Ya sabían que el inicio de la Cuaresma indicaba el fin de las bebidas espirituosas y que, a lo sumo, recibirían un buen té acompañado de escones. Nada más. No era posible, decía don Gabino, que los cristianos orientales se priven durante los cuarenta días de la carne, el alcohol, los lácteos y el pescado, y no nosotros no seamos capaces de perdonarnos, siquiera, el asado de los viernes.
Sin embargo, el tabaco no entraba en las austeridades cuaresmales del viejo. Y tanto él como sus amigos se permitían largas sesiones de pipas encedidas. Le gustaba citar un texto de Melville: “La pipa es un amigo y una compañía para toda la vida. Después de muchas irritaciones, puede regresar a casa con esa fiel consejera, y siempre la encontrará dispuesta a ofrecer amables consuelos y sugerencias. No pasa igual con los cigarros o los cigarrillos: la gente a la que se acaba de conocer, con la que hablamos en lugares de tránsito, nunca llega a ser asequible; su existencia es fugaz, incierta, insatisfactoria. Una vez encendidos, su longevidad se esfuma; no pueden envejecer nunca… La colilla de un cigarrillo es una abominación, y cuando cruzamos dos de ellos son más un memento mori que los fémures cruzados en ángulos rectos.”
Llegaron casi todos juntos, y esta vez venían acompañados por dos nuevos huéspedes: El Dr. Silícides, un médico joven y juicioso que se gozaba en que la gente le diera más años de los pocos que en realidad tenía, y un hermano del Poeta que, si hubiera sido más petiso y usado barba, habría pasado fácilmente por uno de los primos de Bilbo. Por último, llegó el Nacionalista, que estaba feliz porque día a día iba perfeccionando sus teorías conspiratorias sobre la muerte del fiscal Nisman.
- Fue la Loca – le aseguró Enrique Fierro. Y todos asistieron.
- No. Fue un comando de la Cía junto al Mossad con el apoyo de todas las fuerzas de inteligencia occidentales, de quienes dependía Nisman para recibir información sobre el atentado de la Amia.
- Pero si los americanos y los judíos eran amigos del fiscal ya que le pasaban información, ¿por qué lo van a matar? – pregunto el Profesor de Worms.
El Nacionalista sonrió satisfecho. La pregunta le permitiría desarrollar su última hipótesis:
- Es muy fácil. Estados Unidos e Israel, y con ellos todos los países liberales, están preocupados por el acercamiento de Argentina a Rusia y China. Al matar a Nisman, desesabilizan el gobierno de la Doctora.
- Es decir que a usted le agarró el síndrome de Estocolmo. Ahora se hizo K… -dijo Worms desorientado.
- ¿Y usted cree que Argentina es un país tan pero tan importante en el concierto de las naciones para que las potencias centrales elaboren un atentado de esa magnitud? –preguntó con sorna don Gabino.
- ¡Importantísimo! Argentina tiene asignado un papel fundamental en la tierra por mandato expreso de la Santísima Virgen. El gobierno judeo-masónico sabe que, sin nos dejan, en una década podemos dominar el mundo implantando en él el recto orden cristiano. Somos los mejores pero todavía no nos dejan.
- ¿Y por qué esperar a dominar el mundo para implantar el orden cristiano? Podrían empezar por el país, o por este pueblo al menos…
El Nacionalista miró con odio al Dr. Silícides, con ganas de atarugarlo, pero la oportuna aparición de la mucama con la bandeja de escones y la humeante tetera fue la ocasión de que rápidamente la conversación girara y el infatigable Nacionalista quedara recluido en el fondo rumiando las conexiones judías del caso Nisman.
-A mí, solamente una taza de leche tibia – pidió el hombre del blandrán. Es que sostenía que el Lapsang Souchong era un té demasiado intenso para tomarlo durante la tarde y su marcado dejo ahumado no le haría bien a la salud. Los demás, colmaron sus tazas y comenzaron a beberlo en silencio, mientras contemplaban el caer de la tarde a través de las grandes ventanas del salón.
- Se está viniendo la noche –dijo Bulgarov, por decir algo y para romper el silencio que ya se había hecho incómodo.
- Mane nobiscum Domine, quoniam advesperascit – recitó el cura con su taza de leche entre las manos y sus ojos perdidos en las luces tristes del ocaso.
Todos siguieron en silencio con su té, que había perfumado el ambiente, acaldados en sus sillones.
- Se está haciendo larga la noche –dijo el Poeta.
- ¿La de afuera o la de adentro? – le preguntó Alvear sin esperar respuesta.
- Está fiera la noche, es verdad – afirmó al rato Costa. Estamos solos en casa, es decir, en la Iglesia, y estamos solos en el mundo.
- Pues así es la vida del cristiano. Muy rara. -dijo don Gabino. Pregúntele a Castellani, y a Newman, y a Knox. Más aún, pregúntele al mismo Juan Bautista: “¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro? Ni él, “el más grande de los hijos nacido de mujer”, era capaz de ver en medio de la penumbra. Es cuestión de esperar…
- Sí, pero es esperar sin ver. Sin al menos tuviéramos conocimiento aunque fuera sin el consuelo. ¿Cómo se hace para pertenecer a una sociedad divina sin ver nunca el rostro de los otros miembros? Porque los que están no siempre pertenecen. “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”, remató Paz.
- En la noche también uno cree estar solo y no ve el rostro de los que caminan a su lado –dijo don Gabino-, pero lo bueno es saber que estamos en la última noche, esperando el alba luego de la cual ya no habrá más ocaso.
- Imagínense lo que será ese banquete sin fin en el que los amigos tendrán la eternidad para conversar y adorar al Cordero Inmaculado –dijo el cura.- ¡Si es el mismo Espíritu el que suspira en nosotros deseando ese momento!
- Pero antes hay que pasar la noche… -dijo melancólico Bulgarov.
- Pasarla, sí, pero con las lámparas encendidas. ¡No dejemos que se nos apaguen las lámparas! Acuérdense de lo que le pasó a las vírgenes necias.
- A ver don Bilbo, pásame el librito verde ese que se asoma de la tercera balda de la biblioteca –le pidió don Gabino al hermano del Poeta. El libro era Calixta, de Newman.
El viejo lo hojeó un rato y comenzó a leer:
“Ten buen humor, hombre solitario, porque todavía no eres un héroe. Hay Alguien que te cuida, y que te ama, mucho más de lo que tu mismo puedes amarte, y de lo que tú mismo puedes cuidarte. Dejále a Él todos tus cuidados. Él te ve y te custodia; Él te está sosteniendo y sonríe con compasión ante tus problemas. Su angel, que es el tuyo, te susurra buenos pensamientos. Él conoce tus debilidades; Él prevé tus errores, pero Él te sostiene con su mano derecha, y tú no podrías, y no puedes, escapar de Él. Por tu fe, esa que has mantenido con resolución en medio de la idolatría; por tu pureza, que como una flor te embellece en medio de la inmundicia, Él se acordará de ti en la hora del maligno, y tus enemigos no prevalecerán contra ti”.
Don Gabino cerró el libro sin agregar palabra alguna. Y todos permanecieron silenciosos, mientras encendían sus pipas, pero a muchos se les dibujó una tenue sonrisa en el rostro.
Esa sonrisa era la respuesta del niño frente a las caricias de un padre amante. No sabían cómo, pero la noche había pasado.