Planeta ha publicado el nuevo libro de Natalia Sanmartín Fenollera, la autora de El despertar de la señorita Prim, que tanto éxito tuvo en el mundo entero, tanto dio que hablar a los círculos católicos y tanto nos consoló a nosotros, los más pequeños e insignificantes de todos. Se trata de Un cuento de Navidad para Le Barroux.
Aceprensa le hizo la semana pasada una entrevista que aquí reproduzco. No solamente vale como una buena introducción al nuevo libro sino, y sobre todo, por los conceptos que la autora vierte, y que dan mucho que pensar.
Un niño de 8 años y sus hermanos, a los que el padre abandonó, pierden ahora a su madre a causa de una enfermedad. El chico pide una señal a Dios: quiere saber si “lo que mamá decía sobre Dios, la cueva y el cielo era verdad”. Aparentemente, Dios calla. Pero en la tercera Navidad, el niño aprende a leer el lenguaje de Dios.
“El cuento nació –me explica– a petición de los benedictinos de Le Barroux, en Francia, con los que tengo una relación muy especial. Me pidieron el cuento para leer en el refectorio, en la fiesta de Navidad. Michaela Harrison, la ilustradora, vive a los pies de otro monasterio benedictino con el que también mantengo una estrecha amistad, la abadía de Clear Creek, en Oklahoma. Así que tanto el texto como las ilustraciones han ‘salido’ de dos abadías de San Benito, una francesa y otra estadounidense, y en las dos se ha traducido el cuento para poder leerlo en voz alta”.
- El protagonista de su cuento supera una crisis de fe gracias a las señales que descubre en las realidades materiales. ¿Puede la belleza rescatar a quienes han dejado de creer en la Navidad?
— La belleza es uno de los atributos de Dios y ha sido siempre un camino clásico de conversión a la vida cristiana. Pero el cuento no habla tanto de la belleza como del misterio de la Navidad y también del enigma que encierra la visión sacramental del mundo, la idea de que tras la realidad material está siempre la espalda de Dios, por decirlo así, y de que Dios habla a través de las cosas. Simone Weil decía que la Creación está llena de símbolos y que solo hay que leerlos. El cuento habla de un niño que le pide a Dios una y otra vez una prueba de que la Navidad es real y de que el Cielo existe, pero también de cómo Dios, el mismo Dios que habló a Abraham en el desierto, escucha atentamente esa
— Al igual que El despertar de la señorita Prim, su nuevo libro es un relato sobre una comunidad contracultural; en este caso, un hogar cristiano donde se reza, se lee mucho, se mira a las estrellas, se anima a atesorar recuerdos… ¿Qué valores y actitudes le gustaría llevar a la cultura dominante?
— En realidad no he pretendido mostrar una comunidad contracultural, sino un hogar cristiano en medio de un mundo que mayoritariamente ya no lo es o que al menos no vive como tal. Sé que hay una preocupación grande por llevar lo cristiano a la cultura dominante, y me parece muy lícito, pero en ese tema quizá soy menos optimista. A mí me parece que la tarea urgente no es tanto bautizar la cultura dominante como transmitir la fe cristiana y preservarla de adulteraciones, buscar la propia conversión y ayudar en lo posible a quien cada uno tiene cerca y conservar esa fe en un medio hostil antes de pensar en nada más.
Kierkegaard tiene una frase muy dura, pero muy certera, sobre el cristianismo en el mundo occidental. Él hablaba de la Dinamarca luterana de su tiempo, pero creo que se nos puede aplicar a nosotros también. Decía que el cristianismo se había convertido en algo tan desprovisto de carácter que realmente no quedaba nada por perseguir, y que el principal problema de los cristianos era que nadie quería perseguirlos ya. Creo que eso, perder de vista el tesoro en el campo o sustituirlo por una baratija, es más importante que evangelizar la cultura y los valores dominantes.
— Coincido en que la conversión personal es la tarea urgente. Sin embargo, ¿no cree que esa conversión y la misma transmisión de la fe en el hogar se hacen dentro de un contexto cultural del que uno no puede desentenderse enteramente?
— Sí, estoy de acuerdo con que el contexto cultural es fundamental en la transmisión de la fe; cultura viene de cultivar, y la cultura, si es lo que debe ser, tiene que convertirse en el terreno que recibe la semilla y que la protege en su crecimiento. Pero también creo que se habla mucho de cristianizar la cultura, de participar en el debate público, de dar testimonio, de hacer apostolado, de estar en todas partes, y se presta menos atención a algo que me parece muy evidente, y es el hecho de que antes de nada la tarea empieza por la propia casa, por la propia evangelización, por analizar qué es lo que estoy recibiendo y qué estoy transmitiendo como fe cristiana, porque buena parte de la crisis actual no está fuera de la Iglesia, sino también dentro.
Antes de la dimensión social está la personal, antes de pensar en evangelizar el mundo es necesario pensar en fortalecer y purificar la propia fe. En la vida cristiana la contemplación siempre viene antes de la acción.
— La madre se preocupa de transmitir la fe a sus hijos y de formarles la sensibilidad estética. Para ella, las dos cosas van de la mano. ¿Cree que la educación católica debería insistir más en esta fórmula?
— Creo que la educación católica tiene que transmitirse en el hogar y que las madres son la pieza central de esa tarea en la infancia, por encima de las clases de religión, las catequesis, las convivencias y los grupos parroquiales. Pero también creo que para hacer eso hay que fortalecerse en la fe y dedicar tiempo a la contemplación porque nadie puede transmitir lo que no tiene.
Es difícil pensar en una tarea más grande en la vida cotidiana de una familia cristiana que descubrir las maravillas de la Creación a los niños, mostrarles el rostro de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento, enseñarles a rezar, familiarizarlos con la liturgia, y también prepararlos para un mundo que les dirá que todo eso es pura falsedad. Al mismo tiempo me parece que tenemos que aprender a contarles las cosas mejor, mirar más y más hacia la Escritura.
En La Historia de Jesucristo, Bruckberger habla de la Encarnación, de la primera Navidad, y escribe como si tuviese delante la escena; cuenta que el pueblo esperaba, que Satanás también esperaba, que se intuía algo en el aire, un acontecimiento grande, un desembarco inminente y liberador.
— Hace unos días, dos columnistas de distintos medios –Diego S. Garrocho y Miguel Ángel Quintana Paz– plantearon un debate sobre la escasa influencia de los intelectuales cristianos en el debate cultural contemporáneo. No es que no existan esos pensadores, venían a decir: es que no se les ve. ¿Usted qué opina?
— Creo que el pensamiento y la vida intelectual existen más allá del debate público, que solo muestra una parte, igual que la historia existe más allá de los libros de historia. Y personalmente no me parece decisivo que haya o no muchas referencias contemporáneas; me parece decisivo que haya referencias, y siempre las hay, hay siglos de pensamiento donde elegir, y no es una forma de hablar. Existe una gran cantidad de gente que leer y que estudiar; a mí me importa poco que hayan nacido hace 40 o 400 años.
— Una de las cosas que, en mi opinión, pone de relieve ese debate es el desinterés de algunos creyentes por la construcción de una nueva cultura. En general, se habla mucho de la responsabilidad política y social de los cristianos, pero se habla menos de la cultural. ¿Cómo fomentarla?
— Sí, es verdad. Yo no creo que exista realmente una responsabilidad política, social o cultural de los cristianos como tal, pero en cualquier caso la cultura se transmite casi por contagio y hay algo muy misterioso en el hecho de que a veces esa transmisión funciona y otras veces no. Pero hay una tarea urgente que tiene que ver con aprender a detectar trampas en el lenguaje, también en el lenguaje cristiano. Cosas como llamar fe al sentimentalismo, puritanismo a la pureza, fortaleza al voluntarismo, obediencia o responsabilidad a la desacralización de lo santo o tolerancia a la indiferencia, y son solo algunos ejemplos.