Ayer hablé con un amigo que, descorazonado, me espetó: “A la
iglesia argentina le queda poco tiempo. Va a ser destruida”. Lo sabía exagerado
y tremendista pero esto ya me pareció demasiado, y le pedí entonces fundamentos
de tamaña y casi sacrílega afirmación. No me dio argumentos. Simplemente me contó
su experiencia del sábado pasado.
Convalecía en su casa del gran Buenos Aires cuando se enteró
que por el frente de su morada pasaría la procesión del Corpus Christi.
Conmovido por el inesperado acontecimiento, salió raudo de su lecho, vistió una
bata de anchas solapas de terciopelo azul y, asomado a la ventana, desafiando
al frío, esperó el paso del augusto cortejo.
De lo primero que se anoticiaron sus sentidos fue del sonido
de tambores redoblantes, que le trajeron a la memoria los piquetes que cotidianamente
interrumpen su viaje a la capital. Mayor asombro aún le causó el hecho de que,
quienes ejecutaban tales instrumentos musicales y quienes los rodeaban, era un
grupo humano similar a los comandados por D’Elia. Sin embargo, esos sonidos
pronto fueron acallados por otros aún más inquietantes: una murga completa, con
toda la estridencia de su música y del colorido de sus disfraces. Un apelotonado
grupo de personas precedía al obispo de la diócesis que, con polerón negro y cuello
derramado, entre sacrílego y chabacano, sobre una simplísima alba, transportaba
la custodia con el sacrosanto Cuerpo del Señor.
Mi amigo no necesitó argumentos para convencerse. El triste
espectáculo que se desarrollaba bajo su balcón era suficiente para predecir el
fin próximo de la iglesia católica en Argentina.
Y yo, más racional, argumenté en contra. Pero no sé si me
salió. Veamos:
1. Desde los ’70 las procesiones y ceremonias religiosas son
iguales en nuestro país, y nada grave ha pasado.
No estoy tan seguro. Quienes
fuimos niños en los ’70 y adolescentes en los ’80, sufrimos el progresismo que,
hay que decirlo, no se animaba aún a la murga y a la estética piquetera. Pero,
más allá de lo escenográfico, el progresismo tenía algo. Distorsionado y herético si se quiere, pero había algo. La
eucaristía no era ya el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del Señor, pero era el
Pan de Vida. Los cantitos no hablaban de adoración sino de ir a Él para tener
la vida. No me gustaban, pero repetían, más o menos, el sermón eucarístico de
San Juan. En esos progres setentistas había teología, mala y contaminada, pero
algo había. Ahora ya no hay nada. Es como pasar de Rodolfo Walsh a Victoria
Donda. Es la vacuidad pura en los discursos, cantos y homilías. No hay más que
sociología desleída y reflexión política de quinta categoría. El obispo
protagonista de la procesión
que relato, decía en su homilía: “Mañana se realiza la Jornada internacional contra el uso indebido
y el tráfico de drogas. Este tema también atenta contra la vida de
nuestros niños adolescentes y jóvenes, la edad del inicio del consumo ¡ahora es
de los ocho años!, y el ochenta por ciento de los adolescentes y jóvenes
hospitalizados los fines de semana están drogados o alcoholizados. En mi visita
a nuestras escuelas y colegios, pregunto a las chicas y los chicos sobre el
tema, todos saben quién vende, dónde, de qué calidad y a que precio. Estamos
cayendo en el acostumbramiento de ver que este veneno daña y mata, y estamos
viendo más “tolerancia social al
consumo, pero no a los adictos”. Nos faltan brazos para abrazarlos y ayudarlos.
Se legisla para consumir, pero no se legisla para desterrar el narcotráfico.
Nos están destruyendo las familias y se está empeñando el futuro de nuestros
adolescentes y jóvenes más vulnerables”. Asombrosa profundidad eucarística…
2. Son casos aislados. No se puede generalizar.
Probablemente el folclore de las procesiones cambia
de una diócesis a otras. No habrá murgas, y en algunas quizás encontremos
palio, incienso y pendones con borlas doradas. Pero el corazón en todas ellas
está podrido. Por más anticlericales que nos proclamemos, debemos reconocer que
el corazón de la diócesis es el obispo. Y el episcopado argentino está
desahuciado, sin posibilidad alguna de recuperación. Y terminé de darme cuenta
de esta realidad con el nombramiento de Mons. Zecca como arzobispo de Tucumán.
Mal que me pese, debo admitir que era el mejor candidato o, dicho de otra
manera, no había otro mejor. Y si alguien piensa que sí lo había, que cante.
Pero con realismo, que no valen aquí locas esperanzas caballerescas. Conozco
varios curas piadosos, inteligentes y tradicionales pero, si estuviera en mi
poder, ¿los propondría como obispos? Sería condenarlos al infierno de la
nomenklatura de la que no saldría ni vivos ni sanos, y neutralizaría su
silenciosa pero efectiva labor pastoral actual. Solamente locos lindos de otras
décadas como Kruk y Laise se animaron a meterse en el fangal, y no siempre
salieron bien parados.
Además, y hemos dicho de ser realistas, ¿cómo haríamos
para atravesar la burocracia? ¿Cómo haríamos para que el curita bueno que
conocemos llegue a obispo? ¿Cómo podría proponerlo el nuncio al aquelarre episcopal
argentino? ¿Cómo pasaría a la Congregación de Obispo? ¿Cómo se sortearían las
trenzas de la curia? Meter un par de obispos apenas medianamente buenos le
costó el exilio a un gran cura, y conseguir la mitra le costó innumerables
viajes, títulos académicos y jornadas enteras de lavado intensivo de medias y
zoquetes episcopales a Peter the Flintstones, ¿cómo podría pasar entonces el
cura piadoso que conocemos?
3. La iglesia argentina no puede ser destruida.
¿Por qué?
a. Porque no.
Discutiría la respuesta si la iglesia argentina
tuviera una base histórica de hombres santos que constituyeran una suerte de plafón
fundacional. Pero más bien sucede lo contrario. No tenemos obispos santos y no
tenemos curas santos que hayan marcado huella profunda. Mejor no recordemos a los
curas y obispos fundadores de la iglesia argentina. Basta leer Los curas de la revolución, de Nancy
Calvo (Emecé, 2002) o Historia de los
anticlericales argentinos, de Roberto Di Stefano (Sudamericana, 2010) para
conocer nuestro orígenes. Los que prefieren narrar la novelita rosa, allá
ellos; pero hay que tratar de no creer los propios mitos.
b. Porque Argentina es la tierra de la Virgen.
Hablemos en serio, que lo único que nos falta es
sumar al nacionalismo político el nacionalismo eclesiástico. La Argentina es
tierra de la Virgen por Luján, como Bolivia lo es por Andacollo, Brasil por
Aparecida y México por Guadalupe. La Santísima Virgen no hizo un milagro
solamente a las riberas del Luján. Hizo muchos otros, y más portentosos, en
otras tierras. No nos sintamos privilegiados, entonces. Somos un pueblito más
del montón del pueblo de Dios; ni más ni menos que otros.
c. Es sacrílego pensar que Dios destruiría una
Iglesia. Jamás haría eso porque sería destruir su obra y millones de almas se
condenarían.
Efectivamente, sería muy triste. Pero Dios podría hacerlo y,
de hecho, lo hizo. A pesar de San Agustín, de Santa Mónica y de miles de
mártires -de los que Argentina no tiene ni uno solito-, Dios permitió la
destrucción total de las iglesias del norte de África. ¿Qué queda de Hipona?
Nada de nada. A pesar de San Atanasio, San Cirilo y tantísimos otros santos y
mártires alejandrinos, Dios permitió que la iglesia cristiana egipcia fuera
arrasada por el islamismo. A pesar de San Efrén el Sirio, San Juan Damasceno y
de los Santos Padres de los concilios ecuménicos, Dios permitió que las
iglesias de Asia Menor fueran ganadas por el nestorianismo y, luego, por el
islamismo. Es triste, pero es así. Dios puede permitir sin ningún problema de
consciencia que la iglesia argentina sea destruida.
Todos los argumentos para oponer a mi amigo son rebatibles. Yo
igual creo que exagera, pero no tengo razones para demostrarlo.