Para nuestra edificación y verdadero aprovechamiento espiritual, reapareció el Athonita. Esta vez con una medulosa, en su sentido más propio, reflexión sobre el Corazón de Jesús.
“Arribo ahora al inefable centro de mi relato; empieza aquí mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas... Un Aleph es un punto del espacio que contiene todos los puntos. El lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, desde todos los ángulos... el multum in parvo... En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia... El diámetro del aleph era ínfimo pero el espacio cósmico estaba allí... cada cosa era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa de Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, vi a un tiempo cada letra de cada página, vi tigres, émbolos, bisontes, vi todas las hormigas que hay en la tierra...”
La Tradición Católica –desde aquel logos spermatikós de san Justino- ha enseñado y ejercido ese arte peculiar que consiste en asumir como propio cuanto de bueno y verdadero se ha dicho sobre el orbe. Un paso apenas más allá de esta regula formae mentis, consiste en rastrear –no sin cierto vértigo- otra suerte de semillas (los rusos las llamaron pneuma spermatikós) cuya característica central consiste en tratarse de afirmaciones o incluso acontecimientos que por sí mismos y por su propia intención nada dicen ni aportan a la Verdad de nuestra Fe, pero que a nosotros, los videntes del tiempo final, nos hablan de Dios sin mayores exigencias criptográficas. Inaugura la lista aquel “conviene que muera uno solo por el Pueblo” del perverso Caifás, profeta al fin. Pero la lista es incontable. Dentro del vasto catálogo botánico de estas semillas, hay una sub-especie que en verdad con poca agua germina en cristiandad: son las semillas recolectables en los pliegues de la Literatura Universal.
Toda esta perorata, para introducir el texto inicial, página central del legendario Aleph de Borges. Y afirma este monje que sembradas estas paganísimas letras en el huerto de la Santa Montaña, pues me ha brotado en Fiesta; y no cualquier fiesta, sino solemne y fontal: la del Sagrado Corazón de Jesús.
Dice san Gregorio –hablando sobre las prefiguraciones veterotestamentarias- que una persona no sólo provoca una sombra a sus espaldas; sino que –según su ubicación y la del sol- también sobre el camino que avanza delante suyo puede percibirse por momentos su oscura silueta. Pues, a mí me ha parecido que aquella escena que transcurre en el sótano de la calle Garay describe en sombra y figura aquella otra, en Jerusalén, al octavo día de la Pascua del Señor, donde un tal Tomás palpara -como un ciego lee su braile- las entrañas mismas del Señor Jesús. El Mellizo lo resume con cuatro palabras -Señor mío; Dios mío-; Borges lo amplifica así: “sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto eso secreto cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.
El Corazón de Jesús es el epicentro (centro del centro) de esa inmensa y vasta constelación que compone el firmamento de verdades con que los cristianos navegamos de noche y en alta mar hacia el puerto eterno. En un texto muy antiguo la Cristiandad ya se planteaba la necesidad que procurar una jerarquización de las verdades de la Fe y una purificación de devociones periféricas, en busca de tópicos que concentren la totalidad del Misterio: “el Costado Traspasado de Cristo es ciertamente uno de ellos, donde toda multiplicidad se torna uno, como centro repleto del Misterio de Dios... El Dios Misterio eterno, Inmensidad sin nombre, bienaventurado Abismo que llena todo y que no es encerrable por nadie, habita allí.”
No obstante, curiosamente, muchos pensantes de la teología o cristianos muy formados, haciendo gala de llevar una fe sobria, purificada de angelotes renacentistas y devociones precámbricas, incluyen en esta “limpieza” la devoción al Corazón de Jesús, que atribuyen a la habilidad con que los jesuitas lograron hacer de Jesús un santo más para los altares laterales.
“Es muy doloroso comprobar que en el pasado y en nuestros días, -afirma Pio XII cincuenta años ha- algunos cristianos no tienen este nobilísimo culto en el honor y la estima debidos... abrigando prejuicios llegando hasta a reputarlo como menos adaptado, por no decir nocivo a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la Humanidad en la hora presente. Porque no faltan quienes confundiendo o equiparando la índole primaria de este culto con las diversas formas de devociones que la Iglesia aprueba y favorece, pero no prescribe, lo tienen como una añadidura que cada uno puede practicar a voluntad... Lo consideran una devoción sensible no inspirada en altos pensamientos y afectos y por tanto más propia de mujeres que de personas cultas (HA, nn.5-7).
No siempre Juan llega antes que Pedro al Nudo, y a veces es éste último el que tiene que esperar a boca del Sepulcro a que cultos y pensantes teólogos y fieles lleguen demorados. Los 50 años de demora aún se prolonga... Y Pedro sigue allí, aguardando, ahora en la persona de Benedicto, que en su Carta conmemorando estos cincuenta años, insiste en que, tratándose del “misterio del amor de Dios por nosotros, el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por tanto, es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo como el mismo cristianismo. Y remata nuestro amado Papa: la mirada puesta en el costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La mirada en el costado traspasado del Señor, del que salen sangre y agua, nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí proceden y nos abre a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de Jesús.
Estamos, sin más, ante el multum in parvo que ansiaron tanto los antiguos y que la misma Cristiandad tanto le ha costado coordenar.
En uno de los monólogos del Otelo de Shakespeare, afirma el moro de Venecia: el corazón no hace, el corazón es. Y a la luz -o sombra- de esta oscura sentencia, se me ocurre aportar un argumento de corte metafísico en favor de este crónico intento por afianzar la centralidad teológica del Misterio del Sagrado Corazón. La enunciación sería así: el Corazón de Jesús es Jesús mismo. Todos sabemos que los hombres valemos más por lo que somos que por lo que hacemos. Es la primacía del ser por sobre el hacer. Lo que pareciera costarnos más, es darle a Dios participación en este principio. Dios vale por lo que hace. Y es amable por la misma razón. El Año litúrgico entero parece ser un itinerario completo en que repasar de a una sus Acciones, única fuente -pareciera- capaz de despertar la fiesta, el gozo, el culto.
Dios hace maravillas. Es un hecho. Pero hay una parada, una statio, en el convulsionado ritmo litúrgico, en que el discípulo atento a las obras vira levemente el foco de su prisma (sin cambiar de objeto, me ajustarán los teólogos) para pasar del Dios de las maravillas al Dios maravilloso; de las obras de Dios -como decía van Thuan- al Dios de las obras. Esa Statio es la Fiesta entre manos: la Solemnidad del Corazón de Jesús. Y aunque todos tendamos a aplicarle a la Fiesta acciones concretas de Cristo (el ejercicio amante de este Corazón) es un día en que vale “forzarnos” a este ejercicio óptico. ¡Mírame a Mí!, parece ser el grito amante que nos llega. Por una vez, por una sola vez no te detengas ni en mis milagros, ni en mis discursos, ni en mi muerte ni en mi resurrección; por una vez, cae en la cuenta de que Yo Soy.
Y entonces ocurre algo que linda con lo inefable; y es que del Costado abierto de este Nuevo Adán, gravitando sobre el Ser de este Verbo en quien fueron hechas todas las cosas, todo cuanto existe entra a constelarse en torno a este Principio, y cada existente refracta y resuena como armónico de la Nota primordial, el Aleph sin Aleph, que como un Orfeo canta y encanta con su Cántico Nuevo.
Ante esa Música callada, atestiguo lo que vi y oí en la sonora Montaña Santa; y mi testimonio es válido y sé que digo la verdad para que también ustedes crean. Pues bien: tuve vértigo y lloré pues en Él lo vi todo: vi toda la sangre y todas las aguas del orbe. Y me postré y lo adoré.
El Athonita
La Tradición Católica –desde aquel logos spermatikós de san Justino- ha enseñado y ejercido ese arte peculiar que consiste en asumir como propio cuanto de bueno y verdadero se ha dicho sobre el orbe. Un paso apenas más allá de esta regula formae mentis, consiste en rastrear –no sin cierto vértigo- otra suerte de semillas (los rusos las llamaron pneuma spermatikós) cuya característica central consiste en tratarse de afirmaciones o incluso acontecimientos que por sí mismos y por su propia intención nada dicen ni aportan a la Verdad de nuestra Fe, pero que a nosotros, los videntes del tiempo final, nos hablan de Dios sin mayores exigencias criptográficas. Inaugura la lista aquel “conviene que muera uno solo por el Pueblo” del perverso Caifás, profeta al fin. Pero la lista es incontable. Dentro del vasto catálogo botánico de estas semillas, hay una sub-especie que en verdad con poca agua germina en cristiandad: son las semillas recolectables en los pliegues de la Literatura Universal.
Toda esta perorata, para introducir el texto inicial, página central del legendario Aleph de Borges. Y afirma este monje que sembradas estas paganísimas letras en el huerto de la Santa Montaña, pues me ha brotado en Fiesta; y no cualquier fiesta, sino solemne y fontal: la del Sagrado Corazón de Jesús.
Dice san Gregorio –hablando sobre las prefiguraciones veterotestamentarias- que una persona no sólo provoca una sombra a sus espaldas; sino que –según su ubicación y la del sol- también sobre el camino que avanza delante suyo puede percibirse por momentos su oscura silueta. Pues, a mí me ha parecido que aquella escena que transcurre en el sótano de la calle Garay describe en sombra y figura aquella otra, en Jerusalén, al octavo día de la Pascua del Señor, donde un tal Tomás palpara -como un ciego lee su braile- las entrañas mismas del Señor Jesús. El Mellizo lo resume con cuatro palabras -Señor mío; Dios mío-; Borges lo amplifica así: “sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto eso secreto cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.
El Corazón de Jesús es el epicentro (centro del centro) de esa inmensa y vasta constelación que compone el firmamento de verdades con que los cristianos navegamos de noche y en alta mar hacia el puerto eterno. En un texto muy antiguo la Cristiandad ya se planteaba la necesidad que procurar una jerarquización de las verdades de la Fe y una purificación de devociones periféricas, en busca de tópicos que concentren la totalidad del Misterio: “el Costado Traspasado de Cristo es ciertamente uno de ellos, donde toda multiplicidad se torna uno, como centro repleto del Misterio de Dios... El Dios Misterio eterno, Inmensidad sin nombre, bienaventurado Abismo que llena todo y que no es encerrable por nadie, habita allí.”
No obstante, curiosamente, muchos pensantes de la teología o cristianos muy formados, haciendo gala de llevar una fe sobria, purificada de angelotes renacentistas y devociones precámbricas, incluyen en esta “limpieza” la devoción al Corazón de Jesús, que atribuyen a la habilidad con que los jesuitas lograron hacer de Jesús un santo más para los altares laterales.
“Es muy doloroso comprobar que en el pasado y en nuestros días, -afirma Pio XII cincuenta años ha- algunos cristianos no tienen este nobilísimo culto en el honor y la estima debidos... abrigando prejuicios llegando hasta a reputarlo como menos adaptado, por no decir nocivo a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la Humanidad en la hora presente. Porque no faltan quienes confundiendo o equiparando la índole primaria de este culto con las diversas formas de devociones que la Iglesia aprueba y favorece, pero no prescribe, lo tienen como una añadidura que cada uno puede practicar a voluntad... Lo consideran una devoción sensible no inspirada en altos pensamientos y afectos y por tanto más propia de mujeres que de personas cultas (HA, nn.5-7).
No siempre Juan llega antes que Pedro al Nudo, y a veces es éste último el que tiene que esperar a boca del Sepulcro a que cultos y pensantes teólogos y fieles lleguen demorados. Los 50 años de demora aún se prolonga... Y Pedro sigue allí, aguardando, ahora en la persona de Benedicto, que en su Carta conmemorando estos cincuenta años, insiste en que, tratándose del “misterio del amor de Dios por nosotros, el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por tanto, es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo como el mismo cristianismo. Y remata nuestro amado Papa: la mirada puesta en el costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La mirada en el costado traspasado del Señor, del que salen sangre y agua, nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí proceden y nos abre a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de Jesús.
Estamos, sin más, ante el multum in parvo que ansiaron tanto los antiguos y que la misma Cristiandad tanto le ha costado coordenar.
En uno de los monólogos del Otelo de Shakespeare, afirma el moro de Venecia: el corazón no hace, el corazón es. Y a la luz -o sombra- de esta oscura sentencia, se me ocurre aportar un argumento de corte metafísico en favor de este crónico intento por afianzar la centralidad teológica del Misterio del Sagrado Corazón. La enunciación sería así: el Corazón de Jesús es Jesús mismo. Todos sabemos que los hombres valemos más por lo que somos que por lo que hacemos. Es la primacía del ser por sobre el hacer. Lo que pareciera costarnos más, es darle a Dios participación en este principio. Dios vale por lo que hace. Y es amable por la misma razón. El Año litúrgico entero parece ser un itinerario completo en que repasar de a una sus Acciones, única fuente -pareciera- capaz de despertar la fiesta, el gozo, el culto.
Dios hace maravillas. Es un hecho. Pero hay una parada, una statio, en el convulsionado ritmo litúrgico, en que el discípulo atento a las obras vira levemente el foco de su prisma (sin cambiar de objeto, me ajustarán los teólogos) para pasar del Dios de las maravillas al Dios maravilloso; de las obras de Dios -como decía van Thuan- al Dios de las obras. Esa Statio es la Fiesta entre manos: la Solemnidad del Corazón de Jesús. Y aunque todos tendamos a aplicarle a la Fiesta acciones concretas de Cristo (el ejercicio amante de este Corazón) es un día en que vale “forzarnos” a este ejercicio óptico. ¡Mírame a Mí!, parece ser el grito amante que nos llega. Por una vez, por una sola vez no te detengas ni en mis milagros, ni en mis discursos, ni en mi muerte ni en mi resurrección; por una vez, cae en la cuenta de que Yo Soy.
Y entonces ocurre algo que linda con lo inefable; y es que del Costado abierto de este Nuevo Adán, gravitando sobre el Ser de este Verbo en quien fueron hechas todas las cosas, todo cuanto existe entra a constelarse en torno a este Principio, y cada existente refracta y resuena como armónico de la Nota primordial, el Aleph sin Aleph, que como un Orfeo canta y encanta con su Cántico Nuevo.
Ante esa Música callada, atestiguo lo que vi y oí en la sonora Montaña Santa; y mi testimonio es válido y sé que digo la verdad para que también ustedes crean. Pues bien: tuve vértigo y lloré pues en Él lo vi todo: vi toda la sangre y todas las aguas del orbe. Y me postré y lo adoré.
El Athonita