En el Strand, un buen trecho después de pasar el local de Twinings, que hasta hace algunos años exponía sus tés y sus aromas entre paneles de roble y marcos de bronce, y ahora lo hace entre vidrios y aceros, está The Wellington, un pub que aún no ha sido transformado del todo y sigue conservando las maderas en sus pisos y paredes, los cueros en sus sillas y tres delgadas mujeres en los enormes vitrales art deco de sus ventanas. Allí me había citado Mons. X. para el almuerzo, que no debía extenderse mucho puesto que él debía volver a los asuntos que lo habían traído a Londres, y yo a mis manuscritos en la British Library.
Pidió una hamburguesa, yo fish and chips.
— Debería pedir una ensalada -dijo Mons. X.- Es hora que cuide mi salud…
Me llamó la atención su rostro adusto. Noté los años que habían pasado desde nuestro último encuentro en algunas nuevas arrugas, pero su expresión no tenía que ver con el envejecimiento sino con la preocupación.
— Me dijeron que en la Curia no la están pasando bien -dije.
— Así es, cada vez estamos peor, y en las últimas semanas el aire se ha vuelto espeso, casi impenetrable -me respondió.
— ¿El sínodo de la Amazonia?
— El problema más grave es el otro sínodo, el de los alemanes.
— Nuevamente el Papa Francisco… -dije mientras apuraba un largo trago de ale.
— No. Esta vez el Papa no es parte del problema, al menos no lo es en sentido directo. Nuestra esperanza es que sea parte de la solución.
— ¿Y usted cree que Bergoglio puede solucionar algo?
— Creo que es la única esperanza que podría evitar la catástrofe, pero no lo sé… Los alemanes se hartaron de esperar. Lo votaron con el compromiso de que implementaría rápidamente las reformas que exigían: cambio en la moral sexual, en el celibato sacerdotal, en las funciones y ministerios de las mujeres y en la autoridad de Roma sobre el resto de las iglesias.
-- Incautos -dije sonriendo-. Confiar en un jesuíta porteño, a quien se le ocurre… Pero que no pataleen tanto. Les dio Amoris letitiae…
Mons. X., dibujó una sonrisa.
— Les dio lo que ya tenían, y lo tenían desde hace años. ¿Cuánto tiempo hacía que los obispos y sacerdotes habían dejado de negar la comunión a los divorciados? Décadas. Fue un amague. Nada más que eso, y los alemanes no son tontos. Se cansaron de esperar.
— Pero hubo una carta del Papa, y luego otra más dura y clara del cardenal Ladaria diciéndoles que no podían hacer los cambios que pretenden hacer.
— Sí, así es. Ambos le dijeron al cardenal Marx que la iglesia de Alemania no puede hacer un sínodo local, en el que también tendrán voz y voto los laicos, para discutir cuestiones de fe y moral, y cambiar la doctrina de la Iglesia, que es lo que se proponen. Pero ellos acaban de responder que no se trata de un sínodo sino de un “camino sinodal vinculante”. Roma no debería preocuparse y dejarlos tranquilos. “Recen con nosotros”, termina diciendo el muy ladino de Marx, que firma el documento junto al jefe de los laicos alemanes.
— ¿Usted cree que se atreverán a tanto? ¿Cambiar la doctrina sobre la moral sexual o sobre el diaconado femenino, por ejemplo? Marx no es el papa…
— Marx no está dispuesto a esperar al próximo cónclave para serlo. Ya se puso la tiara.
— Sí, es muy medieval. En el fondo, es una pelea por el poder. Tenga en cuenta que en Alemania la Iglesia tiene una historia y una estructura que en países latinoamericanos y nuevos como el suyo, es absolutamente incomprensible. Y, sin embargo, a pesar de tener todo eso, no les sirve de nada. Los partidos políticos detestan a la Iglesia y no le dejan colar la menor influencia debido a su misoginia, a su intolerancia por la diversidad sexual, a sus prácticas anti-democráticas y las demás cosas que usted podrá suponer. Los medios de comunicación, por su parte, se pelean por zurrarla y están levantando todas las alfombras, y todos los hábitos, para encontrar mugre acumulada. La mayor parte de los obispos alemanes, entonces, se encuentran con que, a pesar de su dinero y su historia, cada día están más relegados, con menos relevancia social y terminarán en la extinción.
— ¿Pero creen que esos cambios doctrinales pueden traerles efectivamente el peso político que pretenden?
— Los cambios doctrinales sobre los puntos que tratarán en el sínodo les permitirán unirse con los luteranos…
Yo, que en ese momento trataba de ensartar un trozo de pescado que se deshacía entre los dientes de mi tenedor, dejé los cubiertos a un lado, sorprendido.
— ¿Con los luteranos? -dije incrédulo. Pero eso sería una nueva Reforma.
— Ya ve que la cosa es muy grave y ahora entiende nuestras caras de preocupación.
— ¿Pero qué ganarían uniéndose con los luteranos? Sí, efectivamente, sería una iglesia mucho más poderosa y gravitante en lo político, pero ¿cuánto tiempo duraría eso? Fíjese cómo están las iglesias protestantes por haber cedido a las presiones del mundo.
— La cuestión es que los luteranos están en estado de coma y a la iglesia católica ya la pasaron a terapia intensiva. Si se unen, ambas se fortalecerían, y podrían seguir viviendo un par de décadas más, un cuarto de siglo a lo sumo. Y Marx y los suyos lo saben, pero no les importa. Su proyecto es a corto plazo. Conseguir poder ahora para ellos y para sus sucesores inmediatos. Después, que se las arreglen los que vienen.
— Después de mi el diluvio…
— Sí, algo así.
Me quedé pensando mientras capturaba algunas papas fritas que habían quedado sueltas en el plato.
— ¿Pero los católicos alemanes no reaccionarán cuando vean que sus obispos les están cambiando la fe?
— No, claro que no. Ya es tarde para eso. La iglesia alemana hace más de sesenta años que dejó de hablar de los dogmas de la fe, de la redención de Jesucristo y de la virginidad de María. Su discurso permanente y constante ha sido el del ecumenismo: la unión, la comunidad, la alegría de ser hermanos… usted ya sabe. Los fieles alemanes son autoinmunes a la cuestiones de fe. Si sus obispos les dicen que dejarán de lado algunos dogmas pero ganarán la unión con los hermanos luteranos, ellos aplaudirán felices.
— Si todo eso finalmente ocurriera, deberíamos despedirnos entonces de la porción de Alemania que permanecía católica.
— Es mucho más grave que perder una porción de territorio. Si los alemanes consuman la ruptura, es muy probable que los segan otros: belgas, holandeses y austríacos por ejemplo, y no me extrañaría que se diera una suerte de cisma selectivo en otros países como Estados Unidos o Suiza. Y además, habría un problema mucho más inmediato: el desfinanciamiento del Vaticano, que terminaría pareciéndose mucho a la Argentina, país líder en defaultear deudas -dijo sonriendo.
— Muy serios. Piense que el déficit en 2013, año en que asumió el papa Francisco, fue de 24 millones de dólares. El déficit de 2018 fue de 77 millones de dólares, lo cual es insostenible, porque el Vaticano genera muy pocas divisas. Para sobrevivir necesita imprescindiblemente de donaciones, es decir, necesita de la iglesia alemana, que es la que lo financia junto con Estados Unidos. Los americanos ponen ya poco dinero porque tienen que usar el que tienen para pagar los juicios por abuso sexual de sus sacerdotes y porque las donaciones de los laicos se han reducido drásticamente. Piense qué puede pasar si los alemanes dejan de hacer su aporte varias veces millonario; tendremos que vender la Pietà y los frescos de la Sixtina, y no por razones de pobreza, sino de superviviencia.
Pedimos café y nos quedamos en silencio, contemplando el último día de verano que se despedía con un sol radiante, cuyos rayos se transformaban en verdes, azules y amarillos al atravesar los vestidos de las espigadas mujeres art deco de los vitrales.
— ¿Y se avizora alguna solución? -le pregunté a Mons. X. con la esperanza de no volver tan desanimado a mi trabajo.
— Las esperanzas sobrenaturales se las dejo a Dios. Lo que veo de nuestra parte es que el papa Francisco poco puede hacer…
— No querrá -dije mostrando mi encono con el pontífice porteño.
— No crea. Bergoglio no es progresista como todos piensan; al menos, no es más progresista que Juan Pablo II o que Pablo VI. Lo diferencia es que no tiene los tapujos que tenían ellos.
— No estoy de acuerdo. Fíjese sus escaramuzas con musulmanes y judíos, sus discursos confusos, sus declaraciones escandalosas…
— ¿Y usted no se acuerda de la foto de Pablo VI luciendo un efod judío? ¿O de Juan Pablo II siendo incensado y bendecido por chamanes africanos? Es más de lo mismo.
— Lo que a mi me parece es que a Bergoglio la doctrina y el dogma le tienen sin cuidado. Lo que le importa es el poder.
— Sí, y es justamente allí donde está nuestra esperanza. En la reunión de más de una hora y media que tuvo con el cardenal Marx, saltaron chispas. El alemán está desafiando el poder de Francisco, y eso enloquece a Su Santidad. Veremos quién gana.
— ¿Y aliados? ¿No tiene aliados Francisco en la iglesia alemana?
— Los perdió a todos. Desairó a los más conservadores y a los ratzingereanos, y difícilmente estén dispuestos a ayudarlo. No lo veo al cardenal Müller emprendiendo una cruzada para defender a Bergoglio, que lo ha humillado en varias ocasiones y que lo echó de mala manera de su puesto. Y solo tiene tres aliados en la Conferencia Episcopal Alemana. Está perdido, aunque algunos consideran todavía la posibilidad de una aliada tardía.
Me extrañó el uso del femenino. ¿Es que una mujer podría ser tan importante para salvar a la Iglesia de esta situación?
— ¡Qué impío soy! -pensé- Mons. X. se refiere a la Santísima Virgen. El prelado, adivinando mi pensamiento, sonrió.
— ¡Oh no! La aliada a la que me refiero es la biología. El cardenal Marx come, bebe y fuma como un monstruo. No sería extraño que su salud nos dé una sorpresa.
— Y, en última instancia, siempre queda la posibilidad del accidente… -dije sonriendo.
Salimos al Strand. Nos despedimos, y mientras Mons. X. volvía a sus asuntos curiales que lo habían traído a Londres, yo me monté al autobús 91 que me devolvía a la British Library.