lunes, 4 de noviembre de 2024

El principio de revelación

 


El presidente Javier Milei apela con frecuencia a lo que llama “principio de revelación”, y es una teoría que le permite festejar un éxito en el fracaso. Parecería a simple vista una versión académica de la fábula de La zorra y las uvas, pero esconde detrás un aspecto interesante. Veamos un ejemplo local, con perdón de los lectores del blog que no son argentinos. La “resistencia” popular más consistente que ha tenido Milei a sus políticas profundamente transformadoras del país, ha sido la promovida por las universidades, que organizaron dos marchas convocadas “en defensa de la educación pública”.

En Argentina, la educación pública en todos sus niveles, incluido el universitario, libre, gratuita y laica es una enorme vaca sagrada detrás de la cual es muy fácil ocultarse. Los que conocemos el sistema, sabemos que salvo muy pocas excepciones, la universidad pública argentina está colonizada por el progresismo que, como una suerte de inquisición más feroz aún que la de Torquemada, persigue y destruye a quienes se apartan de sus líneas de pensamiento. Una prueba reciente es lo ocurrido con la Prof. María José Binetti, caso que se hizo público, y lo curioso es que esta académica no es precisamente una representante del pensamiento tradicional: es un feminista clásica. Pero no se trata solamente de una cuestión de avasallamiento por parte del marxismo cultural, sino que la universidad argentina —insisto, salvo excepciones— no es más que una bolsa de trabajo, en la que se simula investigar, enseñar y evaluar. Pura simulación. Lo mismo sucede, por otra parte, en buena parte del mundo. 

Pero hay algo más. Un buen número de universidades públicas son desde hace muchos años el lugar apropiado para hacer todo tipo de negociados ordenados a enriquecer a los funcionarios del gobierno y a las autoridades académicas. El caso más conocido es lo ocurrido en la Universidad Nacional de San Martín, pero eso es sólo la punta del iceberg. Pensemos lo que es la Universidad de Buenos Aires… Y la treta es perfecta: la universidad, como vaca sagrada, es autónoma y autárquica. ¡Nadie puede osar tocarla o auditarla! ¡Qué atrevimiento mayúsculo es el de pretender profanar a las vestales elegidas por los “ciudadanos universitarios”, vírgenes impolutas de cuya pureza no puede dudarse! Y la realidad es que hasta ahora nadie se animó a profanar el templo o a palpar a la vaca: los gobiernos peronistas o radicales, porque eran quienes se beneficiaban de los negociados; y el macrismo porque fue débil y temeroso. Milei, en cambio, se animó, y sobre todo después de la segunda marcha, que podría haber sido vista como un fracaso, quedó claro para la mayor parte de la sociedad que el problema no es la educación pública, que el gobierno no piensa tocar, sino que los jerarcas universitarios, agazapados detrás de la vaca, se niegan a ser auditados y a dar cuenta del destino de los miles de millones de pesos que reciben del Estado. Se ha demostrado el principio de revelación; no fue un fracaso sino un éxito porque ahora el Presidente Milei tiene el apoyo social para auditar el dinero público que se destina a las universidades y, eventualmente, procesar a los ladrones que desde hace décadas medran disfrazados de vestales académicas. 

Algo análogo ha sucedido en la Iglesia con el pontificado del Papa Francisco. Que desde la década de 1960 la Iglesia se estaba cayendo a pedazos era una realidad evidente que nadie se animaba a señalar, con poquísimas excepciones y a las que les costaba persecuciones, vituperios y hasta excomuniones. No sólo era el caso que disminuía el número de fieles y consagrados, que la liturgia se convertía en ocasión de creatividad de cada sacerdote, sino y sobre todo, que la Verdad del Evangelio, que es verdad salvadora y liberadora del pecado, se manoseaba, se tergiversaba y se proponía como un relato en el que cada lector podía elegir su propia aventura. E insisto, esto ocurría ya en los años ’70. Ciertamente con Pablo VI, pero también y con mucha intensidad con Juan Pablo II y con Benedicto XVI, que aunque intentó el cambio, en mi opinión fue débil y no supo rodearse de colaboradores adecuados.

¿Qué hubiese pasado si en el cónclave de 2013 hubiese sido elegido el cardenal Scola, o el cardenal Ouelet, o cualquier otro juanpablista o benedictino? Habrían continuado dando manos de revoque para tapar las grietas que permanentemente aparecían aquí y allá en los muros de la Iglesia, y dorando los estucos que se caían a pedazos. Es decir, habríamos seguido viviendo en una gran simulación: todo juntos como hermanos, de la mano hacia la civilización del amor. Una farsa mediocre que más pronto que tarde se iba a revelar como lo que verdaderamente era: una mascarada orientada a ocultar la espantosa verdad de un rostro ajado y purulento.

El Papa Francisco, en cambio, volens nolens y sin que pudiera escapar a los designios de la Providencia, no solamente ordenó guardar las herramientas de restauración sino que se preocupó incansablemente, todos los días de su pontificado, de quitar los revoques y dorados que ocultaban la realidad. Bergoglio ha sido capaz de presentar al mundo y, sobre todo, a los católicos la Iglesia a cara lavada: sin maquillajes y sin photoshop. Su fracasado y catastrófico pontificado es el principio de revelación de Milei. Los ejemplos se cuentan por miles y en este blog hemos dado cuenta de muchos de ellos durante más de diez años. Señalo solamente dos: la nominación del cardenal Tucho Fernández a la cabeza del dicasterio de Doctrina de la Fe fue un disparate y una provocación; todos estamos de acuerdo en eso. Pero, ¿es que Fernández es peor que la media del clero mundial? No lo creo; más aún, creo que es bastante mejorcito que la media. Con su nominación, el Papa Francisco no ha hecho más que revelar coram populo el verdadero estado y calidad del clero católico. 

Veamos otro ejemplo: en los últimos días, se conoció que más de quinientos católicos belgas han apostado de la fe y pedido ser “desbautizados” en reacción al discurso conservador del Papa Francisco en ocasión de su visita a ese país, donde no hizo más que reafirmar la doctrina de la Iglesia en cuestiones que no tienen que ver estrictamente con la fe: el aborto es un crimen y la mujer no puede ser un hombre, fue lo que dijo. Estos quinientos apóstatas se tomaron el trabajo de escribir a los obispos pidiendo ser borrados de los libros de bautismo, pero seguramente serán muchos más los que ni siquiera se toman esas molestias; son apóstatas de hecho. Y tengámos en cuenta que estamos hablando de personas más bien mayores, porque los más jóvenes ni siquiera están bautizados. 

El principio de revelación, en última instancia, no es un descubrimiento de Javier Milei: ya lo aplicó un jesuita antes que él a la Iglesia universal. No sabemos qué saldrá del próximo cónclave, pero el nuevo Papa tendrá al menos una ventaja: podrá enfrentarse al verdadero rostro de la Iglesia; ya no será el elegante y popular Dorian Gray el que se pasea por los salones del mundo, sino su retrato que los pontífices anteriores, como relata Oscar Wilde, lo había tenido escondido en el cuarto de juegos, cerrado bajo cuatro llaves. 

jueves, 31 de octubre de 2024

Precisiones sobre algunos detalles litúrgicos

 


Missale Sarum
, ed. Dickinson, 1861, p. 595. 

Uno de los problemas que tuvo, y que tiene, el tradicionalismo católico en su sentido más amplio y en el aspecto litúrgico, es que hay escasa gente formada en esa disciplina. Se suele hablar de oídas, o hacer referencias a autoridades que pueden serlo en la teología o en la espiritualidad pero no en la liturgia, o bien se tapan los ojos para no ver las evidencias que no pueden ni saben explicar. Es lo que ocurrió durante los años del posconcilio. Con el Breve examen crítico —que no lo escribió ni el cardenal Ottaviani ni el cardenal Bacci, como dice la leyenda— no se solucionaba el problema; improvisados en cuestiones litúrgicas no podían discutir con académicos que, aunque progresistas, sabían de lo que hablaban. Y esta situación se sigue repitiendo en la actualidad.

Lo hemos visto en algunos comentarios al último post. Nadie duda de la buena intención de los comentaristas; el problema es que hacen afirmaciones que muestran ignorancia sobre cuestiones muy básicas. Veamos algunos ejemplos:

- El tema de la concelebración en el rito romano es un tema complejo. Se acaba de realizar en Roma, por ejemplo, un coloquio sobre ese tema. Si bien en algún momento de la Iglesia hubo concelebración del Papa con los presbíteros de Roma, esa práctica se abandonó en la temprana Edad Media. Se mantuvo en algunas diócesis, como Lyon, pero la opinión mayoritaria de los estudiosos es que se trataba de una concelebración ceremonial; es decir, el único que ofrecía el sacrificio era el obispo, y los sacerdotes sólo acompañaban ceremonialmente. Y lo mismo ocurría con la misa de ordenación sacerdotal, donde los neo-sacerdotes “concelebraban” de rodillas y con las casullas plegadas. Invocar, entonces, de modo descontextualizado, datos tomados superficialmente de aquí y allá, no sirve para una discusión seria. Todo lo contrario. Confunde y hace daño.

- La cuestión de la participación de los laicos en el sacrificio de la misa. Eck, en su artículo, menciona evidencias de que esa participación existe, y una de ellas es el Orate fratres. Un lector dijo, sin mencionar ninguna fuente, que la expresión ut meum ac vestrum sacrificium, se refería a los sacerdotes que concelebraban con el Papa, y por eso se dice en voz baja, y no hacía referencia a los fieles laicos que asistían a la misa. La cuestión es que misales muy antiguos —algunos de fines del siglo VIII— dicen otra cosa. Por ejemplo el misal de Sarum, que es un uso el rito romano del siglo XIII, dice lo que pueden ver en el recorte: Orate fratres et sorores, es decir, Orad hermanos y hermanas. ¿Es que concelebraban con el Papa, o con el obispo, sacerdotisas? Estaríamos en un problema mucho mayor. La expresión indica que los laicos —varones y mujeres— participan de alguna manera en la ofrenda de la víctima, aunque no del modo propio en que lo hace el sacerdote, tal como queda claro en la respuesta que se daba: “Que la gracia del Espíritu Santo ilumine tu corazón, y el Señor se digne aceptar este sacrificio de alabanza de tus manos, por nuestros pecados y ofensas”. Más aún, la rúbrica dice Responsio clerici, es decir, los que respondían eran lo clérigos -diáconos y subdiáconos y, en su defecto, el monaguillo- y no los sacerdotes como debería ser si fuera cierto lo que dice el comentarista. Pero la posición de muchos tradicionalistas poco formados —al menos algunos que enviaron comentarios que no publiqué— es simplemente acusar de modernismo al autor del artículo y, por elevación, a los que usaban el misal de San Dennis o de Sarum.… Se trataría de un modernismo que comenzó, al menos, con Carlomagno. Y después acusan de arqueologismo

Y en cuanto al recurso al tono de voz, no tiene ningún asidero, porque las misas bajas se rezaban siempre en silencio; es decir, el sacerdote hablaba en un tono de voz bajo para que lo escuchara solamente su ayudante, y no el pueblo. Más aún, en muchos casos habría sido inútil hablar en voz alta por los fieles tampoco lo escucharían dadas las dimensiones de las iglesias y la distancia que separaba el presbiterio de las naves. Las “misas dialogadas” como las que tenemos habitualmente, en las que el pueblo responde junto con el acólito a las palabras del sacerdote, comenzaron a utilizarse en la década de 1950, con reticencia de la Santa Sede, y fueron promovidas por los que consideramos modernistas. Es decir, para ser claros, las misas actuales, sean de la FSSPX o de cualquier otro instituto o sacerdote, han adoptado una “práctica modernista”. En el único país donde aún sigue la misa siendo silenciosa es en Inglaterra. Y aclaro que me parece muy bien que la misa sea dialogada; creo que fue una iniciativa positiva, más allá de que haya provenido de quienes más tarde terminaron fabricando el novus ordo.

- Un comentarista dice: "¿La misa "dialogada" recentísima? Está por demás de atestiguado que en la liturgia patristica el pueblo respondía en voz alta. Sólo cuando el pueblo dejó de saber latín empezó a no responder". La primera objeción es de dónde saca tan importante certeza sobre el modo en que se celebraba la misa en la "liturgia patrística" (habría que ver qué quiere decir con esa expresión tan difusa). No tenemos ningún formulario u ordinario de la misa de esos primeros siglos. A lo más, está la anáfora de Estrasburgo y la anáfora de Barcelona, ambas del siglo IV y de origen alejandrino, pero como toda anáfora -o plegaria eucarística diríamos hoy-, la rezaba solamente el sacerdote.

La segunda cuestión es sobre la lengua. En Roma se utilizó el griego para la celebración de la misa hasta el siglo IV. Luego, se introdujo el latín pero no en un afán de que el pueblo entendiera. Estimo que quien comenta ha leído a Christine Mohrmann. Y para abundar, le copio lo que dice Uwe Michael Lang, uno de los liturgistas más respetados de la actualidad, en su recentísimo libro: "La formación de un lenguaje litúrgico latino, que integraba este amplio esfuerzo, no puede describirse simplemente como la adopción de la lengua vernácula en la liturgia, si por “vernácula” se entiende “coloquial”. El latín del Canon, de las oraciones colecta y de los prefacios de la misa era una forma de hablar muy estilizada, diseñada para expresar ideas teológicas complejas, y no habría sido fácil de seguir para el cristiano romano medio de la antigüedad tardía. Además, la adopción de la latinitas hizo que la liturgia fuera más accesible sólo para la mayoría de los habitantes de la península itálica, pero no para los de Europa occidental o del norte de África cuya lengua materna era el gótico, el celta, el ibérico o el púnico". (Breve historia de la misa romana, Buenos Aires, Vórtice, 2024, p. 48).

- Y sigue el comentarista: "Y permanece mi objeción, porque el monaguillo no responde ni oye completamente el orate frates ut..." ¿De dónde saca usted eso? ¿Acolitó alguna vez en una misa tradicional? A no ser que sea sordo, el monaguillo oye esas palabras, y a ellas responde.

- Y sigue: "Lo de sorores es una muestra de reinterpretación de la oración". ¿Qué significa esta re-interpretación? ¿Quién la re-interpretó? ¿Cómo lo prueba? ¿Es factible que la re-interpretación haya ocurrido tan tempranamente como en el siglo VIII? Me suena al típico recurso de recurrir a un término indefinido, aparentando conocimiento, cuando no se tienen respuestas.

- Y concluye: "En otros rituales la oración reza ut meum ac vestrum pariter (!)... Imposible de aplicar al pueblo ese pariter." Fíjese usted que en el misal -y no el ritual- de Sarum se aplica el pariter a los hermanos y a las hermanas. ¿Por qué es imposible aplicarlo al pueblo?

- Finalmente, un lector preguntó cómo era la participación de los fieles en la misa antes del Concilio de Trento. Pues era exactamente igual que después, porque el “misal de Trento” o “misal de San Pío V” no cambió prácticamente nada del rito romano tal como se celebraba desde hacía varios siglos. Sobre este tema publicaré un artículo en los próximos días.

En conclusión, como demuestra el libro de Ives Chiron Histoire des traditionalistes, sobre el que escribí una reseña, muchos de los problemas de hoy se deben no sólo a las malvadas maquinaciones de los modernistas sino a las torpezas de los tradicionalistas.

lunes, 28 de octubre de 2024

El sacerdocio de los laicos

 


por Eck


En cierta ocasión le preguntaron al cardenal Gasquet cuál era la posición de los laicos en la Iglesia Católica de su tiempo. Y respondió: “¿Los laicos?¿Su posición? De ordinario deben permanecer de rodillas; pero pueden ponerse en pie para el Evangelio. Sin embargo, es necesario que conserven su mano junto al portamonedas”

Louis Bouyer, Tomás Moro, Humanista y mártir, de. Ediciones Encuentro,  Madrid, 1984, pg. 89.



Narra en su Historia de la Iglesia Eusebio de Cesarea que todos los días, al salir de casa, el mártir San Leonidas de Alejandría se inclinaba respetuosamente ante su hijo pequeño recién bautizado para besarle el pecho, adorando así a la Santísima Trinidad que moraba en su corazón por el bautismo. Ese niño llegaría a ser el gran Orígenes, padre de la teología. Compare el lector esta actitud del mártir con la respuesta del cardenal Gasquet a la pregunta sobre el papel de los laicos en la Iglesia. Hemos pasado de la visión sobrenatural y sagrada de los primeros cristianos a la pedestre de los tiempos modernos donde el laico es un quidam, un don Nadie, un siervo cuyo papel es ocupar con su trasero un asiento en la iglesia, decir amén a todo lo que digan los clérigos, rezar devociones privadas a troche y moche, obedecer perinde ac cadaver y, por supuesto, dar limonas y tiempo sin pedir ninguna cuenta de ellas ni en qué se gastan pues otros saben más que él y tienen más gracias de estado que él. Nolite tangere christos meos! (Salmo CIV, 15)

Pero no quiero —por sabido— dejar de recordarles a los sacerdotes otra vez que los laicos son «otros ungidos». —Y que el Espíritu Santo ha dicho: nolite tangere Christos meos —no queráis tocar a «mis ungidos»”.

Esta reflexión esta tomada de un autor moderno, aunque maliciosamente manipulada por nuestra parte, como algún inteligente lector habrá averiguado. Todavía me acuerdo de que esta frase latina y esta visión fue la única defensa que tuvo un sacerdote, canónigo catedralicio para más señas, ante las muchas criticas laicales por el vergonzoso papel del clero moderno en los problemas de la Iglesia. “Callaos y cerrad el pico, untermenschen, como os atrevéis, sólo los consagrados podemos opinar en la Iglesia” vino a decir, olvidándose que todos los bautizados somos miembros de la Iglesia y ungidos como sacerdotes, profetas y reyes y, por ende, sagrados y dignos de respeto religioso...


Una paradoja post-conciliar tradi a su pesar

Una de las mayores paradojas de los tiempos posconciliares está en que los mayores enemigos del Concilio Vaticano II, o de su archifamoso espíritu, son los que mejor cumplen con el deseo y mandato del Concilio sobre el pueblo cristiano y su papel dentro de la Iglesia. Pero la paradoja aumenta cuando la pretensión conciliar, aunque fallida, fue recuperar la gran Tradición que procede de los Apóstoles y los Padres y que quedó oscurecida a partir de la Edad Media y, sobre todo, tras la Protesta por su pretensión de acabar con el sacerdocio sacramental. Y aún hay más ironía en el asunto, pues se oponen en teoría a esta verdad que cumplen en la práctica  usando concepciones mundanas o, Dios nos libre, conceptos filosóficos modernos en lo que, a veces, pareciera un modernismo tradicionalista o tradimodernismo. 

Esto lo podemos ver en el siguiente texto sacado de muchos que corren por ahí:

El rechazo de la Iglesia como modelo de sociedad perfecta (…) supone abandonar el concepto de Iglesia como entidad jerárquica y orgánicamente estructurada según las normas jurídicas y basándose en valores claramente definidos de origen sobrenatural. Por eso, la Iglesia se ha convertido en una entidad fluida e indefinible(“comunión, sinodalidad, pueblo de Dios”),en estado de cambio perpetuo, y susceptible por tanto de toda clase de transformaciones e hibridaciones.

https://adelantelafe.com/de-pio-al-cardenal-roche-pasando-por-pablo-vi-la-diferencia-que-puede-hacer-una-palabra/

Durante tres siglos, hasta los Concilios de Elvira y el de Nicea, en la práctica no hubo derecho formal en la Iglesia como tal (ni cánones, ni códigos, ni procedimientos, ni tribunales constituidos) y hablar de valores suena más a Scheler y Hartmann que a San Agustín y Santo Tomás por no hablar del uso de palabras como estructura, orgánica y demás quincallería intelectual hodierna. Por supuesto, nada de su carácter sacramental, su verdadera esencia, lo jerárquico se entiende solo como poder y clase y no como origen sagrado de la autoridad y se despacha con desprecio conceptos nucleares y tan tradicionales como Comunión y Pueblo de Dios. Sólo pensar que para los antiguos la comunicatio in sacris era el fundamento de la unidad de Iglesia siendo la excomunión la pena mayor y terrible más que una relación legal de jurisdicción, y que el concepto de Pueblo de Dios está revelado en la misma Sagrada Escritura (I Pedro, II, 10) nos hace ver que las transformaciones e hibridaciones no sólo están en un lado como muchos creen ingenuamente.

Por todo esto decimos que a su pesar pues lo que les gustarían a muchos es volver a los paradisíacos días en que los sacerdotes y obispos decidían todo sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, los laicos eran siervos de la gleba, eclesiásticos sin voz ni opinión pero si con obligaciones y los dirigentes podían dedicarse a sus leombloiyianas devociones privadas burguesas, sin incomodidades ni luchas mientras tomaban te y pastas y mangoneaban con sus capellanes. 

Pero Pablo VI et ses amies y ya con Francisco y sus compañías, junto con el hundimiento de la casta clerical por cobardía, mediocridad e incompareciencia les han obligado a mover el trasero y, a pesar del sueño de restauración decimononica que tantos tienen en la cabeza y el corazón, ya las cosas no podrán volver a lo de antes pues se ha revelado falso y por ello Dios lo ha derribado con su providencia. El papel de los laicos vuelve a escena y su punta de lanza se encuentra en el sitio donde menos podía esperarse por ideología y deseo: el tradimundo, revolucionario, o más bien, tradicional a su pesar


La gran paradoja litúrgica

Esta polémica se suele encarnar en las discusiones sobre el sacerdocio real de los laicos y su papel en la liturgia, verdadero archetypos de la Iglesia. El debate suele darse entre los que quieren la confusión, muy liberal y moderna sea todo dicho, de estados y los que separan tanto el sacerdocio del laicado que, gracias a Dios, el celibato clerical a marchamartillo latino impide la constitución de una casta hereditaria sacerdotal al modo hebraico.

Lo malo es que ambas partes están equivocadas. Ni los dos sacerdocios son el mismo aunque sí participan del único de Cristo, ni el laicado tiene un sacerdocio tan simbólico y honorífico que en la práctica es irreal e irrelevante. La paradoja litúrgica está en que se sustituyó el Rito Romano por el Vaticano de la manera más castuzamente clericalista que se pudiera concebir, nada de oír al Pueblo de Dios ni ver qué quería, y, por otro lado, se defiende un rito cuyas afirmaciones superan con creces a ésta del Concilio Vaticano II (SC, 48): “Aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él”. Pero como las afirmaciones de la Misa las hemos convertido en fórmulas mágicas para la producción del Sacramento, no las hacemos ningún caso. Así tenemos el “Orate fratres” con la siguiente afirmación: Ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem. O en el “Memento”: et omnium circundantium quorum tibi fides cognita est, et nota devotio, pro quibus tibi offérimus: vel qui tibi offerunt hoc sacrifium laudis. Por no hablar del “Unde et memores” más claro aún pues se dice después de la consagración: nos servi tui, sed et plebs tua sancta (…) offerimus (…) hostiam puram...

¿Será modernista el Canon Romano? ¿San Gregorio era un Bugnini avant lettre?¿No es esto afirmar que concelebran con el sacerdote sin paños calientes ni mandangas ambiguas?¿No contiene la misa nueva una teología más tradicional que la vieja en el fondo? Horreur! Por cierto, casi todas estas afirmaciones, tan radicales si se las toma en serio, fueron eliminadas en la misa nueva para.... dar más papel a los laicos leyendo libracos infumables, dando palmas y besos o haciendo en ganso con las peticiones y ofrendas. Si por lo menos les hubieran dejado predicar... pero el micro es sacrosanto, bromas las justas.

La clave a esta paradoja está en ese bamboleo continuo entre el mío y el vuestro del Canon, que a la vez une y afirma y a la vez separa y distingue. Lo usó el mismo Cristo el día de su resurrección cuando le dio el gran encargo que la convirtió en apóstola de los apóstoles a María Magdalena: “ve a encontrar a mis hermanos y diles: voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn. XX, 17) Por supuesto que la relación de Paternidad entre el Padre y el Hijo no es la misma que la que tenemos, pero nuestra adopción por parte del Padre es más real que la natural pues somos hijos en el Hijo. 

Solo hay un sacerdote, Cristo, ante Dios Padre, los consagrados lo hace in persona Christi pero esto no niega que consagren ellos el pan y el vino y el pueblo participa de la ofrenda in persona sacerdotis, pero esto tampoco significa que sus sacrificios sean simbólicos o de mero deseo sino que son reales y más cuando todos, laicos y sacerdotes, se unen en oblación total de sí mismos a la oblación de Jesucristo, nuestro Señor en su santa Cruz para participar de su gloriosa resurrección.


Conclusión

En este artículo solamente hemos intentado dar una pincelada del problema de las relaciones entre el laicado y el sacerdocio en la Iglesia. Tampoco hemos pretendido meternos demasiado en cuestiones de teología del tema porque no somos competentes sobre el tema ni tenemos apenas conocimiento de ello. Tampoco, como podrá comprobar el lector, hemos dado ninguna solución ni esbozo de ella. Sencillamente, no la tenemos. Nuestra intención ha sido señalar que el problema venía de lejos y que el Vaticano II por lo menos vio la gravedad del asunto e intentó solucionarlo aunque, para nuestra desgracia, falló como en tantas cosas de forma clamorosa agravando sus males al provocar la confusión de estados aprovechada por los enemigos de la Iglesia. 

Pero este fracaso no nos debe cegar ni negar que muchas de las concepciones decimonónicas y de los siglos anteriores, tan ardientemente defendidas por tantos como la Tradición, no son verdaderamente tradicionales sino modernas y contaminadas por su influjo, en otra palabra, son tradimodernistas. Su mera sinopsis con las Escrituras o las oraciones del Canon Romano, sin meternos en la patrística, nos hace ver que chocan radicalmente, a menos que creamos que cuando Dios habla a través de la Biblia o de las oraciones públicas de la Iglesia no lo hace en serio o hace juego de manos con su revelación.

Así que el papel de los laicos no se trata ante todo de una participación limitada al ceremonial mismo, como intentan persuadirse los neoliturgistas, ni tampoco una mera participación simbólica u honorífica, es decir, irreal o de deseo, de devoción privada, de recepción mecánica de sacramentos o meramente de sostenimiento del culto, como quieren los muchos, sino una participación activa, es decir, in actu, a la acción litúrgica, a la obra maestra de la Redención, que se hace presente ante nosotros cada vez que se celebra una misa, mediante el ejercicio del sacerdocio espiritual de la oblación de nosotros mismos y nuestras obras a la hostia que ofrece el sacerdote in persona Christi al Padre, para ser transformados en hijos en el Hijo y así participar de su muerte y su resurrección a fin de tener vida eterna.

Si nos hemos centrado en la liturgia, se debe a nuestra concepción como archetypos de la Iglesia, es decir, como regla de la cual se derivan todas las demás realidades porque se podrían hablar de muchos otros asuntos importantes como dice la propia cita inaugural de este artículo y del libro donde la hemos tomado, la biografía de Santo Tomás Moro, ejemplar en este asunto por la grandeza de su testimonio y de su vida, tan en contradicción con la afirmación del cardenal Gasquet.

viernes, 25 de octubre de 2024

Recomendaciones

 

San Juan Crisóstomo, El noviazgo, el matrimonio y la educación de los hijos.

San Juan Crisóstomo (+407) es uno de los grandes Padres del cristianismo. Fue obispo de Antioquia y luego de Constantinopla. Entre su numerosa obra, dedicó varias homilías al matrimonio y la familia. Este libro es una recopilación de algunas de ellas que tratan los siguientes temas: el noviazgo, o lo que él llama “Cómo elegir esposa”, la vida matrimonial, la fiesta de bodas y la belleza del matrimonio, y la educación de los hijos.

El autor, inspirado en las enseñanzas evangélicas y de San Pablo, y a partir de su experiencia pastoral, explora la importancia del amor entre los esposos, utilizando como modelo la relación entre Cristo y la Iglesia. La obra destaca la esencia del matrimonio no solo como una unión física y emocional, sino como una representación terrenal de una relación divina. A lo largo de sus páginas, el libro invita a los lectores a contemplar el matrimonio desde diversas perspectivas, donde el amor, el respeto y la entrega mutua son los cimientos para una vida en común próspera y armoniosa.

Uno de los aspectos más destacados de esta obra es su enfoque en el noviazgo y la elección de la esposa, resaltando la importancia de la virtud sobre la riqueza o la belleza exterior. A través de ejemplos bíblicos y prácticos, el autor aconseja a los lectores sobre cómo tomar decisiones prudentes y cómo cultivar una vida familiar basada en la comprensión, la compasión y la fe. Además, se profundiza en la naturaleza del sacrificio y el servicio dentro del matrimonio, recordando que el amor verdadero implica un compromiso incondicional, incluso en momentos de dificultad.

Dedica, además, un largo capítulo a la educación de los hijos. Y aunque pudiera pensarse que los consejos y apreciaciones de un autor de hace más de mil quinientos años no tiene ningún interés para las familias actuales, lo cierto es que sus consejos son de una sorprendente actualidad.

Se trata de un libro que puede ser leído como un llamado a redescubrir la grandeza y la responsabilidad del matrimonio en la vida contemporánea, ofreciendo tanto consuelo como desafío a quienes deseen vivir de acuerdo con los principios más elevados de amor y devoción según la enseñanza de Cristo. Una obra que será de gran utilidad tanto para el lector religioso como para aquellos interesados en la filosofía y la ética matrimonial.

Pueden conseguirse en Amazon, en versión kindle y soporte papel.



José Morales, John Herny Newman (1801-1890), Rialp, Madrid, 2010.

No se trata de un libro nuevo, pero yo lo acabo de terminar. 

He leído varias biografías de Newman: la canónica y más completa de todas de Ian Kerr, otra un poco más breve y de muy fácil de lectura de Víctor Garcia Ruiz y la más teológica de Louis Bouyer. La de José Morales añade al resto aspectos muy interesantes y valiosos, aunque no la recomendaría a quien todavía no ha leído otra biografía más completa.

Uno de ellos, es que se trata de una biografía redactada fundamentalmente a partir de los Diarios y cartas de Newman, lo cual le da un sabor particular a la lectura puesto que permite introducirse dentro del corazón del cardenal. Además, el padre José Morales fue uno de los grandes conocedores de Newman en al ámbito hispánico y tiene muchos escritos, todos muy valiosos, sobre su figura y enseñanza. Es decir, no está escrito por un improvisado sino por alguien que conocía muy bien al personaje.

Otro aspecto que resaltaría es que el autor prefiere detenerse largo y tendidamente en algunos momentos o acontecimientos de la vida de Newman, de modo tal que el lector puede profundizar en ellos y conocer de cerca los motivos por los cuales actuó de un modo o de otro.

Esto mismo quizás pueda ser visto también como un defecto de la biografía, pues esos momentos son seleccionados según el criterio del autor, que también según su criterio, deja de lado otros. Por ejemplo, apenas se refiere en dos líneas al primer viaje de Newman a Roma y Europa y su enfermedad en Sicilia que, en mi opinión fueron muy relevantes en su vida. Pero es comprensible que, al no ser su intención escribir una biografía complexiva, deba dejar de lado muchos acontecimientos de una vida tan larga y agitada como la de Newman.

El único (leve) defecto que el encuentro es previsible: José Morales era un sacerdote del Opus Dei, y tiene todas las taras propias de cualquier miembro de la Prelatura. Oficialista, apenas se hace referencia a los problemas que sufrió Newman por parte de la Santa Sede durante el pontificado de Pío IX, apenas habla de Talbot, que tanta injerencia tuvo en esta cuestión aunque es bastante crítico, como corresponde, con los cardenales Wiseman y, sobre todo, Manning. Y, en segundo lugar y como tampoco podía ser de otro modo, se empeña en ver aquí y allá a Newman como un antecesor del Vaticano II, lo cual es, a mi entender, completamente aventurado, o disparatado. 

El libro puede conseguirse en la editorial, en librerías y en Amazon en version Kindle. 

miércoles, 23 de octubre de 2024

Castellani y Bouyer sobre la formación sacerdotal

 

Siguiendo con la temática que nos ocupa en los últimos días, publico un post que apareció el 9 de abril de 2010. Jack Tollers, inolvidable y queridísimo amigo de estas páginas, me había enviado un texto de Castellani sobre el tema de la formación sacerdotal. Se trata de unas conferencias truncas que el cura dictó en 1945, en el seminario de metropolitano de Buenos Aires de Devoto, poco antes de que el cardenal Coppello lo echara. Se habla allí de un tal Mazzolo: era un cura que colgó por aquel tiempo y constituyó un escándalo como pocas veces se había visto en Buenos Aires.

A continuación, publico un texto de Bouyer, ácido y muy duro, sobre el desastre que él ve en la formación sacerdotal a fines de los años '60.

Incluyo además un breve comentario que hizo en su momento un sabio sacerdote al que muchísimo le debo, y al que muchísimo del debe este blog.



Texto del P. Leonardo Castellani

La educación de los sentimientos es sumamente importante; y ¡oh Dios mío! cómo está de ausente o descuidada en la escuela pública, empezando por el Seminario. Cuando fui profesor del Seminario quise dar 5 conferencias sobre la educación de los sentimientos (por lo mismo que yo me sentía un ineducado en ellos) y el Rector oyó la primera y no me dejó seguir; todavía conservo los papeles. Claro que es fácil querer reformar el mundo sin reformarse a sí mismo primero; pero en fin, las conclusiones de mis conferencias eran ciertas y conformes a la ciencia psicológica. Eran siete conclusiones, que son aplicables a todo el mundo:

1. El seminarista necesita una fuerte educación intelectual; si es casa de estudios que se estudie.

2. El seminarista necesita educación artística: el arte es uno de los caminos más obvios de la “sublimación de los instintos”.

3. El seminarista necesita aprender a hablar en público: la oratoria es un arte, arte necesario al sacerdote.

4. El seminarista necesita teatro: para aprender oratoria y para expresar las emociones, que es la manera de educarlas.

5. El seminarista necesita vida familiar.

6. El seminarista necesita menos meditaciones y más liturgia, menos disciplina farisaica y más comunicación con el “staff” del seminario; menos piedad palabrera y sentimentaloide y más obras de misericordia corporales.

Es un buen programa de “educación de los sentimientos” (que no es educación sentimental) que se resume en definitiva en estos sencillos principios psicológicos:

1. Para sentir bien, lo primero es pensar bien; los sentimientos son pasiones intelectualizadas.

2. La expresión de las emociones es el medio natural de la catarsis de las emociones; si usted reprime demasiado la expresión de las emociones, los instintos se repliegan sobre sí mismos.

3. La sublimación no se produce si los dos términos que han de unirse están demasiado lejos; por ejemplo, con pura devoción a la Virgen, y sin deportes, amor a la familia, amistad fraterna, poesía y trabajo, no formará usted la castidad, necesaria al sacerdote. Aparecerá Mazzolo; y si no se repara lo de Mazzolo, no se destruye la imagen de Mazzolo, aparecerá otro Mazzolo. Nada lo impide: el amor al Ser Absoluto SOLO no impide a Mazzolo.

Y el amor al Ser Absoluto, el amor al Ser Absoluto, el amor al ser absoluto… necesita fundamentarse sobre otra cantidad de amores para ser simplemente posible; el amor al Ser Absoluto solo, es falsificado.

Leonardo Castellani, Psicología Humana, Cap. IX.



Texto de Louis Bouyer

Pero interesa en primer lugar a los eclesiásticos, que tienen la misión de formar y cultivar la vida de sus hermanos. San Francisco de Sales decía sin rodeos que en su juventud, “sacerdote” había venido a ser sinónimo de ignorante y de libertino. Nosotros no hemos llegado todavía a ese extremo, pero corremos en esa dirección. El clero está en vías de perder el sentido de las exigencias ascéticas, y sencillamente morales de su vocación. Hace ya bastante tiempo, por lo menos medio siglo, que comenzó a perder el sentido de sus exigencias intelectuales. La represión del modernismo dio como resultado convencer a los responsables de su formación, de que cuanto menos supieran, más segura sería su enseñanza. ¿No vimos, pocos años antes del Concilio, un documento episcopal que afirmaba que, siendo las herejías obra de los teólogos, había que atarlos lo más corto posible y limitarlos (under the lash, como decía Newman) a explicar a los otros, pura y simplemente, los enunciados que produjera la autoridad sin su concurso? Desde el Concilio, lejos de mejorar la situación, ha empeorado bruscamente. La mayoría de los seminarios no son ya más que escuelas de cotorreo, donde se discute sin fin, sin orden ni concierto, acerca de todo, sin estudiar nada en serio, y sobre todo sin aprender a estudiar.

La misión de las facultades teológicas no fue nunca la de formar únicamente a los profesores de seminarios, sino también la de mantener en el clero una selección intelectual, tan necesaria para la vida de las parroquias y de los diferentes movimientos de apostolado como para la formación de los sacerdotes en general. La preocupación actual del episcopado, por lo menos en Francia, parece ser la de reemplazarlas, en lo tocante a este último quehacer, por institutos prácticos-prácticos en los que los maestros de los futuros sacerdotes se forman únicamente en lo que hoy se llama la catequesis y la pastoral, cosa que hoy día significa, en concreto, en las tres cuartas partes de los casos, una pedagogía sin contenido doctrinal y la logomaquia esotérica en que se ha enfrascado gran parte de la Acción Católica. Por lo que se refiere al otro quehacer, hace mucho tiempo que las facultades no pueden ya desempeñarlo, porque los obispos parecen haber olvidado hace años que una buena formación teológica no es deseable sólo para los futuros profesores, sino para todos los sacerdotes llamados a puestos de importante responsabilidad pastoral. Si hay un punto en el que la Iglesia, en Francia, parece estar espontáneamente de acuerdo con la república, es en el hecho de estar persuadida de que no hay necesidad de sabios. No habríamos llegado al embrollo en que nos hallamos si no estuviéramos en tal situación en este mismo punto. Pero lejos de que esto cambie, todo lo que se hace o se proyecta actualmente no hace sino agravar la situación.

[...]

Ordenar hoy a mozuelos de veinticinco años, que se apresuran a hacerse llamar “padre” por hombres que habrían podido traerlos al mundo, es una absurdidad que no tiene nombre. No debería permitirse que se confieran órdenes mayores a hombres de menos de treinta años, y nadie debería ser admitido en el seminario sin haber hecho estudios superiores completos y ejercido la respectiva profesión por lo menos un año, o haber recibido una formación laboral igualmente completa, en la industria o en el campo, y haberse ganado el pan algún tiempo en esos menesteres. Mientras no se llegue a eso, mucho me temo que no haya en el sacerdocio más que eunucos o, lo que es casi lo mismo, adolescentes perpetuos, incapaces de salir nunca de un estado esquizofrénico".


Louis Bouyer, La descomposición del catolicismo, Iota, Buenos Aires, 2016, p. 122-23; 126.


Comentario de un sacerdote 

Si la Iglesia latina por tradición inmemorial exige a todos sus sacerdotes el celibato, a diferencia de las Iglesias orientales que permiten el matrimonio del clero secular y mantienen el celibato para los monjes, esto sólo puede significar una cosa: que el clero latino, incluso el secular, debe tener algo de monástico. O sea, que en el seminario deben adquirirse hábitos tales que permitan llevar una vida “monástica” en el mundo. Y no “formar” gente de mundo que simplemente no se case. Esto significa oración, estudio, huida del activismo estéril, en una palabra, contemplación. Si no, créame, el celibato como una simple cuestión ascética, por lo menos en el estado actual del mundo, no se sostiene. Y con el celibato cae el sacerdocio a él unido.

martes, 22 de octubre de 2024

La vocación según Ronald Knox

 


Reproduzco aquí el que publiqué el 9 de enero de 2013. Se trata de una charlita que dio Ronald Knox a los jóvenes mientras era capellán de los estudiantes católicos de la Universidad de Oxford en la década de 1930.

Destaco del texto del querido Ronnie Knox lo siguiente:

1. Lo desacartonado y libre del estilo que, al fin y al cabo, no es otra cosa que el de su espiritualidad. Sitúa la cuestión de la vocación en la órbita de la elección, como corresponde, y deprovidencializa el asunto.

2. La humildad de Knox. Dice: “No tengo discernimiento de espíritu”, actitud muy alejada también a la de muchos personajes que se arrogan la gracia de decirle a los jovencitos que se le acercan: “Vos tenés vocación. Yo te lo digo y me hago responsable”.

3. Desarma la simpleza de discernimiento de otros fundadores o curitas bien intencionados que con dos o tres preguntas ya determinan la existencia cierta de vocación en jovencitos de ambos sexos.

4. Cuestiona fuertemente el afán vocacional no sólo de las fundaciones primaverales sino también de curas seculares que pareciera que el objetivo de su vida sacerdotal es conseguir vocaciones, y de ese modo miden sus frutos apostólicos.


Dios sabe lo que Vds van a hacer. Pero, lo que Dios prevé que Vds van a hacer ¿es lo que Él quiere que hagan? ¡Ay! No necesariamente. Sí les concedo que es la voluntad de Dios en el sentido de que Él permite que ocurra: si no lo permitiese, no ocurriría.. Pero, lo que cada hombre hace ¿es lo que Dios realmente tuvo la intención que hiciese, es lo que Dios quiso realmente que hiciese? Pueden ver por sí mismos que esto no es así.

Nuestro Señor eligió doce apóstoles, y uno de ellos, Judas Iscariote resultó un traidor y un suicida. Nuestro Señor supo siempre cómo iba a terminar; cada vez que Judas robaba dinero de la bolsa, Nuestro Señor lo sabía; y sabía mucho más que esto: sabía a dónde esto iba a conducir —las treinta monedas de plata y el final de la soga­—,  y aún así eligió a Judas. No eligió a Judas para ser un traidor; tenía para él la vocación de ser un santo apóstol, si lo hubiese querido; de proclamar su nombre delante de los gentiles, de confesarlo delante de reyes y gobernantes, de ganar la corona del martirio, si hubiese querido. Hay, por así decir, para cada uno de nosotros, un plan delineado en la mente de Dios de nuestra vida tal como ella será vivida; pero paralelo a éste hay otro de esta misma vida tal como Dios quiere que ésta sea vivida. Y la medida de la correspondencia de estos dos planes depende del cuidado que tomamos en averiguar cuál es la voluntad de Dios para con nosotros, y de la fidelidad con que hacemos su voluntad cuando Él la hace patente a nuestros ojos.

Por supuesto que al decir todo esto, Vds. inmediatamente supondrán que voy a hablar acerca de la vocación al sacerdocio. Están en lo cierto: lo haré. No por cierto porque yo me considere, o suponga que Vds. me consideran, una autoridad particularmente competente en la materia, un discernidor de espíritus especialmente dotado. Recuerdo a un muchacho que se me acercó quien había decidido ser sacerdote pero no estaba seguro si debía ser benedictino o sacerdote del clero secular. Le dije que debería ser benedictino, y pensé que eso era muy bueno de mi parte, porque nosotros los sacerdotes del clero secular también tenemos nuestro orgullo. Pues bien, el muchacho en cuestión entró en el noviciado y duró dos días; luego se dirigió a un seminario diocesano y ha sido perfectamente feliz desde entonces; supongo que recibirá el subdiaconado este verano. Esto es simplemente para mostrarles que no soy una autoridad en la cuestión de las vocaciones. Cualquier otro puede decirles mucho más que yo. Pero simplemente quisiera presentarles uno o dos tópicos acerca de esta cuestión.

En primer lugar, cualquiera que sea el uso que hagan de esto, espero que coincidirán conmigo en que la pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” se distingue de las demás. No debe ser una más de una lista de preguntas bajo el título general “¿Qué debemos hacer con nuestro hijos?”.  He visto esa clase de listas no hace demasiado tiempo en una de las más fatuas revistas mensuales, y me apena decir que un obispo de otra iglesia contribuyó con el número tres de la serie, y que el título de su artículo era algo así como “Las Órdenes Sagradas como carrera”. El cuerpo del artículo era no mucho menos penoso que el título.

La pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” admite sólo una alternativa; la pregunta en su forma más extensa reza “¿Debo ser sacerdote o laico?”. No se la puede poner con el resto y preguntarse: “¿Debo ser latonero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón o sacerdote?” Cualquiera que sea el modo correcto de mirarlo, ése es el modo erróneo. Aunque más no fuese por esta simple razón: el metier de sacerdote no requiere ningún particular conjunto de cualidades naturales que signe a un hombre como cualificado para él. Las dotes naturales que pueden ser empleados en él son muy variadas; pero no requiere ninguna capacidad especializada. No se necesita ser un eminente letrado, ni un eminente matemático; se necesita el suficiente latín como para decir el Oficio y la suficiente matemática como para contar la colecta; no más. Es imposible, por tanto, para una persona de inteligencia ordinaria decir “No puedo ser sacerdote; no tengo las dotes naturales que dicha profesión demanda”.

Y el mismo principio funciona en la dirección opuesta; no se puede decir, basado en cualquier talento natural: “fulano es la clase de persona que debería ser sacerdote”. No hay ninguna clase de persona que debería ser sacerdote; ninguna clase más que otra.

Bien, teniendo esto en claro, vamos a tratar de solucionar la cuestión desde el otro extremo. Tenemos la íntima convicción de que las únicas personas que deben ser sacerdotes son aquellas más santas, más sacrificadas y más devotas que las demás; prácticamente semi-santos. Y esto parece solucionar completamente el problema, pues Vds. están ciertos de no ser mejores que los demás en estos aspectos. Y si leen libros de espiritualidad para sacerdotes, como el Retiro del obispo Hedley, posiblemente se lleven la misma impresión, o sea que todos los sacerdotes viven en un nivel de espiritualidad completamente imposible para una persona ordinaria.

Y luego tal vez piensen en algunos sacerdotes que conocen y en los padres que les predicaron algún retiro, y entonces se digan a sí mismos, “¡Que se vaya todo al cuerno . . .!”. No puedo recordar en cuál colegio ocurrió la historia referida al muchacho al que se le pidió dar una lista de las obras de misericordia corporales; comenzó diciendo que la primera era dar de comer al hambriento y la segunda dar de beber al clero… Eso muestra una diferente estimación con respecto a lo que es la vocación clerical, ¿no es cierto? Por lo tanto esto forma de ver las cosas no ayuda mucho. Los sacerdotes —eso esperamos—, buscan todos su santificación, pero lo hacen desde diferentes niveles. En cualquier caso, no comienzan siendo ya semi-santos, y si los obispos no aceptasen a quien no lo fuese para la ordenación, Vds. y yo tendríamos que recorrer una linda distancia para concurrir a la Misa dominical.

Por lo tanto nos debemos retrotraer a la simple doctrina acerca de la vocación, esto es, que Dios quiere a algunas personas para servirlo como sacerdotes, y quiere que otras personas lo sirvan como laicos. La diferencia no se basará en dones extraordinarios naturales ni en dones extraordinarios sobrenaturales. Y no siempre llama a sus mejores amigos a servirlo en el sacerdocio; Santo Tomás Moro, por ejemplo, probó su vocación como cartujo y se dio cuenta que no tenía vocación, y sin embargo vivió y murió santamente. La cuestión es entonces una cuestión personal. No hay que preguntarse: ¿Dios quiere que todos sus amigos sean sacerdotes? Sino más bien: ¿Dios quiere que este amigo suyo particular, un servidor, sea sacerdote?

Pues bien, creo que, aunque ordinariamente es algo presuntuoso esperar esto o aquello de Dios, es perfectamente justo esperar que, supuesto que uno hace lo mejor que puede para cultivar su amistad y para hacerse digno de ella, Dios le hará saber a uno si quiere que sea sacerdote. Le dará alguna indicación acerca de ello, alguna inclinación hacia Él. Al decir esto, no crean que deben esperar demasiado; no deben esperar una especie de revelación sobrenatural, visiones o éxtasis, o cualquier cosa por el estilo. No, mas bien la idea comenzará a tomar forma en vuestra mente, primero tal vez como una vaga y lejana posibilidad, luego más claramente con el transcurso del tiempo; vuestra amistad con Dios hará que deseéis hacer algo por Él, y vuestro deseo de hacer algo por Él tomará esta forma.

Tales inspiraciones vienen fácilmente cuando existe verdadera amistad. La idea puede provenir simplemente desde el interior o venir desde alguna advertencia exterior, aparentemente accidental, de alguna alteración de las circunstancias de vuestra vida, o de algo que hayamos leído en un libro, o de algo que hemos escuchado en un sermón; inclusive puede venir a partir de lo que estoy diciendo ahora. Dios no es limitado en los medios que utiliza, y como recordarán, envió una advertencia al profeta Balaam a través de los labios de una burra.

Si se encuentran a sí mismos, de acuerdo con la voluntad de Dios, deseando ser sacerdotes, encomienden su aspiración a Él con absoluta confianza. Si Él tiene la intención de que seas sacerdote, lo serás. No tiene sentido en este punto preocuparse por dificultades familiares o cosas por el estilo. Continúen pidiéndole suavemente ser menos indignos de los que son para semejante vocación. Al mismo tiempo recuerden que, en última instancia, la elección no es de Vds.: “No sois vosotros los que me elegisteis sino Yo el que os he elegido”, dijo el Señor a sus Apóstoles. No hay inconveniente por lo tanto en tener una segunda cuerda en el arco, o sea en pensar de antemano, si uno es lo suficientemente maduro como para planificar, qué es lo que habrán de hacer si resulta que Dios no los ha destinado al sacerdocio.

Digo esto porque a veces hay una cierta tentación en las personas que aspiran al sacerdocio a descuidar el trabajo escolar o universitario, sobre la base de que, después de todo no se necesita mucha educación para ser un sacerdote. Posiblemente ese no sea un gran cumplido hacia los sacerdotes que hayan conocido, pero me animo a decir que nos lo merecemos. Lo único que digo es que no hay certeza de que uno vaya a ser sacerdote, y que sería una pena que habiendo hecho ese descubrimiento, uno se encuentre con que no tiene ninguna clase de aptitud para cualquier otra actividad en la vida. Por lo tanto, no descuiden las matemáticas, o la química o cualquier otra cosa en la que tengan aptitudes, sobre la base de que no les ayudará a alcanzar la meta principal de la vida. Cualquier clase de conocimiento puede ser útil al sacerdote; y gustos verdaderamente educados pueden hacerlo, si no un mejor sacerdote, sí un sacerdote más útil. De hecho, alguna gente piensa que es una pena que no tengamos más de esta clase.

Que Dios los bendiga y les conceda los más caros deseos.


(Retreat in Slow Motion, Sheed & Ward, 1960)