" tan cacareada por el Papa Francisco, y a la cual acaba de apelar en su viaje a Bélgica. 

    Resulta curioso, además, que quien entendió en el caso por competencia y porque así lo declaró el obispo de Río Cuarto, es el cardenal Víctor Tucho Fernández, prefecto de Doctrina de la Fe. Llama la atención que este purpurado sea coetáneo y de la misma diócesis de origen del P. Principi, compañero de seminario y, además, amigo muy cercano, tan cercano y querido que fue su asistente o "padrino" en su consagración episcopal. Simples coincidencias.