El artículo sobre la “profecía” de Joseph Ratzinger que publiqué en mi blog la semana pasada y que Aldo María Valli replicó en el suyo, ha tenido una respuesta en ese prestigioso blog —en italiano y en inglés—, y también fue retomada por la página de Marco Tosatti, por la de la Accademia Nuova Italia y The Remnant. Me honra que algún lector ciertamente formado e inteligente haya emprendido la tarea de responder a mi escrito, aunque soy consciente que la respuesta no es a mí, que apenas escribí unas pocas líneas, sino a Joseph Ratzinger, al Papa Benedicto XVI, y justamente en momentos en que está siendo cruelmente atacado por todo la progresía internacional: desde sus “hermanos” en el episcopado hasta la prensa mundial. No lo atacan solamente los malos, sino también los buenos, y este hecho injusto me provoca una enorme tristeza e indignación.
Yo soy el menos indicado para erigirme en defensor del Papa Ratzinger y no soy amigo de entrar en polémicas inútiles, pero este caso amerita una respuesta pues, desde mi punto de vista, el autor de la carta agrede, en ocasiones con virulencia y siempre con injusticia, a un hombre de Dios que, más allá de sus errores, es en estos tiempos oscuros un testigo de la fe, que atraviesa una ancianidad frágil y, aún así, no deja de recibir golpes.
En primer lugar, es preciso aclarar que yo de ninguna manera afirmo, como supone el autor de la carta, que Benedicto XVI es perseguido por la “profecía” pronunciada en Regensburg hace más de cincuenta años. Digo que es perseguido sobre todo por los obispos alemanes porque nunca le perdonaron que no se haya subido con la mayor parte de ellos al progresismo rampante estilo Hans Küng, o al otro más moderado, estilo Karl Rahner o Walter Kasper. No le perdonaron que, junto al cardenal Frings, pasadas las dos primeras sesiones del Concilio, no se haya sumado a la debacle de la Iglesia a la que empujaban otros purpurados como Döpfner o Suenens, y hayan abogado por una interpretación católica y continuista de los textos conciliares, que era la única legítima y genuina. No le perdonaron que haya sido él el actor más importante que precipitó el fracaso del Sínodo de Würzburg de 1971 y que discutía los mismos temas que discute el actual “camino sinodal” alemán: el celibato obligatorio de los sacerdotes, el papel de los laicos en la Iglesia, la ordenación de mujeres, la comunión a los divorciados y las concelebraciones con los protestantes. No le perdonaron, en definitiva, que haya seguido siendo católico mientras ellos querían fundar una nueva iglesia.
Me llama la atención también la autoreferencialidad del autor de la carta. Según él, la persecución a Ratzinger de estas últimas semanas está ocasionada por la promulgación del motu proprio Summorum Pontificum. Mi blog, Caminante Wanderer, cumplirá dentro de poco quince años de permanencia en la web, y todos los que lo han seguido conocen mi permanente e indeclinable defensa de la liturgia tradicional. Sin embargo, me parece excesivo reducir todas las repercusiones que acontecen en el ecosistema católico a la cuestión litúrgica. Considerar que ese problema, que es real, grave y acuciante, es el problema central y privativo de la Iglesia está indicando una mentalidad cerrada en su propio mundo e incapaz de comprender la complejidad real en la que hoy nos encontramos.
El autor de la carta es recurrente en la utilización de dos términos: gnosticismo y modernismo. Son, claro, dos comodines que resultan muy útiles a la hora de descalificar a quienes se considera enemigos. Me recuerda el viejo recurso utilizado por los jesuitas que rotulaban de jansenista a todo aquel que sostuviera una doctrina que no les convenía o que criticara a la Compañía. Puede ser una estrategia efectiva, pero no es seria. Y comencemos por el primer término. Se suele atribuir el carácter de grupos gnósticos a aquellos que son relativamente pequeños en número y en el que todos sus miembros, para ingresar, deben estar iniciados en algún tipo de conocimientos especiales, de una verdad para unos pocos, en la cual consiste la salvación. Los perfectos, los que se salvan, son los poseedores de ese conocimiento y miembros de ese grupo. El resto son hylicos, que permanecen en un estadio inferior de la evolución gnóstica. Lo cierto es que cuando mediando el Concilio, los grupos progresistas comenzaron a extremar la situación, el profesor Ratzinger no dudó en alertar acerca del gnosticimo que se escondía en esa postura, y las citas al respecto son abundantes. Para honrar la brevedad, recuerdo sólo una, dirigida a su colega Franz Mussner: “Existe una lucha contra una nueva forma de gnosis, que pretende establecerse a sí misma como una nueva religión sincrética de la humanidad en vez del cristianismo". Vendría bien recordar aquí la entrevista al cardenal Kasper que le hizo Edward Pentin en 2018 para entender que los verdaderos gnósticos son los progresistas, como bien lo ha denunciado continuamente el Papa Benedicto XVI. Acusarlo a él de promover una suerte de “iglesia gnóstica” es, por tanto, disparatado e injusto.
Para ser claros, el grupo pequeño al que quedaría reducida la Iglesia según la “profecía” ratzingeriana, exigirá a sus miembros un solo conocimiento: reconocer el acontecimiento que cambió el universo para siempre: la encarnación del Logos divino en el seno de una virgen judía, y profesar las enseñanzas de su Revelación cuya depositaria es la Iglesia. Si cualquier grupo pequeño de creyentes pudiera ser calificado de “gnóstico” como hace el autor de la carta, lo habrían sido también los primeros cristianos romanos que se reunían en las catacumbas a celebrar sus ritos, y lo serían los fieles católicos de hoy que deben asistir a la misa tradicional en casas de familia, porque los obispos les prohiben el uso de los templos. En definitiva, no hay ninguna razón que justifique el apelativo de “gnóstico” que el autor adjudica a la idea de Joseph Ratzinger.
El otro comodín ampliamente utilizado es el de modernistas, y el autor nunca explica a quienes incluye en esa categoría. Un modo simplista de entender la realidad: de un lado están los buenos, que somos nosotros por supuesto, y del otro los malos, que son los modernistas. ¿No es ingenuo? ¿Puede ponerse en el mismo grupo a Loissy y Buonaiuti, con de Lubac y von Balthasar; a Küng con Bouyer; a Congar con Danielou; a Rahner con Ratzinger? Me pregunto acerca de la seriedad académica que pueda tener una simplificación tan elemental. La realidad, en la Iglesia y en el mundo, no es un western americano en el que los buenos y los malos están claramente señalizados. Y a este revoltijo añade el autor aún otro ingrediente al afirmar que todos los modernista quieren volver a una “Iglesia primitiva en la cual la unidad no había sido aún amenazada por los cismas y las herejías, y que en cuanto tal puede ser el lugar de encuentro ecuménico por excelencia”. ¿Con qué fundamento hace tal afirmación? ¿Qué modernistas afirmaron eso y dónde lo hicieron? Porque una cosa es que los autores que él cataloga como “modernistas”, incluido Ratzinger, tuvieran aprecio e incluso predilección por los Padres de la Iglesia y por sus enseñanzas, y otra que quisieran un retorno a esa pretendida “iglesia primitiva”, que nunca existió con tales características. La argumentación no resiste el menor análisis. De hecho, las catequesis que el Papa Benedicto XVI dedicó a los Padres de la Iglesia durante su pontificado, apuntan una y otra vez a la defensa que estos antecesores nuestros hicieron de la verdadera fe y de la ortodoxia católica, y de su férrea oposición a las herejías.
El autor, en el cuarto párrafo de la carta, ataca a Ratzinger por la siguiente afirmación: “No tenemos necesidad de una Iglesia que celebra el culto de la acción política…”, y en su esquema de buenos y malos, y habiendo ubicado a Ratzinger en el lado de estos últimos, interpreta que las palabras son una crítica a los estados confesionales —inexistentes desde hace muchas décadas—, que protegen y alientan la religión católica. Pues no. Ratzinger no tiene en mente esos casos, sino que se está dirigiendo abiertamente contra su colega Johannes Baptist Metz, de la universidad de Münster, que con su enseñanza propiciaba un cristianismo revolucionario, de corte marxista y que, a través de la revolución, debía tomara el poder político. Y los latinoamericanos sabemos muy bien de qué se trata y el daño enorme e irreparable que la enseñanza del irresponsable profesor Metz provocó en nuestros países: todos los sacerdotes y religiosos que en los ’60 y ’70 estuvieron involucrados en el terrorismo marxista-cristiano que pretendió tomar el poder por las armas, fueron formados en las universidades católicas alemanas y en Lovaina. Menciono, por poner el ejemplo más conocido, al colombiano Camilo Torres.
En ese párrafo, Ratzinger se está refiriendo a lo que el argentino Julio Meinvielle denominó “iglesia de la publicidad”, aquella aupada y promovida por los medios del mundo y los gobiernos, y la “Iglesia de las Promesas”, esa iglesia pequeña, casi invisible, pero que mantiene la fe verdadera en el Hijo de Dios encarnado. Y el autor de la carta, para sostener su posición, recurre a contraponer Lumen Gentium con Mortalium animos, a mi criterio gratuitamente, y ubica a Ratzinger como el promotor del sincretismo ecumenista alentado por esa “iglesia de la publicidad”. Me pregunto si el autor ha olvidado que fue el mismo Ratzinger quien, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, promulgó para escándalo de todos los ecumenistas del mundo entero la declaración Dominus Iesus, el documento dogmático más importante del pontificado de Juan Pablo II, en el que se proclama claramente que Jesucristo y la Iglesia católica son los únicos medios de salvación universal.
En el párrafo siguiente, el autor vuelve a demostrar lo que pareciera ser una falta de conocimientos de la vida y la trayectoria académica del cardenal Ratzinger. Lo acusa de que su “iglesia de los pequeños” no tendría diferencia alguna con la propuesta, entre otros, de Joaquín de Fiore. Habría que recordarle que la tesis de habilitación del entonces profesor Ratzinger versó sobre la escatología en San Buenaventura y se detuvo en varios capítulos a demostrar los errores de Joaquín de Fiore y a justificar la condena de la que fue objeto por el Doctor Seráfico cuando fue ministro general de los franciscanos.
Los párrafos siguientes son sorprendentes. El autor de la carta acusa a los modernistas de los ’60, incluido Ratzinger, y al Concilio Vaticano II de haber propuesto la utopía de una iglesia pequeña para algunos elegidos y, de ese modo, haber destruido la presencia preponderante de la Iglesia en las naciones de la tierra. Yo me pregunto en qué país de la tierra, en los ’60, la Iglesia era la mater et magistra respetada por todos y con poder efectivo. En uno solo: la España de Franco, y los resultados no fueron los mejores. Habla incluso el autor de la restauración de un “poder sacro en las naciones”. ¿No es eso, acaso, una utopía? Sin embargo, la acusación de utópico es dirigida al Papa Benedicto XVI.
Pero más importante aún, el autor considera que todo el desastre (“macerie”) de la Iglesia y del mundo actual son consecuencia de los modernistas y del Vaticano II. Pero, ¿cómo lo demuestra? Lo hace afirmando que los datos del pontificado de Pío XII mostraban una Iglesia floreciente en número de sacerdotes, religiosos y fieles practicantes. Y tiene razón, ya que no es un dato menor, pero es verdad también que la cantidad jamás fue un criterio católico para determinar la bondad o maldad de un grupo. Pero el problema radica en que el autor no tiene en cuenta que el mundo cambió drásticamente luego de la Segunda Guerra Mundial, y que ese cambio se manifestó en los ’60, y que la Iglesia, sin ser del mundo, está en el mundo. Por tanto, nada asegura que sin Concilio, o con un Concilio en el que hubieran ganados los “buenos”, hoy estaríamos en una Iglesia rebosante de fieles y con una fuerte presencia e influencia en el mundo. ¿Es creíble que, si los skemmata del Concilio que fueron preparados por el cardenal Ottaviani y el Santo Oficio para ser aprobados con trámite express por los padres conciliares, hubiesen sido efectivamente promulgados, la Iglesia de hoy estaría mucho mejor? Yo creo que si ese hubiese sido el caso, no estaríamos hoy ante las puertas de un cisma alemán, sino que ya lo tendríamos desde hace algunas décadas, y que tendríamos también un cisma holandés, otro belga, otro australiano y varios americanos. La Iglesia de los ’60 estaba en un estado de crisis profunda y debía reaccionar ante un mundo que cambiaba drásticamente. (No viene mal recomendar aquí nuevamente la lectura de La descomposición del catolicismo de Louis Bouyer). Ya lo había hecho en el siglo XVI con el Concilio de Trento, y los resultados fueron buenos en términos generales. En los ’60, en cambio, se llamó improvisadamente a un Concilio que no tuvo ningún principio rector, y del que salió el desastre que ya conocemos. Pero de estos hechos no puede concluirse que si no hubiésemos tenido un Concilio copado por los malvados modernistas, hoy tendríamos un papa reinante que se pasearía con tiara y silla gestatoria, abanicado por los flabellos pontificios por la plaza de San Pedro, aclamado por las naciones de la tierra. Una vez más, considero que se trata de una visión simplista, incapaz de incorporar los matices más imprescindibles.
Finalmente, se lee en la carta: “La iglesia imaginada por Ratzinger, en una especie de visión romántica y sentimentalista…”. Yo considero que la iglesia imaginada por el autor de la carta es la propia de una visión romántica y sentimentalista. ¿O es que, acaso, queda espacio en el mundo de hoy, para seguir bogando, como hace él, por una Iglesia que, como poder sacro en el mundo, sea reconocida por todas las naciones? Seamos por un momento crudamente realistas: esa Iglesia, llámesela constantiniana si se quiere, dejó de existir hace muchas décadas, y no volverá, al menos en un futuro previsible. Lo que nos corresponde como católicos, y es lo que enseñaba el cardenal Newman, es no desear vivir en otros tiempos porque eso es un desafío a la Providencia. Seamos realistas; crudamente realistas. La Iglesia está en retirada y reduciéndose a grupos cada vez más pequeños, porque aunque grandes masas aún se digan católicas, en realidad se trata de paganos bautizados. Los que guardamos la fe somos pocos y cada vez seremos menos; seremos una iglesia pequeña y casi oculta. Y cuando quiera el Señor, si es que lo quiere, que el mundo asqueado y hastiado de su soledad, busque volver a las fuentes de su alegría y de su salvación, encontrará en ese pequeño grupo a quienes volverán a mostrarle el gozo de proclamar a Jesucristo y saberse salvados por Él.
Y esto, ni más de menos, es lo que dijo el profesor Joseph Ratzinger en su “profecía”.