El Dr. Silícides y Mr. Pale sabían que no eran bienvenidos en las reuniones dominicales en casa de don Gabino. El viejo los apreciaba pero el resto de sus amigos los miraban como a niños entrometidos en cuestiones de gente seria, adulta, casada y con hijos.
No eran niños, pero eran jóvenes aunque, con frecuencia, demostraban una madurez que los asimilaba a hombres de 20 años… en 1930.
Ese día se habían decidido a visitar a don Gabino a la caída del sol que, en otoño, caía más temprano. Sentados frente a las enormes ventanas francesas que daban al jardín, tomaban un Martini. Don Gabino sostenía que no era cosa sencilla preparar una buen Martini: el gin debía ser calidad -olvidarse de los gin nacionales-, debía mezclarse muy bien en una coctelera y beberse bien frío. Todos pensaban que eran cosas de sentido común, pero el viejo lo consideraba secretos de que sólo algunos pocos conocían.
Afuera corría un aire fresco que comenzaba hacía flotar a las primeras hojas amarillentas o rojizas de los árboles las que, al posarse, cubrían las pequeñas flores silvestres que aún quedaban.
- Ya hay olor a otoño -dijo Silícides.
- ¿Olor a otoño? ¿Cómo se dio cuenta?
- No sé bien… es verdad que solamente puedo ver que los árboles están cambiando de color y sentir en la piel el aire fresco pero, aunque técnicamente no pueda olerlo, de hecho, lo huelo.
-Qué interesante lo que dice… Eso no pasa siempre, o le pasa a pocos. Solamente a aquellos capaces de abrir los ojos, o las narices… No hay caso; estamos demasiado ocupados para despertarnos - respondió don Gabino.
-¿Cómo es eso? - preguntó Mr. Pale con intriga.
-Claro, el mundo moderno nos adormeció en el confort y la fantasía y son pocos los que logran despertarse a la realidad.
-Si no están despiertos a la realidad, es porque están dormidos en la imaginación -razonó el joven escritor.
-Peor aún: están dormidos en la nada o, si quiere, en la no-realidad. Ustedes saben que yo no soy amigo de andar viendo conspiraciones de judíos, de masones o de vegetarianos. Pero en esto me parece que algo hay… Todo empezó hace menos de un siglo con la revolución del confort: luz eléctrica que nos permite modificar los ciclos naturales del sol y la luna, y vivir la fantasía del día en plena noche; automóviles, trenes y aviones, que nos permiten desplazarnos a grandes velocidades y vivir la fantasía de la incorporalidad, además de ahorrarnos los peligros e incomodidades de los largos viajes; el teléfono, y después la televisión e Internet, que nos permiten la fantasía de hablar y ver a quienes no están a nuestro alcance natural; la calefacción y la refrigeración, que nos permiten la fantasía de vivir todo el año a la temperatura que deseamos.
- ¿Y eso está mal? -preguntó Silícides que abrigaba, por su formación médica, una razonable admiración por la ciencia y la tecnología.
- No, no está mal. Yo uso constantemente todo eso como ustedes. El problema es que nos adormila; es como un hipnótico.
- Al contrario -dijo Mr. Pale con énfasis -, creo que nos crea mucho más ruido.
- Mucho ruido… tiene razón -respondió don Gabino - pero ruido artificial y patógeno. Un ruido saludable sería el del agua que corre por el río, el de los truenos o el viento o, si quieren, el de los caballos arrastrando los carruajes por las calles de Buenos Aires a fines del siglo XIX. Esos eran ruidos en serio, que mantenían al hombre despierto. Había que levantarse con el sol si se quería aprovechar la jornada de trabajo porque, después del ocaso, no muchas cosas se podían hacer. Había que cortar la leña para calentarse en invierno; ordeñar las vacas para desayunar; programar con meses de anticipación un viaje de cincuenta kilómetros que podía demorar dos o tres incómodos días. Todas estas circunstancias, aunque no eran para nada confortables, eran saludables: nos hacían estar en contacto con lo que es natural para nosotros, seres corporales, prisioneros del espacio y del tiempo.
- Lo que usted quiere decir -asintió Pale- es que vivimos una vida de holgazanes y burgueses.
- Miré Mr. Pale, a mí me parece lo más normal que usted y yo vivamos vida de burgueses. Para algo estamos en el mundo; que la vida de monje la vivan los monjes. El problema es que, si no tenemos cuidado, no solamente perdemos el contacto con la realidad que las incomodidades les exigía al hombre de antaño, sino que, peor aún, vivimos en un mundo que no existe.
- Eso sí que no lo entiendo -se apresuró a decir el Dr. Silícides,.
- Cuando usted doctor ve y escucha en la televisión al presidente de Estados Unidos o al Papa, en realidad, está viendo irrealidades. No es que esos personajes no sean reales, sino que para usted no son reales y, si usted pretende que lo son, entonces significa que ya se subió al carrusel de las fantasías. Piénselo desde el hombre de algunas décadas atrás, del hombre que vivía en la realidad de lo natural para su naturaleza. ¿Existía para él el Papa? Sí, claro; sabía en que en Roma había un hombre muy importante que se vestía de blanco y al que llamaban Papa; que había que respetarlo porque era la autoridad máxima de la Iglesia, y poco más que eso. Para él, lo que existía era su párroco y su obispo al que, afortunadamente, veía cada muerte de obispo.
- Pero eso está muy mal -dijo Mr. Pale a quien le quedaban resabios neocones- ¿cómo hacía ese hombre para conocer lo que los Papas decían o escribían? ¿Cómo podían conservar la fe sin la voz del Papa?
Don Gabino sonrió mientras agregaba cuidadosamente en la coctelera los ingredientes para el próximo Martini.
- Antes los Papas hablaban poco y escribían menos. Las encíclicas, tal como las conocemos en la actualidad, comenzaron en la segunda mitad del siglo XVIII y quienes las usaron a rabiar fueron los dos últimos pontífices del XIX. El Papa no estaba para enseñar todos los días con homilías o chisporroteos verbales, ni para andar escribiendo sobre la cuestión social o sobre la ecología. El Papa hablaba y enseñaba cuando era necesario esclarecer alguna cuestión confusa; cuando se producían controversias entre los teólogos u obispos, y habían que dirimir la situación. Es decir, en cuestiones extraordinarias. Nuestra Iglesia es cristiana, no papiana. Cristo ya nos dejó su Revelación en la Sagradas Escrituras, las que fueron interpretadas por los Santos Padres y Doctores. Al Papa le toca cuidar todo ese Depósito y no pretender aumentarlo diariamente.
- Bueno, pero nos fuimos del tema… la cuestión era lo que usted decía de vivir en un mundo de fantasías -dijo Silícides.
- Justamente doctor. La figura omnipresente y parlanchina del Papa, de la Presidente, de un conductor de televisión o de un jugador de fútbol son para mí y para usted, que vivimos en este pueblo perdido, fantasías. No existen. Nos encaramamos en el carrusel en el que ellos están, y allí han sido colocados por los medios del mundo, y dejamos de vivir con los pies en la tierra de la realidad: del agua que corre, de las estrellas que están naciendo en este momento si usted se fija bien o del aire que sigue refrescando. Y ahora que lo digo, voy a cerrar las ventanas porque me entró frío -dijo don Gabino.
Mr. Pale se quedo pensativo con su copa de Martini en la mano. Era joven.
- ¡Qué aburrido sería vivir sin todas esas fantasías, don Gabino! ¿Qué haríamos todo el día? - se animó a decir.
- Ese es otro engaño del mundo moderno, señor Pale. Chesterton decía que cuando uno está en una isla desierta, no la encuentra nunca desierta. Si nuestro mundo se redujera al pueblo, al jardín y pocas cosas más, “encontraríamos cien pájaros y cien bayas que ni remotamente sabíamos estuviesen aquí. Si la nieve nos bloqueara en esta habitación, aprovecharíamos con la lectura de centenares de libros que están en aquel armario y que ni sabemos que están ahí; tendríamos charlas entre nosotros, charlas buenas o charlas malas” las que, irremediablemente, nos perderemos.
- Conclusión -dijo el doctor Silícides - debemos despertarnos a la realidad. Pero, ¿vale la pena?
- Usted dio en el clavo. Tiene que haber algo a lo cual valga la pena despertarse. Si no, quizás sea mejor seguir dormidos o amodorrados.
- ¿Y cómo nos despertamos?
- Todo, y lo único, que podemos hacer son preparativos: leer, rezar, trabajar o tomar un Martini. Siempre nos estamos preparando para algo que no se realiza nunca…
- Eso parece desesperante -dijo Pale.
- Así les parece a los paganos o a los hombres del mundo y por eso, comprensiblemente, siguen subidos al carrusel de la fantasía. Pero los cristianos sabemos que “eso” ya se realizó en la madrugada de un domingo, el primero después de la luna llena de primavera de hace casi dos mil años. Y que, para cada uno de nosotros, se realizará plenamente cuando Dios lo quiera. Mire don Pale, todos los saltos, descansos, tropiezos y triunfos de esta vida no son más que esfuerzos por volver al Edén, a algo que ya hemos tenido, y por lo que sentimos la nostalgia de los desterrados.
- Mi abuela decía - agregó Silícides - que “todos estamos desterrados y que ninguna cosa terrena puede curar la santa nostalgia de la casa eterna que nos prohibe descansar”.
No supieron si fue el Martini o el recuerdo de la nostalgia lo que animó, finalmente, a los dos amigos dejar la casa de don Gabino y a caminar hacia las suyas, despacio, sintiendo el aire que cada estaba más fresco.
[Los entrecomillados son textos tomados de Hombrevida, de Chesterton]