Hace unos días publicaba este blog una importante reflexión de Ludovicus, titulada «El capítulo II del güelfismo». Podríamos resumir su tesis así:
El Papa Francisco, preocupado por el carácter revolucionario de los actuales dirigentes del mundo (en sentido amplio: dirigentes políticos, ideológicos, grandes medios de presión etc.), que amenazan el futuro de la Iglesia, habría optado por la siguiente estrategia: Cambiar los acentos y la agenda de temas a subrayar y priorizar, «de cara a lograr autoridad en la opinión pública, concentrar así prestigio para la Iglesia y adquirir poder político y capacidad de presión sobre las dirigencias». A este fin se intentaría, por tanto, «apaciguar al nuevo soberano aparentando ceder sin conceder demasiado, sin terminar de entregar la honra. Con la ambigüedad, el doble discurso, la emisión de mensajes equívocos que son completados por los medios en el sentido más heterodoxo posible. ...»
La hipótesis es interesante, y merece la pena pensar algo más en ella. Sobre todo, merece la pena detenerse a considerar los efectos positivos y negativos que encierra una estrategia así. El principal efecto positivo lo hemos podido comprobar, sin ir más lejos, a lo largo del reciente viaje de Francisco a los Estados Unidos: En lugar de la creciente hostilidad mediática hacia la figura del Romano Pontífice, que había llegado a un punto casi intolerable en tiempos de Benedicto XVI, nos encontramos con el espectáculo de un reconocido líder espiritual mundial, al que todas las instancias escuchan, y todos los medios principales de comunicación hacen un eco positivo. De esta manera, también la presión sobre la Iglesia en general se suaviza, con gran alivio del estamento clerical, principalmente.
Si analizamos lo ocurrido como un médico que fuera siguiendo los efectos sobre el paciente de un nuevo tratamiento experimental, podríamos decir que la aplicación de la «bergoglina» ha rebajado la inflamación y la fiebre que ocasionaba en el paciente su exposición al ambiente venenoso de nuestro tiempo. El enfermo, sin duda, se siente ahora mucho mejor, sobre todo, insisto, el estamento clerical, y, en general, todo su aparato institucional, que había padecido con singular agudeza los efectos del choque con el ambiente.
Sin embargo, como ocurre siempre con los medicamentos, junto al efecto positivo que se busca, es casi inevitable que aparezcan otros efectos secundarios negativos, y que en ocasiones pueden resultar nocivos, o al menos mucho peores, a la larga, que el problema que se trataba de resolver.
Uno de tales efectos secundarios, o desarrollos negativos, fue apuntado por el propio Ludovicus en el texto que da pie a este artículo:
«El tiempo termina por volver insoportables las tensiones entre lo que se sugiere y lo que se sigue siendo aunque sea a regañadientes». Tanto más cuanto que el «soberano» actual tiene unos claros objetivos que, sobre todo en lo que se refiere a la moral sexual y familiar, son incompatibles con la doctrina de la Iglesia sobre el hombre y la familia. Digámoslo con toda brevedad: La ideología dominante concibe una sociedad formada por individuos-partículas elementales, que se ligan ocasional y voluntariamente, por el tiempo y en la forma que ellas decidan. ¿Habrá que explicar el potencial de conflicto entre dicho modelo y la antropología cristiana?
Y ese potencial de conflicto se agudiza aún más si tenemos en cuenta que el soberano actual ha optado por el materialismo ateo como religión, y odia y desprecia a la Iglesia como a una religión falsa. De manera que todas las concesiones le resultarán pocas, a medio o largo plazo. Su objetivo último sería inducir un cambio doctrinal en los temas conflictivos, que desacredite a la Iglesia como una mera construcción humana de doctrina moldeable según las circunstancias. Si uno presta atención, por ejemplo, a algunos titulares y artículos de prensa sobre los «mandamientos ecológicos» de Francisco, se dará cuenta, más allá de la alabanza superficial, del poco disimulado regocijo que desprenden, ante lo que interpretan como una reinvención ad hoc de la religión, para hacerla políticamente correcta.
Sin embargo, y siendo gravísimo, éste no es el único problema ocasionado por el tratamiento de bergoglina. Otro efecto, que podría resultar a la larga nocivo, es el alejamiento de la Iglesia, o al menos la incapacidad de provocar un acercamiento a la misma, de aquellos espíritus inteligentes y libres que perciben con claridad las insuficiencias de la ideología dominante en nuestro tiempo. Pensemos en un Chesterton, en un Waugh, en un Benson, en todo el movimiento de intelectuales que durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, conforme la ideología materialista moderna impregnaba la sociedad, vieron en la Iglesia católica la respuesta a las deficiencias que percibían en ella. Y preguntémonos: ¿Podría convertirse hoy un Chesterton al discurso buenista de Bergoglio? ¿Cabe pensar en un Knox, en un Belloc, en un Geach, en una Edith Stein, en una Elizabeth Anscombe que abrazaran la Iglesia movidos por el discurso que ésta trata de subrayar ahora?
Si algún lector alberga dudas sobre la respuesta a tales preguntas, puede consultar sus libros. O puede hacer otra cosa: Prestar atención a los escritos católicos en defensa del nuevo curso de la Iglesia. Me refiero a los artículos, a los comentarios de blogs, a los escritos apologéticos, institucionales etc. El nivel que se percibe en ellos es, a todas luces, ínfimo. De hecho, es el típico nivel de la propaganda al servicio de un régimen político o un líder cualquiera. Deleznable.
En definitiva, el tratamiento de bergoglina sólo hará remitir los síntomas durante un periodo más o menos breve de tiempo, amenaza además con provocar un cambio genético en el paciente, y mata su inteligencia.
En estas condiciones, insistir en su aplicación, supone una pura irresponsabilidad.
Francisco José Soler Gil