El
único pasaje memorable de Solaris, la
última novela del escritor estrella Ian McEwan, relata la situación que vive el
protagonista, un renombrado científico llamado Beard que, en una reunión
pública, afirma con ingenuidad que la ciencia pueda conocer ciertas verdades
objetivas y que las mujeres actúan y piensan distinto de los varones. Las
declaraciones levantan un enorme revuelo, aventado por los medios de
comunicación, resultado de lo cual Beard se convierte en un enemigo público al
que se lo acusa de actuar con un “cruel objetivismo con el que pretende
fomentar la dominación social de la élite masculina blanca” y, a su paso, se
escuchan abucheos y recibe tomatazos de señoras indignadas.
McIwan,
sin tomar partido, describe una situación posible que resulta de la pérdida no solamente
del sentido común sino aun de la evidencia sensorial que caracteriza a la sociedad
contemporánea. Y lo más grave, como decíamos en el post anterior, es que la
absoluta mayoría de los occidentales piensa
de ese modo, como consecuencia de lo cual, quienes no pensamos así, somos tan
raros como dinosaurios. O como rinocerontes, según lo grafica Ionesco en su
magistral obra.
Lo
debido en este punto sería concluir de esta manera: “¿Y qué se hace con los
dinosaurios? Se los caza”. Y nos colocaríamos entonces en nuestra cómoda
posición de neomártires que aguardan a sus verdugos sentados detrás de una
pantalla de computadora. Sin embargo, Lewis propone una actitud más divertida
y, en todo caso, más fructífera. Cuando en 1954 toma posición de su nueva
cátedra en Cambridge, dice lo siguiente a sus alumnos:
“Ustedes no querrán recibir clases sobre el Hombre
de Neanderthal por un hombre de Neanderthal, y mucho menos sobre los
dinosaurios por un dinosaurio. Pero, ¿realmente es así? Si un dinosaurio
arrastrara su enorme corpulencia dentro del aula, ¿acaso no miraríamos hacia
atrás mientras escapamos? ¡Qué oportunidad para conocer finalmente cómo se
movía, cómo era su aspecto, cómo olía y que ruidos hacía! Y si el hombre de
Neanderthal pudiera hablar, y aunque sus técnicas de enseñanza dejaran mucho
que desear, casi seguramente aprenderíamos de él algunas cosas sobre él mismo
que el mejor de los antropólogos contemporáneos nunca podría decirnos. Él nos
diría muchas cosas sin saber que nos las está diciendo.
Entonces, hablando no solamente por mí sino
por todos los otros Viejos Occidentales que ustedes podrán encontrar, les digo:
Usen a estos especímenes mientras puedan. No habrán muchos más dinosaurios”.
La
primera conclusión que saco a partir del texto de Lewis es la siguiente:
sigamos comportándonos como dinosaurios porque, de ese modo, seremos no
solamente la diversión o el escarnio de los contemporáneos, sino que también podremos
atraer al rebaño a otros pequeños dinosauritos. Yo, por ejemplo, no fui educado
en un ambiente particularmente jurásico aunque escondía, no sé bien por qué, un
corazón saurópsido que se despertó a partir de las enseñanzas de un profesor
dinosáurico. Nadie sabe el efecto que pueden tener nuestras palabras y nuestros
gestos y lo que el Espíritu, que sopla donde quiere, puede hacer con ellos.
Pero
enseguida me asalta una duda. ¿Qué es ser dinosaurio? No vaya a ser que nos
estemos imponiendo como protagonistas sin méritos en una historia que nos deja
bien parados. Lewis casi da una definición de dinosaurio: “Old Western man” que
me animaría a traducir como “hombre del antiguo orden”, porque el adjetivo
occidental ha perdido ya casi todo su significado original.
Pero
claro, seguimos pateando la pelota hacia delante, porque de qué manera es
posible ser ese tipo de hombre en la actualidad, toda vez que el antiguo orden
desapareció, junto con el katejon,
con el Vaticano II. Y hago aquí un excursus:
dos amigos han desarrollado una teoría que me parece de lo más convincente. El katejon es, como lo dicen casi de modo
unánime todos los intérpretes, el Imperio Romano, que fue desapareciendo de a
poco del mundo occidental. Cada siglo que pasaba se fue llevando un trozo de
él, y el último pequeño pero valiosísimo retazo era la misa latina tradicional,
que reproducía en un rito lo que había sido el occidente cristiano. Y fue el
Concilio del papa Juan, que continuó el papa Pablo y que terminó de instalar el
papa Juan Pablo, el que destruyó el último vestigio del orden tradicional y,
con él, retiró definitivamente el katejon.
Alguien
nacido en 1850 habrá vivido, sin duda, el antiguo orden. Los nacidos a
comienzos del siglo XX también, aunque se apreciaban ya signos importantes de
resquebrajamiento. A quien vio la luz en la entreguerra le quedaban algunos
bloques con los que podía reconstruirlo a partir de su memoria y la de sus
padres. Pero a los que nacimos en el último recodo del segundo milenio no nos
queda ni siquiera la memoria. Solo los relatos que leemos y a partir de los
cuales podemos armar algo que intenta parecerse, casi como un mimo, al orden
tradicional.
Ocupamos
los últimos puestos de una retaguardia que defiende un ejército que hace mucho
desapareció. Y lo peor de todo es que estamos convencidos de que vale la pena.