El blog Infocaótica
dedicó algunos de sus últimos post a la persona y a la obra del P. Leonardo
Castellani. Esto provocó la enfurecida reacción de varios lectores, particularmente
españoles, que acumularon varios denuestos sobre el teólogo argentino, los que
podrían ser resumidos diciendo que Castellani fue un desobediente modernista.
Los peninsulares aportan pruebas que pueden leerse en el
blog, aunque yo me detendré en una. Según el Anónimo, el P. Janssens fue unos
de los mejores generales de la Compañía de Jesús, lo cual se prueba porque
durante su mandato se llegó al record histórico de 36.000 miembros. Ergo, el
General tenía razón en castigar a Castellani.
El argumento, análogamente, podría traducirse del siguiente
modo: Bill Gates es el que alcanzó el record histórico en la venta de software.
Ergo, Bill Gates tiene razón en apoyar las causas que apoya. Porque, según el
Anónimo Español, la cantidad es signo de éxito, y éste es signo de sabiduría y
justicia. Voilà!
Y podrán leer ustedes argumentos similares surgidos de la
pluma de Eusebio de Lugo, Ricotín y Pikachu.
No voy a ponerme yo a defender a Castellani. No es necesario.
“Como si los hechos no brindaran por sí solos una refutación evidente”, escribe
Orígenes en su prólogo al Contra Celso.
Allí está la obra del cura; quien tenga seso que la lea y la complete con el
ladrillo verde de Tollers.
Escribía un comentador en Infocaótica que alguien, para criticar a Castellani, debía ser
capaz de “pensar más allá del código binario”. Yo no iría tan lejos pero sí me
gustaría recordar que el pueblo español no se caracterizó precisamente por la
sutiliza de pensamiento, y mucho menos el pueblo catolicista español. El eminente psiquiatra oficial franquista y
catedrático de la Complutense, Antonio Vallejo-Nájera, el mismo que dirigió un
estudio científico destinado a probar la inferioridad mental de las personas de
ideología marxista, hacía referencia en 1937 a “la pandilla de intelectuales”
que debían ser eliminados por sospechosos, entre los que se encontraban Descartes,
Ortega, Russel y Thomas Mann (Domingo,
15 de agosto de 1937). Y, un año antes, el general ídolo del Régimen, Millán
Astray, había gritado en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, en
presencia de Miguel de Unamuno, “¡Muera la inteligencia!”. Y el diario Arriba nos relata que un año después, en
1939, los falangistas del SEU habían celebrado el día del libro con una gran
quema: “Con esta quema de libros contribuimos al edificio de la España Una,
Grande y Libre. Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales,
marxistas, a los pesimistas, a los de modernismo extravagante, a los cursis, a
los cobardes, a los pseudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos
chabacanos”. (Arriba, 2 de mayo de
1939). Signos todos estos de sutiliza intelectual y del más puro catolicismo. Mientras
tanto, Castellani comenzaba a escribir sus libros.
En 1964, cuando Castellani ya había redactado el Evangelio de Jesucristo y sus comentarios
al Apocalipsis, el pasionista español Jeremías de las Sagradas Espinas
confesaba su gran logro intelectual: había pasado veintitrés largo años
estudiando el baile en Santo Tomás, San Buenaventura, San Alfonso María de
Ligorio y un sinfín de escritores más, a partir de lo cual concluía que “el
contacto prolongado de sexo en la cara, pecho, cintura y vientre son actos que
encierran enorme capacidad de las más graves excitaciones sexuales” y, por eso
mismo, el baile es “la última degradación de la diversión, la escuela de
corrupción al alcance de todos, el mayor triunfo de Satanás, ruina de las
mujeres, tristeza de los ángeles y fiesta del diablo” (en Juventud en llamas, Redención, Bilbao, 1964, p. 15). En
consecuencia, el cardenal Segura decretó que los sacerdotes no podían absolver
a los que se confesaban de haber bailado (en Ecclesia, 13 de diciembre de 1952).
Otros eminentes teólogos españoles coetáneos de Castellani
se interesaban, en cambio, por las vestimentas femeninas. Mons. Gúrpide, obispo
de Bilbao, indicaba que “El traje de baños debe tener falda, tirantes anchos y
debe cubrir la espalda” y ordenaba que “las jóvenes no se bañarán en compañía de
muchachos ni estarán con ellos en la playa, ni pasearán en bote, estando unas y
otros en traje de baño”. Se sumaba el arzobispo de Burgos que ordenaba que “el
uso de las medias debe ser imprescindible pues ir sin ellas es signo de
desnudez”. El padre Ángel Ayala, jesuita y fundador de los Propagandistas, enseñaba
a las señoritas: “No permitáis escotes, que ni os harán más bellas ni más
estimables. No toleréis el ir sin medias, aunque vayan otras. No uséis
pantalones. No asistáis a las piscinas mixtas, aunque vayan vuestras amigas. No
améis el cine ni lo frecuentéis. Jamás vayáis en auto solas ni con un chico,
aunque sea correcto y formal. No tuteéis a ningún joven si no es familiar
vuestro. No intereséis vuestro corazón sin antes consultar con vuestra madre y
vuestro confesor”. (A. Ayala, Recuerdos y
criterios de un viejo, Studium, Madrid, 1956. P. 176).
Los laicos, por su parte, no se quedaban atrás. En diciembre
de 1952 organizaban en Valencia el I Congreso de Moralización de las Playas, el
cual logró que, en julio del año siguiente, la Dirección General de Seguridad
estableciera que: “1) Queda prohibido el uso de prendas indecorosas, exigiendo
que cubran el pecho y la espalda debidamente, además de que lleven faldas para
las mujeres y pantalón de deporte para los hombres. 2) Queda prohibido la
permanencia en playas, clubs, bares, etc. bailes y excursiones y, en general fuera
del agua, en traje de baño”, y siguen otras prohibiciones por el estilo.
Y así, en la época en la que el “criptomodernista” y “medio
ignorante que escribía mucho y sabía poco” de Castellani se empeñaba en
cuestionar a sus superiores jesuitas y escribía sus obras, los obispos
españoles desparramaban pastorales sobre la indumentaria femenina, sobre la
pintura de los labios, sobre el patinaje artístico -“absolutamente escandaloso
y rechazable” para el obispo de Vich-, sobre el peligro de que las chicas montaran
en bicicleta y que los curas anduvieran en moto.
En conclusión, ¿qué prueban todos estos datos?
1) Qué los españoles no pueden acusar a Castellani de
ignorante y modernista alardeando de su inveterada catolicidad porque en modo
alguno las enseñanzas y prácticas de los prelados, clérigos y laicos ibéricos
durante el periodo más católico de su historia reciente son índice de
catolicidad.
2) Que la España católica nunca existió, o existió tanto
como la Francia católica, la Italia católica o la Alemania católica. No se
explica de otro modo el hecho histórico irrefutable de que en la Guerra Civil
haya habido dos bandos, los dos poblados de españoles, y unos eran católicos y
otros no lo eran. Y ambos eran malos. Y para prueba basta leer Los grandes cementerios bajo la luna, de
Georges Bernanos, escritor católico francés a quien nadie puede acusar de
liberal o de marxista, que relata sus experiencias en plena guerra civil,
cuando fue a luchar en el bando de los buenos. Una sola muestra: “Conozco a un joven
francés que, en los comienzos de la cruzada episcopal española, luego de tomar
parte de una expedición punitiva, volvió fuera de sí, desgarró su camisa azul
de falangista, mientras repetía con una voz entrecortada por sollozos
contenidos: ‘¡Cochinos! Mataron a dos pobres hombres, a dos viejos campesinos,
viejísimos’… por el crimen de sostener ideas prohibidas por el Estado”. (Siglo Veinte,
Buenos Aires, 1964, p. 207). [Dirán, claro, que los franceses son afrancesados
y por eso lloran; los españoles, que son machos, se la bancan].
3) El único católico que sostuvo a la ficción de la España
católica fue Franco que, clarividentemente afirmaba que no se iba del poder
porque, si lo hacía, todo se derrumbaba. Y así fue. Si alguna vez hubiese
existido la España católica, la misma debería haber tardado décadas en
desintegrarse. Tardó meses. Y ahora es lo que es.