Con
sabiduría, Lupus nos decía ayer en su post de lectura imprescindible, que había
que esperar para enderezar el cuadro. Es decir, callarnos y ver qué pasa. Pero
no puedo con mi genio.
El
miércoles y ayer jueves han sido uno de los días más tristes de mi vida:
devastación. Recordaba el aguafuerte de Goya: “El sueño de la razón engendra
monstruos”. Un hombre tumbado sobre su escritorio, con un grupo de enormes aves
con rostros amenazantes revoloteando a su alrededor. Y pensé: “Esas aves son
los demonios”, porque todos sabemos que el demonio no es un negro con cuernitos
y cola larga, sino un ser espiritual que trata de evitar por todos los medios
que conozcamos a Dios, en el sentido
más profundo y patrístico del término. Y lo hace a través de pensamientos
malvados –pensamientos negativos, diríamos hoy-. Y los que ayer me asaltaban a
mí y a muchos otros amigos con los que hablé, eran los pensamientos de la
tristeza y desánimo. Era la sensación del falso paso dado cuando ya no hay
escalón sobre el que asentar el pie y era la sensación de quedarnos solos
frente a la fe, pura y sola, ¡y qué difícil es estar a solas con ella!
Había
ido configurando en mi cabeza de qué modo expresar con palabras todo esto y
compartirlo con ustedes, mis amigos, para que entre todos nos diéramos ánimo.
Pues
bien, esta mañana, mientras desayunaba y leía algún que otro portal serio de
noticias, me encuentro con el discurso pronunciado hacía algunas horas por el
papa Francisco a los cardenales. En uno de los párrafos centrales les dijo ni
más ni menos que eso mismo que yo pensaba: “No cedamos nunca al pesimismo y a
la amargura que el diablo nos ofrece cada día”. Y ayer mismo, frente a los
mismos cardenales, había recordado con fuerza que la Iglesia no es una ONG
piadosa sino que su misión es confesar a Cristo, lo cual –palabras más,
palabras menos-, venimos repitiendo en este blog desde hace años.
Yo soy
realista, y lo que estoy viendo hasta ahora, en las dos primeras alocuciones
del Santo Padre, es que el nuevo papa,
bien lee al Wanderer, o Dios se está riendo de mí y de todos nosotros a
carcajadas, haciéndonos comer nuestros propios sapos servidos en bandeja por la
persona a la que más detestamos y denostamos en este blog, y yo el primero de
todos. Nadie puede negar el exquisito sentido del humor del Dios.
Yo no
sé lo que hará Francisco mañana o el año que viene: si convocará al concilio
Vaticano III o si prohibirá el uso de la sotana. No me corresponde a mí
saberlo. Yo, como realista, tengo que juzgar a partir de lo que me dicen los
sentidos, y lo que he escuchado hasta ahora es a un papa que, como bien nos
recordaba un comentarista, cita a León Bloy y a San Ignacio de Antioquía y no
hace referencia ni al Vaticano II ni a Juan Pablo II. No es poco.
Y
también tuvo hoy un gesto: terminado el saludo del cardenal decano, el papa
descendió de su tronetto y lo saludó.
A mis amigos tradicionalistas no les habrá gustado y habrán puesto, quizás, el
grito en el cielo. Pero, desde este blog, venimos diciendo desde hace ya mucho
que el papa no es el “rey” de la Iglesia, ni es un semidios y ni siquiera es un
ícono bizantino al que hay que venerar. Es el obispo de Roma cuya misión es
gobernar, sirviendo, a la Iglesia. Por eso, y a pesar del peso enorme de
tradiciones seculares, no me pareció mal el gesto. No me extrañaría que fuera
este papa quien vuelva a darle al ministerio petrino el sentido que tradicionalmente tuvo hasta el siglo XIII. Y
por eso mismo, quién dice que no sea
Francisco el papa que logre la unificación con las iglesias orientales, ¡qué
gran gozo sería eso para mí!
Decía
en el primer post que publiqué luego de la elección que lo que más me
preocupaba era lo que el nuevo papa haría con la fe. Y en el discurso de hoy
leo: “La Iglesia adora al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Es una profesión
de fe católica, la primera y más importante de todas ellas.
Yo sé
que muchos dirán: “Wanderer, cuidado. Finge; es un simulador tal como simula su
humildad”. Es posible. No conocí a Bergoglio y muchos de quienes lo conocieron
afirman su carácter de farsante. Pero tengo una pequeña objeción. Si la
historia del cardenal que viaja en subte y colectivo, y vive en una modesta
casa es una máscara, hay que admitir que al llevar una misma máscara durante
más de quince años se le puede volver casi como parte de la piel. Yo no tengo
idea de qué colectivos pasan por la puerta de mi casa y no sé cómo se usa la
tarjetita para pagarlo. Bergoglio, pudiendo ir en auto, visitaba a sus curas viajando
en colectivo, y no durante un mes o dos meses, sino durante lustros. Yo no me
animo a llevar adelante una farsa que dure tanto tiempo, aunque el objetivo sea
llegar a ser papa.
Cuidado.
Que nadie piense que me estoy haciendo de Boca porque salió campeón. Me estoy
empezando a comer, uno por uno, a mis propios sapos, y quizás –aún no lo sé-,
Dios me haya bajado de un cachetazo de mis inexistentes alturas intelectuales.
Una
cosa, sin embargo, es cierta: debemos comenzar a olvidarnos de la Iglesia –de su
manifestación me refiero- tal como la conocimos hasta hoy y tal como fue
durante siglos. Estoy seguro que desaparecerán tronos, mucetas, morados,
gendarmerías, limusinas, bonetes y capellos. Es una pérdida, una enorme
pérdida, y como toda pérdida causa tristeza y necesita duelo para ser superada.
Pero yo no soy eclesiólatra; soy cristiano. Y todos esos signos exteriores eran
significantes para mí, para ustedes y para varios cientos de miles más en el
mundo, pero para la gran mayoría ya no lo eran. Y “Dios quiere que todo el
mundo salve”, y no solamente nosotros.
No sea
que nos llevemos una sorpresa, y no sea que el baldazo de agua helada que
recibimos el miércoles no les empiece a caer en goterones a los progres.
PS: Soy
consciente de que todo lo que acabo de escribir puede no ser más que un
subterfugio psicológico para recuperar la paz. El tiempo lo dirá.