Hace
algunos meses, en una reunión de amigos hablábamos sobre la liturgia bizantina
y sus características tan particulares y diversas a la de la liturgia latina.
Uno de ellos dijo: “Está muy bien esa liturgia pero hay que tener cuidado de
que tanta belleza oculte el sacrificio”. No sé hasta dónde era consciente de lo
que decía y presumo que detrás de ese comentario se ocultaría algún cerebrito
clerical. Traducido, la intención de este buen muchacho era la siguiente: el
impacto que nos produce la belleza propia de la liturgia bizantina es peligrosa
porque nos impide razonar acerca de lo que está ocurriendo en la liturgia. Es
decir, lo importante es razonar y entender, no quedarse obnubilado, o
arrojarse, a la belleza. En definitiva, el factor salvífico subjetivo de la
liturgia nos viene por la razón y no por la belleza. Y creo yo que no es así.
La
liturgia es esencialmente belleza salvífica. La repetida sentencia de
Dostoevsky – “La belleza salvará al mundo”-, sólo puede ser entendida en ese
sentido. A nosotros, racionales y mediocres conocedores de la escolástica
medieval, la frase nos parece incomprensible y absurda. Sin embargo, como
cristianos sabemos que la verdadera belleza es el rostro transfigurado de
Cristo-hombre, y se trata de una belleza que tiene su origen en la voluntad
salvífica de Dios Padre hacia la humanidad. Y es así que los Padres, tanto de
la Iglesia oriental como de la occidental, afirman que la liturgia es la obra
salvífica del Unigénito Hijo de Dios que continúa en nuestros tiempos.
Esta
concepción de la liturgia como un entrocamiento sin solución de continuidad
entre la vida del cielo y la de la tierra aparece con mucha claridad en la
teología bizantina. Ellos ven que sus iglesias y la liturgia que en ellas se
celebra es una imagen del mundo divino, tal como afirma San Germán de Constantinopla
(s. VIII): “El templo es el cielo en la tierra, donde el Dios del cielo habita
y se mueve”. Y por eso, cuando a fines del siglo X San Vladimir de Kiev envía a
sus embajadores para que visitaran templos musulmanes, cristianos latinos y
cristianos bizantinos a fin de decidir qué religión adoptaría el pueblo ruso,
sus legados le dijeron: “Cuando visitamos a los griegos, vimos donde ofician en
honor de su Dios, y no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra, porque
no hay sobre la tierra un espectáculo tan bello, y que no somos capaces de
describir. Allí Dios habita con los hombres… Todavía no podemos olvidar tanta
belleza”.
Es
verdad que a nuestro oídos modernos nos suena un relato naïf propio de pueblos
primitivos como eran los habitantes de la Rus
de Kiev en los umbrales del primer milenio. Pero prestemos oídos cristianos.
Esta visión bizantina de la liturgia no es una fantasía, sino que proviene del
misterio de la encarnación de Cristo, anunciado en las Escrituras y explicado
en los textos litúrgicos. San Pablo le escribía a los filipenses: “Cristo
Jesús, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios
como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí
mismo, tomando la condición de servidor, haciéndose semejante a los hombres. Y
presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y
en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el
Señor"”. El Salvador del mundo es Jesucristo resucitado, glorificado,
ascendido a los cielos y sentado en la gloria a la derecha del Padre. Más bello
que Él nada existió, nada existe y nada existirá. Y su manifestación es la
liturgia.
San Juan Damasceno (s. VIII) dice: “En los tiempos antiguos
Dios, incorpóreo y sin forma, no podía ser representado bajo ningún aspecto.
Pero ahora, porque Dios ha sido visto mediante la carne… yo represento aquello
que de Dios ha sido visto”. En esta teología, el ritual eclesiástico constituye
tanto una representación cuanto una re-presentación –hacer de nuevo
presente- la obra salvífica de Cristo sobre la tierra.
Es esta concepción la cualidad fundamental de la liturgia
bizantina: trascendente, pero no distante; hierática, pero no clerical; común,
pero no impersonal; tradicional, pero no formalista. Este equilibrado mosaico
es muy fácil de romper pero implica que, para los orientales, la acción
litúrgica no sea simplemente una “ceremonia” sino también un objeto de
contemplación, una visión majestuosa, llena de misterio, frente a la cual nos
prosternamos con temor reverencial.
Al ingresar a una iglesia tradicional rusa, se experimenta el
encontrarse en un lugar de misterio, un lugar santo, separado del mundo e
inundado de la presencia de Dios. La gran barrera del iconostasio se alza
delante del santuario, donde está el Santo de los Santos y el trono de Dios. Nadie,
a excepción de los ministros sagrados, puede pasar a través de las puertas de
esta pared divisoria. Pero esta barrera, que en algunos momentos del oficio
puede esconder el altar a nuestra vista, no es un obstáculo para la
participación del pueblo en los misterios de la liturgia, sino más bien una
ayuda. En efecto, la piedad oriental nace tanto del ocultamiento como de la
manifestación, y las puertas y el velo del iconostasio son un testimonio
tangible del misterio que se vive en la liturgia. Si siempre todo es
manifiesto, no hay manifestación. De
allí la necesidad del ocultamiento, y
que Nicolai Gogol haya escrito: “En este momento, las puertas reales son
abiertas solemnemente, como si fueran las mismas puertas del reino de los
cielos, y delante de los ojos de los fieles reunidos aparece radiante el altar,
semejante a la morada de la gloria de Dios y lugar de la sabiduría celestial de
la cual desciende sobre nosotros el conocimiento de la verdad y la proclamación
de la vida eterna”.
En nuestro mundo sublunar, es este el único modo –el simbólico-
en el que somos capaces de entrar “al interior del velo del santuario, donde
Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb. 9,11). Pero esta entrada no es
menos real porque, desde el momento en que Cristo vino de una vez para siempre,
se ha abierto una brecha en el muro del cielo y nosotros estamos en comunión
con la liturgia celestial ofrecida por las potencias celestes en torno al altar
de Dios.
La liturgia celebrada en esta atmósfera de profundo
simbolismo, a través del cual el esplendor sobrenatural de la inaccesible
majestad de Dios se hace cercano, se testimonia la exaltación y la santificación de lo creado,
la majestuosa aparición de Dios que nos inunda, nos santifica, nos diviniza a
través de la luz transfigurante de su gracia celestial. No se trata solo de “recibir
los sacramentos” sino de vivir habitualmente dentro de una atmósfera que nos
envuelve en cuerpo y alma, transfigurando la propia fe en una concreta visión
de belleza y gozo sobrenatural.
Peter Hammond escribe lo siguiente en su viaje a la campiña
griega: “Para los cristianos griegos la más humilde iglesia rural es siempre el cielo en la tierra, el lugar donde
hombres y mujeres, según su capacidad y su deseo, se aferran a la liturgia
adorante del cosmos redimido, donde los dogmas no son abstracciones estériles
sino himnos de exultante alabanza, y la obra salvífica de la compasión divina –la
cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día y la ascensión al cielo- se
hace presente y efectiva a través de la obra del Espíritu Santo que fue, es y
será”.
Insisto. Para nosotros, modernos latinos racionalistas, esto
no parece más que poesía. Sin embargo, no es así. La liturgia es teofanía,
terreno privilegiado de nuestro encuentro con Dios, donde los misterios son verdaderamente
vistos con los ojos transfigurados de la fe. Es muy significativa la anécdota
que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba que lo importante de ser cristianos es la
conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la
oración. Agregaríamos nosotros el grupo parroquial, las marchas próvidas, los
campamentos y muchas otras “manijas”. Y, en todas estas actividades, la
liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso le respondió: “Entre
ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es
así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el
misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de
nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo
resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna.
Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa
(la Pascua)”.
Cuando descendemos de este mundo al que nos ofrece nuestra
liturgia romana heredada del papa Montini –al que algunos últimamente se les ha
ocurrido hacer santo!- nos pegamos un terrible porrazo. Creo yo que ni siquiera
en el mejor de los casos, cuando es bien celebrada si es que esto es posible,
puede transmitir un mínimo porcentaje de belleza. No fue pensada para eso por
los reformadores. Ellos más bien querían una reunión festiva de fieles animada
por un Piñón Fijo u otro showman
presbiteral. Ni qué hablar de las liturgias parroquiales habituales, que están
mal o, más frecuentemente aún, malísimamente celebradas. En ellas la belleza y
el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos;
lo sobrenatural por lo sociológico; el cielo por la tierra. Hoy, no es la
belleza la que salva el mundo y ni siquiera la razón. Duele decirlo, pero
pareciera que estos curas sostienen que es la fealdad popular la que salva.
Y así estamos. ¡Es la belleza, estúpido!