lunes, 4 de noviembre de 2024

El principio de revelación

 


El presidente Javier Milei apela con frecuencia a lo que llama “principio de revelación”, y es una teoría que le permite festejar un éxito en el fracaso. Parecería a simple vista una versión académica de la fábula de La zorra y las uvas, pero esconde detrás un aspecto interesante. Veamos un ejemplo local, con perdón de los lectores del blog que no son argentinos. La “resistencia” popular más consistente que ha tenido Milei a sus políticas profundamente transformadoras del país, ha sido la promovida por las universidades, que organizaron dos marchas convocadas “en defensa de la educación pública”.

En Argentina, la educación pública en todos sus niveles, incluido el universitario, libre, gratuita y laica es una enorme vaca sagrada detrás de la cual es muy fácil ocultarse. Los que conocemos el sistema, sabemos que salvo muy pocas excepciones, la universidad pública argentina está colonizada por el progresismo que, como una suerte de inquisición más feroz aún que la de Torquemada, persigue y destruye a quienes se apartan de sus líneas de pensamiento. Una prueba reciente es lo ocurrido con la Prof. María José Binetti, caso que se hizo público, y lo curioso es que esta académica no es precisamente una representante del pensamiento tradicional: es un feminista clásica. Pero no se trata solamente de una cuestión de avasallamiento por parte del marxismo cultural, sino que la universidad argentina —insisto, salvo excepciones— no es más que una bolsa de trabajo, en la que se simula investigar, enseñar y evaluar. Pura simulación. Lo mismo sucede, por otra parte, en buena parte del mundo. 

Pero hay algo más. Un buen número de universidades públicas son desde hace muchos años el lugar apropiado para hacer todo tipo de negociados ordenados a enriquecer a los funcionarios del gobierno y a las autoridades académicas. El caso más conocido es lo ocurrido en la Universidad Nacional de San Martín, pero eso es sólo la punta del iceberg. Pensemos lo que es la Universidad de Buenos Aires… Y la treta es perfecta: la universidad, como vaca sagrada, es autónoma y autárquica. ¡Nadie puede osar tocarla o auditarla! ¡Qué atrevimiento mayúsculo es el de pretender profanar a las vestales elegidas por los “ciudadanos universitarios”, vírgenes impolutas de cuya pureza no puede dudarse! Y la realidad es que hasta ahora nadie se animó a profanar el templo o a palpar a la vaca: los gobiernos peronistas o radicales, porque eran quienes se beneficiaban de los negociados; y el macrismo porque fue débil y temeroso. Milei, en cambio, se animó, y sobre todo después de la segunda marcha, que podría haber sido vista como un fracaso, quedó claro para la mayor parte de la sociedad que el problema no es la educación pública, que el gobierno no piensa tocar, sino que los jerarcas universitarios, agazapados detrás de la vaca, se niegan a ser auditados y a dar cuenta del destino de los miles de millones de pesos que reciben del Estado. Se ha demostrado el principio de revelación; no fue un fracaso sino un éxito porque ahora el Presidente Milei tiene el apoyo social para auditar el dinero público que se destina a las universidades y, eventualmente, procesar a los ladrones que desde hace décadas medran disfrazados de vestales académicas. 

Algo análogo ha sucedido en la Iglesia con el pontificado del Papa Francisco. Que desde la década de 1960 la Iglesia se estaba cayendo a pedazos era una realidad evidente que nadie se animaba a señalar, con poquísimas excepciones y a las que les costaba persecuciones, vituperios y hasta excomuniones. No sólo era el caso que disminuía el número de fieles y consagrados, que la liturgia se convertía en ocasión de creatividad de cada sacerdote, sino y sobre todo, que la Verdad del Evangelio, que es verdad salvadora y liberadora del pecado, se manoseaba, se tergiversaba y se proponía como un relato en el que cada lector podía elegir su propia aventura. E insisto, esto ocurría ya en los años ’70. Ciertamente con Pablo VI, pero también y con mucha intensidad con Juan Pablo II y con Benedicto XVI, que aunque intentó el cambio, en mi opinión fue débil y no supo rodearse de colaboradores adecuados.

¿Qué hubiese pasado si en el cónclave de 2013 hubiese sido elegido el cardenal Scola, o el cardenal Ouelet, o cualquier otro juanpablista o benedictino? Habrían continuado dando manos de revoque para tapar las grietas que permanentemente aparecían aquí y allá en los muros de la Iglesia, y dorando los estucos que se caían a pedazos. Es decir, habríamos seguido viviendo en una gran simulación: todo juntos como hermanos, de la mano hacia la civilización del amor. Una farsa mediocre que más pronto que tarde se iba a revelar como lo que verdaderamente era: una mascarada orientada a ocultar la espantosa verdad de un rostro ajado y purulento.

El Papa Francisco, en cambio, volens nolens y sin que pudiera escapar a los designios de la Providencia, no solamente ordenó guardar las herramientas de restauración sino que se preocupó incansablemente, todos los días de su pontificado, de quitar los revoques y dorados que ocultaban la realidad. Bergoglio ha sido capaz de presentar al mundo y, sobre todo, a los católicos la Iglesia a cara lavada: sin maquillajes y sin photoshop. Su fracasado y catastrófico pontificado es el principio de revelación de Milei. Los ejemplos se cuentan por miles y en este blog hemos dado cuenta de muchos de ellos durante más de diez años. Señalo solamente dos: la nominación del cardenal Tucho Fernández a la cabeza del dicasterio de Doctrina de la Fe fue un disparate y una provocación; todos estamos de acuerdo en eso. Pero, ¿es que Fernández es peor que la media del clero mundial? No lo creo; más aún, creo que es bastante mejorcito que la media. Con su nominación, el Papa Francisco no ha hecho más que revelar coram populo el verdadero estado y calidad del clero católico. 

Veamos otro ejemplo: en los últimos días, se conoció que más de quinientos católicos belgas han apostado de la fe y pedido ser “desbautizados” en reacción al discurso conservador del Papa Francisco en ocasión de su visita a ese país, donde no hizo más que reafirmar la doctrina de la Iglesia en cuestiones que no tienen que ver estrictamente con la fe: el aborto es un crimen y la mujer no puede ser un hombre, fue lo que dijo. Estos quinientos apóstatas se tomaron el trabajo de escribir a los obispos pidiendo ser borrados de los libros de bautismo, pero seguramente serán muchos más los que ni siquiera se toman esas molestias; son apóstatas de hecho. Y tengámos en cuenta que estamos hablando de personas más bien mayores, porque los más jóvenes ni siquiera están bautizados. 

El principio de revelación, en última instancia, no es un descubrimiento de Javier Milei: ya lo aplicó un jesuita antes que él a la Iglesia universal. No sabemos qué saldrá del próximo cónclave, pero el nuevo Papa tendrá al menos una ventaja: podrá enfrentarse al verdadero rostro de la Iglesia; ya no será el elegante y popular Dorian Gray el que se pasea por los salones del mundo, sino su retrato que los pontífices anteriores, como relata Oscar Wilde, lo había tenido escondido en el cuarto de juegos, cerrado bajo cuatro llaves.