Las últimas discusiones del blog me han hecho recordar la cuestión del combo, el famoso e irrevocable “sale con fritas”. Parecería que algunos han establecido una suerte de analogatum princeps a partir del cual debe estructurarse el resto de los estados de vida propios y saludables del cristiano, codificando una jerarquía descendente en la que, los últimos grados, apenas si podrían ser considerados dignos de mención.
De ese modo, entonces, la vida del cristiano sobre la tierra admite dos, y sólo dos posibilidades: la vida consagrada y la vida matrimonial. Dejaremos de lado la primera, y nos abocaremos a la segunda. El cristiano que ha sido llamado a este estado -consideran- debe elegir una esposa entre las tímidas y mansas doncellas de la tradición, que usará mantilla y polleras largas perpetuamente. Ella no deberá trabajar sino que su ocupación consistirá en el cuidado de la prole, que será numerosa, pues engendrarán todos los hijos que Dios les mande. Vivirán, en lo posible, alejados de la ciudad, en una casa con jardín o parque que permita retozar a los cachorros, y en las cercanías de un buen colegio católico que, aunque costoso, garantizará en buena medida la formación cristiana de los hijos. Esa formación no comprenderá sólo las humanidades y las ciencias, sino que también deberán hablar lenguas –francés e inglés, por ejemplo-, ejecutar algún instrumento y hacer música en familia durante las veladas de invierno, antes del rosario y reunidos todo frente al fuego del hogar. En verano, en cambio, el padre o la madre leerá un buen libro a la prole, mientras las niñas tejen al crochet y los varoncitos prestan atención, ataviados con polo, bermudas y medias Argyle.
¿Es que este estilo de vida que acabo de describir está mal? No, todo lo contrario. No sólo es bueno sino que, diría yo, es excelente. El problema es que no existe más que en las novelas de Enid Blyton. Me parece bien plantearlo como ideal, pero no establecerlo como el combo determinante exclusivo de la vida cristiana.
Hace algunos años visité a un amigo en la nueva e idílica casa que había comprado. Rodeada de árboles, se levantaba sobre una pequeña colina que le permitía jugar con terrazas y senderos por donde correteaban felices sus numerosos hijos. Me pareció que mi amigo no podía ser más feliz con la familia y la casa que tenía, alejada del mundanal ruido y apartados de la malicia del mundo contemporáneo. Le transmití mis impresiones mientras tomábamos un gin&tonic en un atardecer de otoño. Mi miró sonriente y me dijo: “Detrás de esos árboles hay un boliche. De jueves a domingos no podemos dormir hasta la 5 de la mañana”. Allí aprendí que el paraíso sólo existe en el cielo. Mientras estemos en la tierra, todo estado de vida tendrá sus dificultades, muchas o pocas, pero nunca será el ideal.
Y, si esto siempre fue así, lo es mucho más hoy en día, cuando la vorágine de la civilización que nos ha tocado vivir hace todo más difícil. Por eso mismo, me parece que no es lo adecuado imponer recetas o establecer combos a los que necesariamente deban ajustarse todos aquellos que pretendan vivir cristianamente, relegando a los que no lo compran a personajes sospechosos y de cuidado. En esto me sumo a la idea de Psique y Eros, quien afirma que la cuestión es indicar por dónde no es el camino, pero decidir cuál es el camino de cada uno, será cuestión de la prudencia y de la libre decisión de cada cual. Y debo hacer, por eso mismo, un mea culpa, porque algunas veces creo haber vertido en el blog algún tipo de recetas, sino positivamente, al menos descalificando decisiones que creía equivocadas.
Por otro lado, la idealización de los estados de vida y la pretensión de vender ese paquete, me parece peligroso, en tanto que desanima a muchos jóvenes, y no tan jóvenes, cuando ven que su vida concreta, por las circunstancias que fueren, no se adaptan a los estándares recibidos y, por tanto, los asalta la tentación de tirar todo por la borda, “Total –piensan- perdido por perdido…”.
Propongo dos ejemplos. J.R.R. Tolkien se equivocó, creo yo, en su matrimonio. Por las carencias afectivas de su prematura orfandad o por la sabia prohibición del cura que lo educó, se quedó fijado en su amor adolescente hacia la mucama de sus tíos, mayor que él y de otro nivel y origen cultural. No sé si fue feliz o no lo fue, pero lo cierto es que su mujer jamás pudo adaptarse a la función de esposa de un scholar oxoniense, jamás entendió el trabajo y la misión de su marido y se comportó, en muchos momentos de su vida al menos, como una tilinga, como cuando se le ocurrió irse a vivir a Bournemouth, el balneario de moda para los jubilados de la época. El Normando podrá decirme si estoy equivocado.
El segundo ejemplo es el caso del amigo de Tolkien, C.S. Lewis, solterón empedernido, que mantuvo durante décadas una relación afectiva tortuosa y extraña con Jane King Moore, la madre viuda de su amigo muerto en la Primera Guerra Mundial, y terminó casándose, a los cincuenta y nueve años, con una judía-americana divorciada. El Desahuciado diría que Lewis tenía serios problemas de relación con los demás –por eso permaneció soltero-, y que su pasión por el estudio y la literatura en realidad eran el modo con el que sublimaba su situación de angustia. Probablemente tenga razón, ¿y qué?, me pregunto yo. La situación ideal no existe, y tanto Jack como Tolkien zafaron como pudieron de las consecuencias de los azares de su vida y de sus propias decisiones.
Me parece que, en vez de prescribir combos, habría que simplemente decir con los Beatles: Let it be. Hace poco volví a tomar contacto con un conocido de la adolescencia que era dado a las cuestiones genealógicas. Resulta que ahora ha descubierto que desciende en línea directa de Carlomagno y dedica varias horas de sus días a participar en foros de heráldica e intercambiar información genealógica con dudosos príncipes y condes, descendientes todos en línea directa de Adán. Sin embargo, mi amigo es un buen cristiano, trata de hacer las cosas que le corresponden del mejor modo posible y se ha mantenido fiel a la fe y la buena doctrina durante décadas. No ha podido comprar, por cierto, el combo y tiene sus delirios nobiliarios pero, creo yo, es justamente esta “locura” la que le permite mantenerse a flote. Entonces, let it be.
Otro conocido, soltero para solterón, tiene un trabajo decente y en sus ratos libres se dedica a preparar un buen coro que participa en la misa tradicional y a enseñar gregoriano. Algunos machos del palo lo consideran un marica escondido y, por detrás, se burlan de él, satisfechos como están de lo óptimo de su estatus. Probablemente a mi amigo le cueste relacionarse con los demás, probablemente la música sea su escape y probablemente también cargue con alguna cruz más pesada aún, pero me consta que lleva una vida ordenada y piadosa. Es caritativo, buena persona y amigo fiel. Se mantiene a flote. Entonces, let it be.
Estamos en medio de la tempestad y cada uno se agarra de la tabla que puede. Son pocos, poquísimos –miremos a nuestro alrededor- los que han logrado sobrevivir y siguen respirando. No es cuestión de ponerse a descalificar porque uno se agarro de una tabla media podrida, el otro de una olla que andaba a la deriva y el de más allá de un simple remo, mientras que yo me paseo feliz a bordo de un bote recién pintado.
Let it be. La cuestión es seguir flotando.