Los abundantes comentarios del último post y varias lecturas
recientes me han llevado a pensar en las dulces
tentaciones que debieron soportar el clero y los laicos del post-peronismo,
y en las que cayeron. Debo decir que yo, en sus circunstancias, hubiese caído
también. Porque se trata de tomar el camino más corto y más fácil para
solucionar el problema, sobre todo cuando el problema es grande e inminente. Es
difícil no caer en la dulce tentación.
Los obispos, gran parte del clero y de los laicos más
esclarecidos de esa época (1955-1966), veían con terror que se les acercaba el
gran monstruo del comunismo. Esa había sido una de las razones por las que se
habían recostado sobre el peronismo una década atrás porque que les garantizaba
un claro anti-comunismo. Pero con el General en el exilio, se las veían venir.
La lectura de las cartas pastorales, homilías y demás alocuciones públicas de
Caggiano y de otros muchos obispos de los ’50 y ’60 muestra la casi obsesión
que tenían por el tema, aunque en Argentina la presencia propiamente comunista
era ínfima. Y en esto, hay que decir, eran clarividentes. El marxismo era un
peligro real para el país; tan real que terminó triunfando, aunque ellos no
podían saber que su triunfo iba a venir en la cultura y en la sociedad, y no en
la política como ellos, razonablemente, creían.
Pobres, a pesar de que lo intentaron, no pudieron frenar la
penetración cultural y social del marxismo, ni el marxismo violento de los ’70 aunque,
convengamos, ¿quién podría haberlo hecho? Muchos fueron los factores que les
jugaron en contra. Aquí van algunos:
1. Falta de idoneidad
para el cargo. Sobre esto ya nos aleccionó Castellani en sus famosas cartas
en las que, por ejemplo, en 1953 afirmaba que en la Iglesia argentina “los
ciegos guían a los videntes y los asnos enseñan a los doctores”. Es que en
“esta tierra ganadera los teólogos no abundan”, y mucho menos abundaban en el
colegio episcopal de esa época, y de ésta.
La relectura de la carta del P. Castellani al nuncio Mario
Zanin es apropiada para recordar la situación, pero veamos el testimonio de
otros eclesiástico. Mons. Bonamín recordaba que durante una Semana Santa tuvo
que reemplazar al obispo de Mercedes Anunciado Serafín, y descubrió su
biblioteca cubierta de telarañas. “Esto repercutió en la tarea del Concilio,
que obligaba a leer, comprender y apreciar temas de alta teología y de historia
de la Iglesia”, explica. José Pablo Martín, exsacerdote y actual patrólogo,
escribe refiriéndose a Mons. Audino Rodriguez y Olmos: “En sus libros, de orden
apologético, no hacen mella ninguna las preocupaciones intelectuales,
exegéticas, teológicas de Europa. Es como si estuviera detenido en la España
del siglo XIX. Todas las tormentas intelectuales que agitaron el pensamiento
europeo entre las dos guerras mundiales… eran totalmente ajenas a las
preocupaciones de uno de nuestros principales obispos intelectuales”.
Esta falta de teología necesaria para cualquier obispo o, lo
que es lo mismo, la repetida manía de nombrar mediocres para la tarea
episcopal, provocó que el mundo y las circunstancias le pasaran por arriba a
los pastores argentinos.
2. El Vaticano II: un
salvavidas de plomo. El Concilio
vino a complicarle en serio las cosas a los obispos argentinos. Desde la caída
del peronismo habían comenzado a aparecer curas contestarios que seguían el
ejemplo de los curas obreros franceses, y que muy rápidamente comenzaron a
virar hacia el marxismo. Interesante para conocer esta historia es leer Cristo revolucionario. La Iglesia militante,
de Lucas Lanusse. El problema es que lo que podrían haber sido un caso de
indisciplina, relativamente sencillo manejar, recibió dos espaldarazos
impensados. En primer lugar, la celebración del desgraciado Concilio Vaticano
II que, interpretado como fue en ese momento (¿había, acaso, otra
interpretación?) justificaba ampliamente la actividad de los curas amotinados y
le restaba autoridad a los obispos en nombre de la colegialidad, del diálogo y
de todas las otras palabras bonitas que conocemos. Y, en segundo lugar, el
apoyo que comenzaron a tener los curas rebeldes por un grupo de obispos
jóvenes: Angelelli, Devoto, Podestá y Quarracino. Los cuatro, y otros que se le
sumaban circunstancialmente, hacían parte con los curas y complicaban las
reuniones del episcopado propugnando a veces, y de modo abierto, la
interpretación marxista del cristianismo. [Es interesante ver cómo terminaron
estos prelados: Angelelli, muerto en lo que pareció un accidente en 1976;
Devoto, muerto en un accidente automovilístico real en 1984; Podestá,
amancebado con Clelia, su secretaria; y el gordo Quarracino, como cardenal
arzobispo menemista de Buenos Aires].
Y así, durante el Concilio, se reunieron en Roma un grupo de
obispos presididos por Helder Cámara, y entre los que se contaban Angelelli y
Devoto, y redactaron un documento -“De los obispos del Tercer Mundo”- en el
que, luego de renunciar a la visión tradicional de la Iglesia, decía
literalmente que el marxismo constituía una evolución de la sociedad. Cuando el
texto llegó a Argentina, fue traducido y publicado. En poco tiempo, -y sin
Internet-, Devoto había recibido la adhesión de más de cuatrocientos sacerdotes
del país. Poco después, hacen la primera reunión en Córdoba. Se congregaron
novecientos sacerdotes. Uno de sus líderes era Lucio Gera, que siguió haciendo
un daño enorme a la iglesia argentina desde los altos puestos como formador que
le concedieron los diferentes arzobispos de Buenos Aires y las autoridades de
la UCA. Felizmente, dejó de dañar hace poco más de dos meses.
Caggiano y la mayoría de los obispos argentinos tenían el
problema en casa y no pudieron ni supieron resolverlo. Literalmente, la
situación los pasó por arriba. Decía el Pocho Aguer al respecto: “Caggiano no
comprendía en qué había cambiado la teología. Como otros obispos viejos estaba
perdido entre la vieja teología, llena de seguridades, y las nuevas teologías,
donde todo podía estar en duda. No se ubicaba. Yo recuerdo que siendo
seminarista estaba todo en suspenso. No se sabía qué cosas valían todavía. Todo
se podía discutir en el mismo nivel, ya sea un ornamento para dar el bautismo
como un artículo del Credo”.
Frente a esta situación, ¿qué hacer? O, dicho a lo Chapulín
Colorado: “Y ahora, ¿quién podrá socorrernos?”. Y es aquí donde aparece la dulce tentación de recurrir a la fuerza
política o militar, es decir, resolver el problema desde afuera. Insisto en que
era muy difícil no caer en esa tentación y probablemente nosotros, en esas
circunstancias, hubiesemos sido los primeros. A los obispos y laicos del
momento el golpe de Onganía del ’66 se les presentó como la (única) solución a
mano para salir adelante. Era la dulce
tentación de los sables y los bastones largos. Era la oportunidad que esperaban
los laicos que afirmaban la necesidad y deber de los católicos de actuar
directamente en política. Y por eso el grupo de “Ciudad Católica”, asesorado
por el P. Grasset, recientemente fallecido, llenó el primer gabinete del Gral.
Onganía. Sus nombres, en muchos casos, nos provocan una justa y merecida admiración
y veneración, ya que fueron hombres entregados a su ideal. Es el caso, por
ejemplo, del coronel Juan Francisco Guevara (más allá de lo que le hicieron
hacia el final de su vida a este santo varón los felones discípulos del Carloncho).
Pero no funcionó.
Es verdad que la UBA y el resto de las universidades
nacionales eran una cueva de marxistas, pero los bastones largos no solucionaron el problema. En realidad, lo
agudizaron.
Es la dulce tentación
de transformar el mundo desde arriba, y por la fuerza si es necesario. No
sirve. Los primeros cristianos lo transformaron transformándose.
La dulce tentación es meterse en política, soñar con el partido
católico o con infiltrarse en partidos tradicionales, para hacer la “patria
católica”.
No sirve. Ya se intentó en el ’66, en condiciones ideales,
sin Congreso y sin sindicatos con los que pelear, sin la basura progre que nos
trajeron Alfonsín y los K y con la fuerza e las armas a favor. Y no funcionó.
Y las dulces
tentaciones continúan. Sería casi como hacerse lanatista porque el Gordo esmerila cada domingo a los K. Así no
funciona el cristianismo.
Ser cristiano es otra cosa.