Nos ha tocado atravesar el valle de lágrimas en el ocaso, cuando comienzan a envolvernos sombras oscuras. Caminamos entre marjales, hundiéndonos por momentos en el barro espeso y maloliente de los pantanos, cada vez más desanimados y tristes al escuchar el chillido de las aves que revolotean amenazadoras sobre nosotros. Y las noticias que nos llegan a diario, dan cuenta que el camino se hará cada más duro y desdichado.
Pero debemos seguir caminando, aún medio de las tinieblas, porque alcanzar la meta, cruzar los montes, no es una opción; es un deber. Y aunque no olvidamos las promesas, con facilidad se entumecen en la lejanía y a veces nos negamos a creer que, detrás de las montañas grises que ciernen el valle, se encuentra la tierra de la la luz.
Es entonces cuando debemos detenernos un momento y, sentados en alguna roca húmeda o a los pies de aquellos a quienes amamos, escuchar nuevamente las historias de nuestra raza y de nuestro mundo, a fin de aguzar las miradas y no sumergirnos en las mentiras que los ruc graznan mientras sobrevuelan el valle.
Dejo aquí un esclarecedor texto de Bouyer.
“El mundo de los espíritus, buenos o malos, no es un mundo distinto al nuestro si tomamos a éste en todo su espesor. Newman nos lo recuerda: para la Biblia como para toda la tradición, judía y cristiana, no existe un mundo visible y otro mundo invisible. El mundo visible es la parte emergente, para nosotros, de un universo único cuyas profundidades se pierden más allá de donde pueden alcanzar nuestras miradas oscurecidas. Porque para nosotros, aquello que no vemos tampoco existe, ni acá ni allá.
Jacob creyó poner la piedra que usó como almohada en un lugar solitario. Pero apenas se cerraron los ojos de su carne, Dios le abrió los ojos del espíritu. Y entonces vio a los ángeles subir y bajar en el mismo lugar donde antes había visto no más que cosas banales. Y Newman concluye que las cosas visibles, o las que llamamos de ese modo, no son más que los flecos de un vestido tejido en torno a aquello que no vemos, pero que ellos ven a Dios sin cesar.
El sentido final de la cosmología que los Padres de la Iglesia han tomado de la Escritura y que otorga mucho espacio a los ángeles (y a los demonios), es que la creación no es de modo accesorio sino esencial la creación de seres personales. El mismo Dios, el Dios de los judíos, es Alguien. Y el evangelio afirma que ese Alguien nunca estuvo solo, sino en eternas relaciones personales del Padre con el Hijo, y ellos dos con el Espíritu. ¿Por qué motivo tal Dios crearía un mundo que no fuera, él también, un mundo de personas, una ocasión de comunión?
La primera creación, por tanto, de los teólogos antiguos, es una creación personal. Como dice Dionisio, el Pseudo-Areopagita, es una ‘jerarquía celeste’. Ella extiende a la nada llamada al ser, la circulación del amor y de vida de la ‘tearquía divina’, es decir, de la Trinidad eterna.
Las criaturas originales son los pensamientos del Padre en el Verbo sobre los cuales se posa la presencia del Espíritu de amor y que, a su imagen, piensan y aman. El mundo al que llamamos visible no es más que este pensamiento amante, común a las primeras criaturas, objetivado a su vez por el único Creador, de modo que el universo sensible proclama la gloria divina contemplada por la creación invisible. Él es la comunicación y como el lugar de la comunidad entre los primeros espíritus creados. La luz y la vida lo atraviesan, cántico de los ‘hijos de la aurora’, de aquellos que, —nos dice el libro de Job—, cantan unánimes, desde el primer día, al autor de todas las cosas.
Sin embargo, apareció una fisura que resquebrajó el coro de los primeros espíritus. Lucifer, que debía ser el ángel guardián del cosmos, se quiso hacer dios. Con los compañeros de su infidelidad, se estrelló de alguna manera sobre el mundo sensible. Y su rapiña orgullosa proyectó, eclipsando la claridad de Dios, la sombra de la muerte.
La belleza del universo no desapareció por completo. Se hizo equívoca, ya no fue más el cántico de las criaturas inteligibles, sino el reflejo de su conflicto, un cruce de luz y de sombra, una vida que se nutre de la muerte a la que tiende.
Dios, por tanto, no abandonó la superficie terrestre, que es su obra, al poder diabólico, ni tampoco a una lucha interminable entre ángeles fieles e infieles. Él la había creador como un espejo de la creación celestial. Desde el seno mismo de las aguas agitadas que ya no reflejaban su imagen estelar, hizo resurgir, con el hombre, una espiritualidad renovada. Ella podía, ella habría debido ser redimida del mundo esclavizado. En torno a la libertad recobrada por el cosmos en el hombre inocente, todas las cosas se incorporaron a él, refloreciendo en un paraíso, es decir, en el jardín de Dios.
Pero el hombre, al que la humildad de la obediencia amante había hecho el amigo de Dios, prefirió seguir, en su avidez, al orgullo demoníaco. En vez de escuchar la Palabra divina, cedió a las mentiras de las apariencias convertidas en engañosas. Y lejos de transformarse en un dios, se hizo esclavo de Satanás, el cual no podía encontrar un imperio que no fuera el de la muerte.
Pero Dios, una vez más, produjo un redentor. El alma viviente del primer hombre, encarnándose en el mundo caído, en vez de levantarlo, había consumado su postración. Pero el Espíritu vivificante del Hombre nuevo, del Cristo, del Hijo eterno del Padre, se encarnará a su vez en la humanidad pecadora. Recapitulando en sí mismo la historia corrompida del hombre debilitado, cumplirá la obra de salvación que el hombre había arruinado.
Anonadándose para obedecer al Padre, el último Adán obtuvo la exaltación soñada por el primero, pero que la concupiscencia le había impedido obtener. Por la Cruz, toda la humanidad, asociada a un Divino jefe, entrará en la gloria prometida a los hijos de Dios. Por ella, el cosmos físico, en la resurrección, será salvado, arrancado de las sombras de la muerte, transportado al Reino de la luz, ese Reino del cual el heredero es el Hijo mismo del amor del Padre y del que nosotros somos co-herederos con Él.
Las noventa y nueve ovejas que quedaron en el rebaño, es decir, los ángeles fieles, no cesaron de alabar al único Señor. La única oveja perdida, que era la humanidad, todo el cosmos en el cual había nacido, no solamente volvió al rebaño, sino que fue llamada a ingresar, con el Pastor del rebaño, en el seno del Padre, a sumergirse con el Hijo en el océano sin riberas de la luz y de la vida en el Espíritu Santo.
Hasta la venida de Cristo a la tierra, los ángeles fieles, como ese daimon del cual Sócrates tomó su inspiración, no habían cesado de infundir a las almas prendadas de la justicia el recuerdo del destino primero del hombre y del universo. En el laberinto de las religiones que llamamos “naturales”, los huecos de las más altas filosofías religiosas reanimaban de esa manera, incluso en medio del culto a los ídolos, el presentimiento del Dios desconocido. Miguel (‘¿Quién como Dios?’), el príncipe de las milicias celestiales, a pesar de las tentaciones, de las caídas incesantes, mantenía el testimonio profético del solo Señor y Dios, frente a los dioses multiplicados, a los señores innumerables que se disputaban la adoración de los humanos. Gabriel (“Fuerza de Dios”), el arcángel de las anunciaciones, en las Pascuas renovadas, presagiaba al Redentor definitivo. Su pascua, la que no “pasará” más, nos hará “pasar” con él del reino de las tinieblas al reino de la luz sin crepúsculo.
Finalmente, en la noche de Belén, descendió junto el Hijo único engendrado en el seno de la Virgen, el Primer nacido de los hermanos sin número, el coro de ángeles de la alabanza ininterrumpida en los cielos. Porque al hacerse carne la Palabra, el Espíritu de verdad puso en fuga al espíritu de mentira y la acción de gracias eterna del Hijo al Padre elevó a la humanidad al cielo.
Una vez muerto Cristo en la Cruz, los sepulcros se abrieron y el velo del Templo se rasgó. El nuevo Adán resurgió de los infiernos, arrastrando tras él a la humanidad liberada, al cosmos eximido de las cadenas demoníacas. Él las empujó al santuario celestial. Los ángeles, que habían descendido hacia nosotros sobre el Hijo del hombre, nos hicieron remontar con él, como todo nuestro universo, en el cuerpo del Resucitado del cual nos convertimos en miembros.
A partir de ahora, todo lo que la Palabra emanada del silencio eterno había sacado de la nada se sumerge con ella en el seno del Padre, con el júbilo angélico del Alleluia pascual.
Los dos querubines del santo de los santos de Jerusalén, habiendo rodeado con su adoración perpetua el propiciatorio figurado, ese espacio vacío ubicado encima del arca, la Schekinah de la luz y de la vida —la Presencia divina en la nube de fuego—, se manifestaba a Israel por la palabra profética. Ellos rodean ahora la tumba vacía de la cual se elevó la carne donde la Palabra eterna estableció su tabernáculo definitivo, para ‘morar entre nosotros, lleno de gracia y verdad’. Incluso los dos ‘vigías’ nos lo dicen en la Ascensión: ‘Este Jesús que habéis visto subir al cielo vendrá del mismo modo…’.
En la comunión eucarística, por supuesto, Él viene sin cesar, para prepararnos a su retorno final, cuando nos tomará con Él, porque ‘allí donde Él está, estaremos también nosotros’, y para siempre. La Merkabah vista por Ezequiel, ese carro ardiente que se mueve como el relámpago de Dios que es un fuego que consume, así como había arrebatado al cielo en su estela a Elías, después de Enoc y Moisés, nos arrebatará también a nosotros. Con el Hijo del Hombre, con todo el Reino de los santos, iremos al encuentro del Padre de los vivos. Ya cantamos en la tierra, en la sagrada liturgia, el Sanctus de los Serafines, los espíritus de fuego que no vuelven jamás su rostro. Entonces lo acabaremos con el Benedictus de los Querubines, los ‘Vivientes’ que aclaman el advenimiento final de Aquel que vive por los siglos de los siglos. Los Tronos, ‘ruedas’ resplandecientes que son miradas que nos atraen invenciblemente, como ellas mismas son atraídas hacia esa luz inaccesible donde mora Dios.
Será entonces cuando no habrá gemidos, ni dolor, que todas las lágrimas serán enjugadas de todos los ojos, porque el diablo y los suyos habrán sido devorados por la segunda muerte y la muerte ya no existirá más, sino solamente Dios todo en todos.
Esta visión ¿es algo más que el último mito, quizás el más bello de todos, en el que los sueños de la humanidad han querido hechizar su miseria? Digamos más bien que es la última palabra de la Palabra que hizo estallar todos los mitos, para reconstruir con sus símbolos el mensaje que dirige a los hombres en su Hijo, nacido de mujer, ‘el Viviente que da la vida’”.
Louis Bouyer, Prólogo al libro Anges et démons, Zodiaque, La Pierre-qui-Vire, 1972.
Traducción: Wanderer