por Eck
El firmamento predica las obras que Él ha hecho:
cada día transmite al siguiente este mensaje,
y una noche lo hace conocer a la otra...
Salmo XVIII, 2-3
En agradecimiento al P. Andrés Palomar, O.F.M.
Allí, en lo alto, arriba, a la vista de todos. Se podía y todavía se puede ver de noche en lo profundo del cielo. Formada por brillantes estrellas, se dibuja luminosa en la oscuridad de la noche la figura de una mujer con un haz de espigas en la mano. Es Virgo, la constelación de Virgo, la Virgen, que representa a la Justicia y por eso tiene cerca de si a la constelación de Libra, las balanzas. Para los antiguos era una señal ambigua porque les recordaba melancólicamente que fue la última diosa en abandonar a los hombres después de la dichosa era de Saturno donde convivía la divinidad con los humanos, un tiempo paradisíaco donde imperaba el bien sobre la Tierra.
Cansada durante la edad de hierro de las injusticias de los hombres y de sus crímenes, “entonces la Justicia sintió aversión por el linaje de aquellos hombres y voló hacia el cielo; y a continuación habitó esta región donde de noche aparece todavía a los mortales como la Virgen, cerca del esplendente Boyero.” (Arato, Fenómenos, 135, pg. 75, de. Gredos, Madrid, 1993).
Decimos ambigua porque no se fue del todo, sino que sigue mirando a los hombres desde las alturas y les recuerda que todavía hay esperanza de un nuevo mañana. Constelación del verano, Virgo también marcaba la época de las cosechas, pálido reflejo de un tiempo en que la Tierra hacía brotar todo magnánimamente, sin esfuerzo, dolor ni trabajo. Cuando todos eran hermanos, todo se compartía y todos eran iguales entre sí. En diciembre se rememoraba esos felices tiempos en las saturnalias romanas, cuando los amos servían a sus siervos y se hacían regalos.
Tampoco es nada casual que dos de sus más fulgurantes luminarias se llamen Spiga (espiga) y Vendimiatrix (Vendimiadora). Una Virgen que se relaciona con el Pan y el Vino y que enlaza con el mito de Ceres y su hija Proserpina, que regresaba cada año del reino de la muerte en primavera. ¿Cómo no ver en estos mitos antiguos un viejo mensaje, adulterado y corrompido pero en el fondo auténtico, de la verdad de la Caída y de la esperanza de la humanidad de la vuelta de la Justicia a este mundo? ¿Una profecía del porvenir, una preparación? Una Justicia relacionada con el Pan y el Vino, con la vida y la resurrección, nacida de una Virgen fértil y pura. Una Justicia que rompiendo el puro aire, se va al inmortal seguro pero de la que se nos dijo que vendrá de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo (Hch. I, 11) y que hizo clamar al profeta Isaías con desesperación esperanzada: “Derramad, oh cielos, desde arriba el rocío, y lluevan las nubes la justicia; ábrase la tierra y produzca la salvación; y brote juntamente con ella la justicia” (Is. XLV, 8) o a Virgilio, el archipoeta: “Ya vuelve la Virgen, ya vuelve el reinado de Saturno,/ ya desciende del profundo Cielo una nueva progenie./ Tu, al ahora naciente niño, por quien la vieja raza de hierro termina y surge en todo el mundo la nueva dorada, se propicia ¡oh casta Lucina1” (IV Égloga, 6-8)
Una noche lo hace conocer a la otra, como canta el salmo, y el firmamento predica las obras que Él hace como lo podemos ver y reconocer en nuestros días.
Pero el mito antiguo nos recuerda además otra verdad olvidada pero para eso debemos volver al origen, al génesis.
Emmanuel
El Señor Dios, que se paseaba en el jardín
al tiempo de la brisa de la tarde...
(Gn. III, 8)
Este es, a mi juicio, uno de los versículos más hermosos de toda la Escritura a pesar de su sencillez. Aquí hay todo un mundo, un abismo, un misterio grande.
Ya han pasado los grandes calores del día y el Sol se pone cuando el tiempo parece detenerse por un instante eterno. El aire se serena y con los últimos rayos todo parece iluminarse con fulgores dorados mientras el cielo resplandece y las sombras huyen. Todo está en calma y en paz cuando de repente se levanta una leve brisa que refresca y perfuma, que mueve levemente y con delicadeza las copas de los árboles y devuelve todo a la vida mientras las golondrinas dibujan con sus negras alas el blanco del cielo. Es la hora del paseo, cuando el hombre puede contemplar tanto el comienzo como el fin de la Creación a la espera que las estrellan alumbren el firmamento.
Que el Creador disfrute del paseo de la tarde por su Creación nos muestra su bondad y amor por sus criaturas. Es una confirmación de la bendición primigenia por Su presencia en medio de sus criaturas, de la Verdad, el Bien y la Hermosura gozando y alegrándose de darse a su creación. Del amor que mueve el Sol y las otras estrellas, que crea de la nada y que comparte lo que tiene con ellas.
Con la Caída y el Pecado de nuestros primeros padres esta presencia de Dios en medio de sus criaturas se perdió. El Jardín del Edén se cerro y desde entonces Dios brilla por su ausencia entre nosotros. La Edad de Oro se acabó, comenzó la de hierro y la Justicia huyó a los cielos. Ahora yacemos en esclavitud y la Creación gime por el peso del pecado, la muerte y la servidumbre de la corrupción. Ahora estamos solos y en la soledad, nuestra mayor condena. La nada con la nada. Las tinieblas se ciernen sobre todos y la oscuridad nos rodea con sus fríos brazos muertos pero el Hacedor no podía consentir que su amor se perdiera para siempre y, tras preparar sus caminos por su misteriosa providencia, Él señaló el día de su manifestación ante los hombres y todos los seres.
Y así en tiempos del emperador Augusto (27 a. C-14 d. C.), estando el orbe extrañamente en paz, la Justicia volvió al mundo para reconciliarlo con Él destruyendo con su encarnación y sacrificio las obras de la muerte del Diablo, reparando el daño de la Caída Original y sobrepujando todo lo imaginable al asumir la carne. Por primera vez desde el Paraíso, el Altísimo vuelve a pasear por su creación al frescor de la tarde y a oler los aromas de las higueras, del olivo y de la vid. De la jara, el tomillo y el romero. El cantar de los pájaros y el zumbido de las abejas. El oleaje de la mies y el tañido de los árboles. El rumor de las aguas y el rugido de las olas. Y el ruido callado del día y el silencio sonoro de la noche.
-Mira, yo hago nuevas todas las cosas.
Y así Dios volvió a ser Emmanuel, Dios con nosotros, para siempre. Y el Señor Dios volvió a pasear en el jardín al fresco de la tarde llenando todo de hermosura.
Epifanía
y nosotros vimos su gloria,
gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad
(Jn. I, 14)
“Os aseguro: muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron” (Lc. X, 24) ¿Y qué desearon ver los reyes y profetas de antaño?¿Qué desearon oír todos los pueblos y naciones? ¿todas las gentes y personas? A Dios y su palabra, a ese Dios desconocido (Hch. XVII, 23) al cual adoraban sin conocerle y le servían con sus buenas obras y esas palabras de amor y de perdón, salvadoras.
Como si quisiera restaurar todas las cosas desde el principio y recapitularlas el Altísimo se fue manifestando a todos los hombres paso a paso.
Los tiempos mesiánicos se abrieron de par en par cuando Zacarías el sacerdote entró en el Santuario y se le apareció el ángel Gabriel ante el altar donde subía el incienso, signo de que las oraciones habían sido escuchadas. Como nuestros primeros padres, desconfió de Dios y fue privado del habla no pudiendo bendecir al pueblo (Nm. VI, 22-27), imagen de una humanidad muda, impedida de hablar con el Altísimo y con los demás hombres palabras de verdad y vida. Todavía no había bajado el carbón ardiente que tocase los labios, removiera la culpa y perdonase el pecado (Is. VI, 7), el Verbo de Dios con el que iniciar de nuevo el diálogo pero se anunció a su heraldo, la voz que clama en ese desierto de mudos ya desde el vientre de su madre. Cuando nació el Precursor el sacerdote Zacarías ya pudo bendecir de nuevo y lo hizo pues se estaba manifestando el rostro del Señor. A partir de ahora, la faz del Eterno ya se podía ver sin morir (Ex. XXXIII, 20) pues se volvió vida para todos los hombres. Ya podíamos hablarle como el amigo al amigo, cara a cara (Ex. XXXIII, 11) como en los orígenes. Ya estaba en la Tierra y aún antes de nacer ya bendijo a Juan y a Isabel, su madre, con la gracia como la aurora anuncia al Sol con sus resplandores.
Una vez nacido se manifestó a los pastores que dormían al raso en los montes de Judea acordándose de aquel pastor al cual se le prometió que su descendencia sería como las estrellas del cielo (Gn. XXII, 17) y que en él serían benditas todas las familias de la Tierra (Gn. XII, 3) por su fe. Ahí estaba la primera familia bendecida en José y María y que se fue extendiendo a otras, como a la familia de Zacarías y Ana, que como Abraham y Sara esperaron contra toda esperanza. Desde entonces, el hijo de María y José, el hijo de David, de Rut, de Jacob, Isaac, Abraham, de Sem, de Noé, de Adán y Eva, es familiar nuestro, nuestra carne y nuestra sangre, Dios es pariente de todos y familia de todos.
Después se manifestó en el Templo ante los profetas y los sacerdotes. Allí el anciano Simeón Lo tomó en sus brazos, y alabó a Dios (Lc. II, 28) Modelo de sacerdotes en el altar al tener al Salvador en las manos y alabar a Dios también representa a todo Israel, nación santa, pueblo sacerdotal. Anunciado por la tribu de Levi en la Casa de Aarón, nacido en la tribu de Judá en la Casa de David, es anunciado al universo por las tribus perdidas. Simeón, la más sureña y terruñera, y la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, la más norteña y marinera, y llevado a los extremos de la tierra por Saulo, de la tribu de Benjamín y los Doce. Por fin la espera había dado cumplimiento y la Luz se reveló a los gentiles, y dio gloria a Israel, su pueblo (Lc. II, 32).
Una luz se reveló a los gentiles, una estrella sale de Jacob (Nm. XXIV, 17). Esto fue profetizado por un pagano, Baalam, hijo de Beor, en tiempos muy antiguos y fueron otros paganos los que la vieron entre las estrellas de los cielos pues una noche lo hace conocer a la otra y el firmamento predica las obras que Él hace. Los estrelleros supieron leer a Dios en los cielos y comenzaron el peregrinaje a Belén guiados por una luz que les brilló en medio de las tinieblas, primicia de todos los pueblos en conocer al Salvador. Nuestros antepasados no se confundieron cuando imaginaban a los tres Reyes Magos como representantes de los tres linajes, Sem, Cam y Jafet y de las tres edades, juventud, madurez y vejez, ni como sabios ni reyes, los reyes filósofos. Vieron a través de la poesía la gran verdad, la universalidad de todos los pueblos y edades y del fundamento de unión de todos los hombres, el amor por la Verdad, la Esperanza y el Agradecimiento
Por fin la Justicia volvió a bajar del Cielo para volver a pasear por el Edén, a estar con Él en el Paraíso (Lc.XXIII, 43) y hablar con Él cara a cara pues quien Le ve, ve al Padre (Jn XIX, 9) y tiene vida en abundancia.
Todos les ofrecieron sus dones, desde pan, requesón y vino hasta oro, incienso y mirra, pero Él se trajo su propio don, el gran don: el Verbo de Dios, que creó el Cielo y la Tierra. Él se nos entregó a sí mismo pues nos ama hasta el extremo y da su vida por sus amigos para el perdón de los pecados, salvación de los hombres y restauración del Cosmos. El gran don de Dios es Dios mismo y este es el regalo que hace en la Navidad con su encarnación, la vuelta de su presencia a la Creación y la confirmación definitiva de su bendición original: valde bonum. Volvemos a poder pasear con Él a la brisa de la tarde.
Magnífico. Una meditación para darnos cuenta de nuestra pequeñez y falta de gratitud ante una Amor que no merecemos. A mí me llena de gozo y de ganas de ser mejor hija.
ResponderEliminarTambién, al leer estas líneas más me extraña la actitud de los que, afirmando que tienen Fe, se alejan de Su voluntad y pretenden hacer un dios a su medida. ¿Cómo no querer complacer a Quien nos amó tanto?
Yavembar
Muy linda entrada!
ResponderEliminarExcelente entrada, una verdadera lectio divina
ResponderEliminarMe encantó !!! Gracias por esta meditación que viene al alma como una brisa fresca de la tarde.
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