Se publicó la semana pasada en Infobae, el medio de prensa digital más leído de Argentina, un largo artículo en el que Hernando García, que fuera sacerdote de la diócesis de San Rafael, relata con una incomprensible impudicia lo ocurrido en su vida que lo llevó a dejar el ministerio pocos años después de su ordenación y casarse con una jovencita.
No se trata de juzgar el interior de nadie; simplemente de opinar a partir de lo que el mismo protagonista relata. Y lo que salta a la vista de cualquiera lector es que este joven de 24 años que se encontró siendo sacerdote cargaba consigo una enorme inmadurez afectiva, propia de un adolescente, y que su etapa de seminario fue incapaz de educar. Y las trazas de este problema aparecen a lo largo de todo el reportaje. Pongo como ejemplo el siguiente párrafo: “A los cinco años de estar en la parroquia, la relación [con la adolescente] crecía. Pero alguien metió la cola y a Hernando lo enviaron a estudiar a Roma la licenciatura en Teología. ‘La empecé a extrañar horrores, me di cuenta de que me moría sin ella. Me enamoré profundamente. Y dije: listo, ¿por qué sostener algo que no iba más?’”. Cualquiera que haya vivido fuera de su país y de su familia y amigos sabe que pasará momentos difíciles porque las emociones no perdonan: extrañará y el afecto enardecido, y dolido, se aferrará a cualquier recuerdo. Es natural que así sea, como también es natural que un hombre se enamore de una mujer. Pero justamente aquí entra la educación en los afectos y emociones: el hombre, si adquiere virtudes, es capaz de controlar esa emoción exacerbada; es difícil, muy difícil quizás, pero lo puede hacer. Lo hizo Eneas cuando se separó de Dido, y lo hace cualquier hombre casado cuando le es fiel a su mujer y no la abandona a pesar de las enormes tentaciones y enamoramientos que puede sufrir en el camino.
Pero aquí el problema no es Hernando García. Aquí el problema es el seminario que lo formó, en el que pasó ocho largos años educación… ¿en qué? Y no me estoy refiriendo solo al extinto seminario de San Rafael que seguramente era de lo mejorcito que había en Argentina; me refiero al seminario como institución. Sobre este tema hablamos mucho en este blog hace algunos años, y no es cuestión de ser repetitivos. Pero estoy convencido de que una de las causas de los graves problema que tiene la Iglesia con el clero, es el sistema de seminarios que se implementó luego del Concilio de Trento, y que puede haber sido útil en algún momento pero, en mi opinión, ya no lo es. Y esto vale para todos los pelajes de seminarios: desde los más progresistas hasta los más tradicionalistas. Hay algo allí que no funciona. Ciertamente, habrá seminarios en los que estos problemas son leves, y habrán otros en los que son mucho más graves, pero afecta a todos.
Suspendamos por un momento nuestras simpatías clericales y hagámonos la siguiente pregunta: ¿Para qué sirven los seminarios? Por cierto, no sirven para formarse en ciencias religiosas. Se trata de instituciones no especialmente selectivas y siempre mediocres en lo intelectual; la teología también podría aprenderse muy bien llevando una vida normal y viviendo en casa. Los seminarios sirven para adquirir virtudes. Y son la castidad y la obediencia las que requieren un régimen de formación especial. Es en el seminario donde se da el aprendizaje o la incorporación de la castidad y del desapego del deseo y de la voluptuosidad amorosa humana, para direccionar estas energías al amor a Dios y el prójimo.
Para realizar sus fines, los seminarios tienden a adoptar todas las características de las instituciones totales, utilizando un concepto de Goffman (ver al final). Los jóvenes seminaristas viven segregados en lugares cerrados, separados del resto del mundo y poblados únicamente por varones célibes. Las actividades comunitarias tienen mucho más peso que las individuales y la organización planifica cada momento de la vida de los jóvenes internos hasta el último detalle. “En el entorno del seminario”, escribe Marie Keenan, “las lecciones de conformidad y deferencia van acompañadas de las de ‘silencio y secreto’ [...] Lo que surge es una lealtad absoluta a la Iglesia institucional. Se evitan los conflictos y siempre prevalece el miedo a las consecuencias de hablar claro. Y cuando los individuos hacen una demostración de rebeldía, reciben inmediatamente un castigo público”. Sobre las cabezas de todos los seminaristas "pende un estricto sistema de vigilancia, un «gran hermano» que está muy atento a la forma en que los seminaristas visten, hablan, caminan y participan en las actividades religiosas y educativas comunes”.
Marco Marzano aporta en su libro La casta dei casti el siguiente testimonio de un sacerdote formador en un seminario de Italia: “Toda la estructura de la formación es ‘de relleno’ puesto que los seminaristas son sujetos a los que hay que ‘resetear’ y ‘reprogramar’, para utilizar las palabras exactas que oí decir a un obispo. De ahí la multiplicación de palabras, homilías diarias, conferencias, iniciativas dispares de todo tipo. Todo ello sirve a la institución para ‘echar cosas’ en las cabezas de los sujetos a educar. Por supuesto, nunca se tiene en cuenta el impacto real de este bombardeo sobre las personas: lo importante para la organización es ‘haber hecho’”.
Y continúa: “Siempre se aspira al mínimo. Se propone a todos una norma calibrada no sobre lo que es correcto, sino sobre lo que es bueno para todos. La formación es muy deficiente en este sentido. En la mayoría de los casos, una persona sale del seminario con las mismas características negativas que tenía al principio, y si acaso con algunas más. Porque en el seminario siempre se tiende a dejar en segundo plano a la persona individual en favor de una comunidad genérica. De hecho, aparte de la dirección espiritual y la confesión, el resto del trabajo educativo se centra en el grupo y nunca en el individuo”. El seminario, entonces, es un lugar que anestesia, que adormece y paraliza el proceso natural de maduración de la persona.
La hiper vigilancia que se ejerce hasta en los más mínimos detalles se justifica con las palabras evangélicas: “El que es fiel en lo poco, lo es en lo mucho”, es decir, "Si eres fiel y tiendes bien tu cama o participas de buen humor en las actividades comunes, serás fiel en el sacerdocio". Y esta premisa se convierte en una pantalla conveniente para enmascarar una realidad totalitaria. Es la realidad de un sistema que aprovecha cualquier oportunidad para castigar a los que razonan, para golpear a los que disienten y mantenerlos en el fondo de las tabla clasificadora del grupo. En este contexto, los más valorados son obviamente los conformistas, los chupamedias, los que callan y nunca critican a sus superiores, los que se hacen los distraídos; en definitiva, los que respetan la omertá del grupo. Ni que decir tiene que también son los más falsos y a menudo los más taimados, los que participan más activamente en una actividad muy común en todos los seminarios: el espionaje. Y para evitar meterse en problemas y terminar expulsado, hay que simular, simular siempre. El sistema invita a convertirse en un simulador colosal y sistemático, en un mentiroso profesional. Y a ceder, a ceder siempre. A someterse, a agachar la cabeza.
Contaba un sacerdote: “Por las mañanas teníamos clases y por las tardes nos ponían todo tipo de actividades en la agenda para que no estudiáramos: limpiar los baños, cortar el pasto o barrer las galerías; ensayos de coro, el viaje en minibús a alguna fiesta patronal. Todo. Para poder estudiar, tenía que esconderme. Y si me pillaban, me pedían inmediatamente que fuera a ayudar a la cocina o que hiciera alguna otra actividad práctica. A veces nos decían explícitamente que ‘estudiar demasiado arruina la fe’”. Curiosamente, esta paradojal aversión al estudio suele darse con mucha frecuencia en las casas de formación de corte más tradicionalista.
Evidentemente, cuando llega el contacto con la realidad de ‘ahí fuera’ es para los jóvenes sacerdotes terrible y chocante: los hay que abandonan, los que entran en crisis total, los que se vuelven manipuladores o cosas peores. Por supuesto, también están los que se salvan, los que descubren la importancia de su vocación y responden alegremente a ella, y yo creo que son la mayoría. En Italia llaman a la misa de ordenación, “misa de Santa Liberata”, porque a partir de ese momento el seminarista es libre. Y eso es exactamente lo que ocurre. El joven pasa del control total a la indiferencia total. El sacerdote se da cuenta, después de la ordenación, de que nadie lo quería en las altas esferas del seminario, de que no había un verdadero afecto hacia él por parte de los superiores, de que no era cierto que el control sirviera para evitar que se perdiera. Se queda solo; sólo con sus conciencia, con sus virtudes y con sus defectos. Ni siquiera suele ser acompañado por sus "hermanos en el sacerdocio", grupo cuyo defecto principal es la envidia. La percepción de ser abandonado que sufren los jóvenes sacerdotes es muy común, y es en ese momento en el que, si se le cruza la mujer, o el jovenzuelo, adecuada puede echar todo por la borda. El joven presbítero cae en la cuenta de la realidad: la formación que recibió en el seminario fue pura cháchara. O, como dice un ácido cura amigo, un dispositivo destinado a formar eunucos para el Papa de Roma.
Esta es la realidad que, insisto, atraviesa a todo el sistema sin importar posicionamientos. Y es una realidad muy problemática. ¿Quién podrá encontrar una solución?
El sociólogo Erving Goffman introduce el concepto de instituciones totales en su obra Asylums (1961). Según Goffman, una institución total es un lugar donde un gran número de personas viven y trabajan juntas, bajo un régimen administrativo y en condiciones de aislamiento del resto de la sociedad. Estas instituciones ejercen un control total sobre todos los aspectos de la vida de los individuos dentro de ellas.
Las características clave de las instituciones totales son:
1. Separación física y social: Los residentes o internos están físicamente separados del mundo exterior y, en muchos casos, se les restringe el contacto con familiares y amigos.
2. Control burocrático: Las actividades cotidianas de los residentes están estrictamente reguladas por normas y por el personal encargado de la administración.
3. Régimen de rutina: Los internos siguen un horario rígido impuesto por la institución, lo que reduce la capacidad de los individuos para tomar decisiones personales.
4. Despersonalización: Los internos suelen perder parte de su identidad individual, ya que son tratados como un grupo homogéneo más que como personas con diferencias individuales.
En estas instituciones, los residentes experimentan un proceso de desindividualización y adaptación a las reglas de la institución, lo que Goffman denomina mortificación del yo.
El análisis de Goffman subraya cómo el poder de estas instituciones puede reconfigurar la identidad de los individuos y su relación con la sociedad.