lunes, 31 de diciembre de 2012

Caranchos eclesiales


El título de este post, caranchos eclesiales, es la expresión que, con exquisita caridad, endilgó el fundador de un instituto religioso criollo a probos sacerdotes -muchos de los cuales habían sido sus amigos-, debido a la crisis sufrida por la rama femenina de esa fundación. El texto en que el aparece esta muestra de virtud, y otras muchas más del mismo tenor, denominado Reminiscencias, estuvo guardado bajo siete llaves durante varios años pero desde hace un tiempo circula por Internet.
Sin embargo, fuerza es reconocer que, efectivamente, existen varias clases de caranchos eclesiales, es decir, especímenes clericales especializados en picotear carne podrida y carne fresca.
He terminado de leer un libro viejo (del 2003) sobre el caso Maciel, escrito por uno de sus primeros seminaristas, abusado durante años por el cura pervertido. Se trata de Alejandro Espinosa y su libro se titula El Legionario. La completa escasez de dotes literarias del autor se oculta bajo la revelación no solamente de la perversidad del fundador de los Legionarios sino también de sus tácticas de reclutamiento y permanencia.
Resulta curioso, y también asombra, comprobar las numerosas coincidencias en este sentido entre la fundación chaparrita y la fundación cuyana. Aquí punteo diez de ellas:
1. La utilización de las mismas técnicas de control para evitar, durante la etapa del seminario, las defecciones. “Fuera de la Legión no hay más que condenación eterna”, decía Maciel. “Vocación perdida, condenación segura”, sigue diciendo el Carnicero. O bien, “Temo al Dios que pasa y no vuelve”, dicha por ambos con insistencia.
2. Estricta prohibición de que los miembros del instituto se dirijan espiritualmente o se confiesen con sacerdotes externos. Esta orden se estipula con total claridad en las famosas Reminiscencias. Hay que señalar que también (San) Josemaría Escrivá reglamentó en el mismo sentido. “Los trapos sucios se lavan en casa”, decía el zorro de Maciel. “No vengan a husmear y abrirle los ojos a los incautos”, dice el otro.
3. Apelación continua a la Providencia divina para justificar todo lo que le sucede a la fundación. Es decir, manipulación de los hechos de modo tal que parezcan el fruto de la acción providencial de Dios. De esta manera, los miembros del instituto que se traguen este “relato” jamás podrán juzgar desaciertos en su fundador ni tampoco alcanzarán independencia para justificar o no las objeciones y exigencias que les impongan desde afuera. “El Padre no se equivocó. Solamente fue una herramienta de la Providencia”, o bien, “Los obispos no nos persiguen porque en nosotros haya algo malo; nos persiguen porque son herramientas de la Providencia”.
Se trata simplemente de un relato, es decir, de una clave de lectura e interpretación de la realidad que oculta a la realidad para mostrar la narración que decide el narrador.
4. La utilización de los más repugnantes medios humanos para lograr influencias en la Curia Romana. Unos, a través del cardenal Pizzardo; otros, a través del cardenal Sodano.
5. Propensión por parte del fundador de rodearse de una pequeña corte de seminaristas –en general, esbeltos, rubios y ojizarcos- que serán considerados por todos sus compañeros como los privilegiados y los más santos, y utilizados para mantener el control en la tropa.
6. Exilio y destrucción del miembro del instituto que ose cuestionar al fundador, aún cuando haya sido integrante de la elite ojizarca. Maciel los mandaba a algún oscuro destino en México o Irlanda hasta que, aniquilado, el joven sacerdote dejaba el Instituto. En otro casos, el exilio fue en Rusia o Hong Kong.
7. Urgencia por la fundación en la mayor cantidad posible de países. Se trata de un modo privilegiado de presión a los obispos y al mismo Vaticano para logar una pronta aprobación.
8. Destinación de los nuevos sacerdotes y religiosas de acuerdo a las mayores probabilidades que tenga el candidato de conseguir dinero en el destino específico. Por ejemplo, si una religiosa es de origen holandés y como tal la delata su apellido, será destinada a Amsterdam.
9. Secreto impenetrable acerca de las defecciones producidas en el Instituto. Nadie sabe, ni siquiera los mismos miembros, cuántos son los que salen y en qué condiciones lo hacen. Por eso, es casi una norma no preguntar nunca acerca de la vida de tal o cual sacerdote.
10. “Desaparicion” y negación de los primeros miembros del Instituto, de modo tal que el único que permanezca y brille sea el fundador. Los mexicanos “desaparecieron” al grupo fundador y descalificaron a los Once de Comillas; los argentinos, negaron y condenaron al averno a dos de los co-fundadores (PP. Nadal y Lojoya) y desaparecieron al segundo Superior General (P. José Luis Solari).

Es verdad. Las coincidencias son más de diez pero lo dejamos aquí.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Es la belleza, estúpido!


Hace algunos meses, en una reunión de amigos hablábamos sobre la liturgia bizantina y sus características tan particulares y diversas a la de la liturgia latina. Uno de ellos dijo: “Está muy bien esa liturgia pero hay que tener cuidado de que tanta belleza oculte el sacrificio”. No sé hasta dónde era consciente de lo que decía y presumo que detrás de ese comentario se ocultaría algún cerebrito clerical. Traducido, la intención de este buen muchacho era la siguiente: el impacto que nos produce la belleza propia de la liturgia bizantina es peligrosa porque nos impide razonar acerca de lo que está ocurriendo en la liturgia. Es decir, lo importante es razonar y entender, no quedarse obnubilado, o arrojarse, a la belleza. En definitiva, el factor salvífico subjetivo de la liturgia nos viene por la razón y no por la belleza. Y creo yo que no es así.
La liturgia es esencialmente belleza salvífica. La repetida sentencia de Dostoevsky – “La belleza salvará al mundo”-, sólo puede ser entendida en ese sentido. A nosotros, racionales y mediocres conocedores de la escolástica medieval, la frase nos parece incomprensible y absurda. Sin embargo, como cristianos sabemos que la verdadera belleza es el rostro transfigurado de Cristo-hombre, y se trata de una belleza que tiene su origen en la voluntad salvífica de Dios Padre hacia la humanidad. Y es así que los Padres, tanto de la Iglesia oriental como de la occidental, afirman que la liturgia es la obra salvífica del Unigénito Hijo de Dios que continúa en nuestros tiempos.
Esta concepción de la liturgia como un entrocamiento sin solución de continuidad entre la vida del cielo y la de la tierra aparece con mucha claridad en la teología bizantina. Ellos ven que sus iglesias y la liturgia que en ellas se celebra es una imagen del mundo divino, tal como afirma San Germán de Constantinopla (s. VIII): “El templo es el cielo en la tierra, donde el Dios del cielo habita y se mueve”. Y por eso, cuando a fines del siglo X San Vladimir de Kiev envía a sus embajadores para que visitaran templos musulmanes, cristianos latinos y cristianos bizantinos a fin de decidir qué religión adoptaría el pueblo ruso, sus legados le dijeron: “Cuando visitamos a los griegos, vimos donde ofician en honor de su Dios, y no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra, porque no hay sobre la tierra un espectáculo tan bello, y que no somos capaces de describir. Allí Dios habita con los hombres… Todavía no podemos olvidar tanta belleza”.
Es verdad que a nuestro oídos modernos nos suena un relato naïf  propio de pueblos primitivos como eran los habitantes de la Rus de Kiev en los umbrales del primer milenio. Pero prestemos oídos cristianos. Esta visión bizantina de la liturgia no es una fantasía, sino que proviene del misterio de la encarnación de Cristo, anunciado en las Escrituras y explicado en los textos litúrgicos. San Pablo le escribía a los filipenses: “Cristo Jesús, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor,  haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"”. El Salvador del mundo es Jesucristo resucitado, glorificado, ascendido a los cielos y sentado en la gloria a la derecha del Padre. Más bello que Él nada existió, nada existe y nada existirá. Y su manifestación es la liturgia.

San Juan Damasceno (s. VIII) dice: “En los tiempos antiguos Dios, incorpóreo y sin forma, no podía ser representado bajo ningún aspecto. Pero ahora, porque Dios ha sido visto mediante la carne… yo represento aquello que de Dios ha sido visto”. En esta teología, el ritual eclesiástico constituye tanto una representación cuanto una re-presentación –hacer de nuevo presente- la obra salvífica de Cristo sobre la tierra.
Es esta concepción la cualidad fundamental de la liturgia bizantina: trascendente, pero no distante; hierática, pero no clerical; común, pero no impersonal; tradicional, pero no formalista. Este equilibrado mosaico es muy fácil de romper pero implica que, para los orientales, la acción litúrgica no sea simplemente una “ceremonia” sino también un objeto de contemplación, una visión majestuosa, llena de misterio, frente a la cual nos prosternamos con temor reverencial.
Al ingresar a una iglesia tradicional rusa, se experimenta el encontrarse en un lugar de misterio, un lugar santo, separado del mundo e inundado de la presencia de Dios. La gran barrera del iconostasio se alza delante del santuario, donde está el Santo de los Santos y el trono de Dios. Nadie, a excepción de los ministros sagrados, puede pasar a través de las puertas de esta pared divisoria. Pero esta barrera, que en algunos momentos del oficio puede esconder el altar a nuestra vista, no es un obstáculo para la participación del pueblo en los misterios de la liturgia, sino más bien una ayuda. En efecto, la piedad oriental nace tanto del ocultamiento como de la manifestación, y las puertas y el velo del iconostasio son un testimonio tangible del misterio que se vive en la liturgia. Si siempre todo es manifiesto, no hay manifestación. De allí la necesidad del ocultamiento, y que Nicolai Gogol haya escrito: “En este momento, las puertas reales son abiertas solemnemente, como si fueran las mismas puertas del reino de los cielos, y delante de los ojos de los fieles reunidos aparece radiante el altar, semejante a la morada de la gloria de Dios y lugar de la sabiduría celestial de la cual desciende sobre nosotros el conocimiento de la verdad y la proclamación de la vida eterna”.
En nuestro mundo sublunar, es este el único modo –el simbólico- en el que somos capaces de entrar “al interior del velo del santuario, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb. 9,11). Pero esta entrada no es menos real porque, desde el momento en que Cristo vino de una vez para siempre, se ha abierto una brecha en el muro del cielo y nosotros estamos en comunión con la liturgia celestial ofrecida por las potencias celestes en torno al altar de Dios.
La liturgia celebrada en esta atmósfera de profundo simbolismo, a través del cual el esplendor sobrenatural de la inaccesible majestad de Dios se hace cercano, se testimonia  la exaltación y la santificación de lo creado, la majestuosa aparición de Dios que nos inunda, nos santifica, nos diviniza a través de la luz transfigurante de su gracia celestial. No se trata solo de “recibir los sacramentos” sino de vivir habitualmente dentro de una atmósfera que nos envuelve en cuerpo y alma, transfigurando la propia fe en una concreta visión de belleza y gozo sobrenatural.
Peter Hammond escribe lo siguiente en su viaje a la campiña griega: “Para los cristianos griegos la más humilde iglesia rural es siempre el cielo en la tierra, el lugar donde hombres y mujeres, según su capacidad y su deseo, se aferran a la liturgia adorante del cosmos redimido, donde los dogmas no son abstracciones estériles sino himnos de exultante alabanza, y la obra salvífica de la compasión divina –la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día y la ascensión al cielo- se hace presente y efectiva a través de la obra del Espíritu Santo que fue, es y será”.
Insisto. Para nosotros, modernos latinos racionalistas, esto no parece más que poesía. Sin embargo, no es así. La liturgia es teofanía, terreno privilegiado de nuestro encuentro con Dios, donde los misterios son verdaderamente vistos con los ojos transfigurados de la fe. Es muy significativa la anécdota que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba que lo importante de ser cristianos es la conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la oración. Agregaríamos nosotros el grupo parroquial, las marchas próvidas, los campamentos y muchas otras “manijas”. Y, en todas estas actividades, la liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso le respondió: “Entre ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna. Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa (la Pascua)”.
Cuando descendemos de este mundo al que nos ofrece nuestra liturgia romana heredada del papa Montini –al que algunos últimamente se les ha ocurrido hacer santo!- nos pegamos un terrible porrazo. Creo yo que ni siquiera en el mejor de los casos, cuando es bien celebrada si es que esto es posible, puede transmitir un mínimo porcentaje de belleza. No fue pensada para eso por los reformadores. Ellos más bien querían una reunión festiva de fieles animada por un Piñón Fijo u otro showman presbiteral. Ni qué hablar de las liturgias parroquiales habituales, que están mal o, más frecuentemente aún, malísimamente celebradas. En ellas la belleza y el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos; lo sobrenatural por lo sociológico; el cielo por la tierra. Hoy, no es la belleza la que salva el mundo y ni siquiera la razón. Duele decirlo, pero pareciera que estos curas sostienen que es la fealdad popular la que salva.
Y así estamos. ¡Es la belleza, estúpido! 

jueves, 13 de diciembre de 2012

Oda a la buena muerte (del blog)

Jack Tollers me manda la traducción de una breve oración de Newman pidiendo una buena muerte. Y lo hace, me dice, temeroso de que el blog esté agonizando y pronto a la muerte.
No se trata de eso. Se trata simplemente de mi pereza.


Oh Señor y Salvador mío, fortaléceme en aquella hora con los brazos vigorosos de tus sacramentos y con la fresca fragancia de tus consuelos. Que se pronuncien sobre mí las palabras absolutorias y que sea signado y sellado con los santos óleos; que tu propio Cuerpo sea mi alimento y que sea rociado con tu propia Sangre; permite que me aliente mi dulce Madre, María, y que mi ángel me susurre con un mensaje de paz, y que mis gloriosos santos me sonrían: para que en su compañía y por su mediación reciba yo el don de la perseverancia, y muera, tal como deseo vivir, en tu fe, en tu Iglesia, en tu santo servicio,  y en tu amor.
John Henry Newman

viernes, 9 de noviembre de 2012

Super flumina Babylonis


Super flumina Babylonis
illic sedimus et flevimus
cum recordaremur Sion…
Si oblitus fuero tui Ierusalen,
oblivioni detur dextera mea!

Intentaré responder a la objeción de un Anónimo y a la de CEG. Se trata de una discusión que hemos tenido varias veces en este blog pero que sigue irresuelta y tiene que ver, en el fondo, con el carácter del cristianismo.
Dice el Anónimo: El problema existencial que se le impuso al hombre es el de resolver este Puente, el de establecer la Relación que pueda sortear este abismo: Cristo mostró el camino por medio de una Epopeya cruenta. Pero exigió a cada uno asociarse a Su esfuerzo, realizar su propia epopeya, tender su propio puente; buscar a Dios; y esto no es soplar y hacer botellas. Esa epopeya se libra en el presente, mejor dicho en el Instante, donde el abismo entre lo eterno y lo temporal parece acortarse hasta desdibujarse... Creo que pocos no coincidirán en que la única gran epopeya es la de Cristo; pero si no acertamos a resolver nuestro Instante (el aqui y ahora con los K o sin ellos, por ejemplo ), como Dios prevé que lo resuelva, de poco sirve que sepa aquello. Y no errar en esto ya es toda una epopeya.
Me parece acertado el principio que plantea y estoy totalmente de acuerdo. Sin embargo, objeto la aplicación que usted hace del principio. En efecto, asocia, a mi entender injustificadamente, nuestro Instante, con un instante político. Es decir, según usted, resolver el instante -el kairós o momento oportuno en el que, en definitiva, termina resolviéndose toda nuestra vida- pasa para una instancia política. Definitivamente, no es así. La resolución del kairós tiene que ver con mi existencia individual y particular que está sumergida en un proceso de un autorealización que consiste en develar la potencia por el acto o, dicho de otro modo, en la sotería o salvación de la potencia por el acto. En lenguaje cristiano, la salvación del instante es elegir hic et nunc -el instante- mi perfección como hombre, es decir, elegir la virtud y desechar el vicio, o elegir a Dios y rechazar el pecado.
Por cierto que, ocasionalmente y en algunos casos concretos, los K., el 8N o el 7D, tienen algo que ver con todo esto. Pero siempre será una relación marginal y momentánea. Reducir el Instante a la acción política concreta, o hacerlo depender de ella, no es correcto y, me animaría a decir, tampoco es cristiano.
Y frente al problema del Instante siempre existe la gran tentación del "escapismo" sobrenatural, mas consolador y soporífero cuanto mas piadoso parece. ¿Quien puede decir que tiene la precisa sobre este asunto.? Renunciar a la propia epopeya del Instante y refugiarse en la de Cristo por temor a equivocarse, es como el "disolverse en dios" de los orientales.
El error anterior lo lleva a calificar de piadosones orientalisantes a los que no asocian el propio Instante a la acción política. Quisiera yo saber qué se entiende por “escapismo”. ¿Ocuparse de lo único importante es ser “escapista”? Porque en el cristianismo hay una sola cosa importante, y es salvar el alma. Y por una razón muy sencilla, que la dio Nuestro Señor cuando era interrogado por un político: “Mi Reino no es de este mundo”. Si el Reino que los cristianos buscamos fuera de este mundo, ¿no mandaría el Señor algunos cuantos ángeles para que resolvieran la cuestión política con rapidez y eficacia? Pero nuestro Reino, el que ya está entre nosotros, no es de este mundo. No creo yo que la perla de gran precio o el tesoro escondido que movió a sus descubridores a vender todo lo que tenían para hacerse de ellos, sea una Argentina católica y libre de K. o de Macris. La perla y el tesoro tienen que ver con el verdadero Reino que ya ha comenzado y sólo espera su manifestación final.
Respondiendo ahora a CEG, que expresa de un modo más desembozado la misma argumentación, concluyo mi idea.
Estoy de acuerdo con él en que con un clero santo solucionamos algo, pero no mucho. Esta vez no estoy de acuerdo con Crux Australis. Pero sigue CEG, “La Religión es lo mas importante; pero la Política es lo más urgente (por lo menos en la Argentina que nunca la tuvo). Pregunto yo, ¿quién dice eso? ¿Con qué autoridad se afirma? Le pido que me señale qué Padre de Iglesia, qué Doctor, que autoridad teológica, hace tal afirmación (por cierto, me diego a incluir en ese grupo a Charles Maurras). Si usted se toma el tiempo de estudiarlo, verá que nunca el cristianismo propuso cosa semejante. Más aún, ningún Padre y ningún Doctor se interesó jamás en la política, en el sentido que usted le da el término. Qué mejor momento para ello hubieran sido los primeros siglos, en medio de un Imperio decadente peor que el actual reino K, y sin embargo, entre persecución y persecución y entre martirio y martirio, los Santos Padres se dedicaban a contemplar y tratar de decir algo del misterio trinitario o de la maravilla inexplicable de un Dios que se hacía hombre. ¡Terriblemente escapistas eran los Padres! En vez dedicarse a ordenar la política según los principios cristianos, se ocupaban de comentar los Salmos y el Cantar de los Cantares. ¡Piadosones!
Y sigue CEG: Cuando muy "piadosamente" se aniquila lo "natural", lo que queda no es lo "sobrenatural"; sino lo "antinatural". De acuerdo con esta frase que no por cliché es menos cierta. Pero la cuestión aquí es qué entiende CEG por natural. Sospecho que me diría que, siendo el hombre un animal político según la sentencia aristotélica, es natural que se ocupe de política. De acuerdo, pero ¿sabrá CEG qué entendía el Estagirita por política? La política era una de las actividades del hombre libre y adinerado, que no tenía que ocuparse por sus necesidades porque para eso estaban sus esclavos, y que se reunía diariamente en el ágora local a discutir los problemas de su polis, es decir, su ciudad de algunos cientos de habitantes, a fin de que la cosas se ordenaran de tal modo que le permitiera a sus ciudadanos alcanzar y practicar la virtud a fin de poder dedicarse a lo única actividad importante del hombre, y la que lo defie como tal: theoría o contemplación. Es decir, lo natural en el hombre es la contemplación. La política, un medio para ella, y reducido siempre al ámbito acotadísimo de la polis. Entre esta idea aristotélica y la formación para la acción, en la acción que propone CEG, media un abismo bastante amplio.
Y termino con un argumento ad hominem y una aclaración. Cuando estos cultores de la acción política directa y detractores del escapismo piadoso que nunca terminan de definir, tuvieron la oportunidad de poner en práctica sus enseñanzas, con todos los medios a su alcance (apoyo político-militar incondicional, todo el dinero que necesitaran, la educación a su servicio, el apoyo de buena parte de los obispos, etc.) no pudieron hacer nada. No digo que no quisieron. Claro que quisieron, y dejaron los mejor de sí en el empeño. Lo dije en el post anterior, y lo repito: fueron hombres, a su modo, ejemplares; me formé con ellos, y los reverencio y reconozco por todos los méritos que tuvieron, que fueron muchísimos, ciertamente muchos más que los míos. Pero se equivocaron; fue una dulce tentación, ese no es el camino.
Y aclaro que no soy contrario de la acción política de modo absoluto. Creo que es posible una política en el ámbito en el que Aristóteles la pensó y en la que todavía puede ser efectiva: los ámbitos pequeños y acotados, en los que no sea necesario involucrarse con el sistema político para actuar. Por ejemplo, un colegio, la universidad, alguna ONG, una pequeña cooperativa, pero no más que eso.

Sobre los canales de Babilonia,
nos sentábamos a llorar
 cuando nos acordábamos de Sión…
Que se me paralice la mano derecha
si me olvidara de ti, Jerusalén.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Epopeyas


Anoche vi el programa de Lanata. El gordo no es santo de mi devoción: progre, zurdoide y manipulador de la información pero, hay que decirlo, es inteligente, lo cual no es poco en un periodista argentino. En el informe que presentó muestra entrevistas sobre de la situación del país realizadas a Tomás Abraham, Martín Caparrós y Guillermo Raffo. Ninguno de los tres caen en mi círculo de simpatías pero, una vez más, hay que reconocer su agudeza y capacidad de análisis.
Quiero comentar aquí una frase de Abraham que me pareció muy acertada: “Son pocos los que se bancan la verdad; es más fácil embarcarse en las epopeyas”. La dijo como respuesta a la pregunta de Lanata acerca de por qué gente inteligente y buena se embarcaba en discurso K. Creo que la sentencia puede ser aplicada también a otros ámbitos, como el nuestro. Veamos.
¿Quiénes se embarcan en epopeyas? Entiendo por tal un “relato” que brinda un marco de justificación a las propias acciones y elecciones dentro de una épica natural o sobrenatural. Creo yo que los inmaduros, los incapaces, los cortos, los oportunistas y los que no se bancan la verdad.
Cuando ocurrió la guerra de Malvinas yo tenía quince años. Por supuesto, me embarqué con entusiasmo en la epopeya patriótica que nos vendía un gobierno militar agonizante y que cualquier persona madura y pensante podría haber percibido que, más allá de la justicia de la causa, la decisión sería un error trágico e irremontable. Yo tenía la inmadurez propia de la adolescencia, y compré el relato.
Nadie puede reprocharle a los villeros y demás especímenes oscuros que compren del relato K. Son incapaces para pensar y discernir y compran lo que le ponen delante, si viene acompañado de unos pesos.
Llamo “cortos” a los incapaces de juzgar el momento y las circunstancias presentes. Es decir, a los faltos de inteligencia entendida como virtud o, mejor aún, a los faltos de prudencia y de todas sus virtudes derivadas. La persona que transcurre su vida entre el trabajo durante el día y Tinelli durante la noche, no puede poseer demasiada capacidad de juicio crítico, o de prudencia con respecto a la realidad concreta y particular. Simplemente, sobrevive o gasta su vida hasta que se le acabe. Si los K. les dieron la posibilidad de comprarse la pantalla de LCD para ver mejor a las bailarinas de M.T. cuando llega cansado a su casa, comprará el relato sin pensar demasiado, o sin pensar nada.
Oportunistas son los que se embarcan en las epopeyas porque les conviene y hasta que les conviene. Durante el último gobierno militar, Primatesta, Aramburu y la mayoría de los obispos se embarcaron en el relato de la represión ilegal porque les convenía. Cuando vieron que empezaba a hacer agua, saltaron del bote, dejaron a los militares solos y se subieron a la epopeya de la democracia. No creían nada más que en sus prebendas y comodidades. Podemos estar poco o nada de acuerdo, pero hay que reconocer que Tortolo y Bonamín compraron la epopeya y la sostuvieron, y que Hesayne, Novak y De Nevares nunca la compraron. Al menos fueron coherentes.
¿Y los que no se bancan la verdad? Aquí es más difícil de encontrar una definición. Son los que viendo, cierran los ojos porque no quieren ver. Es más fácil y tranquilizador. Porque ver implica actuar en consecuencia. Mejor entonces es no ver, escudándose en obediencias y humildades, y sosteniendo sobre los hombros la epopeya. Muchas veces hemos hablado con amigos, y en este blog, acerca del asombro que nos causa que gente buena e inteligente permanezca en ciertas fundaciones religiosas cuando a ojos vistas no deja de hacer estrago tras estrago, dejando un tendal de vidas destrozadas de sacerdotes, religiosas y laicos. ¿Es que no ven lo que es evidente? Es comprensible que no lo vean los seminaristas porque aún son inmaduros; es comprensible que no lo vean los cortitos que acarrean a paladas pero, ¿cómo no lo ven los otros (y aquí podríamos poner muchos nombres que todos conocemos)? Oportunistas ciertamente no son. Es gente buena. Creo que no ven porque no se bancan la verdad. Ver les exigiría actuar, y actuar en ese ámbito puede ser muy peligroso.
Pero este no es un post sobre los kukeses. Es sobre quienes compran las epopeyas.
Creo que hay una sola epopeya que merece ser comprada. La única verdadera. La que Cristo nos dejó en su Evangelio.

viernes, 2 de noviembre de 2012

El mundo invisible

"Y por la fuerza de la añoranza que tenemos de aquello que no vemos, deseamos con toda el alma y rezamos por la disolución de todo lo que vemos".
Cardenal Newman



Inmersos y manchados como estamos por la miasma K, siempre es reconfortante volver a leer el mejor sermón de Newman.
Se pude bajar de la página de Jack Tollers desde aquí.

sábado, 27 de octubre de 2012

Una buena nueva


En el inmediato posconcilio se puso el acento en una reforma más bien sociológica de la Iglesia. El Concilio se interpretó como una ruptura y, por lo mismo, se puso en marcha la utopía de una Iglesia distinta.
Algunos siguen insistiendo hoy en las bien conocidas (y aburridas) recetas del progresismo teológico: la fe reducida a frío moralismo y la Iglesia convertida en una agencia del cambio social.
El futuro de la fe no pasa por su mimetización con el espíritu del tiempo, una modernización que la haga un fragmento más del mundo, irrelevante e insignificante.
A mí, como obispo católico, poco me interesa una Iglesia más moderna. Ya hemos perdido demasiado tiempo en eso. Me quita el sueño el anuncio del Evangelio: Dios en el corazón del hombre.

Estas palabras fueron publicadas en un diario mendocino el jueves pasado por Mons. Sergio Buenanueva, obispo auxiliar de Mendoza. 
Notable. ¿Qué tendrá que decir Mons. Arancibia, el felizmente renunciante arzobispo de esa diócesis?

lunes, 15 de octubre de 2012

Dulces tentaciones


Los abundantes comentarios del último post y varias lecturas recientes me han llevado a pensar en las dulces tentaciones que debieron soportar el clero y los laicos del post-peronismo, y en las que cayeron. Debo decir que yo, en sus circunstancias, hubiese caído también. Porque se trata de tomar el camino más corto y más fácil para solucionar el problema, sobre todo cuando el problema es grande e inminente. Es difícil no caer en la dulce tentación.
Los obispos, gran parte del clero y de los laicos más esclarecidos de esa época (1955-1966), veían con terror que se les acercaba el gran monstruo del comunismo. Esa había sido una de las razones por las que se habían recostado sobre el peronismo una década atrás porque que les garantizaba un claro anti-comunismo. Pero con el General en el exilio, se las veían venir. La lectura de las cartas pastorales, homilías y demás alocuciones públicas de Caggiano y de otros muchos obispos de los ’50 y ’60 muestra la casi obsesión que tenían por el tema, aunque en Argentina la presencia propiamente comunista era ínfima. Y en esto, hay que decir, eran clarividentes. El marxismo era un peligro real para el país; tan real que terminó triunfando, aunque ellos no podían saber que su triunfo iba a venir en la cultura y en la sociedad, y no en la política como ellos, razonablemente, creían.
Pobres, a pesar de que lo intentaron, no pudieron frenar la penetración cultural y social del marxismo, ni el marxismo violento de los ’70 aunque, convengamos, ¿quién podría haberlo hecho? Muchos fueron los factores que les jugaron en contra. Aquí van algunos:
1. Falta de idoneidad para el cargo. Sobre esto ya nos aleccionó Castellani en sus famosas cartas en las que, por ejemplo, en 1953 afirmaba que en la Iglesia argentina “los ciegos guían a los videntes y los asnos enseñan a los doctores”. Es que en “esta tierra ganadera los teólogos no abundan”, y mucho menos abundaban en el colegio episcopal de esa época, y de ésta.
La relectura de la carta del P. Castellani al nuncio Mario Zanin es apropiada para recordar la situación, pero veamos el testimonio de otros eclesiástico. Mons. Bonamín recordaba que durante una Semana Santa tuvo que reemplazar al obispo de Mercedes Anunciado Serafín, y descubrió su biblioteca cubierta de telarañas. “Esto repercutió en la tarea del Concilio, que obligaba a leer, comprender y apreciar temas de alta teología y de historia de la Iglesia”, explica. José Pablo Martín, exsacerdote y actual patrólogo, escribe refiriéndose a Mons. Audino Rodriguez y Olmos: “En sus libros, de orden apologético, no hacen mella ninguna las preocupaciones intelectuales, exegéticas, teológicas de Europa. Es como si estuviera detenido en la España del siglo XIX. Todas las tormentas intelectuales que agitaron el pensamiento europeo entre las dos guerras mundiales… eran totalmente ajenas a las preocupaciones de uno de nuestros principales obispos intelectuales”.
Esta falta de teología necesaria para cualquier obispo o, lo que es lo mismo, la repetida manía de nombrar mediocres para la tarea episcopal, provocó que el mundo y las circunstancias le pasaran por arriba a los pastores argentinos.
2. El Vaticano II: un salvavidas de plomo.  El Concilio vino a complicarle en serio las cosas a los obispos argentinos. Desde la caída del peronismo habían comenzado a aparecer curas contestarios que seguían el ejemplo de los curas obreros franceses, y que muy rápidamente comenzaron a virar hacia el marxismo. Interesante para conocer esta historia es leer Cristo revolucionario. La Iglesia militante, de Lucas Lanusse. El problema es que lo que podrían haber sido un caso de indisciplina, relativamente sencillo manejar, recibió dos espaldarazos impensados. En primer lugar, la celebración del desgraciado Concilio Vaticano II que, interpretado como fue en ese momento (¿había, acaso, otra interpretación?) justificaba ampliamente la actividad de los curas amotinados y le restaba autoridad a los obispos en nombre de la colegialidad, del diálogo y de todas las otras palabras bonitas que conocemos. Y, en segundo lugar, el apoyo que comenzaron a tener los curas rebeldes por un grupo de obispos jóvenes: Angelelli, Devoto, Podestá y Quarracino. Los cuatro, y otros que se le sumaban circunstancialmente, hacían parte con los curas y complicaban las reuniones del episcopado propugnando a veces, y de modo abierto, la interpretación marxista del cristianismo. [Es interesante ver cómo terminaron estos prelados: Angelelli, muerto en lo que pareció un accidente en 1976; Devoto, muerto en un accidente automovilístico real en 1984; Podestá, amancebado con Clelia, su secretaria; y el gordo Quarracino, como cardenal arzobispo menemista de Buenos Aires].
Y así, durante el Concilio, se reunieron en Roma un grupo de obispos presididos por Helder Cámara, y entre los que se contaban Angelelli y Devoto, y redactaron un documento -“De los obispos del Tercer Mundo”- en el que, luego de renunciar a la visión tradicional de la Iglesia, decía literalmente que el marxismo constituía una evolución de la sociedad. Cuando el texto llegó a Argentina, fue traducido y publicado. En poco tiempo, -y sin Internet-, Devoto había recibido la adhesión de más de cuatrocientos sacerdotes del país. Poco después, hacen la primera reunión en Córdoba. Se congregaron novecientos sacerdotes. Uno de sus líderes era Lucio Gera, que siguió haciendo un daño enorme a la iglesia argentina desde los altos puestos como formador que le concedieron los diferentes arzobispos de Buenos Aires y las autoridades de la UCA. Felizmente, dejó de dañar hace poco más de dos meses.
Caggiano y la mayoría de los obispos argentinos tenían el problema en casa y no pudieron ni supieron resolverlo. Literalmente, la situación los pasó por arriba. Decía el Pocho Aguer al respecto: “Caggiano no comprendía en qué había cambiado la teología. Como otros obispos viejos estaba perdido entre la vieja teología, llena de seguridades, y las nuevas teologías, donde todo podía estar en duda. No se ubicaba. Yo recuerdo que siendo seminarista estaba todo en suspenso. No se sabía qué cosas valían todavía. Todo se podía discutir en el mismo nivel, ya sea un ornamento para dar el bautismo como un artículo del Credo”.
Frente a esta situación, ¿qué hacer? O, dicho a lo Chapulín Colorado: “Y ahora, ¿quién podrá socorrernos?”. Y es aquí donde aparece la dulce tentación de recurrir a la fuerza política o militar, es decir, resolver el problema desde afuera. Insisto en que era muy difícil no caer en esa tentación y probablemente nosotros, en esas circunstancias, hubiesemos sido los primeros. A los obispos y laicos del momento el golpe de Onganía del ’66 se les presentó como la (única) solución a mano para salir adelante. Era la dulce tentación de los sables y los bastones largos. Era la oportunidad que esperaban los laicos que afirmaban la necesidad y deber de los católicos de actuar directamente en política. Y por eso el grupo de “Ciudad Católica”, asesorado por el P. Grasset, recientemente fallecido, llenó el primer gabinete del Gral. Onganía. Sus nombres, en muchos casos, nos provocan una justa y merecida admiración y veneración, ya que fueron hombres entregados a su ideal. Es el caso, por ejemplo, del coronel Juan Francisco Guevara (más allá de lo que le hicieron hacia el final de su vida a este santo varón los felones discípulos del Carloncho).
Pero no funcionó.
Es verdad que la UBA y el resto de las universidades nacionales eran una cueva de marxistas, pero los bastones largos no solucionaron el problema. En realidad, lo agudizaron.
Es la dulce tentación de transformar el mundo desde arriba, y por la fuerza si es necesario. No sirve. Los primeros cristianos lo transformaron transformándose.
La dulce tentación  es meterse en política, soñar con el partido católico o con infiltrarse en partidos tradicionales, para hacer la “patria católica”.
No sirve. Ya se intentó en el ’66, en condiciones ideales, sin Congreso y sin sindicatos con los que pelear, sin la basura progre que nos trajeron Alfonsín y los K y con la fuerza e las armas a favor. Y no funcionó.
Y las dulces tentaciones continúan. Sería casi como hacerse lanatista porque el Gordo esmerila cada domingo a los K. Así no funciona el cristianismo.
Ser cristiano es otra cosa.

jueves, 4 de octubre de 2012

Pura sangre



Los comentarios del último post derivaron en una crítica bastante dura, y previsible, de la actitud del Pocho Aguer en ocasión del ataque de un grupo de degenerados a su catedral.
No estoy muy seguro de que el arzobispo, en este episodio concreto, debería haber estado allí presente. Como bien acotó alguien el blog, habría sido darles el gusto a los orcos. En una palabra, gastar pólvora en chimangos.
Sin embargo, y dejando de lado el caso concreto del Pocho, un repaso histórico de los últimos setenta años en nuestro país no hacen más que confirmar lo que hemos hablado en este blog hasta el hartazgo: nuestros obispos son, sin duda alguna, obispos argentinos de pura sangre. Es decir, por todos ellos corre la sangre traidora y cobarde que corrió por las venas de la mayoría de los prelados argentinos del último siglo.
Ya nos lo decía Castellani hace más de cinco décadas, pero aquí quiero aportar algunos datos más referidos a las actitudes de los dos primeros cardenales argentinos –Copello y Caggiano- durante la particular persecución a la Iglesia acaecida en el segundo gobierno de Perón.
Veamos algunas de las disposiciones del gobierno peronista tomadas en un lapso de pocos meses entre 1954 y 1955: se derogó la disposición que prohibía la enseñanza mixta a partir de los diez años; se eliminó la subvención estatal a los colegios dependientes de la Iglesia; se desterraron los crucifijos e imágenes religiosas de los lugares públicos; se cerraron las puertas de las cárceles a los capellanes; se eliminaron los espacios gratuitos de las emisoras de radio y televisión que poseían las instituciones católicas mientras se permitía las protestantes; se retuvo la designación de un obispo enviada por el Vaticano; se arrestó al director del diario católico El Pueblo y al de la editorial Difusión y se les suprimió la cuota de papel; se autorizaron los prostíbulos; se aprobó la ley del divorcio vincular; etc.
En el Congreso, en tanto, los diputados peronistas pronunciaban sus discursos sobre la Iglesia en estos términos: infames y satánicos clérigos; negras sotanas del vandalismo traidor; los que han convertido la casa de Dios en escuela de desacato, calumnia y violencia al servicio de la oligarquía; los nuevos judas que se escudan en el beso de la hipocresía; el sacerdocio del mal que quiere crucificar al Dios del amor por mísera paga; la víbora que ha salido al camino y será aplastada; los que queman incienso delicadamente oloroso a los siete pecados capitales; los cuervos de Dios en concubinato con el conglomerado de bestias de la antipatria; quienes, si creyeran en Dios, deberían arrodillarse frente a la imagen de Eva Perón, y muchas más del mismo tipo.
Como se ve, la situación era bastante grave y mucho más seria de lo que estamos viendo en la Argentina en los últimos tiempos. Hemos denunciado aquí varias veces la actitud cobarde y acomodaticia del cardenal Bergoglio que jamás dio su apoyo a manifestaciones de laicos en contra de algunas de las leyes inicuas que se han votado durante el gobierno K. Pero, ¿qué hacían en otras épocas sus antecesores?
En la década del ’50 era arzobispo de Buenos Aires Santiago Luis Copello, el primer cardenal argentino, quien tenía una particularidad: cuando las papas quemaban, siempre se enfermaba. Por ejemplo, para el famoso día de Corpus de 1955 cuya procesión, a pesar de haber sido prohibida por el gobierno, congrego a una inmensa multitud que apresuró la caída la Perón, Copello no apareció. Quien celebró la misa y presidieron la procesión fueron sus auxiliares, Mons. Tato y Mons. Rocca. Curiosamente, luego del triunfo de la Revolución Libertadora, el cardenal recuperó de inmediato su salud y apareció radiante junto a Lonardi.
Cuando el gobernador de Buenos Aires, Carlos Aloé, dispuso la detención de todos los obispos y sacerdotes de la provincia, Copello “debió ser internado de urgencia”, según difundió la prensa vaticana. Sin embargo, el cardenal primado estaba escondido en el domicilio del rabino Guillermo Schlesinger, de la sinagoga de la calle Libertad.
Cuando el resto de los obispos argentinos, bajo el impulso de Caggiano, decidieron reunirse y redactar un documento crítico al gobierno, debieron hacerlo en Córdoba debido a la oposición de Copello, que nunca concurrió a esos cónclaves y se negó a firmar todos los documentos hasta último momento, cuando vio que no tenía opción porque quedaría mal frente al Vaticano que apoyaba abiertamente a los obispos.
El cardenal Caggiano, arzobispo de Rosario, aunque decía que debajo de su sotana latía un corazón peronista, en 1954 encabezó la protesta de la Iglesia frente a los desmanes del General. Sin embargo, no podemos decir que fuera un dechado de valentía. Cuando viajaba a Buenos Aires, se alojaba en una casa de los redentoristas en Paraguay y Libertad, aledaña a la iglesia de Las Victorias. La noche del 16 de junio de 1955 un grupo de peronistas que ya habían prendido fuego a la vecina iglesia de San Nicolás de Bari comenzó a forcejar la puerta del convento. Viendo que la cosa se ponía fea, el cardenal decidió huir. Corrió hacia los fondos, se arremangó la sotana y saltó un muro. Al caer al otro lado se lastimó. En el edificio lindero vivían unas monjas vicentinas que lo atendieron. Luego un amigo lo pasó a buscar y lo llevó a su casa. En tanto, los matones habían entrado en la casa redentorista encontrando la resistencia de uno de los sacerdotes a quienes golpearon provocándole la muerte.
¿Y el clero y las monjas? Es verdad que habían muchos sacerdotes que, a diferencia de los obispos, mostraron una oposición decidida y valiente al gobierno de Perón. Otros muchos, sin embargo, se refugiaban en sus covachas. Algunos escritos redactados por laicos de esa época son un buen testimonio de la situación. El 25 de enero de 1955, uno de ellos fustigó “las vergonzosas muestras de cobardía” de clérigos, religiosos y monjas que “haciéndose eco de rumores absurdos andan desesperados a la búsqueda de trajes civiles y de casas de confianza donde refugiarse en caso de quemazones”. Decía que los católicos estaban dispuestos a dar la vida en defensa de la Iglesia pero que no darían un paso en defensa de conventos vacíos o de colegios e iglesias abandonados, ni podrían defender en las calles a monjas y religiosos disfrazados de civil. Más aún, los feligreses de una parroquia de Buenos Aires le advirtieron a su párroco asustadizo que, si lo veían por la calle sin su sotana, podrían confundirlo ellos mismo y darle una paliza.
Algunos meses después, en mayo del mismo año, otro escrito se dirigía directamente al cardenal Copello y le decía que “los laicos esperamos de usted ejemplos dignos y varoniles”, porque “un sacerdote cobarde causa náuseas a Dios y risa a los hombres”. Y se preguntaba: “¿Seguiremos retrocediendo, seguiremos hablando de apaciguamiento, seguiremos creyendo en la eficacia de entrevistas misteriosas y de frangollos de trastienda? Ha llegado la hora de reconquistas todo o perder todo”. Recordemos que el 8 de diciembre del año anterior anterior, cuando el gobierno prohibió la misa en Plaza de Mayo por el día de la Inmaculada, Copello la suspendió pero, a pesar de eso, se reunió allí una enorme concentración de más de cien mil fieles, desafiando al gobierno y a la cobarde actitud del primado.
En fin, los libros de historia y los memoriosos que aún quedan podrían engrosar estos ejemplos. La conclusión es clara: la cobardía del episcopado argentino viene de lejos y posee una ilustre prosapia. Son pura sangre.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Carta al Pocho

Con ocasión del ataque los los orcos a la catedral de La Plata del último domingo, y de la defensa del templo por parte de fieles laicos y la previsible ausencia de los pastores, una de las asistentes le escribió la siguiente carta a Mons. Héctor Aguer, alias "El Pocho", arzobispo de esa ciudad:


Excelentísimo Arzobispo de La Plata, Monseñor Aguer:
Le escribo desde lo mas profundo de mi alma católica. Soy fiel de esta Diócesis y ayer estuve en la defensa de la Catedral.
Ya debe saber lo que ocurrió allí. Si lo vió desde la Curia tal vez no capto enteramente lo ocurrido, entonces le voy a contar.
Yo estuve a un metro de los manifestantes abortistas, que marcharon luego de uno de esos congresos de adoctrinamiento marxistas que están tan de moda últimamente, con la intención de pintarrajear la casa de Dios, nuestra Catedral.
Con un conjunto de fieles nos ubicamos en la base de las escalinatas, para impedir el paso. La policía a los costados en silencio. Las abortistas, rugiendo, vociferando insultos a Ntro. Señor, a Su Madre y a la Santa Iglesia. Delante, muy cerca mío un sacerdote, detrás fieles y algún otro cura. No mucho más.
Aquellas endemoniadas nos cantaban “cada vez son menos” y tenían razón.
¿Dónde estaba usted? ¿Donde el resto de los sacerdotes? ¿O el Seminario?
Silencio. No estaban.
Me duele la jerarquía de la Iglesia, Monseñor, me duele muchísimo. Y no me duelen los escupitajos con los que me cubrieron, ni los envases de aerosol que me arrojaron, ni los insultos impuros con los que marcharon mis oídos de mujer católica. Me duele el alma. Y no por mí, por ustedes.
Usted se lo perdió. Perdió la oportunidad de ser humillado, escupido y golpeado por Cristo. Y lo merecía, merecía esa humillación. Y ¿sabe por qué? Porque ha sido uno de los pocos miembros de la Jerarquía mediocre de la Iglesia argentina que ha dado la cara por Cristo. Y su presencia ayer hubiese sido magnífica. Hubiese sido una hermosa obra para presentar a los pies de Ntro. Señor, cuando le llegue la hora de dar cuenta de su vida.
Solo imagine, en la base de las escaleras, Usted, junto a los sacerdotes de esta Diócesis, detrás los seminaristas y luego los laicos. Si usted estaba allí, hubiesen ido todos, lo puedo asegurar.
Imagine la repercusión en los medios de comunicación, a nivel nacional e internacional. ¿Puedehacerlo? Yo desperté hoy, pensando en ello. Imagine el coro angélico en el Cielo vivando aquel acto, piense en la Santísima Virgen.
La marcha de ayer, fue un regalo que Dios nos hizo a todos los que fuimos. Dimos testimonio, fuimos confesores de la Fé frente a una plaza llena de católicos con gorritas naranjas que no cruzaron una mísera calle para defender lo que creen. ¿Cómo llamarlos? ¿Cobardes, necios, liberales o progresistas? No, es demasiado. Usted tampoco fue, ni el clero, ni los religiosos. Estos laicos no merecen ser tratados tan duramente.
Yo fui y mi corazón arde de alegría. Se templó mi Fé, nunca recé el Santo Rosario con tanta paz como ayer, entre escupidas e insultos. Terminé llena de fervor.
¿Sabe lo bien que le hubiese hecho a sus seminaristas esto? La Fe se prueba y se vive. Quien no puede vivirla, no la tiene. No importa cuántos años lleve estudiando Teología.
El que ama, defiende lo amado. Es algo simple.
Cuando se iban aquellos energúmenos (en el sentido teológico de la palabra), escupieron al único sacerdote que estaba al pie de las escaleras.
Él siguió rezando, luego al grito de “Viva Cristo Rey”, “Viva la Iglesia” rompimos la cadena humana que impedía que subieran. Cantamos “Cristo Jesús en Ti la PATRIA espera (…)” para que finalmente nos diera la Bendición. Se arrodillaron todos para recibirla. ¿Alguna vez vió una multitud arrodillándose en público frente a un sacerdote para que los bendiga? Me refiero a los últimos 50 años. La respuesta debe ser no, ¿no?
Anoche, cenando con los amigos católicos que participaron de la defensa de la Catedral, pensé, ¿y si hay un muerto de los nuestros? ¿Si esa turba blasfema enloquece y arremete con violencia? Habría un mártir en su Diócesis.
¿Qué haría entonces? ¿En ese caso sí saldría a la calle? Su rebaño estaba sin Pastor ayer, necesitábamos su presencia. “Te basta mi Gracia” susurra Ntro. Señor al oído, y esa fué la única respuesta.
Estimadísimo Monseñor, ayer perdió una hermosa oportunidad, por favor no vuelva a hacerlo. No enarbole la prudencia, absolutizándola. Ser timorato y ser prudente no es lo mismo.
Sé que irá a Roma en breve, sabemos que ha hecho todo para esto. Yo sinceramente preferiría que hiciera todo para ir al Cielo.
Me despido, atentamente.

Una fiel de esta Diócesis.
PD: No firmo es.ta carta, porque me temo que puedan atribuírsele responsabilidades por ella a ciertos sacerdotes relacionados con lo ocurrido ayer. De todas maneras, Dios sabe quién soy.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Cristiada villera, en paralelo


El fin de semana largo es apropiado para dedicarse al cine. Y esta vez, por consejo de un amigo, vi dos películas en paralelo: Cristiada y Elefante Blanco. Ambas tienen mucho en común: comparten la temática religiosa de fondo, están muy bien producidas y dirigidas; tienen como protagonistas a sacerdotes y comunidades de católicos, en las dos hay muertos violetamente, etc. Pero, a la vez, ambas son profundamente distintas y permiten diversos niveles de análisis. Veamos.
A nivel sensible, la primera deja una sensación de paz y de satisfacción al ver representados los hechos de heroísmo y martirio que protagonizaron los católicos mexicanos hace no muchas décadas. La segunda, en cambio, deja tedio en el alma y una pesadumbre que se percibe hasta con el olfato. Es decir, asco.
Un nivel de análisis más racional nos permite observar más diferencias. El pueblo mexicano que se levantó en armas para defender su fe frente al gobierno masónico de Calles provenía de todos los estratos sociales pero quizás, en su mayoría, eran de las clases bajas, hoy diríamos, populares. A pesar de su pobreza, de su analfabetismo, de sus necesidades y de su “explotación” por parte de los “poderosos”, fueron capaces de levantarse para defender un ideal trascendente, que escapaba absolutamente a cualquier ambición terrenal. Más aún, sabían que con su conducta arriesgaban de perder lo poco, o la nada, que tenían.
Elefante Blanco nos muestra a la Villa 31 y a un pueblo que también se levanta, pero para usurpar un terreno y construir viviendas, o para defender a algunas de las bandas del narcotráfico. Si allá aparecía un pueblo pobre pero digno, que vitoreaba a Cristo Rey, acá aparecen seres infrahumanos que sólo saben insultar, odiar y vivir en la más abyecta materialidad animalizada.
Es duro, pero es así. Y el problema es que es real. Es decir, las villas existen y los residuos sociales que allí se amontonan también. Soy consciente de la dureza de las palabras que utilizo más ellas reflejan la realidad. Pero claro, no vale quedarse solamente en el fenómeno. Como cristianos, debemos responder de algún modo frente a esa realidad. Y la primera respuesta sería, por cierto, el nepalm. Nadie puede vivir en esas condiciones y nadie puede ser redimido en esas condiciones. Las villas deben ser arrasadas y sus habitantes relocalizados en lugares dignos. Es fácil decirlo, y no sé cómo se resuelve, pero es la primera solución que veo.
Pero hay otra, y es retroceder a las causas. Las villas son el último fruto de las sociedades burguesas liberales. En la Edad Media no habían villas y tampoco en la Modernidad. Comenzaron, de a poco, con la Revolución Industrial y, en nuestro país, se establecieron con el beneplácito del peronismo como resabio de la expansión industrial y útil herramienta electoral. Por eso, las villas no van a desaparecer mientras siga vigente el sistema democrático que necesita votos en masa para ganar cargos políticos. Erradicar las villas y propiciar el mejoramiento de vida de sus pobladores, es aumentar los votantes de la clase media, que “se viste bien” y “piensa más en Miami que en San Juan”. Es decir, es aumentar el número de potenciales caceroleros.
Pero vayamos a un nivel de análisis más profundo. En ambas películas muere un sacerdote y un muchachito allegado a la parroquia. En la Cristiada, el padre Vega (Santiago Cabrera), muere en una batalla contra las fuerzas federales mexicanas; en Elefante Blanco, el padre Julián (Ricardo Darín), muere en una balacera entre la policía y traficantes de droga. Las realidades están más que bien representadas. En el primer caso, un sacerdote, con discutible licitud, empuña las armas en defensa de la fe y entrega su vida en el empeño; en el segundo, se juega la vida, y la pierde, para que sus feligreses tengan una mejor casa y no vivan en la violencia constante de la droga. Modelos de sacerdocio radicalmente diversos. Mirar al cielo y mirar a la tierra.
¿Y los laicos? En la Cristiada, un muchachito de extracción social humilde, deja a su familia, se une al ejército cristero y termina muriendo mártir al grito de “Viva Cristo Rey”. En Elefante Blaco, otro muchachito cercano al cura, vive entregado al paco y a fornicar con su novia, y termina asesinando a un policía por mandato de un matón. Y mientras que en aquella las mujeres católicas contribuían activamente a la causa cristera trasladando municiones bajos sus polleras, en ésta lideran las tomas de terrenos y se revuelcan sacrílegamente con los curas de la parroquia.
Y no se trata aquí de decir lo más fácil: en ambos casos, eran violentos y propiciaban la violencia. La cosa está en mirar más allá de la violencia y detenerse en lo que movía a cada uno: si los ideales de la tierra o los del cielo.
Así estamos. Esta es la realidad. Creo yo, irremontable. Sólo falta esperar el empujón final. Y que sea pronto. 

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cárcel a los encubridores


Se destapó el caso del Gallego Ilarraz. Según cuentan los allegados al ambiente curial de Paraná, era un secreto a voces desde hace años su gusto por los rusitos del campo. Más aún, la primera denuncia y pataleo fue hecha un venerable sacerdote ya fallecido, y que sabía de los deslices del pervertido por una razón muy simple y cercana: dos de los muchachitos predilectos del cura - a quienes había llevado de viaje a Europa- eran sus sobrinos.  Pero no pasó nada. Karlic cajoneó y ocultó todo.
Por eso, aquí cabe señalar a varios culpables. En primer lugar, el cura pervertido, quien merece algunas décadas de cárcel compartiendo celdo con negros bien grandotes y depravados.
En segudo lugar, Karlic. Su Eminencia era el responsable cuando sucedieron los casos y fueron denunciados en su curia por uno de sus sacerdotes, familiar de dos de las víctimas, y por el prefecto del seminario. Y miró para otro lado. Difícilmente lo manden a la cárcel por sus años, pero bien que la merecería por encubridor. Y que esto sirva para que las monjas y curas que coleccionaban sus zoquetes como prendas de un santo en vida, comiencen a arrojarlos a la basura. No me parece que pueda ser muy santo el que prefiere mantener el prestigio de una institución  a costa del dolor profundísimo e irreparable de víctimas indenfensas que habían confiado en él como padre y pastor.
El otro culpable es el Polaco de cada vez más triste memoria. Porque si Karlic ocultó, fue porque las órdenes de Roma eran esas. Ya no la cárcel ni el escarnio, pero sí merece la desbeatificación por el magno - y que cada día se revela como más magno-, ocultamiento y protección de delincuentes que propició.

Y espero que pronto salga también a la luz las andanzas del otro pervertido que abusaba no de muchachitos del menor, sino de muchachos del mayor, y que todavía anda suelto protegido por la mafia de Sodano.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Malamado, o calf-love

Jack Tollers nos confiesa su calf-love... con provecho para nuestra vida espiritual.



Cuando miro hacia atrás, cuando contemplo mi pasado, los lugares por dónde pasé, las cosas que me pasaron, la vida que me tocó en suerte, las tentaciones que resistí, las veces que caí, cómo me levanté, cómo quedé después, las decisiones que tomé, las dudas que me carcomían, las grandes alegrías, las enormes desilusiones… cuando miro para atrás, cuando considero mi propia juventud, muchas veces, las más de las veces, casi siempre recalo en un episodio, casi siempre me detengo en un sucedido que me cambió la vida decisivamente, para siempre.
Se trata de una cosa enorme, posiblemente no me podría haber tocado en suerte vivir nada más importante que eso. Por más que por entonces fuera muy joven, inexperimentado, apenas si había salido de la edad del pavo, inmaduro, tontuelo, me tocó en suerte vivir una cosa trascendente en extremo, cuya importancia no hay cómo enfatizar demasiado y de la que quiero daros parte ahora, si me quieren acompañar.
Tenía 18 años recién cumplidos. Fue en septiembre, hace la friolera de 40 años atrás. Me puse de novio (y ni siquiera era la primera vez). Una cosa a la que a nadie le importó gran cosa: ni a mis maestros, ni a mis amigos, ni a mis hermanos, ciertamente que no a mis padres. No parecía importante, y como se vio muy pronto, ni siquiera le pareció importante a ella, la (entonces) bienamada, locura de mis ojos, conmoción del corazón, estrella de mi alma, etc.
¿Cómo decir lo que quiero? Para mí sí que era importante. La quería. Mucho. A punto de no dormir, de soñar con ella en todo tiempo, de repetir su nombre por lo bajo, de caminar por la vereda de su casa, ida y vuelta, muchas veces, antes de animarme siquiera a entrar. Amor de juventud, "calf-love" le dicen los ingleses, amor de ternero. O "puppy love", amor de cachorro, cosa de poca monta. La gente adulta, la gente grande, los curas que conocía por entonces (salvo uno), lo tomaban a la ligera. No tiene importancia, ya se te va a pasar.
Pero para mí era amor eterno, trascendente, y no veía cómo podía haber algo más importante que eso. Y en eso (por lo menos así parecía) estaba solo. Ni ella misma lo creía del todo.
De manera que un día (el 26 de diciembre de 1972) me cortó. El diálogo con el que dio por terminado nuestro efímero noviazgo duró menos de cinco minutos. Y sanseacabó. No hubo tutía, fue un final definitivo, cortante, sorprendente, inimaginado, dolorosísimo para mí. No podía creerlo.
Unos meses después, empecé a creer que era verdad. Que en verdad ella no me quería más. Que la cosa no tenía arreglo posible. Que no podía hacer absolutamente nada para cambiar eso. Que tendría que seguir viviendo con esta pena tan particular, tan exquisita, tan profunda, tan dolorosa, que es la del amor no correspondido (quizá algún lector sepa de qué hablo, quizás todos lo sepan).
Después vi que casi la mitad de las canciones de amor, de las poesías, de los tangos y de los sonetos, de los guiones de cine, de las novelas y de cuanto arte hay en el mundo, gira en torno a este asunto del amor no correspondido.
Y así fue que empecé una larga (y penosa, por entonces todo era perfectamente penoso) búsqueda del sentido de todo eso. ¿Qué sentido tenía haberme enamorado? ¿No tenían razón los "grandes" cuando despreciaban todo eso? ¿Había sido una ilusión mía y nada más? ¿Había sido yo un tarado, de dejarme llevar así por una creatura (y cómo les gusta predicar gratis a los curas sobre eso)? Le preguntaba a mis maestros y ninguno acertó a decirme gran cosa. Interrogaba a mis amigos y sólo aumentaban la pena con sus bromas. Algunos curas me cambiaban de tema. Alguna vez me expuse a la sorna, lo que aumentaba, claro, mi tribulación.
Al final no pregunté más. Al final me quedé solo con mi pena. Tenía 18, 19, 20 años y ya no le contaba a nadie lo que me sucedía. Había sido todo al cuete. Aquello no había tenido sentido. La vida no tenía sentido. Nada lo tenía.
En "Juan XXIV" Castellani celebra su propia tenacidad. Aquí yo (con vuestro permiso) voy a celebrar la mía. Porque no solté el asunto este, o, a lo mejor, el asunto este, el del amor no correspondido, no me soltó a mi. Seguí buscando, sobre todo en mis lecturas.
El primer resplandor de luz en medio de la noche lo obtuve leyendo a Pieper, en su libro sobre el amor, cuando enfatiza que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Parecería que semejante cosa sólo contribuiría a ahondar la amargura. Pero no es así: la verdad, cualquiera sea, siempre consuela. Aunque sea un poquito.
Y vi que en su libro Pieper citaba profusamente a un tal C.S. Lewis y su libro "Los cuatro amores". Por entonces los libros de Lewis no estaban traducidos al castellano, aquí entre nosotros casi nadie lo conocía. Mi vieja viajaba a Inglaterra y le pedí que me consiguiera un ejemplar. Imposible, en Inglaterra también Lewis estaba pasado de moda, las ediciones de sus libros agotadas. "Out of print", le decían invariablemente. Pero un librero de Brighton se interesó por la historia de un joven argentino que suplicaba a su madre que le consiguiera ese libro y luego le regaló su ejemplar, ajado, editado en 1952, unos veinte años antes. Esto es, se lo dio a mi madre, me lo regaló a mi.
Yo ni sé quién era ese hombre, nunca lo conocí, nunca supe su nombre.
Y cuando mi vieja me lo entregó, me abalancé sobre él, como se podrán imaginar. No que pensara que fuera a contestarme mi pregunta, solucionarme mi problema, iluminar mi noche. Pero eso es exactamente lo que hizo Lewis, en la Argentina, allá por 1974 con su pequeño libro, "The Four Loves".
En efecto, en su tratado sobre la Caridad, cuando trata sobre el "Cuarto Amor", explica que este asunto del amor no correspondido constituye el gran problema de Dios. Que nadie nos ama más que Él. Que nosotros somos indiferentes. Que Él no puede obligarnos a que lo querramos. Que a nosotros nos importa un belín. Y que a Él eso le duele infinitamente (en la medida, precisamente, de su amor). Y Lewis dice por ahí que cuando uno pasa por una experiencia de estas, del amor no correspondido (de parte de un amigo, de una novia, de quién sea, lo mismo da) no es sino una especie de clase práctica que se nos ofrece sobre eso: el dolor, la pena, la impotencia de Dios.
¿Dije impotencia? Olivier Clément cuenta que una vez caminaba con Vladimir Lossky a orillas del Sena y le sacó la vieja cuestión sobre la Omnipotencia de Dios: que si Dios fuera Todopoderoso podía crear una piedra que ni Él pudiera mover—y que por tanto no sería Todopoderoso.
Lossky lo paró en seco:
- Dios creó esa piedra.
- ¿Cómo, qué está diciendo?
- El corazón del hombre.
Estimado Wanderer, estimados lectores de este blog, discúlpenme que me alargue tanto, pero se acerca un aniversario, cuarenta años después de que una adolescente le dijo a un adolescente que no lo quería más, allá por 1972.
Costó sangre, costó lágrimas, fue durísimo, pero aprendí la lección más importante de mi vida, y de eso les quería dar parte.
(Y no se rían de todo esto, por favor, no lo tomen en sorna, no hagan el chiste fácil, por favor, os lo suplico. Juro que no hay nada más importante.)

Jack Tollers
      

martes, 4 de septiembre de 2012

Adiós a un maestro

Se durmió hoy en la paz de Cristo a los 94 años don Rubén Calderón Bouchet, uno de los grandes, y últimos, maestros del pensamiento tradicional argentino e hispánico.
¡Hasta la vida eterna, don Rubén!


martes, 28 de agosto de 2012

"Masiva renuncia episcopal", la solución del viejo Bruck

Tollers me pasa un breve, y clarísimo, texto de Bruckberger que ilumina el debate sobre la Old Coke and New Coke:


"El dinero tiene menos paciencia que tú. Todo el mundo reconoce que un poco por todas partes en Occidente las iglesias, tus iglesias, los seminarios, tus seminarios, tus semilleros de jóvenes sacerdotes se vacían. Dicho de otro modo, en términos "comerciales", la clientela de tu Iglesia ha caído en tirabuzón. Los clientes no quieren saber nada, los mismos vendedores se cansan y cambian de profesión. ¡Bueno!, ante tal situación cualquier empresa cerraría el negocio y dejaría cesantes a todos los responsables, o bien los cambiaría sin titubear, haría un estudio leal del mercado, confesaría públicamente que se ha equivocado el camino y que desde ahora cuidará de dar a los clientes lo que éstos tienen derecho a esperar de esa empresa determinada. Hasta se ha visto, y no es excepcional, renunciar por propia iniciativa a todo un consejo de administración por haber llevada la empresa a la quiebra y ceder la plaza a otros más competentes, hasta incluso a liquidadores judiciales encargados de mantener un mínimo de honestidad en el arreglo de una situación deteriorada al máximo.
Que en el plano espiritual, que es el tuyo y que debiera ser el de tu Iglesia, luego de diez años de reformas desordenada y de experimentos aturdidos la situación esté deteriorada al máximo, que se haya llegado a un fiasco completo, todo el mundo lo ve porque salta a la vista. Un hombre habituado a los negocios de este mundo y preocupado por un mínimo no sólo de honestidad sino de eficacia, consideraría muy bien que toda una jerarquía nacional presentara abiertamente su dimisión; y que más alto aun que la jerarquía nacional—pues tu Iglesia es universal y ni el mal ni la bancarrota están localizados—hubiera replanteos espectaculares.
¡Pues bien!, ¡no! La actitud general de los curas y de sus jefes es la misma que ciertos abogados aconsejan a algún criminal avezado a quien tienen por cliente en un proceso difícil donde la acusación tiene todas las pruebas en la mano: "¡Sobre todo, no confiese jamás!". Aquí cito a Péguy:
"Ellos sienten, saben bien por los textos más formales, que este mundo les ha sido confiado, y viendo el estado en que está, y qué estado tendrán que devolverlo, viendo lo que han hecho del mundo que les había sido confiado, y el estado en que tendrán que entregarlo, sintiéndose, sabiéndose responsables ante Dios, del mundo, de este mundo que han perdido, sintiéndose, sabiéndose responsables del mundo ante Jesús, de ese mundo que ellos le han perdido… injustos médicos la emprenden con el enfermo; injustos abogados la emprenden con el cliente; injustos pastores la emprenden con el rebaño. Harán de todo para no confesar. Para no confesar que ha sido cometida una grave falta de mística. Y que son ellos quienes la han cometido. Que la cosa es infinitamente grave…
Esperemos que no, pero a lo mejor un día lo van a incriminar a Jesús, lo van a acusar, van a desear acusarlo…. Esperemos que no lo inculpen a Él de haber cometido, Él primero, esa falta de mística, y de haberla introducido en el corazón del cristianismo.
Un último respeto los detiene. No se sabe si los detendrá siempre."
En eso estamos.


Raymond Leopold Bruckberger, Carta abierta a Jesucristo,
Bs. As., 1974, emecé, pp. 49-52.