por Jack Tollers
San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error.
¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano?
San Agustín decía esta cosa enorme: que no, que es el error.
Pero Cristo también lo dijo, en cierto modo: porque Él no dijo: "Yo soy la moral";
No. Él dijo: "Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres."
L. Castellani
Wanderer, estoy preparando mi tercera charla sobre los “Novísimos” y por lo tanto hace bastante tiempo que vengo leyendo y reflexionando sobre el purgatorio (se sorprendería Ud. si viera la vastísima literatura contemporánea—aparte de la Patrística y Medieval—sobre el particular: no puedo parar de leer).
No viene a cuento aquí describirle cómo ni por qué ha ido desapareciendo la noción misma de purgatorio entre los cristianos (especialmente a partir de Vaticano II, aunque el fenómeno es más viejo que eso): me reservo eso para la charla.
Ahora bien, más allá de las representaciones más conocidas sobre el purgatorio, con demonios y llamas que atormentan a las almas (no enteramente malas, no enteramente buenas—San Agustín dixit); estas almas que pasan por este “estado intermedio” (Newman dixit), representadas a veces como almas en pena que vagan por el mundo (y que a veces obtienen permiso divino para aparecerse a este o a aquel), más allá de la larga lista de metáforas de las que se ha valido la apologética cristiana para hacer entender al pueblo fiel qué cosa es esto del purgatorio y cómo se “purifican” las almas en ese estado—más allá de todo eso, hay cosas más profundas, conceptos quizás más difíciles de aprehender, pero que explican mucho más precisamente esto de que estamos hablando.
Pongo ejemplo (y aquí también hace falta un mínimo de imaginación): represéntense Ud. y sus lectores como viendo la película de vuestras vidas —eso que Royo Marín llamaba, no tan desacertadamente, “el cine de Dios”. ¿Y bien? En esta película que uno contemplaría desde el purgatorio, uno no sólo vería la propia vida—exterior e interior—con gran detalle e increíble prolijidad: también vería las consecuencias de cada uno de los actos, de cada uno de nuestros pecados. Y comprobaría que las consecuencias de nuestras faltas son, en cierto modo, in-ter-mi-na-bles (para esto véase el capítulo sobre “La Injusticia” allí sobre el final del “Benjamín Benavídes” de Castellani). Como si dijésemos que, instalados en el “cine de Dios”, veríamos cosas terribles en nuestros nietos, y todavía en los bisnietos, cosas que partieron, que se originaron en pecados nuestros, que todo eso sucede, más que nada, por culpa nuestra…
Y no voy a hablar de las consecuencias de nuestros pecados de omisión, porque, Dios mío, eso me excede (porque no me animé a corregir a fulano de tal, mirá lo que pasa ahora), que yo también soy el peor de los pecadores, y que Dios se apiade de mi alma, ay, ay, ay.
Pero en fin, con eso ya tenemos bastante para darnos una idea de qué cosa es el purgatorio.
Pero yo quería hablar de otra cosa, que es de lo que habla Castellani en el epígrafe que hemos puesto encabezando esta nota: y es esto de que hay algo peor que el pecado y ese algo es el error. Y a poco que uno se ponga a pensar, no es tan difícil de entender, puesto que de un pecado uno se puede arrepentir, de un pecado uno se puede confesar, un pecado se puede expiar, casi siempre se puede reparar (y lo que falta en esa materia, ya lo hizo Jesucristo en la cruz); ahora, un error… resulta considerablemente más difícil de remediar (piensen ustedes en las herejías y los intensísimos esfuerzos intelectuales de los doctores, la cantidad de concilios, documentos magisteriales y no sé yo cuántas cosas más, durante no sé yo cuántos siglos, que resultaron necesarios para corregir estos errores: las herejías, por poner un solo ejemplo, la herejía arriana o la luterana). Y hay algunas que nunca se terminaron de corregir del todo, pese a tanto empeño, durante tantos siglos: la maniquea por ejemplo (Belloc dixit, con gran acierto).
Y bien mirada la cosa, uno advierte que la Historia de la Iglesia no es sino un enorme esfuerzo por cumplir lo más minuciosamente posible con el mandato de Cristo que constituye el remate del Evangelio San Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (Mt. 28:19-20).
Y es que Cristo conocía bien lo que hay en todo hombre y la inclinación que todos tenemos por distorsionar, por cambiarlo todo por “fábulas de viejas”, por “mejorar” el “depósito de la fe”, caray con el progresismo, que hay algunos cristianos que son más cristianos que Cristo. Y después de todo, los paganos también sabían de esta nuestra debilidad y Virgilio lo dijo mejor que nadie: errare humanum est.
¿Por qué tanta insistencia en todo esto si no? ¿Por qué tantas controversias teológicas, disputas, guerras de religión incluso, si no? Piensen en toda la Patrística, contemplen por junto todos los volúmenes de la Migne, en latín, en griego, y piénsenlo de nuevo. Repasen el índice del Denzinger, lean la historia de los Papas de von Pastor, fíjense en cualquier historia de la Iglesia y no van a encontrar otra cosa que lo que digo: peleas, disputas, enormes controversias intelectuales y finalmente largos y concilios que penosamente llegaban finalmente a definir con toda precisión—en latín, una lengua muerta, cosa de asegurarnos el mínimo riesgo de malinterpretación, a diferencia del último concilio, redactado en un lenguaje “deliberadamente ambiguo” (Kasper dixit)—qué cosas Cristo nos mandó, qué quería decir exactamente, y de allí la multitud de definiciones y, en consecuencia, la multitud de anatemas.
¿Por qué todo esto? Piénsenlo de nuevo, cristianos moralistas de nuestro tiempo: porque no hay nada importante, porque un error es infinitamente peor que un pecado, porque nuestra salvación está asociada a verdades divinamente reveladas y si ésas se tuercen, si ésas se niegan, si ésas se esconden… ¡Dios mío! No hay remedio posible (o, en todo caso, no será cosa de soplar y hacer botellas, y exigirá siglos).
Y ya van viendo entonces por qué un error es peor que un pecado: entre otras cosas también por las consecuencias que tiene; y entre otras muchas, la de engendrar infinitos pecados.
Esto es lo que no entienden los cristianos moralistas de nuestro tiempo: los kukús de toda laya, los sectarios de todos los colores y más que nada, los jesuitas de nuestro tiempo.
Y de allí el despelote que se armó a partir de Vaticano II en el que no se quería “definir” nada, que no, hombre, que al mundo moderno no le gustan las definiciones, la precisión, que el mundo moderno prefiere la niebla, el masomenismo, el relativismo—vamos, que sólo se trataba de un concilio “pastoral”… y así los pastores se hicieron los perros, ya saben ustedes, y nos rodearon los lobos.
Ahora, hablando de los jesuitas, hablando de este arquetipo de jesuita moralista, de este que se precia de burlarse de los “católicos-denzingerianos”, de este ignorante—de este ejemplo supremo de “pastor pastoral” que se niega a juzgar (cuando esa es, precisamente, su principal incumbencia), de este tipo que no enseña la Religión de Cristo y que se inventó su propia moral ecológica, ecuménica, transexual, anti-capitalista, pro-inmigrante y anti-mafiosa, de este que se ríe de cualquier forma o manifestación de la ortodoxia (que lo del aborto es cosa de poca importancia, que no hay que discriminar a los pederastas, que no hay que reproducirse como conejos, e vía dicendo) de este que no quiso ponerse los zapatitos colorados de Ratzinger, prefiriendo en cambio los suyos, embarrados a fuerza de transitar los barrios periféricos,… ¿qué quieren que les diga?... en razón de las consecuencias que todo esto se trae, y por aquello que les decía al principio de esta nota sobre el purgatorio (y hay cosas peores)…
No querría yo estar en sus zapatos.