lunes, 17 de junio de 2024

La profundidad del abismo II: Bergoglio, el Papa veterotestamentario

 


La semana pasada discutíamos la primera parte de un magistral artículo, firmado por Vigilius, sobre la “teología” del Papa Francisco. Y es la hora de sacar conclusiones, que expondré en un par de entradas, y que no son más que comentarios al artículo de referencia.

Para Bergoglio la Tradición no es más que tradición; es decir, que no hay acontecimiento salvífico detrás de la Tradición sino que se trata de meras creencias tradicionales, sean estas cuales fueren. Para él, todas son meras ideas y prácticas arbitrarias en tanto surgidas en una cultura, en un contexto y en una historia determinada. No hay Tradición detrás de la tradición y, sobre todo, no hay acontecimiento, no hay densidad ontológica detrás de la Tradición.

Es de este modo que se explican muchas de las actitudes, dichos y decisiones del pontífice que desconciertan a cualquier católico formado con el catecismo básico. Por ejemplo, Francisco se ha cansado de afirmar que los sacerdotes deben perdonar en la confesión a todos, más allá de que cumplan o no las condiciones requeridas: arrepentimiento y propósito de enmienda. Si esto no ocurre, enseña la teología, se comete un sacrilegio, y el sacramento es inválido. Pero posiblemente para Bergoglio el sacramento de la confesión no sea más que una creación medieval, como afirman muchos teólogos. Es que, si tenemos en cuenta solamente las evidencias documentales, nos encontramos que, efectivamente, el primer testimonio que tenemos de la confesión personal y privada es del siglo VIII, y la primera vez que se habla “magisterialmente” de la confesión como sacramento, es en el IV Concilio de Letrán en 1215. Los Padres hablan de una confesión o exomológesis, pero no aparece con claridad de que se tratara de un sacramento. De hecho, esta manifestación de las culpas públicas se podían hacer incluso frente a un laico. No hay evidencia de que se “confesaran” o “manifestaran” los pecados privados. Sin embargo, por la Tradición sabemos que el sacramento de la confesión siempre existió en la Iglesia porque fue instituido por Nuestro Señor, más allá de la pruebas documentales existentes o inexistentes. 

Veamos otro ejemplo. Cuando el Papa Francisco recibe a “obispos” de iglesias o incluso sectas protestantes, se dirige a ellos como “hermanos obispos”, o también “obispas”. Un caso clamoroso fue tratar de ese modo nada menos que a Tony Palmer, un predicador pentecostal que se autopercibía obispo (dimos cuenta del episodio aquí). Tratar a su amigo, el arzobispo de Canterbury, o a los “obispos” luteranos suecos o alemanes, de “hermanos obispos” es reconocerles el carácter episcopal del que carecen. Entendamos la gravedad del hecho: el obispo de Roma, sucesor de Pedro, reconoce tácitamente la validez de ordenaciones episcopales, y sacerdotales, que son completamente inválidas, porque así fueron definidas por la Iglesia. Nuevamente, la situación es la misma. No hay pruebas documentales de la “sucesión apostólica”; más aún, no hay pruebas documentales de la “ordenación sacerdotal” en los primeros siglos de la Iglesia. Que el orden sagrado es un sacramento y que existe la sucesión apostólica lo sabemos por la Tradición. Si la Tradición no es más que una tradición, como lo es para Bergoglio, la Iglesia de Roma conserva una tradición para conferir el orden, nacida en un medio cultural determinado, y la iglesia de Inglaterra o la iglesia luterana mantienen otras tradiciones igualmente válidas como las nuestras. 

Esta es la teología del Papa Francisco según se desprende de sus dichos; y esta es la teología que se enseña en buena parte de las universidades católicas, aún las pontificias. ¿Qué queda entonces de nuestra fe? ¿Qué queda entonces de la Iglesia? Poco y nada; apenas una extensión de la Antigua Alianza; un regresión veterotestamentaria que busca establecer en este mundo el reino de Dios. 

No es un novedad que algunos de los teólogos actuales consideren el Nuevo Testamento como una mera reescritura del Antiguo Testamento; una suerte de veterotestamentarización del Nuevo Testamento. Se comprende el objetivo de esta corriente: “despojar a las promesas de salvación del Nuevo Testamento de su carácter sobrenatural y, por tanto, cristológico, y absolutizar la relación religiosa de Israel, principalmente mundana. En el Antiguo Testamento, la acción salvífica de Dios se refiere esencialmente a dimensiones del mundo interior: el hombre bendecido por Dios tiene una larga vida terrenal y tiene descendencia masculina; al pueblo de Israel se le da un determinado territorio geográfico como patria; Dios inflige castigos físicos al Israel desobediente, al igual que libera a Israel de la esclavitud terrenal; está al lado del pueblo en la batalla contra otros pueblos, etc. En consecuencia, Yahvé es reconocido como el Dios verdadero en la teología judía porque, a diferencia de los dioses de las demás naciones, ayuda realmente, demuestra su poder empíricamente”. Es el Dios de los judíos que ayuda a los que son suyos y castiga al resto. Jesús, que era judío, lo que hizo fue universalizar esa acción de Dios que ya no se experimentaría solamente ad intra del pueblo judío, sino en toda la humanidad. En otras palabras, y como dijimos, las promesas salvíficas del Nuevo Testamento no son más que la universalización inmanentizada de las promesas del Antiguo.

Esta novissima theologia es claramente contraria a la teología católica. Fueron sobre todo los Padres de la Iglesia quienes desarrollaron una hermenéutica cristológica pionera del Antiguo Testamento. Sabemos que la Nueva Alianza está ontológicamente constituida exclusivamente en Cristo, es decir, en la unio hypostatica. De este modo, Israel como tal se cancela en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Existe un contexto de referencia entre los dos testamentos, pero está organizado de forma estrictamente cristocéntrica.

Además de la destrucción que este planteo provoca en la dimensión sagrada y sobrenatural de nuestra fe, la intención que subyace no es, como alguno podría suponer, un acercamiento al pueblo judío a través de una aproximación a su fe. Se trata de instrumentalizar el Antiguo Testamento  en aras de un cambio axial en la definición del objeto real de la fe cristiana. Lo que busca Bergoglio y sus teólogos jesuitas, es “cambiar el rostro de la Iglesia” a fin de lograr un cristianismo orientado hacia el mundo interior y centrado en contextos empíricos, naturales-morales, psicológicos y políticos. Como dijo en su discurso de Cuaresma, Dios sólo aparece en este horizonte como aquel que quiere realizar este nuevo mundo a través de nuestro compromiso para mejorar esta vida terrena. Un ejemplo de esto lo vimos hace pocos meses en el mensaje pascual del arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva, quien confunde indiscriminadamente la definición teológica de la Pascua con el Éxodo y la Pascua del Antiguo Testamento, y del que dimos cuenta aquí. El primado de Argentina no menciona para nada al Señor Jesucristo, quien ha sido borrado del horizonte de la religión.

La conclusión natural de esta teología neo-veterotestamentaria, es la famosa “fraternidad universal” a la que tanto alude el Papa Francisco; fratelli tutti, todos somos hermanos, no importa bajo que tradición religiosa nos encontremos, o no nos encontremos bajo ninguna. Cristo, que es el Jesús judío, apareció para que entendiéramos que el Reino de Dios se construye en la tierra. Pero esto lo desarrollaremos en la próxima entrada.

jueves, 13 de junio de 2024

Tiempos de decadencia




En las épocas clásicas, las instituciones morales, políticas o religiosas superaban y sostenían a los hombres que las representaban. La monarquía era más que el rey, el sacerdocio más que el cura, el matrimonio más que los esposos. Este hecho hacía posible que a veces se despreciara a un rey o a un papa sin que el principio de la monarquía o de la potestad pontificia se debilitara. Pensemos en las invectivas de una santa como Catalina de Siena contra el clero de su tiempo, o en un gran católico como Dante que ubica en el infierno al papa reinante. Hoy, como en todos los periodos de decadencia, asistimos al fenómeno inverso: las instituciones no son toleradas y se aman solamente en sus individuos.


Gustave Thibon

lunes, 10 de junio de 2024

La profundidad del abismo I: Bergoglio, el tradicionalista radical

 


Hace un par de meses apareció en el sitio alemán Katolisches.info un artículo brillante y, a la vez, estremecedor. Se titula “La gran pérdida o el pontificado de Jorge Bergoglio”. Por cierto, no estoy de acuerdo con la tesis central que sostiene su autor —firma, por razones obvias, con el pseudónimo de Vigilius— según la cual Bergoglio actuaría de acuerdo a un plan perfectamente orquestado y pensado, concorde con la agenda globalista mundial. Como hemos dicho muchas veces en este blog, yo creo que Bergoglio no es más que un pícaro jesuita porteño poseedor de una ambición infinita y enfermiza de poder; toda su vida se orientó a un sólo fin: acumular el poder por el poder mismo, por la concupiscencia misma del poder, sin ningún objetivo más que el placer que le provoca su ejercicio. 

Pero este desacuerdo en la hipótesis no obsta para reconocer la gran valía que posee el análisis que hace de lo que está sucediendo en la Iglesia a partir de la “teología” de Bergoglio. Se trata de una “gran pérdida”; de una pérdida catastrófica que, en mi opinión, necesariamente derivará a la larga en un gran cisma que depurará lo que Meinvielle con tanta clarividencia denominó “iglesia de la publicidad” de la “Iglesia de las promesas”.

Un elemento central de la fe católica es la Tradición, la cual no se entiende como una mera acumulación de práctica tradicionales. La Tradición es la Santa Misa Romana, la Divina Liturgia bizantina y el Símbolo de Nicea, por ejemplo, pero los católicos no creemos y defendemos estas prácticas como elementos aislados en sí mismos. Nosotros sabemos que la Tradición es un acontecimiento ontológico; tiene la densidad ontológica que le confiere el hecho de que Dios constituyó para el hombre un nuevo modo de ser en Cristo; constituyó un hombre nuevo, que es un un hombre sobrenaturalizado a través del milagro constante de la gracia que hace posible este acontecimiento singular que se extiende mucho más allá de las meras posibilidades de la naturaleza creada. “Si alguien está en Cristo es una criatura nueva” (II Cor. 5, 17). Los Padres de la Iglesia dieron un nombre audaz a este acontecimiento, nombre que los latinos lamentablemente dejamos de lado. Lo llamaron theosis del hombre; es decir, que aunque el hombre sigue siendo una criatura, con la gracia es elevado infinitamente más allá de la esfera de la mera creación y recibe una participación interior transformadora en la vida divina, en la santidad misma de Dios. San Juan de la Cruz compara a este hombre transformado, theoizado, a un leño que, puesto en el fuego ardiente, difícilmente puede separarse de las brasas que lo envuelven.

Es en esta hoguera donde nace la Tradición, y por eso mismo, ser católico es inescindible de ser tradicionalista, si entendemos por tal a quien se apega con su fe a Tradición entendida como ese acontecimiento. Dicho de otro modo: los tradicionalistas no lo somos porque nos interese la Tradición en tanto Tradición sino en tanto acontecimiento. Y por eso hay que estar atentos a la distinción: nuestra fe no es en la Tradición por la Tradición misma; si así fuera, hace mucho tiempo ya que la Iglesia se habría diluido en un sin fin de manifestaciones culturales diversas. Y este es un peligro que roza de cerca a los “tradicionalistas”. Todos conocemos a sacerdotes y fieles que celebran y defienden la Tradición como una cuestión meramente estética —lo que en sí mismo no está mal— y, a la vez, comulgan los ideales relativistas y las modas del mundo contemporáneo. La Tradición se ha convertido en ese caso en un partidismo dentro de la Iglesia que añora tiempos y ceremonias pasadas simplemente porque son indiscutiblemente más bellas que las actuales. 

Esta última es la acusación permanente del modernismo y de quienes quienes en este blog hemos llamado “neocones”. El Papa Francisco encontró un término magnífico para describirnos: indiestristas; es decir, quienes queremos volver hacia atrás el reloj de la historia del mundo y de la Iglesia. Y es un concepto muy acertado, como aciertan también los que pretenden de que se trata simplemente de “sensibilidades” distintas. Nosotros defendemos la Tradición porque, una vez más, estamos convencidos de que en ella radica el acontecimiento salvífico; nuestra participación en las promesas divinas, es decir, nuestra participación en Dios.

Es aquí donde radica al abismo destructivo de la posición de Bergoglio. Estamos conducidos por un Papa que determina erróneamente el estatus ontológico de la Tradición, y lo determina erróneamente porque determina erróneamente el objeto real de la fe. Como afirma el artículo al que hice referencia al comienzo, para Francisco la Iglesia de la Tradición no es otra cosa que una tradición. Las creencias tradicionales, sean esta la liturgia o el Símbolo de Nicea, no corresponden a ninguna realidad en sí mismas. Para Jorge Bergoglio, todas son meras ideas y prácticas arbitrarias en tanto surgidas en una cultura, en un contexto y en una historia determinada. No hay Tradición detrás de la tradición y, sobre todo, no hay acontecimiento, no hay densidad ontológica detrás de la Tradición.

¿El Papa Francisco niega Tradición? Jamás lo hará materialmente pero sí lo hace formalmente, porque para él la tradición de la Iglesia es un mero discurso autocirculante cuya pretensión de verdad, o su autoproclamación de “fuente de la Revelación” fue inventada por personas a las que, en razón de necesidades psicológicamente explicables, les gusta adormecerse en una sensación de seguridad y construir mundos clericales refinados, en los que se interpretan óperas litúrgicas con vestuarios y decorados de época, pero completamente desvinculados del mundo real.

Por eso mismo, y adoptando este sentido reduccionista de tradición, Bergoglio es, como afirma Vigilius, un tradicionalista radical, porque reduce a la Iglesia a una tradición, arrancándola del acontecimiento en el que la Tradición consiste.


jueves, 6 de junio de 2024

¿Cínico, psicópata, senil o desfachatado?

 



Ciertamente, no sorprende ya a nadie, lo cual es un problema. Y por eso mismo, creo que no hay que dejar de señalar la gravísima conducta del Papa Francisco. 

Sin embargo, es verdad que en los últimos meses se ha agravado su desfachatez: literalmente, ya no le importa nada. Como un Nerón redivivo, hace y dice lo que se le ocurre, sin cuidarse en lo más mínimo de las contradicciones de sus palabras y, mucho menos, de los efectos que provocan.

    Hace poco más de dos semanas, el 20 de mayo, pidió a los obispos de toda Italia reunidos en el Vaticano, que no admitieran seminaristas que manifestaran tendencia homosexual. “Ya hay muchos maricones” dijo. Y explicó que aunque en los años del seminario y de los primeros tiempos de vida sacerdotal los jóvenes puedan sublimar sus impulsos sexuales, en algún momento ya no podrán hacerlo más y terminarán cayendo. 

Apenas unos días después de bajar este lineamiento a los obispos, se conoce una carta que le envió a un ex-seminarista siciliano que justamente había sido expulsado del seminario porque reveló que era homosexual. En ella, además de colmarlo de alabanzas, le dice que “continúe adelante con su vocación”. 

    Estas contradicciones tan rampantes del Pontífice, necesariamente deberían llevar a todo el mundo a preguntarse si estamos en presencia de un personaje extremadamente cínico, de un psicópata o de un anciano con problemas de demencia. Y la otra opción es la desfachatez o el descaro. Cualquiera sea, alguien debería hacer algo, al menos lo que hicieron los hijos de Noé con su padre cuando este se embriagó: cubrir sus vergüenzas. 

    Pero el episodio tiene cola. En primer lugar, y más allá de la grosería en el modo de decir las cosas, el contenido de lo que dijo el Papa está muy bien: el mundo se está dando cuenta de la cantidad de clérigos homosexuales que pueblan la Iglesia (entre el 30 al 40%). Pero, como bien se ha señalado, el problema de la “sublimación transitoria” del deseo sexual no se da solamente en los seminaristas o sacerdotes homosexuales, se da también en los heterosexuales. Y las pruebas están a la vista, y sobre este hecho ya hablamos hace un tiempo a raíz de una investigación al respecto. El problema, en fondo, es que los seminarios y sus formadores se han demostrado incapaces de formar seriamente a los candidatos al sacerdocio en una sexualidad madura y responsable

    Por otro lado, estas idas y vueltas de Bergoglio y su constante desprecio y críticas a los sacerdotes y seminaristas, está levantando ya mucha temperatura entre ellos. Nos informaba Specola de una carta que enviaron un grupo importante de seminaristas y sacerdotes jóvenes, presumiblemente italianos, al Papa quejándose de estas conductas con términos muy duros. Es que aunque el problema que señalamos existe y es grave, no se puede poner a todos en la misma bolsa, y eso justamente es lo que hace el pontífice. Se esperaría que la ridiculiziación de los clérigos viniera de los medios de prensa y de personas hostiles a la Iglesia, como siempre ha sucedido. Pero resulta inconcebible que provenga de quien debiera ser su padre y defensor. 

    Ya lo dijimos en el mismísimo año 2013: la Iglesia está en manos de un caníbal que devora a su propia institución. 


lunes, 3 de junio de 2024

Los síndromes de la Iglesia

 


En las últimas semanas hemos tratado en el blog sobre un tema recurrente y, si no fuéramos cristianos, desesperante. Me refiero al estado de postración y veloz reducción a la misma nada que está sufriendo la Iglesia en Argentina y en el mundo entero. La situación que describíamos la semana pasada con respecto a la vida religiosa en nuestro país, se replica en la misma medida en todo el orbe católico. Para no ser autoreferenciales, miremos lo que ocurrió en Montreal y todo el Québec. De haber sido una ciudad y una región profundamente católica, con un florecimiento imponente de la Iglesia, en pocos años se convirtió en un erial. Ya casi no hay sacerdotes ni tampoco religiosas, cuando antes abundaban, y lo peor es que ya casi no hay fieles. Las iglesias y conventos que poblaban la ciudad, se derrumban o se venden; el mobiliario se desarma; los ornamentos se queman y los libros de sus fabulosas bibliotecas se depositan en containers para ser reducidos a pasta de papel. 

La catástrofe es de una evidencia brutal; no puede ser negada por nadie que no tenga sus facultades sensibles o espirituales alteradas. El único modo de negarla es con un acto elícito de la voluntad. Y destaco lo de elícito: se necesita un acto que surja de las profundidades de la voluntad que, alzándose contra la evidencia que le presentan los sentidos y la razón, afirme su propio parecer ciego. Ninguna persona honesta, sea de la condición que sea, puede afirmar que la Iglesia está viviendo una primavera, ni que se encuentra en un buen momento, ni siquiera que está saludable. La Iglesia está agonizando; esa es la cruda realidad. ¿Por qué, entonces, se niega la evidencia? Y, al negarse el diagnóstico, no se administran los medios que puedan obrar la recuperación. 

Hace pocos días, leí un escrito iluminador. El autor señalaba la existencia de lo que él llama con acierto el síndrome de Yolanda y el síndrome de Renato. La referencia es, claro, a la ópera Yolanda de Tchaikovsky. Cuenta la historia de una princesa llamada Yolanda, ciega de nacimiento. Su padre, el rey Renato, para evitar que su hija sufriera, decidió que fuese criada aislada de la corte y que nadie le dijera que era ciega, ni hiciera referencia a la luz, los colores o cualquier otra cosa que se pudiese conocer a través de la vista. Cuando Yolanda ya era una bella doncella, un médico árabe llego a la corte y le dijo al rey Renato que tenía una cura para la ceguera de su hija. La condición para poder curarse era que ella conociera su situación y quisiera sanar. El rey temió que el remedio propuesto por el médico fallara y su hija conociera su triste situación y fuese infeliz; por tanto, no aceptó la propuesta. Finalmente, llegó el Conde Vaudémont, quien desconociendo la prohibición del rey, se enamoró de la princesa Yolanda y le habló de la luz y los colores. Yolanda conoció finalmente su verdad, deseó sanar y obtuvo la vista y el amor.

La Iglesia, o mejor aún, la mayor parte de la Iglesia, sobre todo seglares, sufren el síndrome de Yolanda. Son parte de una institución agonizantes; la muerte está a la vuelta de la esquina, o de los años. Pero no lo saben. Nadie se lo ha dicho. Más bien al contrario, le dicen que todo está regio, que las perspectivas son promisorias, que tenemos viento de popa y las velas desplegadas. Y lo desconcertante es que esto ocurre también en los ambientes considerados conservadores, herederos tardío del juanpablismo. Y como ilustración de lo que digo, les sugiero que vean este breve video de la celebración de pentecostés en la iglesia de Santa Inés de Barcelona, una de las consideradas más conservadoras y vivas de la Ciudad Condal. La impresión primera es, para muchos, positiva: hay adoración al Santísimo, hay muchos jóvenes, hay siete velas encendidas, hay incienso… El ambiente es similar al que se puede ver en misas y reuniones de grupos tales como Cursillos de Cristiandad, Emaús, Éffeta, Hakuna, y toda la retahíla de movimientos e iniciativas de ese tipo. Cada país tiene los suyos, y todos cortados con la misma tijera. No juzgo yo el bien que individual y que circunstancialmente puede ocasionar este tipo de movimientos; Dios es libre de tocar el alma de cada hombre como quiera. De lo que yo dudo es de la catolicidad de estos movimientos que pasan por ser conservadores, y que entusiasman a cientos de sacerdotes y obispos. ¿Hasta dónde es católico, por ejemplo, organizar una vigilia de Pentecostés con la adoración al Santísimo que se asemeja mucho a un concierto de rock? Es muy curioso. La Iglesia celebró durante mil quinientos años la vigilia de Pentecostés, que era muy similar a la vigilia pascual (bendición de la fuente bautismal, canto de las profecías, letanías, Gloria con campanas, etc.) y la reforma de Pío XII la eliminó, y Pablo VI eliminó la octava. Y, en los últimos años, cada cura “inventa” su propia vigilia, quitando y poniendo ceremonias y malabares según sus ocurrencias (una tira de led en la custodia, como vemos en el video) e ignorando, o despreciando, la tradición de la Iglesia. Eso no es propio de un católico; eso es propio de los protestantes: cada maestrillo con su librillo. 

    Pero más allá de lo litúrgico, este tipo de parroquias que muchos consideran "vivas" -las otras parroquias, en las que no hay jóvenes, sino apenas las misas diaria, son parroquias "muertas"- viven en la ilusión de que el jaleo juvenil es vida cristiana. No caen en la cuenta que recurren a artilugios sentimentales y emboscadas emotivas para arrimar jóvenes a esas ceremonias de dudosa ortodoxia. Pero la cuestión es si se trata de una verdadera conversión, y si esa tal conversión a la fe se ha edificado sobre roca y no sobre la arena de las emociones. Lamentablemente, todos sabemos que la efectividad emotiva de este tipo de artilugios dura pocos meses, o pocos años. 

Como Yolanda que, siendo ciega, estaba convencida y feliz en ese mundo a oscuras que consideraba el único existente, así estos católicos, cuya intención no juzgo en absoluto, creen que están viviendo el mejor momento de la Iglesia cuando, en realidad, la Iglesia está muriendo y lo que ellos están viviendo es cualquier cosa menos católico.

Pero más grave y más triste que sufrir el síndrome de Yolanda, es sufrir el síndrome de Renato. Es el que sufre buena parte de la Curia Romana, de los cardenales y obispos, y también muchos sacerdotes. Callan y ordenan a sus subordinados que callen, que no le digan a Yolanda que está ciega y que el mundo en que vive es un mundo disminuido. Se niegan a relatarle que el mundo real es otro; que el esplendor de la Iglesia no se consigue con luces de colores, guitarras y bombos; se niegan a revelarle la gravedad de su enfermedad y la cercanía de la muerte. 

Y, a la vez, y muy coherentemente, persiguen con saña a aquellos que, como podemos, advertimos al enfermo la gravedad de su estado. En la última reunión de la Conferencia Episcopal Argentina se dedicó una tarde entera a hablar del “problema” de los blogs y canales de Youtube y otras redes sociales conservadores y tradicionalistas. Los obispos, afectados del síndrome de Renato, están muy alarmados por la impresionante cantidad de suscriptores y lectores que poseen; en cantidades inimaginables para ellos, que son seguidos por tres monjas y cinco viejas, a lo más. La consigna es callarlos. Y la consigna es también impedir a toda costa las celebraciones tradicionales. Por eso mismo será tan difícil que algún instituto con este “carisma” pueda fundar una casa en Argentina: atraería a miles de personas y cosecharía decena de vocaciones. Serán el Conde Vaudémont que, volens nolens, revelarán a Yolanda no solamente su ceguera sino que ayudarán a su curación. Y no se les escapa a los obispos que con esa curación quedará en evidencia su propia enfermedad: el síndrome de Renato o el pecado contra el Espíritu.