En los años ’70 tuvo cierta circulación el libro de Sergei Kourdakov titulado El esbirro, en el que el autor narra su vida. Es un joven ruso, educado en orfelinatos y escuelas estatales bolcheviques. Por su reciedumbre, valentía, ambición y cualidades de líder, fue jefe de la Liga Comunista Juvenil en todas las ciudades donde le tocó vivir. Siendo destacado cadete de la escuela naval rusa en la ciudad de Kamtschatka, fue reclutado como líder de otros veinte jóvenes, para hacerse cargo de una división especial de la policía que perseguía a los grupos de creyentes, es decir, a los cristianos clandestinos. El jefe de la policía, Dimitri Nikoforov, le pasaba el dato, Sergei reunía a sus compañeros, e irrumpían a la hora más conveniente en las reuniones cristianas golpeando brutalmente, y a veces matando, a sus asistentes, destruyendo la casa donde tenía lugar el encuentro y secuestrando la literatura religiosa que encontraban. Kourdakov hizo más de ciento cincuenta redadas, con el ímpetu que le daban sus convicciones comunistas, el alcohol que bebían antes de partir y los veinticinco rublos que le pagaban por vez.
Buen conocedor de la doctrina comunista, Kourdakov sabía que Lenin y sus teóricos habían explicado que la religión era un elemento que sobreviviría en la Unión Soviética durante unos pocos años y que, poco a poco iría desapareciendo, pues era propio de personas ancianas, apegadas a sus costumbres y que el paso del tiempo haría desaparecer. Sin embargo, poco a poco comenzó a darse cuenta de que el fenómeno no disminuía sino que aumentaba y, más asombrosamente aún, lo hacía entre los jóvenes. En 1969 y 1970, las reuniones que debía desbaratar estaban integradas en su gran mayoría por personas jóvenes. Y a pesar de que recibían palizas que los desfiguraban, volvía a ver los mismos rostros una y otra vez en los mismos encuentros.
Finalmente, Sergei decide abandonar su función de esbirro de la policía soviética, sabiendo lo que eso significaba. Y es así que, siendo ya oficial de marina, logra escapar una noche de tormenta del buque en el que estaba embarcado y llegar a nado a las costas canadienses, donde es recibido a regañadientes. Se traslada a Estados Unidos y allí se dedica a escribir y a narrar la vida real que se sufría tras el Telón de Acero. No duró mucho. Murió misteriosamente de un disparo en 1973.
Mientras yo leía el libro, no podía dejar de asombrarme de las grandes similitudes que un hecho histórico trágico aunque efímero, como fue la Unión Soviética, tiene con lo que está ocurriendo en la Iglesia latina actual. Y en más de un sentido.
Los teóricos del Vaticano II y de sus floridas primaveras nos dijeron y nos siguen diciendo que el magno acontecimiento, como la Revolución Rusa, marca un antes y un después en la historia de la Iglesia. Y que la reforma litúrgica, fruto primoroso de ese Concilio, es no solamente definitiva sino que es lo mejor que le puede haber pasado a la Iglesia. Así como a los jerarcas comunistas les importaba bien poco lo que la realidad les decía de la situación real de su país, también a los jerarcas católicos les importa bien poco que sus iglesias estén vacías, que cada vez sean menos los católicos que van a misa y que sólo lo hagan las personas mayores. A pesar de un fracaso tan evidente y estrepitoso, siguen proclamando las bondades ocultas, y bien ocultas, de la liturgia reformada.
El Papa Francisco y sus corifeos nos dicen una y otra vez que la liturgia tradicional solamente se permite —o permitía—, para acompañar al pequeño grupo de fieles que todavía estaban apegados, por razones de edad o de sensibilidad, a la liturgia latina. Se presentan como una especie de padres magnánimos y pacientes hacia aquellos de sus fieles más desfavorecidos en el desarrollo madurativo e incapaces del crecimiento propio que se espera de un adulto. Una suerte de hijos con diferentes tipos de discapacidades. Y aseguran que, cuando vean las bondades y delicias de la liturgia reformada, dejarán sus antiguos hábitos y entrarán de lleno en la nueva y esplendorosa era litúrgica.
Pero a Bergoglio, y muchos de los obispos, especialmente italianos, les pasó lo que a Dimitri Nikoforov, el jefe de la policía de Kamtschatka: descubren con horror que los resultados no son los que esperaban y que quienes asisten a las reuniones de creyentes, o a la misa tradicional, no son baldados de cualquier especie, sino sobre todo jóvenes, sanos y normales. Y asisten con sus familias, iniciando a sus pequeños hijos en hábitos tan peligrosos.
Y la solución que ha tomado el Papa Francisco es análoga a la de Nikoforov: destruir a los creyentes tradicionalistas. No la hace, claro, enviando esbirros para que los muelan a golpes, sino prohibiendo la liturgia tradicional a través de un documento.
La Unión Soviética de los ’70 estaba gobernada por Leonid Brézhnev, un personaje bastante corto y grotesco, heredero de los peores años de Stalin, que preparó las condiciones necesarias para que la Unión Soviética colapsara y desapareciera muy pocos años después de su muerte. La Iglesia católica en la actualidad, es también una institución gobernada por una gerontocracia que se niega a ver la realidad de lo que está efectivamente sucediendo. Y tiene como máximo líder a un personaje tan grotesco como Brézhnev, con el agravante de que el paso de los años y las enfermedades lo han desatado, y pareciera que está ya fuera de control. Lo que el Papa Francisco está haciendo y diciendo en las últimas semanas supera el cálculo de cualquier analista o profeta. Y nadie lo puede frenar. La prueba está en la escandalosa audiencia concedida al senil Biden.
No sé hasta qué punto somos conscientes del estado terminal de la Iglesia latina. Sabemos que fue fundada por Jesucristo y que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella. Pero no sabemos el estado en el que sobrevivirá. Mucho me temo que, si Francisco sigue mucho tiempo más en el solio petrino, suceda lo que sucedió con la Unión Soviética. Quizás estemos ya a las puertas de una debacle.