El jardín de la casa de don Gabino se abría hacia el oeste. El mejor lugar, en los atardeceres de primavera, para esperar la puesta de sol que cada día ofrecía un espectáculo nuevo según fueran las nubes que se acercaran al horizonte.
Allí estaban esa tarde de domingo. Jens el Belga, había cumplido su promesa de llevar la bebida. Todos miraban con asombro el gin tonic tan particular que había servido: gin Hendricks, preparado con una buena agua tónica y con el agregado de hielo y una rodaja de pepino. Bulgarov y Costa pusieron cara de asombro cuando recibieron el vaso y pensaron con nostalgia en un Fernet con cola, brebaje detestable y absolutamente prohibido en esa morada. Sin embargo, pronto bebían entusiasmados del líquido empepinado.
- Ya empezaron de nuevo los curas a hablar de la muerte -dijo Costa, que a poco de beber le entraba la grima.
- Y eso es lo que hace los buenos curas en tiempo de adviento -le respondió Hernán Alvear.
- Pero ¿para qué pensar en la muerte? -insistió- ¿No sería mejor concentrarse en hablar de que hay que ser buenos en esta vida? Demasiado tenemos que mejorar.
- Lo importante es la otra vida -terció Bulgarov - No hay que pensar tanto en esta.
- Yo diría más bien que no hay que separar tanto las dos vidas -dijo don Gabino- Para nosotros los cristianos, la vida presente es esencialmente relativa a la otra; y la otra, que es la que sigue a ésta, es verdaderamente otra vida, la vida de otro mundo, la verdadera vida, la vida de Dios.
El hombre del balandrán, que se había entusiasmado con el Hendricks, dijo levantando los ojos:
- A mí me parece que la otra vida coexiste con esta vida, y la penetra. Lo dice el Evangelio: “El Reino de los cielos ya está entre vosotros” (Lc. 17, 21).
- Es decir que, si la otra vida ya está aquí, la muerte no es tan mala -se aventuró a decir el Dr. Silícides.
- Es malísima para un pagano, porque con ella se acaba todo -explicó el cura- Para nosotros, la muerte es amiga de la vida y no se la concibe fuera de ella sino en relación a ella.
- Todo lo que quiera, señor cura, pero la muerte es el fin -dijo brutalmente el médico acostumbrado a ver finados.
- Sí, es el fin, pero no en el sentido de término sino de finalidad y de meta. Un cristiano vive en el presente para morir y, de ese modo, vivir eternamente.
Tres largos dedos de nubes casi transparentes se habían posado sobre el horizonte, y los rayos oblicuos del sol las habían teñido de rosa.
- Se murió un angelito -dijo Mr. Pale contemplando el espectáculo.
- No sé si será un angelito el muerto, pero hay que recordar lo que dice San Juan - dijo don Gabino - “Sabiendo Jesús que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre” (Jn. 13,1). La muerte es un pasaje al Padre, un retorno a su seno, donde está nuestro verdadero hogar y la plenitud de la vida. Por eso la muerte es el desvanecerse de una vida en la otra, la fusión de la dos vidas que han estado, durante un tiempo más o menos largo, unidas, coexistentes y presentes una a la otra.
- A ver si entiendo -preguntó Pablo Paz, siempre dado a los silogismos- ¿usted quiere decir que la muerte esta aquí y ahora con cada uno de nosotros?
- Por ahí va la cosa -dijo el hombre del balandrán- Mire señor Paz: finalmente, hay sólo dos instantes importantes y verdaderamente soberanos: el instante presente y el instante de nuestra muerte, el nunc y el hora mortis nostrae. Todo se juega en esos dos instantes, y es por eso que la Iglesia nos hace pedir sin cesar a Aquella que tiene la plenitud de la gracia, que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.
- Lo que es casi como decir que la eternidad es ahora -dijo el Poeta tratando de encontrar una metáfora.
- Casi, casi. Dice la carta a los Hebreos: “Exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy” (3, 13) -continúo don Gabino- Lo que dura, lo que verdaderamente existe es el hoy, el momento presente, que es también el momento de nuestra muerte. Por eso es que la espiritualidad cristiana es eso: una espiritualidad del instante presente y de la hora de la muerte. Se trata de vivir según Dios el instante presente y el día que nos ha regalado.
Mr. Pale, que en sus largos recorridos congregacionales había estado una temporada con los oratorianos de Brompton Street, dijo:
- “Que pase yo este día y que no tema el mañana”, decía San Felipe Neri. Y usted me corregirá Padre, pero varios santos siempre respondían, cuando se les preguntaba qué harían en caso de que se les revelara que morirían inminentemente, que continuarían jugando o trabajando como lo estaban haciendo en ese momento.
Varios de los amigos de San Etelberto (algún día hablaremos del origen del nombre del pueblo de don Gabino) habían pasado ya hace rato la segunda ronda de gin tonic y el azul oscuro con el que teñía las nubes sol poniente les parecía más bello que otras veces. El Hombre del balandrán, más sobrio que ellos, siguió hablando:
- Lo importante para nosotros es la relación con Dios, pero hay que tener cuidado de entenderla como una relación similar a las relaciones terrenales y humanas, que se dan en el plano horizontal y el orden de lo continuo, es decir, con recuerdos del pasado y previsiones por el futuro. La relación con Dios se da en el plano vertical y en el orden de lo inmediato, de lo discontinuo y de la aplicación en el presente. Es ese el hoy que dura, del que habla la carta a los Hebreos. Y es en ese plano vertical e inmediato que Dios nos da la gracia para entrar “en su reposo”, es decir, en sociedad con él, en su presencia y en su gozo. Claro, que todo esto se cumplirá definitivamente en el último instante, el de nuestra muerte, pero sin que nada cambie: esa instante será igual a los otros, aunque será el definitivo y el que recapitulará a todo el resto.
- Es decir que, para el cristiano, hay dos instantes que verdaderamente importan: el presente y el último; el nunc y el hora mortis - dijo el Poeta que, algo achispado, se dedicaba a mordisquear la rodaja de pepino.
- Así es nomás - remató el cura.
- Pero hay algo que no me cierra -se animó a decir con voz algo temblorosa el Belga- ¿qué sentido tiene entonces la preparación para la buena muerte, de la siempre hablaba mi abuelita?
- Usted ha pegado en el clavo en el que no había que dar el martillazo -dijo don Gabino - porque ese es un problema. Fíjese que los primeros cristianos, que poseían una conciencia muy viva del triunfo de la vida sobre la muerte por la resurrección de Jesús, escapaban totalmente al pánico por la muerte que, en cambio, perturbaba a los paganos. Es muy notable que la muerte nunca aparece representada en las catacumbas, que eran los cementerios cristianos: siempre hay allí imágenes de vida.
- ¿Y qué pasó entonces que todo cambió?
- No sé muy bien, pero ciertamente mucho tuvo que ver la Contrareforma. Fíjese que uno de los libros más importantes de ese movimiento fue De arte bene morendi de Erasmo, un manual del bien morir, algo que habría sido impensable siglos atrás. Y de allí en más, desde la moral hasta la literatura y la pintura, se especializaron en en representar los espantos de la muerte. Es cuestión de entrar a un cementerio nomás para ver que el arte mortuorio, que puede ser muy bello, tiene poco que ver con la vida.
- Mire don Juan… -empezó el preste.
- Disculpe señor cura pero me llamo Jens -dijo el Belga con firmeza.
- Jens es un diminutivo de Juan; no me interrumpa. Si la fe y la religión son cosas fuera de la vida, o actividades especiales que se adjuntan a la vida de todos los días y a sus ocupaciones, entonces tiene sentido que entre la vida y la muerte sea necesario interponer una preparación. Pero no estoy seguro que haya que dedicar demasiado tiempo a esos menesteres. La única preparación adecuada a la hora mortis nostrae es el nunc y el hoy.
- Toda una paradoja - dijo Bulgarov.
- Sí, una paradoja, como todo el cristianismo.
El sol, finalmente, se ocultó tras el horizonte y las nubes se tiñeron totalmente de negro y, poco rato después, habían desaparecido.