El triunfo de Donald Trump ha sido la última prueba, de dimensiones planetarias en este caso, de una realidad que se veía ya desde hace algunos años. Lo crucial no fue el triunfo de Trump, por el cual me alegro mucho, sino la aplastante derrota no tanto de Kamala Harris, una pobre y mediocre infeliz, sino de los medios de prensa, aliados incondicionales e imprescindibles del progresismo mundial. El mismo fenómeno lo habíamos visto el año pasado en dimensiones más modestas con el triunfo de Javier Milei en Argentina, y el asombroso apoyo popular que conserva luego de un año de gestión, y en otros países de América y Europa, pero el caso americano, guste más o menos, es paradigmático. En pocas palabras, ha quedado demostrado a la vista de todo el mundo que comienza un cambio de época.
[Un detalle más que inquietante: los cambios de época se suceden cada vez más a menudo. Ya no tardan centurias, sino décadas, y son tanto o más brutales que los cambios de época clásicos que se daban de siglo en siglo. ¿Será la aceleración propia de la cercanía del fin?]
Este cambio de época está marcado, entonces, por la desaparición de los que pomposamente se autoproclamaban “cuarto poder”: la prensa y los periodistas alquilados por la ideología o por los gruesos sobres de los amos del mundo disminuirán enormemente su influencia en favor de las redes sociales. Pero podemos señalar varias características más: aunque más no sea que debido al movimiento pendular de la historia, creo que habrá un giro a la derecha, entendida como “ultraderecha” según la denominación mediática. Me refiero a un movimiento no solamente político sino también cultural que afirmará valores tradicionales de Occidente. Por cierto, no me refiero a una “restauración de la cultura cristiana” ni a una refundación de la cristiandad, sino a un simple regreso a los elementos básicos de la sensatez humana.
Los cambios más profundos e importantes, sin embargo, según mi opinión vendrán de algo con respecto a lo cual no hemos tomado aún sus justas dimensiones. Me refiero a la inteligencia artificial. En muy pocos años veremos desaparecer profesiones tradicionales, desaparecerá también la universidad de masas y, consecuentemente, la acreditación de saberes y los modos de acceso al mercado laboral o, lo que es lo mismo, los modos y condiciones de vida de cada uno de nosotros. Se trata de un cambio revolucionario del que todavía no somos del todo conscientes y que nos asombrará más de lo que pensamos.
Pero este no es un blog de reflexiones políticas o sociales. Lo que me interesa preguntarme frente a este panorama del todo nuevo al que nos estamos enfrentando es cómo reacciona y cómo se prepara para reaccionar la Iglesia. Si miramos hacia atrás en la historia, veremos que la Iglesia siempre reaccionó con anticipación a los cambios de época; que siempre las medidas fueron de “conservación de los recibido” (serva quod habes), es decir, fueron reacciones conservadoras. A veces le salió bien, otras más o menos, y otras mal. Es un tema que podremos discutir pero, por ejemplo, las reformas de San Benito de Anianne en la víspera del Renacimiento Carolingio; o la de San Bernardo en vísperas del esplendor medieval, salieron bien. La de Trento frente a la reconfiguración mundial debido a la Reforma protestante, el descubrimiento de América y la consolidación del poder musulmán en las puertas de Europa, salió bastante bien aunque con graves efectos secundarios. La del Vaticano I y la Pascendi contra el liberalismo político y teológico, fue un lamentable fracaso. Y la del Vaticano II ante el mundo emergente de la posguerra, que cambió de estrategia y en vez “conservar lo recibido”, lo entregó al enemigo (perde quod habes), fue catastrófico. Y todo hace prever que lo que ocurrirá en esta ocasión será aún peor.
En primer lugar, es un hecho que el cambio de época encontró al Papa Francisco viejo y sin recursos en su faltriquera. Ya los gastó todos. Como buen jesuita, olió el cambió en los ’70 y se hizo de derecha durante el gobierno militar argentino lo que terminó valiéndole el episcopado; olió el cambio en los noventa y se hizo progresista y manejó hábilmente un progresismo moderado que le terminó valiendo el pontificado. Una vez encaramado a ese puesto, pretendió erigirse en el líder del progresismo global —no le bastaba con el gobierno de la Iglesia; quería ser el señor del mundo—, y gastó rápidamente todas las bengalas y fuegos de artificio que había guardado; pero eran de mala calidad; fracasó y ahora que el mundo está virando irremediablemente hacia la derecha, él ya está viejo, cansado y demasiado pegado al wokismo de baja intensidad como para intentar algunas de sus típicas acrobacias felinas y caer nuevamente del lado correcto. La cuestión no es ya mirar la reacción del Papa Francisco al cambio de época, sino la reacción y los reflejos de los cardenales en el próximo cónclave y la habilidad de quien salga elegido.
Y el primer factor del que deberá hacerse cargo el nuevo pontífice es justamente el modo en que el cambio de época está ya afectando a la Iglesia y que implica un cambio radical con respecto a lo que los católicos estábamos acostumbrados en los últimos quince siglos. Y me refiero a la intrascendencia absoluta. Y esta realidad no necesita demasiados silogismos para demostrarla. Veamos lo que sucedió en el sínodo sobre la sinodalidad; a pesar de las forzadas propagandas, fue de la más completa inutilidad e intrascendencia. Recursos de todo tipo —desde intelectuales hasta económicos— malgastados durante años para la nada misma. Pero la gravedad se profundiza cuando vemos que los medios de comunicación no solamente no le dieron el menor espacio en sus portales —porque no les interesa ya que no atrae visitas— sino que, aunque se lo hubiesen dado, no habría servido de nada porque, como decíamos al inicio, los medios de prensa perdieron ya el poder. Es decir, la Iglesia ya no solamente perdió peso y presencia en el mainstream global —ya no es más visible porque no despierta interés y, en todo caso, la única presencia con alguna relevancia en las redes sociales pertenece a los críticos de las políticas bergoglianas— sino que perdió presencia e influencia en el establishment político. Los debilitados gobiernos progresistas la ignoran y desprecian como era de suponer (recordemos lo que ocurrió hace un mes en Bélgica) y los gobiernos de derecha también, porque la consideran con razón, parte de la alianza enemiga. Paradójicamente, la Iglesia católica no pertenece a las “fuerzas del cielo”…
Esto demuestra, por otra parte, la brutal torpeza de Bergoglio que fue incapaz de anticipar el cambio. Es que justamente la Iglesia podría haber adoptado un papel de gran relevancia, y haberse convertido en un aliado de peso de los gobiernos conservadores que han comenzado a establecerse, ya que comparten buena parte de los ideales tradicionales. Sin embargo, eligió ubicarse en la vereda de enfrente defendiendo descaradamente la Agenda 2030, que deberá estirarse a lo menos un siglo; perorando con la autoridad de lamentables documentos pontificios sobre el calentamiento global y las causas antrópicas del cambio climático y adoptando todos los postulados de la cultura woke: desde las reivindicaciones LGTB hasta la defensa de la inmigración indiscriminada.
Algún ingenuo podría decir que es esa justamente la misión profética de la Iglesia: oponerse a los Diktate del mundo, pero la realidad es que la misión profética es la proclamación del Evangelio y no la oposición boba. Si los gobiernos del mundo, por los motivos que fuere, adoptan principios concordantes a los principios evangélicos, la misión profética de la Iglesia será apoyarlos. Con Bergoglio, y como floración exquisita del Vaticano II, la misión profética de la Iglesia se confundió con la defensa de las causas propias de los vencedores de la Segunda Guerra II, que terminaron degenerando en el progresismo actual.
A Bergoglio le queda poco tiempo. La cuestión, cómo decíamos, es quién lo sucederá. Y eso depende de los cardenales electores, todos los cuales han sido nombrados por Francisco. ¿Será un Papa bergogliano? El bergoglianismo dejará de existir cuando Bergoglio exhalé su último suspiro. ¿Hay esperanzas entonces? Lo dudo. No hay razones para pensar que el criterio de selección de cardenales ha sido distinto al criterio de selección de obispos. Hagámonos a la triste idea de que la media de los cardenales es la media de los obispos. Al sucesor de Francisco lo elegirán nulidades análogas a Jorge García Cuerva, Dante Braida, José Cobo o Francisco Cerro Chaves. Es decir, con el sucesor de Bergoglio, la Iglesia continuará hundiéndose más rápidamente aún en la intrascendencia.
¿Qué queda? Vuelvo a la profecía de Ratzinger: pequeños grupos que conservarán las hogueras encendidas. Y no necesariamente me refiero a grupos que rompan con las estructuras de la Iglesia; la misma intrascendencia de ésta volverá intrascendente el rompimiento. E incluso, no me extrañaría que, como fruto del inevitable cambio de época, esos pequeños grupos y esas hogueras vacilantes se mantengan, en buena medida, oxigenadas por las redes sociales.