En las últimas semanas se han levantado nuevamente voces acerca de la validez de la renuncia del Papa Benedicto XVI, de la consecuente ilegitimidad de Jorge Bergoglio y de la posterior ilegitimidad del cónclave que en algún momento vendrá. El siempre recomendable blog de Specola da cuenta diaria, cum mica salis, de todos estos devaneos periodísticos y clericales, pues sus conocimientos de los entresijos vaticanos le permiten ese aderezo.
En mi opinión, todo esto no es más que una comprensible expresión de deseos. Cada vez son más los católicos que se siente disgustados y escandalizados por las palabras y las decisiones pontificias y, claro está, la solución más fácil es negar la validez de su elección.
Por otro lado, se da el hecho extraño de tener dos Papa viviendo casi juntos. Y al Papa en ejercicio desdiciendo al emérito y rectificando sus decisiones, y ya no asombran sus maldades y cuasi-herejías diarias. Y a todo este desbarajuste se añaden los escándalos sexuales y financieros de los miembros del clero, cualquiera sea su jerarquía. Desde cardenales a simples curas, nos enteramos de robos de cientos de millones de euros del Óbolo de San Pedro, o de la utilización de aplicaciones en el celular diseñadas para concretar furtivos encuentros homosexuales.
En resumen, estamos en medio de la tormenta perfecta, en la que no solamente la Iglesia está gobernada por pecadores públicos y contumaces, sino también por cuasi herejes, o herejes solapados. Y creo que yo que tamaña situación nunca se había vivido con anterioridad. Siempre la Iglesia tuvo clérigos pecadores, aún entre los puestos más encumbrados, y en ocasiones también los tuvo herejes, pero la conjunción de ambos, en la escala en que se ve en la actualidad, creo que nunca había ocurrido.
Es conveniente entonces, repasar la relación entre orthodoxia y orthopraxis, es decir, la dependencia que existe entre la profesión de la recta doctrina con la práctica de la piedad. Dicho de otro modo, nadie puede ser piadoso si no profesa la verdadera fe en su integridad. Que el Papa y los obispos nos propongan una liturgia desgajada del misterio y del culto católico, o que relativicen, omitan o nieguen algún elemento integrante de la verdadera fe, no es una cuestión de detalle o un bizantinismo del que solamente se percatarán los teólogos o los intelectuales. Es una cuestión que atañe a la pietas o a la santidad de los fieles, porque nadie puede ser santo (orthopráctico) si no es orthodoxo.
San Ireneo, que había recibido su formación cristiana de San Policarpo quien, a su vez, fue discípulo del apóstol San Juan, tenía claro en esos primerísimos tiempos del cristianismo que los principios y la doctrina de la fe son únicos y universales, y no deben ni pueden ser manipulados. Pero este cuidado y preocupación, que para el hombre moderno parecen extremos e infundados, y que coartan la libertad personal, se orientan a la vida de santidad. Los griegos distinguían entre la eusébeia de la disébeia, es decir, la piedad de la impiedad, y los impíos eran reconocidos no tanto por sus desórdenes morales o sus falta de virtudes, sino por su negación del dogma. Enseñar, sostener y adherir a la verdadera fe está relacionado de modo directo con vivir una vida piadosa, es decir, de santidad. San Cirilio de Jerusalén dice en sus Catequesis:
La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las virtudes de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosa visibles o invisibles, de las celestiales o las terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos o a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella posee todo género de virtudes, cualesquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales (Catequesis 18, 23).
San Cirilo está dando las notas de la verdadera Iglesia: la que enseña de modo universal y sin defecto la verdadera fe, la que induce el verdadero culto y la que cura todos los pecados. El espectáculo al que hoy asistimos es más bien el inverso: los principios y dogmas de la fe se ponen en duda, adaptándose a los tiempos y lugares; el verdadero culto ha sido suplantado por una liturgia que no es más que un espectáculo social y se alientan varios pecados, desde el adulterio a la sodomía.
Que un Papa siga siendo Papa a pesar de sus deslices doctrinales y sus inconsistencias teológicas no significa que todo esté bien en la Iglesia, pues los deslices doctrinales y las inconsistencias teológicas son disébeias, es decir, impiedades. La fe defectuosa y en algunos casos hasta falsificada que recibimos a diario por parte de nuestros pastores, tiene sus consecuencias en todos los planos, incluso en el de la santidad de sus miembros. No le ha salido gratis a la Iglesia sus coqueteos con el mundo y sus intencionales oscurecimientos del dogma, pues los efectos de esta impiedad no se han dado sólo en el ámbito intelectual; se dan, sobre todo, en el moral. Y ahora lo estamos viendo.